miércoles, 11 de diciembre de 2013

El último poema

El último poema que me aprendí tenía los ojos claros, el pelo negro y los labios rojos. Tenía la piel tan blanca que nadie hubiera dicho que cobijara un corazón cubierto de cicatrices, ardiente como la arena de la playa en una noche de San Juan. En cambio, el beso de sus dedos era frío como una cuchilla, y sólo sobre el papel encontraba la forma de soltar el calor que por dentro desprendía, eran sus versos una particular manera de arder. El último poema que me aprendí cantaba en italiano muy bajito mientras cocinaba, y lo hacía medio desnuda, probando la comida con los dedos y arrugando la nariz si la salsa de tomate se le amargaba. Escribía sentada en el suelo y yo la veía desde el sofá, sus pies asomando por la otra parte de la mesa baja mientras se concentraba en elegir la palabra más certera, la que más piel levantaba. El último poema que me aprendí tenía la rima asonante de sus pies envueltos siempre en gruesos calcetines de lana. En la cama era un soneto; al amanecer, una elegía.
La conocí en un pequeño cafetín de la plaza en una de esas tardes en la que dejaba atrás la redacción para buscar el aire que me faltaba el día después del cierre. El camarero dejó sobre mi mesa una segunda jarra de cerveza y cuando bajé el libro para darle las gracias la vi, enfrente, dejando sobre un platillo blanco una gran taza de té. Se mordió ligeramente el labio superior y levantó la vista para descubrirme con la mirada fija en ella, antes de sonreír levemente y volver a la lectura mientras yo me preguntaba cuántas veces me diría que no hasta que aceptara poner mi nombre a uno de sus atardeceres. Fueron tres. La primera vez no se tomó el té que le mandé desde mi mesa. La segunda lo aceptó y levantó la vista un momento para dibujar en el aire, en silencio, un 'gracias' que a mí me supo como un primer beso. La tercera vez que me negó vino a sentarse junto a mí y propuso invitarme ella. Cuando me ofrecí a acompañarla a casa me dijo que no caminaba junto a tipos que bebieran cerveza. Dos cierres después de la primera vez que la vi me senté directamente en su mesa. Bajó el libro y me miró, al tiempo que llegaba el camarero a ver qué iba a tomar el caballero. “Una cerveza”, dije, sin dejar de mirarla. Cerró el libro y lo dejó entre nosotros. Un par de horas después repasaba con mi nariz cada una de sus vértebras.
Era la primera vez que desnudaba a una poeta y juro que temblé más que aquel adolescente que fui en el invierno de la primera vez, mientras me preguntaba cómo sería aquello de desear sin nada que perder. Juto también que aquella tarde me lo jugué todo, y que no perdí nada. Me dejé beber por esos ojos bien abiertos que lo tomaban todo de mí mientras sus manos enmarcaban mi cara. Debajo de cada prenda tenía un verso escondido, y cuando la tarde se hizo noche y a la noche le dio por amanecer yo me los sabía todos de memoria.
Ella, por supuesto, también. Al día siguiente tenía en mi buzón de la redacción uno de sus poemas, cerrado con las seis letras de su nombre como firma. Seis fueron también las semanas que pasamos juntos cada anochecer. Algunas veces se vestía tan solo por el placer de examinarme ante el reto de volverla a desnudar. No dejó de escribir ni una sola mañana. De vez en cuando, salíamos de la mano a pasear por la ciudad y nos colábamos en todos los portales abiertos. Reía cada día como si el mundo se le fuera a acabar. En sólo dos semanas, yo ya bebía té todas las tardes. Alguna vez llegué a creer de verdad que aquello jamás se iba a acabar.
Seis semanas, seis, con un poema en el buzón todas las mañanas. Yo, casi instalado en su casa, le daba cuerpo allí a mis reportajes. Se nos iban las horas, a ella sentada en el suelo, escribiendo; a mí tecleando en el ordenador. “Siempre escribes cosas tristes”, me decía, sin saber que la realidad muchas veces lo era. “Quizá esto no lo sea”, intentaba engañarla yo. Era en vano. El segundo día me confesó que sabía si mi texto era triste por el ruido que hacía en el teclado al escribir. Sus poemas, en cambio, tenían el silencio de la buena vida.
Hacia la cuarta semana, eso cambió. Había rastros de tristeza en sus poemas, ya no era todo sonrisas lo que arrojaba cada día el buzón. Mi realidad la estaba contaminando. La semana siguiente dejó de cantar en la cocina. La sexta semana la descubrí llorando mientras escribía y quise ofrecerle un refugio en la cama, y allí, después de la batalla, me recitó los versos más tristes que había escuchado nunca. Al final de la semana guardé el protátil, recogí mís cosas y me marché. Solo le dejé una nota. 'No quiero ensuciarte más'.
Al lunes siguiente tenía un nuevo poema en el buzón. Todavía tardó unos días en arrancarse del todo la tristeza. Cuando no quedaba en sus letras ningún rastro de mí me decidí a volver al café. Pedí un té y me puse a repasar unas notas. No sé cuándo llegó, pero de pronto la vi sentada en su mesa de siempre. Me miró, luego miró el té y volvió a mí, y sonrió. Yo me encogí de hombros y reí mientras ella volvía a su libro, y me quedé observándola un rato más, recitándola desde la distancia. Cuando el camarero pasó por mi lado había escrito en mi cuaderno una verdad. 'Podía haber sido la mujer de la vida de cualquiera, y fue a elegirme a mí'. El camarero leyó la frase en el cuaderno, miró la taza de té y salió del paso como pudo.
“¿Está frío? ¿Le caliento más agua?”, me preguntó.
Levanté la vista un momento y la miré. “No”, le dije, “traígame mejor una cerveza”.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Un retrato en blanco y negro

Llevaba noches soñando con una piel que no conocía. Le sucedía a menudo que la memoria le traicionaba y mezclaba olores con sabores, el sudor de una mujer con el aliento cálido de otra, pero aquello era diferente. No le había pasado nunca. Aquel sueño que primero fue una noche de inquietud se convirtó pronto en una obsesión, en una coartada para adelantar el invierno y provocar una oscuridad ficticia a media tarde para buscarla, para coincidir con ella en cualquier rincón imaginario y recopilar pistas que le llevaran a encontrarla. Sin saber siquiera si existía sentía crecer en su interior la necesidad de conocerla.
¿Quién decía que era real? Quizá la mente hubiera agotado las múltiples combinaciones que ofrecía el cajón de los recuerdos y estuviera sumando detalles escogidos al azar de los actores secundarios que pueblan la película cotidiana de la realidad. El olor de la chica que iba dos filas delante en el autobús, y con la que no cruzó ni una sola palabra; o el pequeño grito que nació de la oscuridad del cine y que le erizó el vello del brazo, sin que pudiera identificar después a la autora con las luces encendidas. Eso lo explicaría todo. Porque cómo si no iba a tener una mujer el destello racial del día y la serena calma de la noche; cómo, si era real, llevaría tatuado sobre la piel al sol y a la luna, discutiendo por el brillo de su cuerpo. Cómo una piel tan cálida podía provocar aquel escalofrío.
Se limitó, pues, a soñarla. Se convenció de que no era real y se esforzó por aprendérsela en sueños.
Seguro de que no existía, se la sabía de memoria. Sin saber de dónde lo había sacado, se acostumbró a un olor que le acompañaba todas las noches. La besó tantas veces que se le venía al paladar ese regusto de mar en calma que dejaba después de irse, al retirarse de la costa de la noche tras un amanecer de marea baja. Podía identificar el ángulo que formaba su cuello cuando se descubría entero para él, medir la profundidad del pequeño hoyo que se formaba bajo su garganta, allí donde las clavículas se enganchan. Sabía que no existía, pero mientras pudiera soñarla aquello no le importaba.
Saciado como estaba por la ferocidad de sus sueños el mundo le sorprendió con la guardia baja. En aquella sala fría caldeada solo en el centro el presente le llegó con las manos heladas. Dispersos en torno a una tarima central, una veintena de alumnos preparaban los utensilios para pintar aquella mañana. La estancia olía a alcohol, pero aquella esencia hasta entonces imaginaria le envolvió desde atrás segundos antes de ver la espalda de una mujer envuelta en un albornoz: el pelo corto, la nuca recién mostrada. Llegó al centro de la sala y antes de que dejara caer la prenda azul supo que era ella, y no le sorprendió descubrir en su desnudez rincones ya visitados: el cuello terso, el hoyo de la garganta, la luna y el sol escritos sobre el vientre, el pequeño aro de plata luciendo en uno de sus pies. Se acomodó sobre la peana y le miró fijamente. Dejándose beber por esos ojos, empezó a dibujarla.
Una hora después, el resto de alumnos ya se había levantado y retirado con sus lienzos. Ella seguía mirándole pintar. No cogió la paleta en ningún momento, y unos minutos después el carboncillo casi se había consumido entre sus dedos. Dejó los restos junto al pequeño atril y observó sus sueños convertidos en realidad, en un retrato en blanco y negro. Inconscientemente, se llevó la mano a la cara y se dejó unas marcas negras a ambos lados de la nariz. Ella, desde el centro de la sala, sonrió.
No estaba muy seguro de si lo que vino después fue real o sólo uno más de aquellos sueños. No sabía si era real la marca del mordisco que sentía en el cuello, ni los surcos que tres uñas habían dibujado en su espalda. Boca arriba, sobre la cama, a la mañana siguiente, intentaba discernir si aquello en realidad había pasado. Cerró los ojos y una imagen acudió a su mente: la de ella recién duchada, con la piel envuelta en gotas de agua aún calientes, deslizándose junto a él bajo las mantas. Estiró la mano y notó las sábanas mojdas, todavía tibias, y supo que no había sido un sueño sino un recuerdo lo que su mente acababa de rescatar.
Miró hacia un lado y vio el retrato junto a la ventana. No era justo que de un sueño en color saliera una realidad en blanco y negro. Agarró un lápiz de cera y rellenó lso labios del dibujo con un color. Sin quererlo, sin pensarlo, con ello puso nombre también a sus futuros recuerdos...
...Rosa.

viernes, 18 de octubre de 2013

Y el mundo sigue andando

Para ellos era como un ritual. No sé cuándo se inició ni si ya andábamos por aquí los pequeños que ahora somos grandes y que vinimos a llenar las ausencias que más tarde se crearían, pero la primera noche que los vi me sentí crecer un poco, como si empezara a entender de qué iba esto del mundo con tan solo siete años. Abrí los ojos entre el sudor de una pesadilla temprana y escuché la música bajo la puerta, colándose por las rendijas. Y entonces los vi: giraba sobre el viejo tocadiscos una música serena sobre la que una voz lloraba mientras mis padres bailaban, con pasos muy cortos, en el espacio reducido del salón. La puerta entreabierta me los enseñó cogidos de la mano, con la otra rodeándose las cinturas y las cabezas pegadas, una al lado de la otra, tocándose. En el primer acorde que presencié vi los ojos de mi padre cerrados, unos acordes después estaban también cerrados los de mi madre, su mujer, mientras ellos giraban muy despacio al ritmo de un lamento que más tarde supe que era de Carlos Gardel.
Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando.
Volví al escondite de la puerta a la noche siguiente, pero el salón sólo me devolvió oscuridad. Seis noches conté tragándome silencios hasta que el lunes siguiente, desde la cama, volví a sentir los primeros acordes y salí disparado hacia ala luz: allí estaban de nuevo, los dos, abrazados. Moviéndose despacio, dejando que la noche fuera solo suya.
Su boca que era mía ya no me besa más.
Hubo entre ellos muchos años y esos años tuvieron muchos lunes. Todos esos lunes tuvieron sus noches. A cada noche le correspondió un baile. Nunca repitieron, no había más que una canción por semana. Eran tres minutos para ellos solos, una pequeña pausa que se concedían en mitad del teatro cotidiano para reafirmar, quizá, que aquello que habían construido y que seguían edificando no se podría derruir jamás. Descubrí su secreto con siete años, me fui de casa con veinte. En esos trece años crecí con aquella costumbre de lunes, con ese baile tranquilo de semana en semana. En esos trece años temblé desnudando a algunas mujeres, sudé de manera inconsciente sobre otras pieles en las filas traseras del cine y me descubrí llorando muchas noches por aquella que se fue. Jamás encontré nada que se pareciera a aquellos tres minutos de pasos entrelazados al ritmo de Gardel. Nunca descubrí mejor definición del amor.
Fue mía la piadosa dulzura de sus manos.
Siempre creí que exportaría aquel baile a mi vida cotidiana, pero llegado el momento de la verdad no supe cómo hacerlo. Tampoco pregunté nunca cómo lo habían hecho ellos porque no hubiera encontrado una razón. Un lunes por la noche mi padre levantó la aguja del tocadiscos y la dejó suavemente sobre los surcos de la pena de Gardel. El baile fue, simplemente, lo que tenía que pasar.
Por qué tus alas tan cruel quemó la vida.
No pudo la pobreza, que la hubo, detener ese danzar melancólico ni una sola semana. Tampoco pudo la enfermedad. Aun convalecientes, se levantaban de la cama para robarle tres minutos a la debilidad y construir su pequeño castillo de pasos cortos, cada vez más arrítmicos, todos los lunes por la noche. No compartí el secreto con nadie. Cuando se acercaba la hora de costumbre, que los años adelantaron poco a poco, dejaba mi casa, a unas manzanas de allí, para ir hasta la suya con la excusa de fumar y sentarme en la puerta, sin llamar, con la oreja pegada a la madera y los ojos cerrados, mientras escuchaba muy de fondo la música y los imaginaba bailar.
Yo sé que ahora vendrán caras extrañas.
Llevaban muchos bailes en las plantas de los pies cuando a él se le fue la vida. Murió un domingo, fiel a su costumbre de terminar todo aquello que empezaba. Ese lunes, en medio de la involuntaria intimidad que te concede el luto vi a mi madre sentada en el sofá, con casi noventa años, los pies colgando como una niña. La cabeza baja. '¿En qué piensas, mamá?', le dije. Levantó la frente y me miró desde aquellos ojos escondidos detrás de sus mil arrugas, antes de decirme con toda la pena que pudo reunir: 'que no sé poner la música'. Cuando llegó la noche dejé a Gardel catando y fui a rescatarla del sofá. Cuando pudo levantarse la canción ya iba por la mitad, pero nos dio el tiempo suficiente para dar unos pasos en aquel salón. Los años de su mano sobre los errores de la mía. Su mano fría. Me pregunté si con mi padre también las tenía así o era, simplemente, que se había empezado a apagar.
La muerte agazapada marcaba su compás.
La semana pasada no pude sacarla a bailar. No pudo levantarse. Aun así puse el disco y me senté con ella en el sofá. Le cogí la mano y dejamos que Gardel nos cantara. Se fue tres días después. Y hoy, lunes, he vuelto a la casa que ya hemos puesto en venta a poner el disco por última vez, y mientras dejo que el humo del cigarro se estrelle contra el techo me parece sentir sus pies sobre las baldosas: no son los pasos decididos de aquella primera vez; son pies que se arrastran por los muchos años de vida, por las muchas horas de baile. Y no necesito hacer memoria para saber qué canción me vino a la mente cuando sus ojos se cerraron.
...y el mundo sigue andando.

martes, 24 de septiembre de 2013

Gigante

Quién nos iba a decir que el miedo era una tibia noche de septiembre, un último rescoldo del verano. Cómo íbamos a saber que la oscuridad no empieza cuando uno se cae sino cuando no puedes levantarte a dar siquiera el primer paso, tú, que todo lo has andado con nosotros subidos a tus espaldas. No hay nada más frío que un amanecer en una carretera extraña. Que ver cómo se hace de día en el día más largo de tu vida mientras tú recuerdas uno por uno los arañazos de una noche que no acaba. Así, separados por una pared, por las manecillas de un reloj que dice todavía que la puerta está cerrada. Y no se abre. Y no te veo. Y es la espera más lacerante que esa llamada en mitad de la noche que te dice 'ven', más dolorosa que esos kilómetros que nos separaban. Es peor imaginar que saber. Duele más estar fuera que escucharte susurrar desde los pies de tu cama.
Pero ¿sabes qué? Eres un gigante, me da igual lo que diga la talla de ese absurdo pijama. Aun encogido en aquellas sábanas en las que apenas te podías mover yo te veía sobresalir por los cuatro lados de la cama. Levantando el brazo para decirnos 'estoy bien', moviendo la pierna para indicarnos las ganas que tienes de volver a casa. Había salido el sol y no era tan fiero el día, habíamos traspasado el temor a los monstruos que nos acechaban.
No han podido con nosotros, el miedo nos ha hecho más fuertes. Sin llegar a verte caer había tras nosotros mucha gente esperando a que te levantaras. Unos metros, el primer examen, y sin haberlo imaginado la vida retorció casi treinta años para volver a dar juntos esas primeras zancadas. Unos pasos, tuyos esta vez, de los muchos que nos quedan por andar. Un comienzo para un buen fin. Una prueba superada.
Aquel trayecto, de la cama al baño, fue muy largo. Se hizo un poco más corta la vuelta de aquel baño a la cama. La tierra se había tambaleado y tú seguías ahí, de pie, con prisa por volver a casa. Esta vez fue verdad, y volvimos a nuestro mundo enteros, con grietas que reparar, con algunas heridas que lamer, con algunos miedos por masticar. Pero juntos. Fuerte para lo que sea que la vida nos traiga mañana.
Se hará de noche otra vez hoy, como ayer, como mañana. Y quizá llegue un día en que el miedo vuelva a colarse por las rendijas de la puerta, a filtrarse por las ventanas, y nos busque. Y elija a cualquiera de nosotros para compartir esa caricia fría, casi helada. Estaremos preparados. Ya nos ha buscado otras veces y le hemos vencido, tenemos un ejército que nos ampara.
Y contamos también con un gigante que cuando caemos nos ayuda a ponernos de pie, y que aun cuando no se puede mover, él siempre se levanta.
Tú siempre te levantas.

jueves, 22 de agosto de 2013

Lágrimas de San Lorenzo

Nos pasamos la noche tumbados, mirando al cielo para intentar ver llorar a San Lorenzo. Qué sabrá él de lágrimas. Las suyas no dejan rastro, son arañazos luminosos que emergen fugaces en la tripa del cielo y arrastran un puñado de deseos a medio cumplir. Tus lágrimas, esas sí son verdaderas. Lo sé incluso ahora que ya has dejado de llorar y acompasas tu respiración a los latidos de mi corazón, que te marcan la obligada cadencia desde que has puesto la cabeza sobre mi pecho y te has tragado el llanto para evitar que tus ojos mojados empañen una lluvia de estrellas fugaces que a ti no te importa, que yo ni me molesto en observar. Sólo tengo ojos para ti.
Debe haber cientos de personas alrededor nuestro, hablando, señalando al cielo, exclamando hasta casi gritar, pero para mí, en esta noche de agosto, estamos solos los dos: los dos más solos del lugar. Tú eres un verso desordenado que brota en cualquier parte, yo un escritor a medio cocinar. Vine aquí buscando una historia que contar y me llevo un puñado de secretos escritos sobre piel con las yemas de tus dedos, secretos imposibles de revelar. Por eso, mientras llora San Lorenzo yo te miro, te memorizo, de desaprendo; quemo en la memoria algunos de nuestros recuerdos para empezar la difícil tarea de tenerte que olvidar.
Pero qué hago si con los ojos cerrados me llega el olor de tu pelo, la protesta sorda de unos ojos que casi nunca dejan de llorar. Qué hago si en lo más oscuro brilla el aro de tu nariz, ese pequeño anillo de plata que desde una de tus aletas desafía tu cara de niña buena y te da ese aire de mujer imposible de dominar. Qué hago si ahora, en el silencio que nos desmarca del griterío de la multitud, mis labios evocan tus pechos, mi boca se bebe tu sudor. De qué forma olvido que cuando pongo la mano sobre tu vientre no me importa que me duelas. Ahí, en esos palmos de piel caliente, siento que no me engañas porque noto el latido de tu cuerpo, de tu corazón, a través del fino tambor blanco de tu tripa. Bum-bum, bum-bum. Por eso, mientras tu respiración se vuelve calma, deslizo la mano bajo tu camiseta y repaso el hueso de tu cadera, a un lado, al otro lado, marcado, cortante. Y abro la mano sobre tu estómago, y mis dedos rozan algunos lugares que mi lengua se sabe de memoria. Y arriba, en el cielo, San Lorenzo no deja de llorar.
He aprendido algunas cosas en este tiempo de dolernos. Sabía que una mujer rubia es un presente formidable y he descubierto, ahora, que las morenas doléis de verdad. Ahora sé que el amor llega de veras cuando alguien te mira a los ojos mientras te clava las uñas en la espalda y te araña, y que el único te quiero que necesito es tu boca susurrándome ‘quiero más’. Que desnuda, en medio de la noche, con tu piel tan blanca no necesito lunas en el cielo. Que las poetas sois un verso que no hay que escribir sino descifrar. Que las estrellas fugaces son las lágrimas de un santo a las que la gente pide deseos. Que tú y yo, vestidos o desnudos, compartimos una misma forma de desear.
Por eso, ahora que intento olvidarte, aparto la vista de ti y miro al cielo justo en el momento en el que uno de esos arañazos se decide a brillar. A tiempo justo de que pidamos un último deseo. El mío, que no te vayas; el tuyo, que nunca te deje marchar.

martes, 23 de julio de 2013

Música de jazz

Hay un precipicio en tu garganta.
Lo supe la primera vez que te vi en el centro de aquella sala oscura cubierta de humo, bailando con los ojos cerrados al ritmo del jazz de susurros que tejían desde el pequeño escenario un cuarteto de tipos sudados mientras yo, acodado en la barra, te devoraba con la vista al tiempo que mi cuerpo tragaba bourbon y el tuyo se cimbreaba, y en el aire, con la mano levantada, tu suave bamboleo subrayaba la frontera huesuda de tus caderas, periferia del cálido continente que mis manos, ahora insensibles por el frío de las copas, acabarían por colonizar. Hay un país bajo tu ombligo sembrado de carreteras que son cicatrices que siempre llevan al mismo lugar, pequeños ríos de sangre que desembocan en la perdición. Pero eso no es lo peor. A perder uno se acostumbra, y no hay vértigo posible para la muerte en tierra, para el fin en el continente de tus caderas.
Hay un precipicio en tu garganta.
Estaba seguro de ello cuando miraba de reojo el filo de tus clavículas desde el mar que significan tus labios, y me dejaba hacer cuando en medio de aquel bar, con las luces ya encendidas, me arrancabas de la boca el sabor a alcohol para impregnarme la lengua con el agua salada de tu mundo, y me mordías, no parabas de morderme, como si los besos no fueran suficientes para marcarme con tu calor y necesitaras un poco de mi sangre, necesitabas que doliera sin saber que en verdad ya dolías. Pero eso no es lo peor. El dolor acaba siendo también una forma de vida tan válida como la mente, y nadie que no merezca la pena puede morir entre tus dentelladas.
Hay un precipicio en tu garganta.
Y está hecho del único frío que, excepción hecha de tus pies, regala tu cuerpo, que es puro calor. Es un frío extraño, el de tus pies, pienso ahora que los tengo clavados en la espalda mientras tus piernas me rodean y abandonas debajo de mí el recuerdo suave del jazz para golpear como un solo de batería contra la torpe batida de mi cuerpo, retorciéndote sobre una cama, la mía, que es tuya desde antes de recibirte y que ahora te recoge entera antes de perderte durante un instante, una y otra vez, mientras tu espalda se comba y te suspendes en el aire apenas aferrada a mí por el candado frío de tus pies y la cadena tibia de tus piernas. Pero eso no es lo peor. Al frío un cuerpo se acostumbra. Se hace más dura la piel y la muerte te llega en el amanecer veraniego como de una playa atlántica, atemperado por el calor que es el resto de tu cuerpo.
Hay un precipicio en tu garganta.
Apenas medio palmo de piel en la que silba el silencio del vacío y el murmullo suave de tu voz casi ajada, amenazando con romperse al final de cada palabra. Tu voz es un arrullo, pero el resto de tu cuerpo es música de jazz, empezando por el cálido solo de saxo que es tu tripa, que me dispara notas escondidas en cada espasmo de sangre y sudor que ahora, con el oído pegado a tu vientre, recibo desde tu piel. Tengo al sur el vello del país oculto de tus caderas y al norte tus pechos pequeños, prólogo necesario del libro de tu cuello. Pero eso no es lo peor. Tu vientre es un saxo humeante del que brotan las notas de tu piel hasta componer una melodía que abrasa, pero incluso del fuego se salvan aquellos que, como yo, nada tienen que perder.
Hay un precipicio en tu garganta.
Es un desfiladero de piel que araña, que siembra cicatrices con ese ligero temblor cuando se expone abierto de par en par, cuando te dejas hacer como ahora, recién parido el día, permites que me beba tu primer sudor de la mañana mientras ronroneas como un animal herido, sabiendo que lo que la noche unió el día no tiene más remedio que separar. Y así amaneces, con los ojos cerrados y la barbilla hacia arriba, el cuello estirado mientras yo camino por última vez por ese desfiladero de piel hacia una muerte inevitable que viene de la mano con tu ausencia. Pero eso no es lo peor. No me asusta la soledad.
Lo peor es que hay un precipicio en tu garganta, y yo estoy dispuesto a saltar de nuevo.

miércoles, 3 de julio de 2013

Diario de Verona

Me llamo Romeo. No es un nombre que me guste, y para ser sincero tengo que reconocer que me he planteado la posibilidad de cambiármelo, pero cuando uno lleva tanto tiempo agarrado a una palabra cabe también la opción de descombrarte en el proceso, y eso es una desgracia mayor que llamarse Romeo. Porque después de 32 años cosido a estas cinco letras puedes rellenar un papel, firmar en cinco o seis documentos y llamarte, no sé, Adán, y hacer que la gente te llame por tu nuevo nombre. Y a lo peor, ni te acuerdas de él y te pasas la vida ignorando llamadas que son para ti, y por cambiar de nombre acabas descombrado. Además, Adán tampoco me gusta. Así que me llamo Romeo.
Me llamo Romeo por mi padre, un pensador que ocupaba su tiempo libre vendiendo clavos en una ferretería pequeña incrustada en el centro de la ciudad, y que aguantó abierta hasta hace poco, empotrada entre el letrero psicodélico de una tienda de moda y un local de comida rápida, tan atemporal como llamarse Romeo en los tiempos que corren. La ferretería era de su suegro, de mi abuelo, del padre de una mujer todo bondad y buen corazón a la que el pensador preñó sin pensárselo dos veces, que es como se hacen las cosas que duran para siempre, y que idolatraba a mi padre a pesar de reconocerlo como un “pensador sin oficio”, decía; “ni beneficio”, añadía mi abuelo. Tanto idolatraba mi madre a mi padre que le dejó elegir mi nombre y no se opuso cuando mi viejo cerró el libro que leía cuando yo nací y dijo “Romeo, se va a llamar Romeo”. Si hubiera mirado un poco más abajo, en la tapa, podría haberme puesto Guillermo, pero mi padre no era un hombre de detalles, siempre fue más bien un amante de lo grueso. Años después, mi madre me confesó que había tenido fortuna: perezoso como he sido siempre, me retrasé casi dos semanas sobre la fecha prevista de mi nacimiento. En ese periodo, mi padre eligió Romeo y Julieta, de Shakespeare, para leer. Cuando mi madre salió de cuentas, mi padre estaba leyendo Platero y yo, pero como vine tarde al mundo del burrito sólo me quedaron los andares.
Les cuento esto porque lo primero que me pregunta la gente cuando les digo mi nombre es por qué me llamo Romeo. Lo segundo que hacen es preguntar por Julieta. Supongo que toda la vida he estado rodeado de gente original. Lo cierto es que aciertan, hay una Julieta. O la hubo, porque si han leído la novela saben que sólo hay un final posible. Julieta está muerta. Como mi vida es de todo menos una novela, hay dos diferencias fundamentales con la historia de mi tocayo: Julieta se llamaba Marta y no sabría decir con exactitud quién cerró antes los ojos de los dos. Lo que sé demasiado bien es que me emborracho hasta casi rozar la muerte cuando llega cada aniversario de aquella noche en la que yo conducía y ella dormía, aunque al final dormíamos los dos. Me gusta pensar que fue así, que ella dormía cuando todo pasó, pero a veces, cuando el aliento del alcohol nubla mis conversaciones, se me viene a la mente la imagen de ella encontrando la muerte con los ojos abiertos mientras yo, que juré protegerla para siempre la primera noche en que la cubrí de besos, dormía como un gilipollas agarrado al volante cuando el coche, terraplén abajo, encontraba en aquel árbol el final de la caída, un final innecesario también para una vida. Nunca he creído mucho en dios, pero juro que le colmo de maldiciones cada vez que me pregunto por qué el árbol atacó por su lado, y no por el mío. Y la veo quieta, con los ojos cerrados y la piel brillante, durmiendo entre hierros y cristales sin saber que por dentro sangra, que por dentro se derrama ya sin vida.
Así que me llamo Romeo, pero soy un Romeo sin Julieta. Desde que Marta se fue soy, además, un tipo eminentemente nocturno, un mentiroso que sale con la luna y se esconde cuando puede ver su sombra en el suelo, un borracho que de año en año aumenta la dosis una noche a ver si se mata de una vez, o si me matan, pero no hay forma. Dentro de dos noches se cumplen tres años de la muerte de Marta, y volveré a intentarlo otra vez. Mientras tanto me he decidido a escribir una suerte de diario que acerque mi vida a la novela, a ver si a fuerza de buscar la literatura una mano como la de Shakespeare me ayuda y me empuja de una vez hacia el abismo. No será una caída muy grande, porque desde la pérdida de Marta he vivido en un infierno que yo mismo me he encargado de construir. Si el infierno de Dante tenía nueve círculos, el mío tiene cinco, y son círculos tan irregulares que tienen, a menudo, la forma de un bar. De hecho, casi todos son bares. El más grande, el que escribe buena parte de mi historia, es el Verona, y no es un bar como tal, es un club. En origen pretendía ser un hotel, hermano del que su dueño tiene en su localidad natal, pero en una ciudad llena de sitios donde dormir la idea tenía poco futuro. Pero esa idea inicial cambió, porque la ciudad tiene muchos sitios donde dormir pero pocos lugares en los que follar, así que el tipo decoró el local con un puñado de piernas bonitas, compró algunas telas y aflojó unas cuantas bombillas, y desde entonces camina siempre con los bolsillos llenos. Incluso ha cerrado el hotelito del pueblo, aunque allí siempre dice que se dedica a la exportación. No le falta razón: regenta un negocio en el que los hombres acaban sacando un rato de amor y sudor, o de sudor en el peor de los casos, que entregan, casi siempre, a las pieles extranjeras que conforman la población del Verona. No existe mayor exportación que entregar lo que sale de uno mismo.
No todas en el Verona son extranjeras, también está la Paca. Paca está detrás de la barra y es española, de Benacazón, pero con ella nadie exporta. Primero, porque cojea ostensiblemente y tendría muy difícil subir las estrechas escaleras que desembocan en el piso del amor, y menos si la oscuridad ennegrece el escaso campo de visión que le proporciona el único ojo al descubierto, ya que el otro lo tiene tapado con un parche. Segundo, porque si de verdad quieres jugártela con la Paca más te vale irte al zoo y meterte en la jaula de los tigres sin avisar a nadie para acariciarles la tripita a los animales, que seguro que morderán y arañarán con mejor humor que la Paca. Pero me cae bien la Paca. Quizá sea porque me ha servido tanto alcohol que pareciera que en lugar de matarme tratar de conservarme incorruptible, como Walt Disney, o porque Paca a su manera me quiere, y lo demuestra tratándome como un hijo. Y eso que nuestros inicios no fueron los mejores, porque la primera noche no hicimos buenas migas.

-Ponme otra copa, encanto.
-¿No te parece que ya estás lo suficientemente borracho?
-Tanto que me están entrando ganas de acostarme contigo.
-Pues yo gano mucho cuando me quito el parche.
-Pero déjatelo mejor, no vaya a ser que me equivoque y te la intente meter en el ojo.

Como tres segundos después no me había alcanzado su zarpa y seguía vivo, supe que le había caído simpático. Quizá era simplemente la ternura que inspiraba mi obstinada manera de destruirme. Luego supe también que le habían cambiado de sitio el palo con el que atiza a las malas compañías, y que era eso, más que la ternura, lo que me había evitado el golpe. En cualquier caso, me disculpé y ella me sirvió la copa, y así es como terminé descubriendo que en realidad el parche se lo ponía para acompañar la dureza que exigían sus condiciones, un poco para atemperar el gracejo andaluz que no ocultaba a pesar de sus vicios de estanquera. Para demostrármelo se lo quitó, y me di cuenta de que tenía los dos ojos perfectamente. Incluso me fijé, con el paso del tiempo, en que algunas noches se cambiaba el parche de ojo. También me di cuenta de que me había mentido: en realidad, no ganaba cuando se quitaba el parche. Es más, con el parche puesto, mejoraba.

jueves, 6 de junio de 2013

Autobús

A medida que el autobús avanzaba quedaban en las aceras cada vez menos huellas de la ciudad. Las avenidas de amplios carriles y grandes edificios acristalados habían dejado paso a calles mal iluminadas por las que el autobús serpenteaba en busca de una salida por la que encontrar la oscuridad de una carretera que iba a ser mi hogar durante toda la noche, a pesar de que apenas podía recordar hacia dónde me dirigía, qué lugar había elegido esta vez para tratar de huir de mí mismo. En un intento de reconciliarme con mi cabeza antes de emprender lo que yo esperaba como un largo viaje, encendí la bombilla sobre mi asiento y saqué de uno de los bolsillos de mi chaqueta un viejo ejemplar de ‘La paga de los soldados’, de Faulkner, que había comprado años atrás en el mercado de Sant Antoni, en Barcelona, un domingo por la mañana en el que todavía paseaba de la mano con la más adictiva de mis obsesiones, una poeta de metro y medio que me enseñó que las puerta del abismo tienen la piel morena; un libro que acarreaba allá donde iba, con algunas páginas arrugadas por el exceso de uso y que había leído tantas veces que en ocasiones me bastaba leer la primera frase del párrafo para evocar el resto de memoria. Fue en vano; apenas me hube tragado unas palabras, el dolor de la ansiedad empezó a llamar con furia a las puertas de mis sienes, avisando por última vez de su determinación de entrar. Cerré el libro y busqué en el otro bolsillo de la chaqueta, que colgaba del respaldo del asiento delantero, una pequeña petaca cubierta de cuero que había llenado de ginebra en la estación, antes de subir al autobús, gracias a la amabilidad de un camarero que relajó el gesto cuando deslicé sobre la barra un billete de veinte euros. La petaca, como el libro, llegó a mí en los tiempos de aquella poeta.
Con el primer trago noté cómo la punta de mis nervios se redondeaba, y dejó de dolerme la nuca. Continuaba el bailoteo constante de mis sienes, pero yo sabía demasiado bien que llegados a este punto ya nada lo podía parar. Deseé con todas mis fuerzas un cigarrillo y aún con la petaca abierta entre las manos, volví la cabeza hacia la ventanilla para ver cómo el autobús se detenía en la que parecía la última calle de la ciudad, una calle de casas bajas y mal iluminada en la que, a pesar del frío de la noche, había ropa tendida en las ventanas. En el autobús había pocos viajeros, y ninguno se apeó en la parada. En cambio, subió una mujer envuelta en una túnica negra que le cubría el cuerpo casi por completo, raída la tela, y dejaba al descubierto su cabeza y sus pies descalzos. A pesar de la impresión que me produjo lo segundo, clavé la vista en su rostro, atraído por una calavera apenas cubierta de una fina piel muy blanca que marcaba todos sus huesos, y unos labios ajados por el frío y cortados por la cuchilla del llanto. Pero lo que más me impactó fueron sus ojos: parecían dos cuencas hundidas, vacías, negras como boca de lobo rescatadas para la vida por dos pequeños puntos blancos que no dejaban de moverse, de un lado a otro, recorriendo con impaciencia el interior del autobús. Nadie pareció reparar en la mujer salvo yo, y ella debió percatarse, porque cuando el conductor reanudaba la marcha levantó las manos, se cubrió la cabeza con una capucha y echó a andar por el pasillo central, entre los asientos. Di un segundo trago a la petaca y la guardé justo en el momento en el que ella se detenía a mi lado, y después de dudar un instante, se sentó junto a mí. Abrí el libro y empecé a hacer como que leía mientras el autobús, después de girar un par de veces, encaraba por fin una recta y dejaba atrás la ciudad.
Me cansé pronto del teatro de la lectura y cerré el libro y apagué la luz, dejando que el viaje me meciera para tratar de conciliar el sueño. En lugar del silencio de la noche, escuché a la mujer sollozar, primero, y llorar después con el ansia de quien ha tenido la vida en las manos y la ha dejado escapar. Sin moverme, agucé lo que pude el oído para tratar de empaparme con su letanía, y sólo cuando acerqué un poco la cabeza, sin abrir los ojos para no encontrarme con aquellas cuencas negras como la pena, entendí lo que decía. “Jamás lo voy a encontrar”. La frase me arrancó de la cara el sopor fingido y abrí los ojos para darme de bruces con la viva imagen de la derrota. La mujer, que pareció entender, cesó el llanto y comenzó a hablar, primero, en un susurro, después con la voz más dulce que aún hoy puedo recordar.
Habló de una tierra de almendros tempranos y de las pareces blancas de un pueblo con olor a azahar. De largas tardes de verano y del pecho velludo de un hombre como lugar en el que descansar. De un amor como la fiebre, y de un embarazo que la escupió de casa siendo poco más que una niña, de una locura por llegar. De un niño de ojos negros que ni recién parido llegó a llorar, callado como era. Habló del silencio, de la embriaguez de su marido, del empeño de éste por repudiar a un niño traído desde el mismo infierno. Había el niño comenzado a andar cuando una noche que ella dormía el marido se levantó de la cama y acalló su demencia cogiendo a su hijo, que aun en el desvelo tampoco alcanzó a llorar, y abriéndole el pecho de par en par. Así lo encontró la madre, la mañana siguiente, tendido en el suelo con las carnes abiertas y la vida derramada en un charco de sangre tan negra como el mismo fondo del mar. Y creyó que el niño había vuelto al infierno, y de noche salía a buscar a su padre para que le diera la misma muerte que su hijo encontró sin llorar. Recorría las ciudades y cuando no daba con él, viajaba a la siguiente, sin dejar de buscar.
-Pero no le encuentro…
Y la voz se le fue apagando. Agarró en el aire una polilla que volaba y la acunó en la palma de la mano, apenas piel y huesos, ahuecando el puño para no aplastarla. Aun así, cuando estiró los dedos, la polilla yacía muerta sobre su palma, y cayó después al suelo junto a sus pies descalzos.
-Jamás lo voy a encontrar –dijo, y se quedó dormida.

martes, 7 de mayo de 2013

Todo lo que me dijiste

¿Recuerdas todo lo que me dijiste?
Me dijiste que pisar las rayas del suelo traía mala suerte, y que tú te las saltabas desde aquella vez en que una gitana te paró junto a la catedral y te leyó las líneas de la mano, y te dijo que tenías muy marcada la línea del dolor. No se dio cuenta la vieja de que en la palma de tu mano había una línea de más, una vieja cicatriz que te repasabas con la yema de los dedos para no olvidar aquella cuchillada que no iba para ti, pero que se quedó para siempre en tu mano después de que aquel desgraciado te quisiera atar a él, porque pensaba que si salías de casa no volverías jamás. Me dijiste que pisar las rayas del suelo traía mala suerte mientras mirabas las baldosas que pisábamos y yo hacía verdaderos esfuerzos por caminar junto a ti. Y aquella noche te besé cargado de supersticiones, intentando no hacer rectas las caricias con las que te hería, repasando con la punta de la lengua la redondez de tus lunares.
Me dijiste que te daba vértigo la feria, y por eso me apretabas la mano mientras caminábamos entre aquella música estridente y las luces de colores, y no has vuelto a mirar al cielo de una noche así desde la vez en que tu padre subió contigo a la noria que veíais desde la ventana de casa y la atracción dejó de girar cuando estábais allí arriba, suspendidos, y el calor de la risa de los demás niños quedaba muy abajo. Y hacía frío, y no parabas de temblar. Y cuando llegásteis abajo, una eternidad después, le hiciste prometer que jamás te volvería a subir al cielo y a dejarte allí, entre las nubes, aterida y con ganas de llorar. Me dijiste que te daba vértigo la feria y aquella noche te besé como a una niña, con la ternura de quien descubre una piel, iluminando cada uno de tus rincones, bebiendo tu sudor como quien come algodón dulce. Repasé con la nariz cada una de tus vértebras mientras me agarraba muy fuerte a tu ombligo para no marearme por el vértigo que me dabas.
Me dijiste que los atardeceres quemaban, pero que eran los amaneceres los que de verdad dolían, y por eso te paseabas desnuda por mi casa en las primeras horas de la mañana, exponiendo bien abiertas tus heridas, con esa piel tan blanca recién lamida, con la marca de mis dedos en medio de tantas cicatrices. Abrías las ventanas y te mostrabas pequeña, huesuda, al primer aire de la mañana, dejando que la brisa eliminara poco a poco el calor de la tarde anterior, el calor de tantas tardes que te habían quemado las carnes dejando tus huesos a la intemperie del frío que acompaña la salida del sol. Me dijiste que los amaneceres dolían y yo intentaba quererte cada mañana, sobre las sábanas, mientras tú me follabas sobre los rescoldos apagados de la hoguera de la noche anterior. Y cuando lográbamos apagar el calor, tú siempre llorabas. Porque era verdad que los amaneceres dolían.
Me dijiste que lo nuestro no podía durar, y yo no me lo creí. Y ahora te veo moverte desnuda por la casa después de abrir todas las ventanas y respirar el frío con los ojos cerrados, sin querer mirar al cielo, recorriendo la habitación y el pasillo con cuidado de no pisar las rayas, haciendo acopio de la ropa sobre la que acabas de llorar encima de mí, mientras yo te susurraba al oído que no te vayas. Me dijiste que lo nuestro no podía durar, y todavía no me lo creo. Todavía espero que en el último momento vuelvas a quitarse la ropa y te tumbes junto a mí para seguir contándome historias. Y para que a partir de cada una de ellas yo encuentre una manera diferente de besarte.

martes, 16 de abril de 2013

Estamos perdidos

Aquél era un bar en el que la gente no hacía preguntas, quizá porque todos tenían algo que esconder. Cuando sonaba la campanilla que había sobre la puerta y un nuevo rostro aparecía entre el humo del tabaco y el olvido, los parroquianos volvían un momento la cabeza y escrutaban al recién llegado durante unos instantes, antes de volver a matarse con drogas de estar por casa. En aquel tugurio sólo se desconfiaba de aquellos que entraban con un halo de victoria, pero hasta a esos, a los que les va bien en la vida, se les dejaba beber en paz. Bastaba con poner un billete encima de la barra para que el camarero se pusiera la sucia servilleta sobre el hombro y caminara hasta donde estabas con esa cojera perenne adquirida a navajazos en un callejón para llenarte el vaso una y otra vez, cuantas veces quisieras. Por eso, cuando abrió la puerta y entró, empapado por la lluvia y la derrota, sólo tuvo que detenerse un instante para aguantar el examen de una docena de miradas, una de ellas viuda de un ojo, la de la prostituta tuerta que fumaba en un rincón, antes de hacer crujir la madera del suelo bajo sus pies mientras se dirigía a uno de los taburetes libres ante la barra.
Se sentó de espaldas a la salida y se dejó envolver durante un minuto por la voz de una cantante que había conocido mejores noches que esa, y que trataba de ponerle letra al jazz atropellado que salía de una vieja máquina de discos, con un éxito relativo. Aupada al cielo mugriento del bar, se contoneaba sobre el pequeño escenario envuelta por un vestido azul y movía los brazos arriba y abajo, tratando de aliñar su bamboleo con una pizca de sensualidad. “Debe ser la última blanca con voz de negra en la ciudad”, pensó, y sacó por fin un billete arrugado del bolsillo y lo puso sobre la barra. A pesar de que llevaba casi un par de minutos sentado, sólo al reclamo del dinero comenzó a cimbrearse el camarero, que llegó con un vaso medio limpio y una botella sucia, sin etiqueta, y sirvió un líquido ambarino que quemaba como el fuego.
Los dos primeros vasos se los bebió de un trago, dejando que el calor del alcohol le abrasara las entrañas antes de quitarse, sin levantarse, la vieja gabardina marrón, empapada, y la dejara caer al suelo, a su espalda. Sacó un paquete de tabaco y estiró un pitillo, encendiéndolo a la vez que dejaba caer otro billete sobre la barra que desapareció con la misma velocidad con la que el vaso volvió a estar lleno. Fumó en silencio, con la vista puesta en el vaso, masticando el humo en cada calada para tratar de apartar del paladar el sabor a sangre. Se miró las manos y vio restos de sangre seca entre las uñas, y también había un rastro rojo en los puños de la vieja camisa, casi raída, allí donde el abrigo no llegaba. “Habrá más sangre en la gabardina”, pensó, y supo entonces que no tardarían mucho tiempo en encontrarle.
Estaba a punto de tirar la colilla del cigarro y apurar la tercera copa cuando la campanilla tintineó y una lengua de frío lamió las mesas de aquel ajado local. Fue el único que no se volvió para escrutar a la recién llegada, quizá porque sabía que era ella. La desconocida se detuvo un instante más de lo necesario hasta que identificó su silueta, sentado a la barra, y caminó hacia donde él se encontraba, dejando en el suelo un pequeño reguero de agua. Estaba empapada por la lluvia, quizá también por la derrota, y las gotas caían del pesado abrigo que envolvía aquel cuerpo pequeño y cálido. Se puso detrás de él y le puso la mano en la nuca, y él notó el calor que desprendía aquella piel al tiempo que el último trago le arañaba la garganta. A pesar de eso, no se volvió.
-¿Le has matado? –preguntó ella. Él terminó de tragar y asintió despacio mientras asimilaba lo que aquello significaba.
-Le has matado, -dijo ella, afirmando ahora, -estamos perdidos.
Y se dejó caer hacia delante, apoyando la frente sobre su hombro, con su pelo empapado sobre la camisa, al tiempo que él sacaba otro billete y lo ponía encima de la mesa mientras el camarero rescataba de debajo de la barra un segundo vaso.

lunes, 4 de marzo de 2013

Madrid

Cada visita a Madrid es un relato. Cada relato, además, es diferente, aunque siempre tienen algunos rasgos comunes. El que acaba esta tarde empezó un par de días atrás en una desierta estación de tren. Los andenes, vacíos; las escaleras mecánicas quietas. La pantalla parpadeando el último tren con destino a la capital, y unas letras devoradas en el silencio de un vagón en el que las risas se apagan por miedo a molestar, como si hubiera alguna situación en la que una risa molestara. Un viaje moderno, sin el traqueteo del que hablaban las antiguas vías, sólo un callado deslizar veloz hacia las luces siempre encendidas de una ciudad que no descansa. Más quietud en el taxi, pocas palabras en medio de un camino de grandes avenidas con pocos coches, muchos carriles y poco movimiento. Madrid recién levantada después del día, despertándose para la noche.
Y la noche son un montón de sonrisas en un bar estrecho. Caras conocidas, viejas historias y otras nuevas por escribir, conversaciones para formar nuevos lazos o tensar los ya existentes. Decía Humphrey Bogart que la patria reside en el lugar en el que uno más ha bebido. Por eso sé que yo soy de Madrid. Por eso y por esa capacidad de hacerme sentir un extraño recién llegado a casa. Alcohol y música de fondo, recuerdos encima de la mesa. Un puñado enorme de amigos para siempre brindando por aquello de envejecer, porque siempre viene bien echarse un año más a la espalda. Una noche con los de siempre y con gente nueva que ya camina hacia allí, hacia ese lugar del que no se sale nunca. Un sábado que empieza de noche y acaba en domingo por la mañana, y un domingo que empieza y termina en el sofá.
A cada visita, Madrid tiene un nuevo relato. Pero siempre guarda elementos comunes, como los hijos tan distintos de una familia bien, uno rubio y la otra morena pero con los ojos azules de la madre. Este relato tiene los mismos ojos de su padre. Y por eso, encuentra placer en algunas rutinas. Rutinas como salir de casa con las gafas de sol para provocar que llueva, como encerrarte en una librería que huele a café y salir con una bolsa cargada de nuevas historias, y comer sólo en un lugar de comida rápida en la que hay muchos como tú: comiendo solos, masticando en silencio y sin hablar. Y salir a la calle y ver que la osadía ha dado resultado, que toca volver a casa en metro porque el cielo se está viniendo abajo. Y arrancar de la bolsa algunas de esas historias y leerlas a mano alzada, mientras de fondo pasa una estación tras otra.
Y enamorarse tres o cuatro veces en el trayecto. La última, de una chica que sube delante de mí las escaleras mecánicas, tan profundamente que cuando llegamos a la punta y la veo marchar por otro camino, que no es el mío, me he puesto a llorar. Y ella, que ni lo sospecha, ni siquiera vuelve la vista atrás mientras se cubre con el paraguas y se marcha para siempre.
Por eso, por los elementos comunes que comparten los hijos de un mismo padre que se escriben en cada visita a Madrid, sé cómo acaba esta historia. Acaba con la pesadez de empujar una maleta calle abajo hasta el metro, sintiendo cómo el ruido de las ruedecitas al surcar las baldosas desiguales te señala, por mucho que a nadie le importe ese ruido o que nadie repare en ti. Si en Madrid empujas una maleta, te sientes señalado. Sobre todo cuando te vas. Y llegar a Atocha sin nadie que te despida, sin un abrazo ni un 'nos volveremos a ver'. Y caminar con la maleta en una mano y con el billete en la otra. Y llegar a la señorita que te sonríe en el control de acceso, tan pulcramente vestida con su pañuelo verde anudado al cuello, y arrancarle el billete de las manos, darle un abrazo tibio y dos besos, y decirle muy serio 'gracias por venir a despedirme'. Y dejarla allí, con las manos abiertas esperando los billetes que cuelgan de otras manos mientras le da las buenas tardes a otra gente y se pregunta, por dentro, qué hubiera pasado si me hubiera quedado un poco más, si Madrid no me escupiera de vuelta tan pronto. Y al último de la cola le pregunta si es cierto que pienso volver, como le he prometido.

Sí, es cierto, pienso volver. Porque cuando uno camina con los bolsillos vacíos no sabe decir que no a la posibilidad de escribir otra historia.

jueves, 21 de febrero de 2013

El traje

Llevaba un montón de horas despierto, y por eso le parecía que la vida pasaba muy despacio. La falta de sueño hacía que ahora, recién estrenado el día, él tuviera en el paladar aquel sabor salado del declinar de una tarde de invierno, por mucho que en el reloj marcaran las nueve de la mañana. Acababa de llegar a casa, y su cuerpo, ajeno a la realidad de aquel día, empezaba a reclamar su desayuno. Caminó con pausa hasta la cocina y coló los posos del café de la noche anterior mientras calentaba en una sartén dos pedazos de pan duro. Se sentó a la mesa y masticó muy despacio, como queriendo tomar conciencia del acto de comer, como si el desayuno de por sí no bastara para saciar el estómago y hubiera que hacerle entender que, en efecto, estaba comiendo, y que ya podía parar de protestar. En el silencio de la casa sólo se escuchaba el ruido sordo del motor de la nevera y sus mandíbulas cansadas intentando abrirse paso a través del mendrugo de pan. Tenía la radio delante, como siempre, pero apagada. A nadie le apetece escuchar las noticias cuando a uno le golpea la realidad.
Cuando acabó el desayuno apuró de un sorbo el café aguado y se fue a la habitación. A pesar de la noche en vela, no notaba el cansancio, como si su cuerpo sólo fuera capaz de concentrarse en una tarea a la vez. Ahora tocaba la digestión. Cuando llegó al dormitorio vio el traje pulcramente estirado sobre la cama, y se obligó a no sentarse por miedo a no poderse levantar. Se desnudó y dejó la ropa en el suelo, echa un montón, y se fue directo al baño. Abrió el grifo del agua caliente y mientras dejaba que ésta corriera, se miró en el espejo. Repasó una por una las imperfecciones de ese cuerpo desnudo de setenta y seis años, y sintió que más que la muerte, le pesaba la vida. Dejó que el agua le golpeara en la espalda unos instantes y se duchó todo lo deprisa que pudo. Cuando acabó, se secó cuidadosamente y volvió desnudo a la habitación.
Faltaban diez minutos para las diez cuando empezó a ponerse el traje. Su piel agradeció el tacto frío de la camisa después del calor de la ducha, y él se dejó hacer por el abrazo de la ropa recién planchada. La había abotonado casi por completo cuando se tomó un minuto para deslizar la yema de sus dedos por la fina tela de la camisa, de arriba abajo, como si él mismo se acariciara. Luego estiró el cuello y en medio de la piel que le colgaba abrochó el último botón, el que siempre le molestaba. Odiaba tener que ponerse una corbata. Eligió una de las que había encima del sillón, con el nudo ya hecho, y se la puso. Estaba ajustando la lazada en el cuello cuando se detuvo, ante el espejo, y levantó las dos manos, poniéndolas ante sí, con las palmas apuntándole hacia la cara. Y así, recorriendo con la vista los surcos de la vida en sus arrugas, le dio por pensar en qué momento se había acabado el mundo, pensó que no se había dado cuenta de que ya nada giraba. Y pensó, también, que era un poder macabro aquel de quitarse la vida, un poder que nadie debería tener. Nadie debería tener la oportunidad de matarse.
Terminó de arreglarse y se sentó junto a la ventana, dejando que le cayeran sobre la cara los rayos del sol. Qué soleados suelen ser los días más grises de la vida de uno. Allí, sentado, se enfrentó a lo que más temía, a la espera, a la pausa. Faltaba un rato para que vinieran a por él pero él ya estaba listo, arreglado, acostumbrado a una vida de setenta y seis años a la que nunca quiso llegar tarde. Estaba sentado cuando volvió a escuchar aquellas palabras.
-Papá, nos echan de casa.
Las oyó con tal claridad que casi le pareció estar otra vez como ayer, de pie en la sala de estar, con el teléfono pegado a la oreja escuchando por última vez la voz del hijo al que estaba a punto de perder. Y la vista se le fue a la foto de la mesita, la foto de su hijo con su mujer, sonrientes los dos, junto a aquellas dos princesitas que tenían que aprender a vivir ahora sin su padre. Y casi pudo notar en la punta de los dedos el acabado de la madera del ataúd que había acariciado esa mañana por última vez antes de volver a casa a prepararse para el entierro.
Miró de nuevo a la calle y por un momento, creyó verlo ahí tirado, desparramado en la acera, la vida revuelta en vísceras, teñida de sangre. Así lo encontró la policía, con los brazos abiertos como un cristo escupido de la cruz, como un cristo, de verdad, desahuciado. Tuvo que ir a reconocerlo antes de que se lo dieran. “Ha dejado una nota”, había dicho la policía, pero a él no le importaba, no quería leerla. El olor metálico de la sala en la que lo cubrió con la sábana para siempre fue lo último que se le vino a la mente cuando se descubrió mirando fijamente hacia abajo, hacia la acera, con una pregunta en la punta de la lengua. ¿Quién vendría a reconocerme a mí? Antes de que volviera a hacerse esa pregunta, un coche se detuvo frente a la casa y él se incorporó para salir, apartando de un manotazo la idea de volar ventana abajo como un cristo ajado recién escupido por la cruz. Cogió la chaqueta y se fue.

Porque nadie debería tener el macabro poder de quitarse la vida.

jueves, 7 de febrero de 2013

Mentiras

No nos duele tirar las mañanas porque no somos conscientes de las pocas que nos quedan. Cada vez menos. Por eso estoy dejando que el sol asome poco a poco y vaya cubriendo los agujeros de la persiana a medio bajar mientras ella remolonea encima de la cama, con esa desnudez rotunda de una piel morena que no ha conocido aún años marchitos. Años, los años, todos los que nos separan siguen apilados entre la ropa, amontonados allí donde los dejamos anoche cuando decidimos que más allá de la gente queríamos hablar el mismo idioma aun sabiendo que los verbos de la piel se conjugan en presente, y no en futuro. Sabe que ya he escrito muchos despertares y que ella quizá no sea mi mejor discurso, como yo sé también que nunca seré parte de sus mejores amaneceres, pero durante una noche apartamos la risa en medio del bar, la mirada sostenida durante un par de segundos, para sujetarnos el aliento el uno al otro, para dejar que me llenara la piel con el perfume de su saliva. Y aquí estoy, una mañana más, sin saber cuántas me quedan, sentado en el suelo junto a una pila de ropa, y de años, fumando en silencio mientras espero que la noche no se termine nunca, tratando de ignorar el sol que se filtra ya por la ventana. Dejándola soñar aun sabiendo que no es conmigo. Nervioso, ansioso por que despierte.
Ni siquiera recuerdo cuándo la conocí, cómo nos conocimos. Seguramente fue una noche en la que yo bebía y ella bailaba. O en la que ella reía con sus amigas, y yo bebía. Siempre a unos metros de distancia pero con ese algo rozándome los nervios, diciéndome que ella estaba allí. Encontrándola después de cada trago sin saber siquiera que la buscaba. Los dos solos en medio del ruido de aquel bar lleno de gente en el que yo pedía una canción tras otra, y ella las bailaba con la inocencia fingida de una niña que ya es mujer, con esa sonrisa que disparaba cada vez que la miraba. Un trago, una canción, otra sonrisa. Otro trago, otra sonrisa, otra canción mal disparada. ‘Bailas muy bien’, le dije; me contestó ‘eso es mentira’, y después de darse una vuelta y ocultarme unos instantes tras su pelo, me abrió las puertas de esta noche con una llave de cinco palabras, ‘me encanta que me mientas’. Tuvo suerte, mentir se me da bien. Y ahora estoy sentado en el suelo, junto a la cama, viéndola dormir boca abajo, desnuda, después de hablarle durante horas sin haberle dicho una sola verdad a pesar de haber llenado el silencio que dejó la música con palabras.
Todavía es de noche, quise decirle, cuando abrió los ojos con el pelo cayéndole sobre la cara. Me miró un instante y los volvió a cerrar, con media sonrisa asomándose a los labios. Se removió y me incorporé un poco para ver el contraste de su piel morena en medio de aquel mar de tela blanca. Para buscar esa cuenca de sudor en la parte baja de su espalda, allí donde se concentraban las gotas que bajaban lentamente acariciándole la columna. El pelo empapado de su nuca. La exploraba de nuevo para comprobar que ya me la sabía de memoria cuando abrió un ojo y me miró de lado, dejándose acariciar. Con la yema de mis dedos empecé a dibujarle letras en la espalda. Primero, las de su nombre, subrayando con lentitud cada una de sus vocales. Respondió con un ligero movimiento a la única verdad que le había dicho en todo el día. Todavía boca abajo ladeó un poco la cabeza, la mirada abierta ya de par en par. Y así, entre las sábanas revueltas, me clavó sus pupilas y sonrió por un costado, estirando su mano para tocar la mía mientras saboreaba todavía su sudor en la punta de la lengua. Con sus dedos entre mis dedos, con su sabor en la punta de la boca, borré mentalmente las letras de su nombre y empecé a dibujar otras bien distintas. Ocho imposibles de pronunciar. ‘Te quiero’. Cuando acabé, después de dejarse hacer, se tumbó de lado y volvió a ser la misma niña que ya es mujer. Sonrió de nuevo.
‘Me encanta que me mientas’.

viernes, 18 de enero de 2013

Sol de invierno

Faltaban unos minutos para que saliera el sol pero en la casa la noche aún estaba a medias. La televisión, encendida y con el volumen bajado; la luz del baño encendida. Sobre la mesa, dos copas de vino a medio beber, y un cigarro apoyado en el borde del cenicero, consumiéndose en los últimos minutos de aquella noche de oscuridad. Cuando el primer rayo de sol asomó por las rendijas de la persiana, el pitillo era tan sólo una columna de ceniza que se mantenía en precario equilibrio, en espera de la caricia temprana que la hiciera caer. Como aquella era una casa pequeña, el primer rayo bastó para que las paredes cogieran de pronto el tono del sol nada más nacer. Un sofá, una pequeña mesa rectangular y un par de sillones, uno frente al otro, dotaban a un lado de la sala una fingida desnudez que quedaba compensada por la estantería llena de libros que ocupaba la otra pared, con la televisión en el centro, rompiendo el mar de letras. A uno de los lados, una puerta entreabierta dejaba intuir las primeras baldosas de la habitación. En el otro, un estrecho pasillo hacia la cocina y el cuarto de baño. Todo, a esas horas de la mañana, bañado por la recién estrenada luz.
Así les sorprendió la mañana, con la noche a medias todavía. Él sentado en un sillón con el torso desnudo, el pantalón vaquero rescatado del montón de ropa del suelo. Ella sentada en el otro, con las rodillas encogidas y la barbilla apoyada en ellas, las piernas desnudas y vestida con aquella vieja camiseta gris que siempre le estuvo demasiado grande, que desde el principio fue demasiado vieja. Descalza, con el pelo cayéndole por los lados de la cara, negro, despeinado, con el pequeño aro brillando en una de las aletas de la nariz. Él mirándola a ella, ella mirando al suelo. Y un silencio denso, masticable, entre los dos, hasta el punto de que casi podía escucharse cómo la luz del sol iba ganando espacio propio en las paredes, cómo avanzaba letal, como un ejército silencioso desplegándose sobre un valle helado, ocupando los rincones con su calor. Era un sol de invierno, pero de un enero brillante. Un sol redondo en medio de un cielo despejado y frío, sin una sola nube, como todos los que presidían los días en los que ella decidía volver. Pero ahí sentados los dos, en aquel pequeño salón, el sol acababa de ocupar por completo las paredes y él la miraba a ella, y ella miraba al suelo, mientras a los dos los abrazaba un denso silencio.
El piso apenas había cambiado un ápice desde que ella se fue. En la estantería seguían los libros ordenados como ella los dejó. En el sofá seguían aquellos cojines extraños que compró una mañana en el rastro y que abrazaba cuando la película le daba miedo, o cuando era el frío, y no el sol, el que irrumpía por la ventana y tomaba con paso acelerado las paredes y todos los rincones de la casa. Incluso seguía allí, en el cajón de la mesita, el libro que ella estaba leyendo cuando se fue, con la página por la que se quedó aún marcada por si se le ocurría regresar. Todo estaba igual que cuando se marchó, salvo por las dos copas de vino a medio beber encima de la pequeña mesa…
Alguien se movió dentro de la habitación.
…y por la mujer que había en la cama.

Al escuchar movimiento en el interior de la habitación, ella levantó la cabeza y le miró por primera vez. El pelo le tapaba uno de los ojos, el que continuamente lloraba, pero aun así su mirada era tan penetrante como siempre, como la primera vez que le despachó esa intensidad desde el otro lado de la barra de un tugurio que ahora es una tienda de ultramarinos. No dijo una palabra, tan sólo le miró fijamente mientras él echaba mano al paquete de tabaco y se encendía otro cigarro, destruyendo la columna gris al acercarse el cenicero. En medio del humo de la primera calada, la que siempre pasa hasta el fondo, se miraron por primera vez. Duró un segundo. Luego ella volvió la cabeza hacia la habitación, como queriendo escudriñar su interior a través de la pared.
-No la conoces-, dijo él. Pero ella no habló.

-Me dejaste solo… dijiste que nunca te ibas a marchar, pero me dejaste solo. Me has dejado solo-, repitió, aunque sabía que no le escuchaba.

Ella seguía callada, mirando hacia la habitación, agarrando con fuerza sus rodillas y atrayendo sus piernas hacia sí, hacia el pecho, como si el contacto de la propia piel fuera a hacer latir de nuevo su corazón.
-Dijiste que nunca te ibas a marchar-, dijo él, casi en un susurro.

Pero se fue. Las promesas no fueron suficientes para construir una pared que no derribara la enfermedad. Y la enfermedad tiró la pared, y tiró todas las que intentaron construir en ese pequeño universo de tres años que habían creado para ellos solos. Se fue, y ahora había otra piel empapando las mismas sábanas, y otro pelo alborotado sobre la almohada, y otro sudor sobre los labios de él.
-Me dejaste solo…

Se levantó. Camino hacia ella con el cigarro en la mano y vio cómo la figura del sillón perdía nitidez, se evaporaba. A medio camino de la despedida, ella volvió la cabeza para mirarle, y no sonrió. Mantuvo la boca cerrada, el gesto tenso, la mueca de enfado. Faltaban dos pasos para el encuentro cuando casi se había marchado del todo. Él estiró la mano en un intento desesperado de encontrar una brizna de piel pero todo lo que encontró fue aire, vacío, el sol de invierno cayendo sobre el respaldo de aquel sillón. Apuró el cigarro y lo dejó en el cenicero, y se fue hacia la habitación. Abrió la puerta del todo y se apoyó en el marco para ver cómo la mujer de la cama se desperezaba, abría los ojos y le sonreía mientras estiraba los brazos hacia atrás y acentuaba el desafío de su pecho desnudo. Le hizo un gesto para que se uniera con ella encima de las sábanas. Él dudó un instante.
-Perdóname-, dijo en voz alta, dos segundos antes de volver a agarrarse al vuelo de otra piel.