martes, 23 de julio de 2013

Música de jazz

Hay un precipicio en tu garganta.
Lo supe la primera vez que te vi en el centro de aquella sala oscura cubierta de humo, bailando con los ojos cerrados al ritmo del jazz de susurros que tejían desde el pequeño escenario un cuarteto de tipos sudados mientras yo, acodado en la barra, te devoraba con la vista al tiempo que mi cuerpo tragaba bourbon y el tuyo se cimbreaba, y en el aire, con la mano levantada, tu suave bamboleo subrayaba la frontera huesuda de tus caderas, periferia del cálido continente que mis manos, ahora insensibles por el frío de las copas, acabarían por colonizar. Hay un país bajo tu ombligo sembrado de carreteras que son cicatrices que siempre llevan al mismo lugar, pequeños ríos de sangre que desembocan en la perdición. Pero eso no es lo peor. A perder uno se acostumbra, y no hay vértigo posible para la muerte en tierra, para el fin en el continente de tus caderas.
Hay un precipicio en tu garganta.
Estaba seguro de ello cuando miraba de reojo el filo de tus clavículas desde el mar que significan tus labios, y me dejaba hacer cuando en medio de aquel bar, con las luces ya encendidas, me arrancabas de la boca el sabor a alcohol para impregnarme la lengua con el agua salada de tu mundo, y me mordías, no parabas de morderme, como si los besos no fueran suficientes para marcarme con tu calor y necesitaras un poco de mi sangre, necesitabas que doliera sin saber que en verdad ya dolías. Pero eso no es lo peor. El dolor acaba siendo también una forma de vida tan válida como la mente, y nadie que no merezca la pena puede morir entre tus dentelladas.
Hay un precipicio en tu garganta.
Y está hecho del único frío que, excepción hecha de tus pies, regala tu cuerpo, que es puro calor. Es un frío extraño, el de tus pies, pienso ahora que los tengo clavados en la espalda mientras tus piernas me rodean y abandonas debajo de mí el recuerdo suave del jazz para golpear como un solo de batería contra la torpe batida de mi cuerpo, retorciéndote sobre una cama, la mía, que es tuya desde antes de recibirte y que ahora te recoge entera antes de perderte durante un instante, una y otra vez, mientras tu espalda se comba y te suspendes en el aire apenas aferrada a mí por el candado frío de tus pies y la cadena tibia de tus piernas. Pero eso no es lo peor. Al frío un cuerpo se acostumbra. Se hace más dura la piel y la muerte te llega en el amanecer veraniego como de una playa atlántica, atemperado por el calor que es el resto de tu cuerpo.
Hay un precipicio en tu garganta.
Apenas medio palmo de piel en la que silba el silencio del vacío y el murmullo suave de tu voz casi ajada, amenazando con romperse al final de cada palabra. Tu voz es un arrullo, pero el resto de tu cuerpo es música de jazz, empezando por el cálido solo de saxo que es tu tripa, que me dispara notas escondidas en cada espasmo de sangre y sudor que ahora, con el oído pegado a tu vientre, recibo desde tu piel. Tengo al sur el vello del país oculto de tus caderas y al norte tus pechos pequeños, prólogo necesario del libro de tu cuello. Pero eso no es lo peor. Tu vientre es un saxo humeante del que brotan las notas de tu piel hasta componer una melodía que abrasa, pero incluso del fuego se salvan aquellos que, como yo, nada tienen que perder.
Hay un precipicio en tu garganta.
Es un desfiladero de piel que araña, que siembra cicatrices con ese ligero temblor cuando se expone abierto de par en par, cuando te dejas hacer como ahora, recién parido el día, permites que me beba tu primer sudor de la mañana mientras ronroneas como un animal herido, sabiendo que lo que la noche unió el día no tiene más remedio que separar. Y así amaneces, con los ojos cerrados y la barbilla hacia arriba, el cuello estirado mientras yo camino por última vez por ese desfiladero de piel hacia una muerte inevitable que viene de la mano con tu ausencia. Pero eso no es lo peor. No me asusta la soledad.
Lo peor es que hay un precipicio en tu garganta, y yo estoy dispuesto a saltar de nuevo.

miércoles, 3 de julio de 2013

Diario de Verona

Me llamo Romeo. No es un nombre que me guste, y para ser sincero tengo que reconocer que me he planteado la posibilidad de cambiármelo, pero cuando uno lleva tanto tiempo agarrado a una palabra cabe también la opción de descombrarte en el proceso, y eso es una desgracia mayor que llamarse Romeo. Porque después de 32 años cosido a estas cinco letras puedes rellenar un papel, firmar en cinco o seis documentos y llamarte, no sé, Adán, y hacer que la gente te llame por tu nuevo nombre. Y a lo peor, ni te acuerdas de él y te pasas la vida ignorando llamadas que son para ti, y por cambiar de nombre acabas descombrado. Además, Adán tampoco me gusta. Así que me llamo Romeo.
Me llamo Romeo por mi padre, un pensador que ocupaba su tiempo libre vendiendo clavos en una ferretería pequeña incrustada en el centro de la ciudad, y que aguantó abierta hasta hace poco, empotrada entre el letrero psicodélico de una tienda de moda y un local de comida rápida, tan atemporal como llamarse Romeo en los tiempos que corren. La ferretería era de su suegro, de mi abuelo, del padre de una mujer todo bondad y buen corazón a la que el pensador preñó sin pensárselo dos veces, que es como se hacen las cosas que duran para siempre, y que idolatraba a mi padre a pesar de reconocerlo como un “pensador sin oficio”, decía; “ni beneficio”, añadía mi abuelo. Tanto idolatraba mi madre a mi padre que le dejó elegir mi nombre y no se opuso cuando mi viejo cerró el libro que leía cuando yo nací y dijo “Romeo, se va a llamar Romeo”. Si hubiera mirado un poco más abajo, en la tapa, podría haberme puesto Guillermo, pero mi padre no era un hombre de detalles, siempre fue más bien un amante de lo grueso. Años después, mi madre me confesó que había tenido fortuna: perezoso como he sido siempre, me retrasé casi dos semanas sobre la fecha prevista de mi nacimiento. En ese periodo, mi padre eligió Romeo y Julieta, de Shakespeare, para leer. Cuando mi madre salió de cuentas, mi padre estaba leyendo Platero y yo, pero como vine tarde al mundo del burrito sólo me quedaron los andares.
Les cuento esto porque lo primero que me pregunta la gente cuando les digo mi nombre es por qué me llamo Romeo. Lo segundo que hacen es preguntar por Julieta. Supongo que toda la vida he estado rodeado de gente original. Lo cierto es que aciertan, hay una Julieta. O la hubo, porque si han leído la novela saben que sólo hay un final posible. Julieta está muerta. Como mi vida es de todo menos una novela, hay dos diferencias fundamentales con la historia de mi tocayo: Julieta se llamaba Marta y no sabría decir con exactitud quién cerró antes los ojos de los dos. Lo que sé demasiado bien es que me emborracho hasta casi rozar la muerte cuando llega cada aniversario de aquella noche en la que yo conducía y ella dormía, aunque al final dormíamos los dos. Me gusta pensar que fue así, que ella dormía cuando todo pasó, pero a veces, cuando el aliento del alcohol nubla mis conversaciones, se me viene a la mente la imagen de ella encontrando la muerte con los ojos abiertos mientras yo, que juré protegerla para siempre la primera noche en que la cubrí de besos, dormía como un gilipollas agarrado al volante cuando el coche, terraplén abajo, encontraba en aquel árbol el final de la caída, un final innecesario también para una vida. Nunca he creído mucho en dios, pero juro que le colmo de maldiciones cada vez que me pregunto por qué el árbol atacó por su lado, y no por el mío. Y la veo quieta, con los ojos cerrados y la piel brillante, durmiendo entre hierros y cristales sin saber que por dentro sangra, que por dentro se derrama ya sin vida.
Así que me llamo Romeo, pero soy un Romeo sin Julieta. Desde que Marta se fue soy, además, un tipo eminentemente nocturno, un mentiroso que sale con la luna y se esconde cuando puede ver su sombra en el suelo, un borracho que de año en año aumenta la dosis una noche a ver si se mata de una vez, o si me matan, pero no hay forma. Dentro de dos noches se cumplen tres años de la muerte de Marta, y volveré a intentarlo otra vez. Mientras tanto me he decidido a escribir una suerte de diario que acerque mi vida a la novela, a ver si a fuerza de buscar la literatura una mano como la de Shakespeare me ayuda y me empuja de una vez hacia el abismo. No será una caída muy grande, porque desde la pérdida de Marta he vivido en un infierno que yo mismo me he encargado de construir. Si el infierno de Dante tenía nueve círculos, el mío tiene cinco, y son círculos tan irregulares que tienen, a menudo, la forma de un bar. De hecho, casi todos son bares. El más grande, el que escribe buena parte de mi historia, es el Verona, y no es un bar como tal, es un club. En origen pretendía ser un hotel, hermano del que su dueño tiene en su localidad natal, pero en una ciudad llena de sitios donde dormir la idea tenía poco futuro. Pero esa idea inicial cambió, porque la ciudad tiene muchos sitios donde dormir pero pocos lugares en los que follar, así que el tipo decoró el local con un puñado de piernas bonitas, compró algunas telas y aflojó unas cuantas bombillas, y desde entonces camina siempre con los bolsillos llenos. Incluso ha cerrado el hotelito del pueblo, aunque allí siempre dice que se dedica a la exportación. No le falta razón: regenta un negocio en el que los hombres acaban sacando un rato de amor y sudor, o de sudor en el peor de los casos, que entregan, casi siempre, a las pieles extranjeras que conforman la población del Verona. No existe mayor exportación que entregar lo que sale de uno mismo.
No todas en el Verona son extranjeras, también está la Paca. Paca está detrás de la barra y es española, de Benacazón, pero con ella nadie exporta. Primero, porque cojea ostensiblemente y tendría muy difícil subir las estrechas escaleras que desembocan en el piso del amor, y menos si la oscuridad ennegrece el escaso campo de visión que le proporciona el único ojo al descubierto, ya que el otro lo tiene tapado con un parche. Segundo, porque si de verdad quieres jugártela con la Paca más te vale irte al zoo y meterte en la jaula de los tigres sin avisar a nadie para acariciarles la tripita a los animales, que seguro que morderán y arañarán con mejor humor que la Paca. Pero me cae bien la Paca. Quizá sea porque me ha servido tanto alcohol que pareciera que en lugar de matarme tratar de conservarme incorruptible, como Walt Disney, o porque Paca a su manera me quiere, y lo demuestra tratándome como un hijo. Y eso que nuestros inicios no fueron los mejores, porque la primera noche no hicimos buenas migas.

-Ponme otra copa, encanto.
-¿No te parece que ya estás lo suficientemente borracho?
-Tanto que me están entrando ganas de acostarme contigo.
-Pues yo gano mucho cuando me quito el parche.
-Pero déjatelo mejor, no vaya a ser que me equivoque y te la intente meter en el ojo.

Como tres segundos después no me había alcanzado su zarpa y seguía vivo, supe que le había caído simpático. Quizá era simplemente la ternura que inspiraba mi obstinada manera de destruirme. Luego supe también que le habían cambiado de sitio el palo con el que atiza a las malas compañías, y que era eso, más que la ternura, lo que me había evitado el golpe. En cualquier caso, me disculpé y ella me sirvió la copa, y así es como terminé descubriendo que en realidad el parche se lo ponía para acompañar la dureza que exigían sus condiciones, un poco para atemperar el gracejo andaluz que no ocultaba a pesar de sus vicios de estanquera. Para demostrármelo se lo quitó, y me di cuenta de que tenía los dos ojos perfectamente. Incluso me fijé, con el paso del tiempo, en que algunas noches se cambiaba el parche de ojo. También me di cuenta de que me había mentido: en realidad, no ganaba cuando se quitaba el parche. Es más, con el parche puesto, mejoraba.