sábado, 27 de octubre de 2018

All Hallows'Eve


El otoño había mudado la piel y el vaho en las ventanas revelaba que afuera, en la calle, la noche caía sobre la ciudad con un intenso frío. El sol era un recuerdo después de varios días de un gris plomizo en un cielo que siempre amenazaba lluvia, pero que como los malos boxeadores era todo fachada, ya que detrás del amago nunca venía el golpe en forma de agua. El viento soplaba con fuerza y una de las ventanas de la casa, dañado como estaba el postigo, chirriaba levemente con cada arremetida furiosa de ese mar de aire helado que calaba piel adentro. Pero eso era abajo, allí donde la oscuridad era desafiada por los últimos rescoldos de las brasas que quedaban ardiendo entre las cenizas de la chimenea. Arriba todo era silencio. Había caído en la cama y pronto se había dejado arropar por ese cálido sopor que provoca el edredón, y apenas le había costado dormir gracias al diapasón de la respiración de él, a su lado, fuerte sin llegar al ronquido, con un ritmo sostenido. Estaba cansada, y quizá por eso no oyó el grito que siguió al pequeño sobresalto, la llamada ni los pasos presurosos por el pasillo. Simplemente, en un momento dado, notó que algo tiraba del edredón hacia abajo y aunque pugnó por un instante por conservar la prenda que la envolvía, pronto abrió los ojos y lo vio: allí plantado, con los ojos de par en par y el labio de abajo temblando, a medio camino entre el frío y el miedo, sus pequeños pies descalzos encima de la alfombra. Estiró la mano y la posó sobre la 's' que dominaba aquel diminuto pijama de Superman, y notó que el pecho bombeaba a gran velocidad.
-¿Qué te pasa, cariño?
-Hay un monstruo en mi habitación.
Lo dijo con una sinceridad tal que por un momento se vio empujada a creer que de verdad, al otro lado del pasillo había colmillos acechando, bolas peludas con mil dientes, rostros con las cuencas vacías y una honda negrura allí donde debieran estar los ojos.
-Vente, vamos a espantarlo.
Puso los pies sobre la alfombra y cogió al pequeño en brazos el tiempo justo para darle un beso y notar húmedas sus mejillas. Había llorado. Es increíble que no le hubiera oído, pensó, pero giró la cabeza para verle a él, que todavía dormía boca arriba en su lado de la cama, y no pudo evitar cabrearse un poco. 'Anda, que estamos para una urgencia', dijo para sí antes de bajar al pequeño al suelo, darle la mano y enfilar el camino hacia su habitación.
La plateada luz que entraba por la ventana, la persiana subida a pesar del frío, se hizo tenue al salir al pasillo y pronto caminaban en medio de la oscuridad. Se sabían el camino de memoria, pero ocupada como estaba en tratar de calmar a su hijo en los pocos pasos que habían dado desde la cama, se olvidó de dar la luz, y se arrepintió enseguida. El otro interruptor quedaba más allá de la puerta del baño, y aunque la distancia no era muy grande, sabía que la oscuridad no iba a contribuir a calmar al pequeño, así que trató de mantenerlo junto a ella todo lo posible y de susurrarle para que no pensara en la negrura y sólo en el sonido de su voz.
Se paró en seco.
Desde algún rincón de la casa le pareció que emergía un quejido como de un pequeño animal salvaje. Apretó al enano contra su pierna y aguzó el oído para tratar de descifrar de dónde venía ese ruido, pero sólo escuchó su corazón, que latía cada vez más deprisa. 
Avanzó dos pasos rápidos y dio la luz del pasillo justo en el momento en el que el viento, fuera, entraba en cólera y volvía a golpear contra la casa, y contra aquella ventana cuyo amarre había cedido otro poco. Ahora, con la luz encendida, identificó el sonido y se sintió un poco estúpida por haberse dejado llevar por el miedo ante un chirrido que conocía desde hace tiempo. Volvió la vista para ver al pequeño, que para entonces, ajeno al pensamiento de su madre, parecía haberse calmado y empezaba a entornar de nuevo los ojos vencido por el sueño. Lo subió en brazos y entró en la habitación. Se sirvió de la luz que entraba desde el pasillo para no despertar al niño. Pasó por encima de dos peluches que había tirados en el suelo y pensó que mañana por la mañana los colocaría de nuevo dentro de la caja, que aguardaba en una esquina del cuarto con una decena de muñecos de trapo dentro. Tumbó al pequeño en la cama y le puso la mano en el pecho para ver cómo éste subía y bajaba cada vez más despacio, al tiempo que el niño se dormía. Llevaba haciendo este gesto muchos años, desde que su hijo fue demasiado grande para dormir en la cuna pero demasiado pequeño para estar tranquilo en la cama. Lo acostaba boca arriba y le hablaba mientras le ponía la mano en el pecho, y así, con la única nana del sonido de su voz, éste se iba dejando vencer por el sueño. Cuando se cercioró de que el canijo se había dormido, se levantó despacio y salió casi de puntillas, dejando el calor de la alfombra y volviendo a pisar la fría madera del pasillo. Evitó las zonas donde más crujía el suelo y apagó la luz al pasar junto a la puerta del baño. Recorrió el resto del camino a oscuras, de memoria, y se metió debajo del edredón. Intentó entrar en calor y se concentró en la respiración de él, que seguía durmiendo, aunque ahora de lado.
En la planta baja, la ventana dejó de crujir.
El viento cesó.
El reloj caminó unos minutos y el mes de octubre se convirtió en noviembre.
Y en el cuarto, al final del pasillo, en una pequeña caja de juguetes, algo se movió. 
Primero, de manera imperceptible. 
Después se hizo hueco entre los otros peluches. 
Los ojos del animal de trapo se volvieron del todo negros. 
Se irguió y salió de la caja. 
Liberado de sus compañeros, se detuvo un instante para mirar al niño que dormía.
Estaban solos de nuevo.

martes, 2 de octubre de 2018

Cenizas


Me gustaría decirte que aún siento el fuego.
Que estas palabras son algo más que el rastro de una enfermedad que se aviva garganta abajo, una fiebre de ginebra y humo que no alcanza para apagar el ardor de un hambre antigua. Que ya no estás ahí escondida, en el fondo del paladar, envenenando con el poso de tu sudor cada uno de mis tragos. Que oigo algo más que la música de aquella noche en la que hablamos y nos anudamos poco a poco, casi sin saberlo, en aquel bar medio vacío donde cambiamos la fingida oscuridad por un amanecer dormido sobre tu espalda, otra forma de mirar al cielo. Que rompí mi brújula en el mes de marzo para demostrar que no hay más mapas que el de tu piel, y que es ahí donde está mi norte. Que no eres tú con las manos en alto, los brazos arriba, los ojos cerrados, bailando lento, todo lo que el verano me puede ofrecer.

Quisiera escribirte que todavía arde.
Que la noche desde la que te escribo es la de la vez primera. Que tengo sobre mis ojos tu mirada animal, esa que se entorna felina cuando la respiración se te entrecorta porque la batalla está empezando a borrar fronteras. Que sigue sin haber un beso limpio. Que en todas las fotos se entromete tu pelo. Que te tengo aquí, con las manos rodeando mi cara, mordiéndome como si este hambre nunca se fuera a acabar, como si faltara algo de sangre que invitar a la densidad de tu aliento, queriendo llegar con los dientes a los rincones por donde pasa de largo la lengua. Que cuando la cama ya no oscila y la guerra cesa, te oigo susurrar mi nombre, derrotada. Que disimulas aunque sabes que me he quedado todas las heridas, que la tuya es una victoria sin cicatrices. Otra conquista de madrugada.

Gritarte que me quemas.
Que sigue la persiana bajada para tratar de engañar al día, pero que el sol tenue del patio interior se filtra por las rendijas y siembra de lunares claros tu espalda. Que te haces la remolona entre las sábanas, tendida boca abajo. Que quieres dormir y que yo no te despierte. Un ratito más, otra bocanada. Que las noches que saben a tabaco y ron dejan un rastro pegajoso por la mañana. Que nos queda todo un día por delante en el que busco el valle de tu ombligo y lo repaso con la yema de los dedos. Una caricia callada.

Que el calor sigue conmigo.
Decirte que no te evoco cada amanecer, con el pelo sobre la cara, dejando al aire ese rincón donde se resumen tu espalda y tu cuello. Que sigo sentado en aquella habitación debatiéndome entre marcharnos o dejarte dormir. Que no me he despertado. Que el sueño no se ha ido. Que no te escribo sentado en el suelo, entre pilas de libros, nuevos y viejos, que ya he leído o que nunca leeré. Que no me he bebido más de cien botellas para olvidarte. Que en todos los cigarros que me he fumado no te he buscado entre el humo. Que me he acostumbrado a esta soledad que antes se me hacía soportable. Que he aprendido a vivir con ella y contra mí mismo. Que esta noche es la última vez. Que siempre intento seguir adelante.

Me gustaría decirte que aún siento el fuego, pero tengo la boca llena de cenizas.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Adagio (a dos voces)

Apagó la tele.

Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el humo de la última calada saliera de su boca.

Se detuvo contemplando cómo las volutas subían hacia el techo y cerró los ojos un instante, tratando de arrinconar al incipiente dolor de cabeza que asomaba en esa noche de diciembre.

Se apretó con los pulgares las sienes y con ese gesto intentó retrasar aquella migraña de final de año que, atraída por el frío, empezaba a teñir de blanco aquel invierno que amenazaba oscuro. Se incorporó y aplastó la colilla contra el cenicero de cristal que había sobre la mesa baja.

Apartó un rastro de ceniza que le había quedado en los dedos y repasó con la yema del índice el tacto metálico del objeto en el que yacían, solitarios, los restos del último cigarrillo recién consumido. Se levantó del sofá y al caminar descalza sobre el suelo de madera sintió un escalofrío que recorría su cuerpo. Quería darse una ducha.

Caminó haciendo eses en el parqué, esquivando las montañas de libros y papeles que había levantado en aquella estancia como los muros de un indescifrable castillo. Como si tras aquellas empalizadas se escondiera en realidad el fuerte de un niño grande, que recorría ahora sus dominios. A pesar de los calcetines que llevaba, notó que el frío ganaba terreno y pensó en darse una ducha, pero antes puso algo de música y apagó la luz de la sala.

De repente, le pareció captar un murmullo que le hizo detenerse en mitad de la estancia. Allí, de pie, aún descalza sobre el suelo cada vez más frío, quiso silenciarlo todo para buscar más allá de aquellas paredes un mensaje oculto. Pero no lo consiguió. Hizo una escala antes del baño en el equipo de música que había junto a la televisión y quiso cerrar los ojos y elegir al azar un disco compacto que poner, pero acabó como siempre cogiendo el que menos polvo tenía sobre la tapa porque era el que más utilizaba. Lo puso y pasó las pistas hasta que llegó a la composición que bucaba: el Adagio de Bach y Marcello.

Apenas había comenzado la música le pareció que la melodía rebobinaba en un segundo plano y volvía a empezar. Como si hubiera una segunda voz en el Adagio que hubiera parado el mundo un instante antes de reiniciarlo poco después, con unos segundos de retraso, y las dos voces se montaran con apenas ese lapso de tiempo de diferencia. Caminando iguales, al fin y al cabo, una voz al frente y la otra, más lejana, apenas un eco, como un escudera del tiempo real. Un eco de la vida más allá de sus cuatro paredes. En medio de la oscuridad de la sala aún esquivó algunos montones de libros más antes de perderse en el baño, encender la luz y dejar la puerta un poco abierta.

Antes de llegar al baño apagó la luz de la sala y dejó que la música fuera toda la vestimenta de una estancia que no le parecía suya. Conocía aquel piso al milímetro pero había algo extraño en él siempre que era tomado por la oscuridad, como si la sombra de los muebles alimentada por la poca luz que entraba de la calle fuera distinta en función del estado de ánimo de la vivienda, si es que aquella vivienda podía de verdad sentir. Esta noche notó el sillón más alargado en su reflejo, y en las paredes se levantaban huellas oscuras de muebles en realidad inmóviles que parecían caminar por ellas en función de cómo recibieran esa noche la luz. Encendió la luz del baño y dejó la puerta un poco abierta.

Salió envuelto en una toalla y fue hasta la habitación para sacar de la mesita la ropa interior y rescatar de la cama un pantalón de pijama y una camiseta vieja. Esta vez no se puso calcetines y optó por caminar descalzo por el piso, olvidando la toalla en la cama, donde amanecería al día siguiente. Se pasó la mano por el pelo, aún mojado, y se encaminó hacia la cocina con la intención de preparar café. En el aparato de música, el Adagio empezaba entonces de nuevo, pero pese a ese breve silencio que precede a la repetición le pareció que el piano no dejaba nunca de sonar, aunque lo hacía ahora a lo lejos.

Dejó la luz del año encendida pero mantuvo apagada la de la sala. Envuelta en una toalla, una lengua de vaho la despidió del pequeño cuarto tras la ducha y la siguió un instante mientras caminaba hacia la habitación, donde dejó caer la toalla al suelo para ponerse una camiseta vieja, algo de ropa interior y unos gruesos calcetines de lana, como si amortiguar el contacto con el suelo fuera suficiente para vencer al frío que poco antes, y durante un instante, le había ganado la batalla. Caminaba hacia la cocina con la idea de prepararse un café cuando reconoció los acordes finales del Adagio y se detuvo junto al equipo de música para ponerlo de nuevo desde el principio. Antes de pulsar la tecla apenas reparó en que la melodía, en algún punto entre su piso y el resto de la noche, ya había comenzado.

Café solo y sin azúcar, él.

Café solo, con dos terrones, ella.

De vuelta a la sala encendió el árbol de Navidad y esquivó de nuevo los libros y papeles que trazaban los límites del desorden en el suelo antes de hacer una parada en la mesa y rescatar el tabaco, y encaminarse hacia la pared más alejada de la terraza, descorridas las cortinas de par en par, y sentarse en el suelo. Dejó la taza a un lado y encendió un pitillo de nuevo.

Fumando en silencio, sentada en el suelo, veía en las paredes el reflejo del parpadeo de las luces del árbol de Navidad. Miraba de frente a la terraza desde el lado más alejado de la estancia. Las cortinas descorridas dejaban que entrara la luz de la luna, y en medio de la calidez que ella sentía, alejado por el momento aquel anuncio del dolor de cabeza, pensó que allí afuera, en el mundo, hacía un frío atronador.

El mundo era un lugar frío y solitario visto a través de aquel balcón, pensó. Tomó un sorbo del café y se dispuso a apurar las últimas caladas del cigarro. Reconoció los últimos acordes del Adagio y cerró los ojos mientras el humo se perdía cielo arriba hasta el techo. Apoyó toda la espalda contra la pared y echó la cabeza hacia atrás.

Aún tenía el humo en la boca cuando cerró los ojos y se dejó bañar por las últimas melodías de la obra de Bach y Marcello. Apoyó la espalda contra la pared y echó la cabeza hacia atrás. Dejó que el humo se le escapara lentamente entre los labios y saboreó al mismo tiempo el final de la melodía.

Esta vez no hubo repetición. Pero él se mantuvo así, con los ojos cerrados, porque a pesar del silencio de su vivienda, a su espalda, todavía escuchaba el final del Adagio.

Tiró la colilla en la taza del café. Removió el resto para que se apagara. Lo hizo con los ojos cerrados, y así los mantuvo hasta que el Adagio llegó a su fin.

Y se hizo el silencio.


Primero abrió los ojos ella. Después los abrió él. Jamás lo sabrían, pero en ese instante en aquellos dos pisos gemelos separados apenas por un fino tabique, se tocaron por primera vez. Meses después, sin más barrera que una sábana, al contacto de sus pieles los dos tuvieron la misma sensación de que más que conocerse, se recordaban.  

miércoles, 25 de octubre de 2017

Sombras

Detuvo el bolígrafo y dejó las gafas sobre la mesa. Cerró los ojos y se tomó un instante antes de apretarse en los lagrimales con el índice y el pulgar de la mano derecha, hasta que la oscuridad se cubrió con un manto blanco que poco a poco volvió a fundirse a negro. Se colocó de nuevo las gafas y leyó el último párrafo para decidir si valía la pena volver a dejarse envolver por aquella sombra o era mejor arrancar la hoja, arrugar el folio y hacerlo desaparecer entre las llamas. “Caminaba absorto en sus pensamientos hasta que detectó un cambio en el compás del resonar de sus pasos. Era como si un nuevo par de pies se hubiera sumado a la melodía y el empedrado de la vieja calle escupiera un tronar desordenado. Se paró en seco y también el sonido cesó, y pensó que quizá se estuviera volviendo loco. Metió la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó un arrugado paquete de tabaco, y estiró un pitillo sin filtro antes de llevárselo a los labios. Lo encendió y se guardó el mechero en el bolsillo, y apenas había dado la segunda calada después de empezar a andar cuando volvió a escucharlo de nuevo: sobre la callejuela resonaban dos pares de pasos, pero ahora aquel que le parecía ajeno lo hacía a mayor velocidad. Se detuvo de nuevo, pero sólo un caminar se apagó en aquella ocasión. Al contrario, el otro había aumentado el ritmo y parecía a punto de echar a correr. Instintivamente, arrojó el cigarro al suelo y echó a correr callejón abajo, hacia las sombras...”. Algo en esa última línea llamó su atención. Desde el último punto y seguido en adelante, las palabras se hacían más difíciles de leer. Repasó el cuaderno con el dedo y notó un relieve muy pronunciado, como si hubiera estado apretando el bolígrafo más de la cuenta. Le dolía la mano. Se sirvió otro vaso de bourbon.
Estaba a punto de encender un cigarrillo más cuando una punzada de dolor le atacó la sien. Cerró los ojos y apretó los dientes para tratar de vadear esa pulsación roja que iba ganando espacio en su cabeza. Bebió con los ojos aún cerrados deseando que aquel líquido ambarino que abrasaba pudiera apagar en parte ese fuego que de nuevo ardía, pero no lo consiguió. Al contrario, al contacto con sus labios la bebida se convirtió en un pequeño torrente de minúsculos cristales que arañaron todo a su paso: la boca, el paladar, la garganta. Tomó aire mientras la tráquea se iba ensanchando y a su boca llegaba un sabor a sangre peculiar: era sangre negra, sucia, como si alguien la estuviera bombeando de un pozo donde había permanecido mucho tiempo estancada. Era sangre de otros tiempos, de otras épocas, de otras personas, que trepaba desde su estómago y trataba de abrirse paso. Contuvo la respiración y se obligó a tragar. Se levantó dando tumbos, mareado, con la fiebre taponándole los oídos. Empezó a sudar y sintió que la espalda se le volvía rígida, como si la columna vertebral fuera hora una cuerda con dos personas tirando en sus extremos. El primer espasmo no le hizo caer. Tampoco el segundo pudo con él porque se aferró como pudo a una silla. El tercer tirón de la cuerda le dejó tumbado boca arriba, respirando forzosamente por la nariz y por la boca. El calor estaba desapareciendo y su lugar lo iba ocupando un frío feroz. La luz se fue amortiguando y al tiempo que llegaba la penumbra escuchó, desde muy lejos, unos pasos que se acercaban.
Le faltaba el aire y se rompió la camiseta para intentar respirar.
Un dolor antiguo nació de nuevo en su estómago, y la piel de la tripa se le estiró hacia arriba, marcando un surco. Como si alguien arañara un tambor desde dentro.
La piel cedió y una pequeña uña negra asomó mientras a los lados caía un hilo de sangre. En la parte baja, más allá del ombligo. Y empezó a subir rasgando de abajo arriba y abriéndole la piel en dos mientras brotaba de su vientre un pozo de sangre negra. Un pequeño alacrán salió de la oscuridad y caminó sobre su pecho hasta colocarse junto a su boca, abierta del todo buscando el aire que ya no podía tragar. Se le metió en la boca y siguió rasgando con la pequeña uña de su cola de nuevo, en dirección contraria, garganta abajo.
El sonido de los pasos era ahora más cercano, y casi oyó cómo corrían antes de que todo se fuera a negro...

Esta mañana, cuando me desperté, tenía la hoja en la mano. La última frase estaba más marcada e incluso en algunos trazos de las últimas palabras comprobé que el bolígrafo había atravesado el papel. Me dolía la cabeza, pero era un dolor sordo, lejano, como un recuerdo. Me tragué dos aspirinas con el bourbon que no había bebido la noche anterior y con ese sorbo enjuagué el mal sabor de boca. Leí de nuevo el párrafo pero no hubo ni sombras, ni pasos. Algo palpitó en mi vientre y repasé con la yema de mis dedos una cicatriz que nacía junto al ombligo y subía recta hasta el esternón. Sentí como si alguien, desde el otro lado, siguiera mi movimiento con algo afilado. Leí de nuevo el párrafo y busqué la historia en lo más oscuro de aquella callejuela, y continué escribiendo.

Aún tenía en mis dedos el rastro seco de la sangre negra.    

martes, 12 de septiembre de 2017

Ausencia

Cerró la puerta con todo el cuidado que pudo y giró sobre sí misma para quedar de frente al pasillo, largo y estrecho, al que vertían como afluentes todas las habitaciones. Antes de dar un paso se quitó los zapatos de tacón y los dejó a un lado, para no hacer ruido, y mientras caminaba sin saber muy bien hacia dónde sintió sobre la palma de la mano el peso de las llaves. Sus llaves. Las que le tenía que haber devuelto hace tiempo pero que seguían en su poder. Esas llaves fueron en su momento el punto de inicio de una vida en común que se fue diluyendo con el tiempo hasta que los planes acabaron engullidos por el tedio y la relación se rompió poco a poco, como todas las cosas que no están hechas para durar. No fue una explosión la que dinamitó el camino que ambos andaban sino pequeñas grietas que volvían los pasos cada vez más inestables, hasta que del calor inicial sólo quedaron rescoldos y del fuego que fue nació una amistad tibia que guardaba, no obstante, un poso de cariño indeleble. Por eso le golpeó tan fuerte la noticia de su enfermedad. Por eso, quizá, se resistía a devolverle las llaves, también porque él no se las había pedido, por miedo a que ese gesto supusiera un cerrojo definitivo a aquello que fue.

Y ahora él ya no estaba.

Paseó por toda la casa buscando restos de su ausencia. Huellas de una pérdida que estaba empezando a asumir por más que fuera un vacío lejano, un ligero temblor más que un terremoto. Caminó por el pasillo y repasó con el dedo algunos muebles, dejando un rastro de color entre la pequeña pátina de polvo que empezaba a acumularse en aquellas superficies. No quería dejar ninguna pista de su paso por el piso pero no lo pudo evitar. Apenas se detuvo en la cocina el tiempo justo para abrir la nevera y encontrar el testimonio de una vida de paso. Un cartón de leche que llevaba abierto demasiado tiempo, algunas botellas de agua. Pan, embutido, salsa para la pasta. Una lata de atún abierta, el contenido ya seco. Algo de fruta, plátanos demasiado maduros. La cerró y dejó todo como estaba, resistiendo la tentación de tirar aquello que ya no servía. Llegó hasta la habitación y vio una escena familiar pese al tiempo: la cama deshecha, la sábana arrugada en la parte baja del colchón, a los pies; el pijama debajo de la almohada. Lo recuperó durante un instante y las prendas frías le devolvieron su olor algunos segundos.

Contuvo como pudo las lágrimas.

Enfiló el pasillo de nuevo en dirección a la puerta, sin querer profanar más un vacío que no le correspondía, pero no pudo resistir la tentación de llegar hasta el salón. Sobre la mesa había unas cuartillas a medio escribir que hojeó durante unos instantes. Reflexiones duras, letras que supuraban fiebre escritas en las noches en las que la memoria era ya una cicatriz que no dejaba de sangrar. Recuerdos deformados por el dolor, nombres inventados, algunos retazos de la suya y de otras historias de las que, en un gesto furioso y postrero, pareció quererse desprender. Las dejó todas ahí, no se guardó ninguna. Un sofá huérfano de cojines y un sillón que acunaba en uno de sus brazos un libro a medio leer. Ahí estaba, desafiante, con el marcapáginas asomando para trazar el punto en el que se quedó y ya nunca retomará. El final prematuro a una historia que, quién sabe, le estaba gustando o aburriendo, apasionando o aletargando en las últimas noches. Y una pregunta brotaba de aquella frontera entre las páginas, y llegó directa a su frente sin que nada pudiera amortiguarla. ¿Debía dejar el marcapáginas ahí?

Dejarlo era subrayar todo lo que su ausencia dejó inacabado. Una historia que ya no continuará pese a tener un final, un libro que quizá nadie más lea para no mover ese marcador que, sin saberlo, convirtió un punto y seguido en un punto y final.

Retirarlo del libro sería borrar uno de sus últimos rastros. Hacer correr el agua para que se lleve las huellas sobre la arena, disipar de un manotazo el humo de la última calada. Poner fin a algo que no debió terminar. No así, tan pronto.

Sostuvo el libro unos minutos en sus manos antes de dejarlo de nuevo sobre el sillón, donde lo había encontrado. Quitar el marcapáginas era un gesto de intimidad que no le correspondía. No a ella, no en ese momento. Lo dejó donde estaba pero lo empujó un poco hacia dentro, para que asomara apenas el filo sobre las páginas que dividía, para que esa frontera no fuera tan evidente y ese punto y final no resultara tan grosero. Caminó por el pasillo hacia la salida y antes de abrir la puerta dejó las llaves sobre la consola que había a la entrada, junto a un foto en la que él sonreía. La sostuvo unos segundos en las manos y la miró fijamente, y se le escapó una pequeña sonrisa también a ella. Recogió los zapatos del suelo y sin ponérselos abrió la puerta y salió al rellano, cerrando con cuidado tras de sí.


Cuando el ascensor llegó a la planta baja aún iba descalza. Todavía lloraba.   

jueves, 20 de octubre de 2016

El pinchazo del hambre

Es ahora, en el ocaso de su vida, cuando ha descubierto que no hay mayor fiereza que la del hambre. Que la carencia es un territorio hostil. Que no hay aliados en la necesidad. Por eso, subida en unas zapatillas raídas, negras como la noche y como las prendas que la tapan, se ha desviado hacia calles más concurridas de gente pero más alejadas de los supermercados y tiendas de comestibles por las que peregrina cada noche con un carro de la compra que vuelve siempre lleno de nada. Las primeras veces merodeó por los cubos repletos junto a las grandes superficies, y aunque tuvo que conformarse con aquello que los demás desechaban, que no era mucho, siempre le pareció bastante. No hay gota de agua que en el desierto no colme el vaso de la sed. Las últimas veces, los cubos ya no bastaban, y entre los gatos callejeros de cada noche volvieron a aparecer las uñas. Magullada por haber sido arrojada al suelo entre el tumulto, con un rastro de sangre seca en la rodilla y nada más que tela sobre las ruedas que arrastraba, volvió a casa una noche decidida a cambiar de lugar para no volver a enfrentarse a esos colmillos que, aun compartiendo su necesidad, le doblaban en fuerza. Se alejó de supermercados y envuelta en el luto perenne de una ausencia nunca asumida, se echó a las calles del centro con la esperanza de encontrar en esos cubos lo que la vida le negaba.
Septiembre fue benévolo todavía, pero octubre empezaba a golpear cada vez más fuerte. La temperatura suave dejó paso sin previo aviso al agua y allí, en medio de la lluvia, aprendió a negociar las miradas que notaba clavadas en su espalda mientras ella, como podía, se inclinaba hacia el interior de aquellos pequeños contenedores verdes y de puntillas, con una mano en el borde y la otra entre las bolsas, buscaba. El centro le obligaba a salir más tarde, a retrasar la batida. Arrastraba sobre sus pies sus setenta años de arrugas y tiraba hacia delante del dolor que le devolvían sus huesos para recorrer las estrechas calles peatonales entre la plaza Mayor y el tañido de la campana de la catedral en busca de aquellos cubos que los porteros sacaban a última hora de la tarde y las familias llenaban con sus bolsas tiempo después, acabada la cena. El corazón de la fruta sin apurar, las esquinas de un filete que no había sido comido por completo, yogures con demasiado líquido, cosas pasadas de fecha. Todo lo que encontraba lo echaba en aquel carro de cuadros escoceses que parecía llevar con ella toda la vida. Después, en casa, revisaba lo recogido.
No era por ella, era por él. Sabe dios, y cada vez que pensaba en ello se santiguaba, que no le guardaba rencor a su hija, pero no podría perdonarle el que se hubiera marchado dejando allí al muchacho. Podían haberse ido los dos, deseaba a menudo, pero lo cierto es que una mañana ella ya se había ido y allí estaba su nieto, recién levantado, con cara de no saber. Dejarlo en aquella casa fue como dejarlo a la intemperie, no sólo por el frío que hacía siempre entre las paredes de aquel enorme caserón, sino por la falta de todo menos de miseria que se respiraba en sus alfombras. Al principio vendió todo lo que pudo y empeñó lo que no le hacía falta, pero no llegaban. Ya era difícil sostenerse sola con la pequeña pensión de viudedad. '¿No ha trabajado usted nunca?', le había preguntado el joven que tecleaba detrás de la mesa a la que ella, con el bolso en las rodillas y bien agarrado con las dos manos, se había acercado para preguntar. 'Toda mi vida, como una mula', le dijo, 'en mi casa'. El chico le dijo que lo sentía. Pero la compasión, verá usted, no se come.
Aquella noche abrió uno de los yogures rescatados de la basura uno de los dias anteriores y agitó con la cuchara el caldo para que se perdiera entre el contenido. Se metió una cucharada a la boca y notó el sabor un poco agrio que se le pegaba al paladar. Se obligó a tragar y aceleró el ritmo de las cucharadas para tratar de retener el menor tiempo posible el yogur en la boca, y tragó lo más deprisa que supo. Se puso sobre la camisa negra una rebeca del mismo color y salió, renqueante, a la calle, arrastrando el carro de la compra. Media hora después, bajo la luz verde intermitente de una farmacia, se encontraba ya encorvada, de puntillas, hurgando en el cubo.
Oculta como estaba, con la mitad del cuerpo casi dentro del contenedor, no se le veía la cara, pero a él no le hizo falta. Desde lejos, y a pesar de las conversaciones de sus amigos, distinguió la silueta que casi se tragaba el cubo. Conoció a su abuela por las zapatillas, por la figura y por el carro que siempre aguardaba detrás de la puerta de la entrada. Mientras el resto empezaba a concentrar su atención en la señora que buscaba en la basura y a susurrar entre ellos, él aceleró el paso, callado, y se marchó sin despedirse, sin alzar la cabeza. Sin dar un último vistazo. Si ella salió en ese momento y lo vio, no lo sabe. Poco le importaba. Sólo pensaba en llegar a casa y meterse bajo la manta.
Le recibió el eterno frío de la casa vieja. Le dio un escalofrío al entrar que apartó como pudo, pero no pudo reprimir el temblor cuando encontró sobre la mesa un batido y una manzana. Buscó en el pequeño envase de cartón y vio que estaba pasado de fecha, pero lo agitó con ganas, clavó la pajita y se lo bebió. Después buscó un cuchillo en la cocina y retiró las partes podridas de la manzana antes de devorarla casi hasta el corazón. No dejó nada salvo las pepitas. Cuando volvió a la cocina a tirar las cosas vio en el fregadero la solitaria cuchara, y en la bolsa de basura encontró el yogur. Se fue a la cama.
No había pasado una hora cuando la puerta se abrió de nuevo y la abuela entró arrastrando los pies, mitad por el cansancio mitad por no hacer ruido, tirando de aquel carro de cuadros. Él se hizo el dormido. Ella se afanó un rato en la cocina guardando esto y lo otro, y dejó entrever una leve sonrisa cuando encontró el cuchillo junto a la cuchara. Los fregó sin ganas y antes de ir hacia su habitación apagando luces llenó un vaso de agua del grifo que le acompañó en el recorrido por pasillos y habitaciones hasta el borde de la cama. Lo dejó en la mesita y se desvistió despacio, a pesar de que el frío empezaba a calar en los huesos. Se puso el camisón y abrió la colcha, dispuesta a meterse. Antes de apagar la luz se bebió el vaso de un trago y se tumbó deprisa. Se arropó, y cerró los ojos y dejó que el agua apagara el pinchazo sordo del hambre que le retumbaba por todo el vientre. Y durmió, agotada como estaba.  

jueves, 25 de agosto de 2016

38 baldosas

Si el miedo fuera un lugar, sería un pequeño pasillo en la primera planta de un hospital antiguo con las paredes pintadas de azul y blanco, con un suelo amarillento que siempre parece ligeramente descuidado. Si el miedo fuera una sensación, sería el frío perenne de un espacio en el que convergen un montón de historias anónimas en su conjunto pero bien clasificadas en nombres y apellidos, en boxes y camas, en estadillos coronados por una enfermedad y que detallan en varias hojas historiales y tratamientos. Si el miedo fuera un olor, sería el del desinfectante de manos que cuelga por todas partes, el que emana de esos botes de líquido azul cuya fragancia te acompaña el resto del día hagas lo que hagas y toques lo que toques, porque parece hecho para recordarte que hay alguien que falta. Si el miedo fuera un periodo de tiempo, sería de 32 días, poco más de un mes. Si el miedo fuera una distancia, sería de 38 baldosas.
En los últimos minutos, en aquel pequeño universo que construyen todas las pérdidas que se amontonan en ese pasillo han pasado muchas cosas. Primero, un murmullo rompió la quietud que adornaba la estancia que da paso a la unidad de cuidados intensivos; conversaciones engarzadas que con el paso de los segundos fueron subiendo de intensidad. Las voces destrozaron la calma en la primera planta del viejo hospital antes de que alguien, siguiendo la partitura de todos los días, chistara para conseguir un poco de silencio. Obedientes, los diálogos se apagaron y casi todos miraron con disimulo el reloj antes de dar un paso hacia delante y situarse un poco más cerca de las puertas metálicas que siempre se abrían un poco después de lo debido, y se cerraban sin excepción siempre antes de lo deseado. En el intervalo que dura el segundo silencio hasta que las voces vuelven a alzar el vuelo, el ritual diario establece que toca levantar la vista del suelo para identificar al extraño en aquel pasillo de 38 baldosas y tratar de adivinar su historia a través de sus gestos. Hay maridos sin mujeres e hijos sin padres o madres, pero también hay padres y madres sin hijos y amigos y amigas sin otro al que abrazar.
Es domingo y todas las caras del pasillo son conocidas. Allí está el hombretón del pantalón corto y el sombrero que siempre llega solo, treinta minutos antes de la hora señalada, y se marcha solo después de ajustarse de nuevo el sombrero de tela que ha guardado cuidadosamente en la pequeña mochila que le cuelga de la espalda. Está la mujer que se apoya sobre dos muletas y que entra a menudo de las primeras, para apartarse poco después en el pasillo y dejar que el resto gane con prisa las habitaciones, mientras ella avanza con una calma y una serenidad a la fuerza impuestas. Hay una familia coja por una pata que viene a visitar a la madre que falta, nietos que van en busca de la abuela y hermanos que se resignan a esperar el tiempo que haga falta para reunirse de nuevo con alguien demasiado joven para estar allí. Hay gente de todas las edades y de varias nacionalidades, en una espera compartida difícil de digerir. Y entre todos ellos, un paso más atrás, hay hoy, apoyado en la pared, un hombre que no ha levantado la vista del suelo, concentrado como está en lo que viene a continuación.
No se mueve pero está nervioso, apenas habla con nadie por miedo a que le tiemble la voz. En un espacio que hoy no ofrece ninguna cara desconocida, su semblante es la única novedad para una tropa ávida de esperanza. Hace veinte días que se unió al grupo en medio de un mar de miradas extrañas que después le acogieron con una familiaridad nada fingida en un espacio en el que la compañía de otros es más que necesaria. En esos veinte días ha ido menguando poquito a poquito, su voz se volvía más grave y su mirada más baja, y su caminar decidido apenas ha servido para disimular que la camisa le estaba cada vez más grande, y que cada noche, tras una cena frugal, cogía las tijeras y usaba la punta para hacerle un nuevo agujero al cinturón, que casi le daba ya una segunda vuelta. En esos veinte días ha ofrecido siempre una fotografía de viajero cansado, con la camisa arrugada de los kilómetros en coche y la mirada vacía de quien mira sin ver pasar del todo la carretera. Peregrino cubierto del polvo de una vida que se resquebrajaba.
Hoy es un día distinto. Todos se han percatado pero casi nadie se lo ha dicho. Aquel hombre que llegó derruido había apilado con orgullo los cascotes y lucía distinto apoyado en la pared: una camisa pulcramente planchada con tonos azules y blancos, más alegre; pantalones recién estrenados y el rastro de quien en medio de los nervios se ha derramado encima medio frasco de colonia. Alejado de aquel lugar, se diría que es un hombre que aguarda nervioso la llegada de una mujer a la entrada de la feria, con las ansias de la primera vez. En ese pasillo es un hombre más, pero distinto, de los que esperan a que la UCI se abra y la enfermera les haga pasar. Cuando eso ocurre, no avanza como de costumbre para colocarse en los primeros lugares como hace cada día, a pesar de que el nombre que espera es siempre uno de los últimos que se pronuncia. Hoy aguarda recostado sobre la pared, con las manos en los bolsillos para que nadie vea que tiene los dedos apretados de puro nervio, y que no puede esperar más. Cuando atraviesa las puertas metálicas y se detiene ante los pequeños botes con líquido desinfectante, las manos le tiemblan, pero ya no las puede esconder más. Avanza hasta el final del pasillo y gira a la derecha en la última de las estancias. Se detiene un poco ante la cama, desde la distancia, y avanza con una impostada seguridad.
Se ven casi a un tiempo. Ella ha abierto los ojos y le ve llegar a la cama al tiempo que él ve cómo ella despierta. Le tiemblan un poco las piernas y se apoya en la cama como siempre, pero esta vez es una necesidad. Se sostiene agarrado a la cama. Ambos sonríen y el pulso de ella se acelera. Rodea la cama y le pasa la mano suave por la frente antes de hablarle e iniciar media hora que, por primera vez en las últimas tres semanas, se va a hacer corta de verdad.
Los primeros treinta minutos de luz tras una veintena de días en coma.
Media hora después, una enfermera recorre los boxes pidiendo a la visitas que salgan. Él se acerca a la cama y la besa en la mejilla, la acaricia una vez más y se marcha, tras despedirse, forzándose a no mirar atrás. Cuando gana el pasillo yo, que he asistido a toda la escena en silencio, me sitúo al otro lado de la cama, junto a ella, y después de besarla le digo “está guapo, ¿verdad?”. Mi madre reúne todas las fuerzas que tiene y asiente con la cabeza, y le digo que descanse y duerma.
Cuando llego al pasillo mi padre me está esperando con las manos en los bolsillos y con una ilusión que por primera vez en muchos días le ha vuelto a la mirada.
-Hoy se me ha hecho corta la visita-, me confiesa.
-Dice que estás muy guapo.
Miro de reojo cómo se ruboriza y se emociona a partes iguales.
-Ella también está muy guapa-, me dice, y salimos juntos al pasillo de 38 baldosas.