jueves, 18 de diciembre de 2008

Escupir recuerdos...

El frío tiene algo mágico que eriza el alma a la par que la piel. Será que el aire de invierno susurra con ecos lejanos, o que todavía mi bufanda sigue oliendo a ti, pero las luces de navidad que desafían la oscuridad de la noche me devuelven a esa juventud pretérrita, perdida para siempre, en la que el amor era una licencia y soñar algo obligatorio. Las tardes eternas en el bar de siempre, con la música de siempre y el camarero de siempre, en las que dejábamos languidecer el día y abrazábamos la nueva noche pegados a una taza de café. Apenas sabíamos nada del mundo, y nuestras monedas aún giraban en el aire decidiendo de qué lado caer. La tuya salió cruz. Lo sabemos ahora, años después, cuando la vida nos ha golpeado con toda su dureza, a ti con el dolor y a mí con el olvido. Ahora que nuestro futuro está a la vuelta de la esquina, y los años son una condena que va matando ilusiones y convierte los sueños en recuerdos, el presente en pasado y el mañana en un hoy que ni siquiera nos ha dado tiempo a planear. Sí, tu moneda salió cruz, quizá porque fui yo quien la lanzó. No recuerdo de qué lado cayó la mía, pero estoy decidido a lanzarla de nuevo. Lo haré en cuanto acabe de escribir esta carta que nunca te mandaré, cuando concluya estas líneas que tú nunca leerás, y que me duelen como si las estuviera escribiendo con mi propia sangre. No sé hacia dónde me llevan las palabras que vomita mi alma, porque de eso se trata, sólo de escupir recuerdos. Sé que nacieron de ti, y eso significa que van a doler. Sólo conozco un lugar, y es el Madrid que descubrí contigo. El Madrid que sabía a posguerra, la capital de calles empedradas, barios intrincados y cuestas interminables que nos llevaban sí o sí a la Gran Vía. Las luces de neon no lograban matar del todo nuestro sentir añejo, porque lo nuestro siempre tuvo un sabor antiguo, quizá porque nunca llegó a existir, quizá porque tan sólo duró unas horas. Fue en la noche que nos dejamos la vida en el armario y nos disparamos sobre la cama un amor a quemarropa, tan efímero como el aliento que compartimos. No lo sabes, o sí, pero se me pasó la noche viéndote respirar. Repasaba con mis dedos las gotas de luz que se filtraban por la persiana y encontraban reflejo en tu piel, morena, desnuda. Se me fue la luna oyendo latir un corazón que jamás sería mío, recordando palmo a palmo el cuerpo que poseí apenas unos segundos, y que el amanecer tornó inalcanzable. Luego, otra vez el frío, el aire, las luces de Navidad. Otra vez los recuerdos, el olvido. Otra vez el viejo café, la música, el camarero...las noches en blanco, como ésta, en la que me he sentado a escribirte porque necesito saber que aún existes. Sobre todo, porque en el fondo creo que no has existido nunca, que no te pareces en nada a mi vida, o que tienes varios pedazos de ella. Quizá sólo seas el fruto de este terrible dolor de cabeza que me permite delirar, y juntar en tu recuerdo los trozos de aquellas a las que no olvidaré nunca. Quizá sólo te haya construido con retales de mi pasado, o te esté deseando para el futuro. O quizá sólo seas unas líneas febriles en un viejo cuaderno, porque, al fin y al cabo, de eso se trata, de escupir recuerdos...

viernes, 12 de diciembre de 2008

Nieve

La nieve. No le gustaba la nieve. Odiaba la nieve. No era por ese ruido que hacía al crujir bajo sus pies, y que paso a paso le sacaba de quicio. Tampoco por el frío que había entumecido sus dedos, ni por el agua que empapaba sus calcetines. Odiaba la nieve porque no era como en las películas. De pequeño creía que se trataba de un manto blanco, como de algodón, que hacía que las ciudades olieran a invierno. Pensaba que podría cogerla entre sus manos y sentirla, darle forma y arrojarla lejos, en medio de un montón de risas que anunciaban el inicio del juego. Como en la tele. Pero no. La nieve es sucia. Cae al suelo y se llena de tierra, pierde todo lo que tiene de puro. Como los recuerdos. Como el futuro. Quizá de pequeño soñó demasiado. En su mundo de nieve de algodón pensó en una vida para él, en un lugar para él, en una persona para él. Nada. Ni siquiera tenía identidad. Sólo había conocido el amor a través del dolor más intenso, sólo cuando realmente se fue comprendió que la amaba. Sólo cuando realmente se fue comprendió que ya no era nada. Cuando ella se marchó se llevó toda su vida. También se llevó su hogar. Hace años sentía la ciudad como suya, y arañaba en todos los rincones un pedazo de su piel para sentir como la ciudad sentía. Oyó un ruido a su espalda y apretó el paso instintivamente, casi sin reconocerse en ese efímero acto de valor. Hoy la ciudad no le susurraba nada, y sentía en sus rincones la indiferencia de un extraño. No había una chica para él, ni había un lugar para él. Ni siquiera tenía una vida para él porque su vida ya no le pertenecía. No estaba en sus manos. Por eso no le gustaba la nieve, porque saboreaba en ella el valor de lo que no fue, la rabia de lo que pudo haber sido. Y porque en aquel manto blanco que cubría la ciudad, y efectivamente hacía que en ella se respirase el invierno, la sangre que manaba de su pierna dibujaba un reguero rojo que conducía directamente a él, y dibujaba un mapa perfecto para los que le seguían. Se palpó la herida con la mano congelada, y apenas sí pudo sentir el calor de la vida que se le escapaba, antes de oírlos detrás de él. No acertó a llorar, y se sentó en la nieve. La nieve... no, no le gustaba la nieve. Odiaba la nieve...

viernes, 21 de noviembre de 2008

Un extraño con recuerdos

Las notas del piano hacían temblar las volutas de humo que inundadan el local, y conferían a aquel lugar un aire plácido de madrugada. Fuera llovía, pero dentro sólo se escuchaba el tenue murmullo de la gente, y, por encima de él, la voz despiadada de una cantante que vomitaba himnos de esperanza y que, de vez en vez, dirigía una mirada furtiva, entre la curiosidad y la lujuria, a las mesas que ocupaban la platea.
Reconoció vagamente la melodía, pero no acertó a identificarla. Sentado, solo, en un rincón del bar, recorría con su dedo el borde de la copa, antes de apurar el whisky y hacer una seña al camarero para que volviera a llenarla. Había soñado muchas veces con un lugar como aquel, pero nunca en aquellas circunstancias, jamás rodeado de aquella soledad que empezaba a consumirle.
Se había imaginado en la misma mesa que ahora ocupaba, tarareando la melodía al oído de una mujer que se estremecía con cada jirón que sus dedos dibujaban en su espalda, acompañando con besos los silencios de la cantante, la misma que ahora aprovechaba una pausa para tomar un sorbo de agua.
Esa mujer no había existido, ni ahora ni nunca. No encontró jamás, en sus efímeras compañeras, nada que le invitara a quedarse más allá de una noche, una semana, un mes; y terminaba desapareciendo, sin decir nada, caminando despacio en mitad de la noche, mientras el eco de sus pasos inundaba los rincones de alguna calle vacía.
Miró por la ventana y dejó que sus recuerdos se empaparan de aquella lluvia que caía a la vez en todos los lugares. No vio más que vacío. Nada que rescatar en medio de la niebla, nadie a quien llamar entre tanta oscuridad, ningún lugar al que ir para esperar a que escampe.
'Nunca he formado parte de nada, de nadie, ni de ningún lugar', pensó, y no le faltaba razón. Sus años no dejarían ningún poso sobre el tapiz de la vida, ninguna sensación, ni una sola sonrisa. De su ausencia tampoco afloraría lágrima alguna. Podría desaparecer sin evocar siquiera una fría despedida, porque no tenía nadie a quien echar de menos.
Reparó en el coche aparcado en la acera justo en el momento en que un hombre alto, trajeado y con la mirada oscura abría la puerta del local, y dejaba que una lengua de frío partiera en dos la calidez del ambiente antes de dejar tras de sí la calle e introducirse en los rostros enfermos de angustia y las miradas ajadas de aquel ambiente.
Después de vacilar un momento, el intruso -porque eso era, un intruso con recuerdos, algo que el resto no tenía- se dirigió a su mesa, y esperó de pie a que le invitara a sentarse con él. Sin mirar hacia arriba, apartó con el pie la silla vacía y le invitó a sentarse. Cuando encontró su rostro a la misma altura, percibió un ansia nerviosa en su acompañante, aderezada quizá por un punto de locura.
-He venido a matarte -murmuró el hombre del traje.
-Lo sé -respondió, sereno, mientras hacía una seña al camarero-. Deja que te invite a un trago...

lunes, 27 de octubre de 2008

El Parque

Caminaba despacio, sintiendo el peso de su cuerpo en cada uno de sus pasos. Cuando enfiló el camino de baldosas que partía en dos el parque, se detuvo apenas un instante, casi aliviado, protegido. Hacía años que conocía sus rincones, que caminaba sobre sus hojas y disfrutaba de la quietud de sus árboles y de esos silencios ocultos que destilaban las ramas al sentir el beso del viento.
Desde que era pequeño, había aprendido a refugiarse en la soledad del parque. La primera vez fue con su padre, cuando su madre ya se había ido. En silencio, recorrieron el lugar de una punta a otra, caminando muy despacio y, a pesar de que era muy pequeño, comprendió lo que su padre le quería decir sin palabras.
Veía en sus árboles el discurrir de la vida, sobre todo cuando admiraba la estampa que el parque ofrecía en otoño. Los árboles de hoja perenne afilaban su verdor contra un cielo que aún conservaba sus destellos azules, añorando un calor que tardaría en regresar. Los caducos, sin embargo, empezaban a amarillear y alfombraban el suelo con sus primeras hojas caídas. También había unos árboles con las hojas rojas, como fuego, y que bailaban como una hoguera cuando los mecía el aire.
Contemplado desde la entrada, enmarcado en el último rayo de sol que evocaba un verano tardío, el parque ofrecía una estampa sin par. Una metáfora de la vida misma.
Cuando su padre también se fue, él continuó caminando solo por aquél enjambre de sensaciones. Se sentía como esos árboles verdes, majestuosos, mientras todo lo que le rodeaba, todo aquello que quería, tendía a amarillear. Primero su madre, luego su padre, ahora ella... Estaba cansado de sentir el viento en la cara, mientras a los demás se les caían las hojas.
De repente, reparó en los árboles rojos, pequeños, ardientes. Una ola de desasosiego inundó todo su ser, y se fue comiendo poco a poco la calma que le embargaba. Su significado se le escapaba, no había conseguido identificarlos, como a los demás.
Se paró en seco, creyendo oír aún la voz de su mujer en las hojas que caían a sus pies. Repentinamente, sintió un tirón en la manga del abrigo, y miró hacia abajo. Su hija lo miraba fijamente, con esos ojitos azules que tanto le recordaban a su madre.
Se puso de puntillas y estiró la manita para enjugar una lágrima que, en esos momentos, recorría una de sus mejillas. Y le sonrió. Y entonces comprendió que también su hija había comprendido, a través de su silencio, el significado del parque.

viernes, 10 de octubre de 2008

Telecinco, ¿cadena amiga?

Soy un incrédulo. Lo confieso, la mayoría de las veces, la realidad me supera. No deja desorprenderme. Hablo de Telecinco, un proyecto que comenzó siendo una cadena de televisión y que ahora se ha convertido en un sumidero adonde va a parar toda la mierda. Una cadena que tiempo que perdió la batalla con el sentido común.
Cuando hace unas semanas le llenaron el bolsillo a ese personaje en el que se ha convertido Violeta Santander, que está haciendo caja a costa del coma de un hombre que ocupó su lugar en la cama que estaba destinada para ella, para que vomitara sus miserias en La Noria, pensé que no se podía caer más bajo. Es difícil hacerlo cuando ya estás sumergido en lo más hondo de la cloaca.
Pues bien, semanas después, convirtieron la miseria en algo deleznable cuando volvieron a dar silla y voz a ese personaje, para que prosiguiera con su particular batalla y defendiera que el energúmeno que ha dejado en coma al profesor Neira nunca se olvida de regar las plantas y baja la tapa del retrete cuando orina. Dice que es buena persona, y por defender a un homicida frustrado (recuerdo que declaró que no le pegó más al profesor porque ya no se movía) vuelve a llevarse una buena pasta.
Se trata de un despropósito más para una cadena que se ha dado definitivamente al amarillismo, al morbo, a la víscera. Podría nombrar un montón de programas en los que se dedican minutos y minutos a los personajes más variopintos, por ser educado, y en los que se patalea una y otra vez lo que algunos entendemos por periodismo. El colmo llega cuando, por la noche, los espacios que deben ser santo y seña de la cadena, los informativos, se dedican a resumirnos en dieciocho minutos todo lo que de verdad importa, para que cuatro pintamonas tengan más tiempo de seguir con su show.
Lo más gracioso de todo esto es que, los iluminados que mueven los hilos de ese territorio en el que Jesús Gil nos daba una lecciónde machismo sumergido en un jacuzzi y rodeado de mamachichos, reclaman que otra cadena y otro programa, que no hace sino destapar sus miserias, vulneran sus derechos de propiedad intelectual. Intelectual, precisamente una palabra que les queda demasiado grande.
La pataleta no ha quedado ahí. 'Sé lo que hicisteis...' ha sabido reírse de una sentencia absurda, y ha hecho del ingenio su bandera. Cada vez son más divertidos, mejores. Telecinco, más lleno de rabia que nunca, ha intentado parodiar a La Sexta en esa bazofia que emite por internet bajo el seudónimo de Becarios (de esto ya hablaremos otro día), y ha desnudado todas sus vergüenzas con un capítulo absurdo, apoyado en la macarranería y en el tópico y en el que la inteligencia y el humor brillan por su ausencia.
Esperaba más clase, lo reconozco. Ya he dicho que soy un incrédulo. Esperaba un punto de cordura en la que se dice nuestra 'cadena amiga'. Pero no. En su lugar, minutos y más minutos de mierda, disparada sin piedad pero, eso sí, con una sonrisa en los labios. Hace tiempo que me preguntaba por qué cuando ponía Telecinco, mi tele se rodeaba de moscas. Poco a poco lo voy entendiendo. ¡Viva Sé lo que hicisteis...!

sábado, 4 de octubre de 2008

Réquiem

Bebo desde que me dejaste. Intento ahogar mis penas en alcohol desde que no estás conmigo. No es cierto eso que dicen de que las penas flotan... no, a las mías les da miedo el oleaje, y desaparecen apenas he paladeado el primer sorbo de ron. Bueno, a decir verdad no desaparecen, se esconden, porque apenas ha despuntado el sol vuelven a mi cabeza y golpean con insolencia en mi sien, recordándome que siguen aquí conmigo.
No recuerdo cómo te fuiste, ni sé si me despedí. Si hubiera sabido que aquél iba a ser nuestro último beso, hubiera saboreado cada instante. Si me hubieras dicho que mañana no ibas a estar aquí, hubiéramos dormidos juntos para siempre en el ayer, anclando el sol con nuestras sábanas para que nunca amaneciera. Si hubiera sabido que iba a ser tan duro, me hubiera ido contigo.
De nada sirven los recuerdos para quien no tiene consuelo. Tampoco es consuelo el alcohol, nada me reconforta. Me acodo en cualquier barra de bar esperando que el humo disipe tu imagen y la música de fondo esconda el eco de tu voz. A veces miro a alguna chica de las que pasan por mi lado, pero todas tienen algo que me recuerda a ti. ¿Por qué es tan difícil olvidarte?
Esta noche no he ido al bar, prefiero deshilacharme gota a gota en casa. He abierto la ventana en mitad de la madrugada para respirar bien hondo el primer frío del otoño, hasta notar cómo el gélido aire trizaba todos los rincones de mi pecho.
Y me he puesto a escribir, sin saber si son éstas las últimas líneas que te dedico. Me había propuesto olvidarte, pero no puedo, así que dejaré de ser yo para siempre. No habrá en mi persona ningún rastro de mí, de lo que fui, de lo que soy. Nadie, ni yo mismo, sabrá lo que algún día pude llegar a ser. Mi vida desapareció cuando te fuiste, y mi alma habita allá donde la tuya descansa.

viernes, 12 de septiembre de 2008

No vuelvas a hacerme daño

No lo hagas, que no se te ocurra volver a herirme, porque estoy demasiado acostumbrado a morder el polvo. Tanto, que la boca me sabe a tierra y de mis heridas sólo mana sangre seca. No vuelvas a hacerlo, porque me han herido demasiado. Porque mis ojos están secos y todavía me sabe a sal la comisura de los labios. Porque he llenado ríos con lágrimas que no van a ninguna parte, y me he dejado la voz en gritos que sólo hacían eco en las paredes de mi desesperación.
No se te ocurra volver a herirme, no vuelvas a hacerme daño. Porque quizá esta vez sea la última vez. Quizá de tanto tensar la cuerda de mi alma, acabe por romperse, y termine explotando de una vez por todas. Quizá en ese momento me convierta en un espíritu libre, indomable, y transformaré toda la rabia contenida en energía para seguir hacia delante a pesar de los demás, a pesar de lo que digan y de lo que hagan, a pesar de las zancadillas que me pongan por delante, a pesar de las circunstancias.

No vuelvas a hacerme daño, porque quizá en ese momento nada ni nadie logrará detenerme.

Eso que llaman crecer...

La nostalgia no entiende de kilómetros, de distancias, de países. La nostalgia se alimenta de años, y por desgracia envejecer es un camino en una sola dirección: permite mirar hacia atrás, pero siempre se camina hacia delante
Yo a menudo echo la vista atrás y me pregunto qué queda de nosotros, esos que nos sentábamos en un banco del parque sin más excusas que una bolsa de pipas para pasar la tarde. Estábamos en los albores de una juventud que no sabíamos dónde nos iba a llevar, pero todos soñábamos con hacer de nuestra vida algo grande
Todos, de alguna manera u otra, lo conseguiremos. Pero ya no somos los mismos. No podemos serlo. Un buen día llenamos las maletas con un puñado de preguntas sin respuesta y nos fuimos de aquel pueblo que conocíamos como la palma de nuestra mano. Dejamos atrás aquellas calles en las que nos pelábamos las rodillas detrás de un balón, las farolas bajo las que dimos nuestro primer beso, el coche sobre el que lloramos apoyados porque ella se fue.
Así, con un montón de dudas y apenas alguna certeza, me sumergí en las calles de Madrid para convertirme en alguien completamente distinto. El hambre de una ciudad que se alimenta de sueños fue limando mi carácter, mis ideas, mis pensamientos, incluso mis sentimientos, hasta convertirme en lo que soy. No fui el único, ni tampoco la ciudad fue exclusivamente mía. Da igual lo que creamos, una ciudad como Madrid nunca forma parte de ti. Somos nosotros los que formamos parte de ella.
A mí me pasó allí, los demás se forjaron en otras calles, con otras gentes. Recibieron otros golpes, pero el resultado fue el mismo: salieron transformados. Aun así, de vez en cuando, volvemos a esas calles que nos vieron crecer, en las que fuimos reyes por un día. A menudo, una cerveza se convierte en una razón de sobra para encontrarnos y comprobar cómo hemos cambiado, adónde nos ha llevado el futuro. Son los años los que han dictado las líneas de nuestra vida.
Pero ninguna ciudad, ninguna experiencia, nadie, ha podido borrar del todo lo que un día fuimos. Quizá no podamos repetir aquellas risas sin motivo, pero aún queda algo de aquella luz en el fondo de nuestra mirada. El futuro no podrá arrebatarnos lo que fuimos algún día. No podemos repetirlo, pero tampoco lo olvidaremos.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Adiós

No son mis manos las que te acarician hoy, es toda mi vida la que recorre tu cuerpo. Despacio, poco a poco, siguiendo la estela de esa gota de sudor que busca pesadamente el final de tu espalda. Fuera, la noche cae a traición sobre la ventana, elcielo negro, las calles negras, negro también el manto que envuelve a la luna. No tiene sentido pensar en ti si mañana he de olvidarte. No tiene sentido hablar si lo único que se puede decir ha de sonar a despedida. Mientras, mis recuerdos siguen naciendo en el filo de tu piel, y van a morir enredados en tu pelo.
Estás llorando. Lo sé, a lo mejor tú también sabes que me he dado cuenta, y por eso no quieres mirarme. Lo último que recuerde de ti será el brillo de tu piel. A ti te quedará para siempre el roce de mi mano. La luna está de nuestra parte, por eso, espera, impaciente, en lo alto del cielo, a pesar de la fina lluvia que comienza a golpear la ventana. Será el sol el que marque el fin, el que te lleve de aquí para siempre. Aún quedan unas horas.
Podríamos estar hablando, riendo, besándonos; pero no. Yo te acaricio, y tú lloras. Sé que si me duermo no te volveré a ver. No es un temor, es una certeza. Mañana tú no estarás aquí, y yo no estaré para ti. No puedo seguirte. No puedes esperarme.
Llegaste a mí descalza, una lejana tarde de abril. Te irás para siempre desnuda, y sólo me quedará el sabor de tu espalda. Quiero probarlo una vez más. Es mi alma la que empuja mi cuerpo hacia delante, hasta que mis labios se encuentran con tu piel detrás de tu hombro; y te estremeces. Salado, como siempre; amargo por primera vez. Despacito, sin querer romper el silencio, giras sobre la cama y te quedas frente a mí. De nuevo. ¿Ves como estabas llorando? Lo sabía. Lo que no sabía es que también lloraba yo.
Y entonces lo hiciste, sin querer, pero lo hiciste. Hiciste lo posible para que olvidarte fuera imposible. Me condenaste a ti para siempre. Acercaste tu mejilla a la mía, y ahí se me clavó tu olor. Te acercaste despacio, muy lento, hasta tocarnos, y ahí se me clavó tu piel. Me miraste fijamente, con la intensidad de quien mira a la luz un instante antes de correr hacia la muerte, y ahí se me clavó el azul de tus ojos. En ese instante comprendí que era la última vez que mi cama se llenaba de ti, que mañana ese hueco estaría vacío, quizá aún caliente, pero vacío para siempre.
Empecé a temblar. Y entonces me besaste y, por un instante, en ese beso, volvimos a aquella tarde de abril, tú descalza en el parque, radiante, y ahí se me clavó tu imagen, tu esencia, tu alma. La última puñalada me la dio la puerta que se cerró cuando aún estaba amaneciendo. Al despertar ya no estabas. Me asomé a la ventana, pero ya estabas lejos, muy lejos, eras ya inalcanzable. El sol lucía en lo alto del cielo, pleno, feliz, alegre. Después de todo, había hecho bien su trabajo.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Crisis vocacional

Las crisis vocacionales existen. Que se lo pregunten a los periodistas. Desde que nacemos y hasta que morimos, mientras nos hacemos,el periodismo nos pone a prueba una y otra vez, sin descanso ni piedad, pero no es fácil matar el gusanillo que llevamos dentro.
Primero, en la carrera, en universidades masificadas, sin medios y ante profesores que hace tiempo que perdieron la pasión por lo que enseñan,cocinamos nuestro futuro a fuego lento. Muy lento.
Luego, las prácticas. Horas y horas en una redacción haciendo lo que nadie quiere por cuatro duros al mes, en el mejor de los casos. Después,el trabajo. Horarios infernales, siempre con prisas y con presión y sin apenas vida social.
Pero un día, cuando te sientes al borde del abismo y piensas que lo mejor es mandarlo todo a tomar viento, abres el periódico y descubresque Rusia ha invadido Georgia, y te encantaría estar allí. Vivir en primera persona un acontecimiento histórico, contarle a todos los demáscómo cambia el mundo sin que ellos apenas se den cuenta.
Mi sueño siempre ha sido ser corresponsal de guerra. Estoy muy lejos, lo sé, y ni siquiera estoy seguro de que tenga el valor suficiente parahacerlo. Pero no voy a tirar la toalla sin luchar. Tengo muchos años por delante, y demasiadas ganas de seguir aprendiendo como paradarme por vencido.
Es duro decirlo, pero la guerra es el cénit del periodismo. No es cuestión de morbo, sino de deber, de pura vocación. Recuerdo que hace años,durante la guerra de Irak, me obligué a morderme la lengua en más de una ocasión. Nos vendieron una operación quirúrgica, sin muertos, precisa.Hablaron de un camino alfombrado de pétalos, y, tres semanas después, estábamos llorando la muerte de José Couso.
Hacía tres días que Couso se había dejado la vida en Bagdad cuando, en un entrenamiento, salió el tema a relucir. Casi todos estaban a favor de laguerra, y yo no tenía ánimo para discutir con todos. Entonces, alguien habló de Couso. "Es normal lo que le ha pasado. Que no hubiera ido".Enrojecí de ira y me marché. Recuerdo que esa noche apenas pude dormir por el enfado.
Si Couso no hubiera ido, si los demás no hubieran estado ahí, no te habrías enterado de que no existe la guerra quirúrgica ni las bombasinteligentes. No sabrías que la guerra es un niño cubierto de polvo buscando entre los escombros a sus padres muertos. Que la guerraes una mujer llorando con las manos hacia el cielo sobre el ataúd de sus hijos. Que la guerra es un monstruo que se alimenta de sangre seca.Que en la guerra se mata y se muere. Que la guerra es una mierda.
La muerte de Couso no fue la primera, ni será la última seguramente. Por desgracia. Pero esa certeza, lejos de hacer cundir el desalientonos anima a apretar los puños y seguir adelante sin miedo. Esa certeza hace más grande el convencimiento de que en la próxima batalla, enel siguiente conflicto bélico, tenemos que estar ahí.
Para que tú, delante del televisor, sepas que en el mundo muere gente injustamente. Que el cielo escupe fuego sobre sus casas y se aferrana sus hijos con el único propósito de morir juntos. Para que tú sepas que, eso que te parece normal, es la mayor de las atrocidades. Y quela próxima vez que algo así esté sucediendo, el "no haber ido" no valdrá como respuesta.

La misma sal

No sabía por qué, pero el sonido del mar al romper en la orilla le tranquilizaba. Por eso, siempre que podía, se deslizaba desde la habitación del hotel hasta la playa, en medio de la noche, cuando el océano apenas es un tumulto de espuma. No le daba miedo enfrentarse sola contra el mar, porque sabía que éste estaba de su parte. Ya se conocían.
Llevaba puesta una camiseta que le llegaba hasta más allá del codo pero, aun así, cuando puso su pie sobre la arena notó como se le erizaba el vello de la nuca. Estaba fría. Le encantaba sentir la arena fría bajo sus pies descalzos. Le hacía sentirse viva, y ésa era una sensación que no se experimenta muy a menudo. Pocas veces toma uno conciencia de su existencia, y ella había aprendido a saborear esos momentos.
Avanzó unos metros y se sentó sobre la arena, dejando que el Mediterráneo, en su vaivén, jugara a mojarle las puntas de los pies en cada ida y venida. Se apartó el pelo de la cara y dejó que sus ojos se perdieran en el horizonte oscuro, soñando, una vez más, que soñaba despierta.
El rumor del mar y la brisa evocaron una tarde de invierno en París, esa ciudad a la que nunca ha ido pero que tan bien conoce. No le hace falta haberla recorrido para verla en sus ensoñaciones. Sigue siendo bonita a pesar de la niebla que empaña sus cristales, enfría su aliento y perla sus cornisas con un ligero rocío. Sigue siendo la desconocida a la que tanto ama.
A veces sueña que es la Torre Eiffel. Majestuosa, dominando el lecho dormido de una ciudad suicida que se alimenta de los sueños de gente como ella. Si estuviera en lo alto de la torre, le gustaría gritar y hacer que su voz inunde cada rincón de esa urbe de plata que destila el aroma de las rosas. Hacerla suya.
Le encantaría pasear por las calles su soledad y dejar un poquito de ella en cada uno de sus rincones. Quizá encontrara así alivio para un alma anciana, que en un cuerpo de veintiún años pesa como si tuviera ochenta, de tan ajada como está.
Apenas se acuerda de la última vez que se rió de veras, con ganas, desde muy adentro. Quizá fue cuando él recorría con el dedo su espalda, y le susurraba al oído que nunca la iba a dejar. El primer amor dura apenas un suspiro, pero su final duele durante toda la vida.
Notó que tenía los ojos cerrados, apretados muy fuerte, para no dejar escapar la oscuridad. Al tiempo que un lágrima se deslizaba por su mejilla, el agua le cubrió los tobillos, devolviendo su mente a la realidad. Miró el horizonte y sintió que el mar lloraba con ella, con las mismas lágrimas, la misma sal. Y sonrió, antes de tumbarse sobre la arena y dejar que el mar la cubriera por completo…

Un día más

Cuando el arma llegó a sus manos y sintió su tacto frío, los pelos se le pusieron de punta. Pesaba más de lo que podía haber imaginado, pero bien pensado era normal: cualquier cosa cuyo fin era matar tiene que tener más peso que la vida que se dispone a arrancar. La miró un instante antes de amartillarla, y se secó el sudor que perlaba su frente con la palma de la mano izquierda, mientras que con la derecha se metía la pistola en la boca.
Transcurrió un instante, pero a él le pareció una eternidad. En ese tiempo que no acababa nunca, su mente le traicionó por un momento y le regaló una sucesión de imágenes que, desde luego, no le confortaban. Era verdad lo que decían en las películas, pero todavía no había visto la luz y no estaba dentro de un túnel. Por eso se sintió decepcionado, al menos en parte.
Después, simplemente, se dejó llevar. Permitió que fuera su cerebro quien tomara la decisión, como si eso le eximiera de toda culpa. Había estado mirando en internet y sabía que el tiempo que pasaba desde que el cerebro daba la orden hasta que ésta se ejecutaba era insignificante, pero eso le bastaría para acordarse, por última vez, de lo poco bueno que había sido capaz de dar.
Se acordó de la universidad, quizá los mejores años de su vida. Qué lejos quedaban. Los profesores, los amigos, las fiestas… fue en una de ellas cuando la conoció en medio de una nube de ron y marihuana. También ella estaba borracha cuando salió tambaleándose a la terraza, decidiendo por el camino si quería respirar aire fresco o vomitar. Se apoyó sobre la barandilla y sintió una mano encima de la suya.
Aquel momento, lejano, vino a su mente con una claridad que incluso le costó discernir si de verdad estaba sucediendo. Le parecía tan real como la gota de sudor frío que sintió nacer en la parte posterior del cuello, y que se deslizaba por su columna vertebral, trizando cada uno de los nervios de su espalda.
Cerró los ojos con fuerza, llamando desesperadamente a una oscuridad que no llegaba, y apretó el gatillo. Cuando escuchó el ruido sordo del percutor, supo que el tambor estaba vacío, ahí no estaba la bala. Lo que sintió después no supo si era alivio o rabia; si estaba feliz por seguir viviendo o molesto por obligarse a soportarse unos segundos más.
Pasó la pistola al que estaba a su izquierda y se encendió un cigarrillo con la vista fija en el suelo. Le había dado dos caladas cuando escuchó una detonación que resonó en toda la nave, y que hizo que incluso temblaran las paredes. El suelo, alrededor, estaba cubierto de sangre y sesos, pero a él apenas le habían alcanzado unas gotas.
Se levantó pesadamente y recogió su chaqueta, preguntándose quién había ganado aquella mañana. Después de todo, el único ganador yacía en el suelo, con la cabeza abierta, y los perdedores eran que quedaban vivos para relatar su hazaña.
Salió a la luz del día y se despidió del resto de la gente. Miró el reloj: las siete y veinte. Tenía por delante, al menos, un día más. Y quizá con un poco de suerte llegaría a casa a tiempo para acompañar a las niñas al colegio.

La vida está hecha de momentos

Esta frase, lapidaria, es verdad se mire por donde se mire. Todo nuestro mundo está construido por ráfagas, pequeños instantes que recordamos al echar la vista atrás para ver en qué nos hemos convertido. No es el titular de un manual de autoayuda ni el axioma alrededor del cual se construye una nueva filosofía. Salió de la boca de Nieves, cuando, después de perder dos partidas de dardos, nos atrevimos a mirar al futuro, ron mediante.
Es cierto que nuestra vida se compone de momentos, buenos y malos, y que quizá son estos últimos los que más nos enseñan, pero a la vez los que menos recordamos. Es una de las ventajas de la memoria selectiva: tenemos grabada a fuego la primera sonrisa de una chica bonita, ésa con la que desarmó nuestro corazón, pero cuando nos dijeron adiós esos mismos labios, que creíamos casi tangibles, se volvieron de pronto difusos.
Nadie está libre de pecado. Yo guardo unos cuantos pares de labios, alguna que otra boca, para soñar despierto de vez en cuando. No sería doloroso si no fuera porque, de noche, me sorprenden de nuevo, sin que yo las llame, sin aviso alguno, para recordarme que una vez me besaron, sí, pero que también me dijeron adiós. Hoy es una noche propicia para ello. Las tormentas siempre vienen cargadas de recuerdos, y a menudo no los eliges, vienen porque sí.
Hoy, como tantas noches, miraré hacia otro lado. Miento a menudo cuando hablo del tema intentando esconder mi cobardía con indiferencia, tirando del manido ‘más vale malo conocido…’, conformándome con lo poco que tengo con tal de no ponerme en peligro. Pero lo cierto es que todos, absolutamente todos, nos morimos por soñar despiertos.
Sabemos que, tarde o temprano, todo se acaba. Nos da igual. Me da igual. Sigo soñando despierto. Si no cierro los ojos la veo. Su pelo rubio, sus ojos claros, y sueño que me sonríe. Y es esa sonrisa la que me empuja cada noche a soñar, a repetir una y otra vez lo que quizá, en un futuro sea algo más que una simple visión. Tengo muy claro que, cuando cierre los ojos, quizá acudan a mi mente un puñado de malos momentos. En algunos también la veo, porque sólo cuando se haya ido podré añorarla a mi antojo. Será entonces cuando su pelo, sus ojos y su sonrisa se conviertan en otro momento amargo, y ya formará parte de mi vida.
Brindo por ello.