domingo, 7 de septiembre de 2008

Adiós

No son mis manos las que te acarician hoy, es toda mi vida la que recorre tu cuerpo. Despacio, poco a poco, siguiendo la estela de esa gota de sudor que busca pesadamente el final de tu espalda. Fuera, la noche cae a traición sobre la ventana, elcielo negro, las calles negras, negro también el manto que envuelve a la luna. No tiene sentido pensar en ti si mañana he de olvidarte. No tiene sentido hablar si lo único que se puede decir ha de sonar a despedida. Mientras, mis recuerdos siguen naciendo en el filo de tu piel, y van a morir enredados en tu pelo.
Estás llorando. Lo sé, a lo mejor tú también sabes que me he dado cuenta, y por eso no quieres mirarme. Lo último que recuerde de ti será el brillo de tu piel. A ti te quedará para siempre el roce de mi mano. La luna está de nuestra parte, por eso, espera, impaciente, en lo alto del cielo, a pesar de la fina lluvia que comienza a golpear la ventana. Será el sol el que marque el fin, el que te lleve de aquí para siempre. Aún quedan unas horas.
Podríamos estar hablando, riendo, besándonos; pero no. Yo te acaricio, y tú lloras. Sé que si me duermo no te volveré a ver. No es un temor, es una certeza. Mañana tú no estarás aquí, y yo no estaré para ti. No puedo seguirte. No puedes esperarme.
Llegaste a mí descalza, una lejana tarde de abril. Te irás para siempre desnuda, y sólo me quedará el sabor de tu espalda. Quiero probarlo una vez más. Es mi alma la que empuja mi cuerpo hacia delante, hasta que mis labios se encuentran con tu piel detrás de tu hombro; y te estremeces. Salado, como siempre; amargo por primera vez. Despacito, sin querer romper el silencio, giras sobre la cama y te quedas frente a mí. De nuevo. ¿Ves como estabas llorando? Lo sabía. Lo que no sabía es que también lloraba yo.
Y entonces lo hiciste, sin querer, pero lo hiciste. Hiciste lo posible para que olvidarte fuera imposible. Me condenaste a ti para siempre. Acercaste tu mejilla a la mía, y ahí se me clavó tu olor. Te acercaste despacio, muy lento, hasta tocarnos, y ahí se me clavó tu piel. Me miraste fijamente, con la intensidad de quien mira a la luz un instante antes de correr hacia la muerte, y ahí se me clavó el azul de tus ojos. En ese instante comprendí que era la última vez que mi cama se llenaba de ti, que mañana ese hueco estaría vacío, quizá aún caliente, pero vacío para siempre.
Empecé a temblar. Y entonces me besaste y, por un instante, en ese beso, volvimos a aquella tarde de abril, tú descalza en el parque, radiante, y ahí se me clavó tu imagen, tu esencia, tu alma. La última puñalada me la dio la puerta que se cerró cuando aún estaba amaneciendo. Al despertar ya no estabas. Me asomé a la ventana, pero ya estabas lejos, muy lejos, eras ya inalcanzable. El sol lucía en lo alto del cielo, pleno, feliz, alegre. Después de todo, había hecho bien su trabajo.

No hay comentarios: