jueves, 31 de diciembre de 2009

Epílogo para este 2009

Hago este cuestionario empujado por la ilusión que Indo le ha puesto… y porque me gustan los cuestionarios, para qué negarlo…

1. ¿Qué hiciste en el 2009 que nunca habías hecho antes?
Comprarme un coche, formar parte de un ERE, estar en paro… varias cosas.

2. ¿Mantuviste tus resoluciones de Año Nuevo, y harás nuevas?
Hacer propósitos se me da bien, pero como ando más escaso a la hora de cumplirlos, ya no los hago.

3. ¿Se casó alguien cercano a ti?
Alguien que primero fue compañero de trabajo, luego amigo y ahora las dos cosas.

4. ¿Nació alguien cercano a ti?
No.

5. ¿Murió alguien cercano a ti?
Muy cercano no, pero seguro que a alguien echamos en falta.

6. ¿Qué países visitaste?
Ninguno, aparte del que me soporta todos los días.

7. ¿Qué te gustaría tener en 2010 de lo que has carecido en 2009?
Decir dinero sería muy manido, a que sí? Bueno, pues estabilidad.

8. ¿Qué fechas de este año permanecerán en tu memoria?
Soy bastante malo para las fechas.

9. ¿Cuál es tu mayor logro del año?
Conseguir que nada ni nadie me cambie el carácter. Sigo siendo yo, a pesar de todo, y sigo echándole un pulso a la vida a base de humor.

10. ¿Cuál ha sido tu mayor fracaso?
Cometo un error tras otro, pero yo no lo llamaría fracaso.

11. ¿Has sufrido una enfermedad o herida?
Ninguna importante, o que merezca la pena recordar. A lo sumo, una rotura muscular.

12. ¿Qué ha sido lo mejor que has comprado?
Todos y cada uno de los libros que ahora están en mi estantería. Y ojalá hubiera podido comprar más. No podría decir sólo uno..

13. ¿El comportamiento de quien merece celebración?
De todos aquellos compañeros que han mantenido su integridad a pesar de todo y de todos, de aquellos que han comprendido que la ética personal y profesional está por encima de los intereses empresariales, y que dejarse llevar no es nunca una buena opción. Sombrerazo para todos ellos.

14. La actitud de quien te ha hecho sentir deprimida u horrorizada?
Me cuesta pensar que alguien pueda levantarle la mano a una mujer, y casi me horroriza cuando vemos que es alguien joven, alguien que se supone que se ha educado en una sociedad justa. En el ámbito más cercano, alguien se dará por aludido sin necesidad de que le mencione.

15. ¿Donde se ha ido la mayor parte de tu dinero?
Más allá de lo necesario para vivir, el mayor gasto se reparte entre libros y el coche.

16. ¿Qué te ha hecho mucha ilusión?
Tener la capacidad de callar a aquellos que no creían en mí, o que creían solo a medias. Ahora me falta creer en mí mismo.

17. ¿Qué canción te recordará siempre el 2009?
Sería injusto decir una. Cada una ha tenido su momento, pero no me recuerdan al año en general, sino a algo en concreto. Esclavo de tu amor, de Revólver, ha sido una buena excusa para cerrar el año.

18. Comparando con hace un año, estás:
i. ¿más content@ o más triste?
Más o menos igual. Quizá más contento, porque tengo un año más y sé algo más de la vida que hace un año.
ii. ¿Más delgad@ o más gord@?
El médico dice que la piel ya no me va a dar de sí… no, en serio, más gordo (creo).
iii. ¿Más ric@ o más pobre?
Por el estilo, ahí no ha habido cambios sustanciales.

19. ¿Qué te gustaría haber hecho más?
Viajar, sobre todo. Eso siendo egoísta. También haber compartido más tiempo con toda la familia junta, reír más con los amigos…

20. ¿Qué te gustaría haber hecho menos?
¿Vale trabajar? Haberme echado menos las manos a la cabeza por ver cómo los empresarios tratan a los periodistas, y lo que hacen con los medios de comunicación.

21. ¿Cómo pasarás la Navidad?
Entre la familia y los amigos. Disfrutando de noche y aprovechando el día. Como toda la vida, pero con mayor responsabilidad.

22. ¿Te has enamorado en el 2009?
Es complicado vivir sin estar enamorado, así que supongo que sí. Supongo que me ha faltado valor para gritarlo en mitad de la noche, o quizá todavía late por dentro y no se ha dado a conocer.

23. ¿Cuantos rollos de una noche?
No es un blog el mejor sitio para contar intimidades.

24. ¿Tu programa de televisión favorito?
El trabajo se encarga de hacer la selección. Ninguno. Sólo veo Buenafuente, porque es lo que ponen cuando llego de currar.

25. ¿Odias a alguien a quien no odiaras a estas alturas del año pasado?
Odiar a alguien es darle la oportunidad de que forme parte de tu vida. Además, del odio nacen muchas guerras, y estoy harto de ver gente polvorienta buscando familiares entre los cascotes. Basta ya.

26. ¿El mejor libro que has leído?
Muchos, pero sólo recuerdo los últimos, como casi siempre. Kafka en la orilla me gustó mucho, por mencionar sólo uno. Quizá no haya sido siquiera el mejor.

27. ¿Cúal ha sido tu mayor descubrimiento musical?
El karaoke del Stone Pub, jeje. Escucho todo tipo de música, así que, bastante.

28. ¿Qué querías y conseguiste?
Que nadie me pisara y se creyera mejor que yo, ser fiel a mis principios y no rebajarme, demostrar que soy periodista a pesar de todos.

29. ¿Cuál es tu mejor recuerdo de 2009?
Una caña con los amigos, una cena en familia, una conversación en Internet a altas horas de la noche… el mejor recuerdo es el resultado de todos ellos.

30. ¿Tu película favorita del año?
Lo tengo fácil: no veo muchas películas y la última que he visto me encantó. El secreto de sus ojos.

31. ¿Qué hiciste en tu cumpleaños y cuantos cumpliste?
Cumplí 25 años. Pagué un barril de cerveza en un bar y allí metí a compañeros de trabajo, amigos y aquellos afortunados que cumplen ambos requisitos. Reímos, bebimos y acabamos a las mil, con resaca y comiendo en un wok al día siguiente. Fue un gran fin de semana.

32. ¿Qué es lo que hubiera hecho tu año mucho más satisfactorio?
Los míos tienen salud, y siento cerca de la gente que quiero. Además, he tenido la oportunidad de acercarme más a gente que no conocía, pero con la que comparto muchas cosas, y he descubierto personas interesantes con las que merece la pena seguir. Si eso no es satisfactorio, se le parece.

33. Describe tu concepto de la moda en 2009:
Mi concepto se resume en una máxima: me pongo lo que me gusta. Soy bastante sencillo vistiendo y odio ir de tiendas.

34. ¿Qué te ha hecho permanecer cuerd@?
El día después. Pensar en que mañana tengo que seguir siendo yo, y que tengo que llegar al listón que me he puesto, para subirlo cuanto antes. Es el motivo para no tirarme en un rincón a cantar con las manos cruzadas por el pecho.

36. ¿Qué tema político te ha removido más?
Muchos. La normalidad con la que se trata la corrupción política. La ligereza con la que la gente de mi generación habla de una guerra que dividió familias y se llevó por delante a mucha gente, de uno y otro bando. La facilidad con la que hablan acerca de nacionalismos aquellos que nos quieren imponer una bandera, sea del color que sea y se llame como se llame. Sobre todo, que la gente repita soflamas que escucha por la tele o copia de Internet sin pararse a pensar lo que significan, y si realmente creen en ellas.

37. ¿A quién has echado de menos?
A mi abuela, la última en marcharse. A la gente de la facultad con la que charlaba todos los días. A Juan para planear trastadas.

38. ¿Quién es la mejor persona a la que has conocido?
¿Este año? Bueno, cambiaré conocido por ‘descubierto’, aunque todavía me queda mucho por descubrir. G, ocupas uno de los primeros lugares, seguro. También Dudo, Indo y Fusa, porque cada día aprendo algo más de cada una de ellas.

39. Dinos una lección valiosa que has aprendido de 2009:
Que los principios no se compran, al menos los míos no están en venta. Que tengo la fortaleza suficiente para mantenerme firme y hacer lo que creo, y que puedo multiplicarme cuando peor se ponen las cosas. He redescubierto mi capacidad de sacrificio.

40. ¿Dirías que el 2009 ha sido un buen año a pesar de todo?
Empezó con mal pie, por aquello de ser un año impar. Luego ha tenido de todo: buenos momentos, malos, un despido de por medio, mucha presión… de todo he aprendido y aquí sigo, fiel a una manera de ser que me define. Puede que sí, que haya sido un año bueno a pesar de todo. Igual tengo que empezar a creer en los años impares...

domingo, 13 de diciembre de 2009

PRÓLOGO (de algo que aún no tiene nombre...)

Afuera todo era niebla y oscuridad. Limpié el vaho de la ventanilla con la manga de la camiseta, pero no pude ver nada más allá de la negrura de una noche que hasta hace poco era tarde, y que se convertía minuto a minuto en el final de un día que ya no sería el mismo nunca más. Es curioso cómo la mente selecciona aquellos recuerdos que quiere guardar y los imprime en la memoria como si fueran fotografías, para que el paso del tiempo no erosione ninguno de sus detalles. Ni siquiera recuerdo cuándo tomé la decisión de marcharme, pero sé que me fui un sábado, en un tren que partió la llanura envuelto en la niebla con destino a las entrañas de una gran ciudad.
Languidecía el otoño más cálido que se recuerda, y aparecieron, de repente, los primeros retazos de un invierno madrugador. En el tren, todo era silencio. Si te concentrabas lo suficiente podías oír el silbido que producía al deslizarse, veloz, sobre los helados raíles, y el sonido de la niebla abriéndose a su paso. Había pasado gran parte del trayecto durmiendo, porque a través de la ventanilla no había mucho que ver. Me desperté unos minutos antes de que la bruma dejara paso a las primeras luces de Madrid, y por primera vez en muchas horas empecé a sentir miedo, porque quizá por primera vez fui consciente de que no sabía lo que me esperaba. Un escalofrío me recorrió la espalda y me hizo estremecer. Reconozco que incluso estuve tentado de volver atrás y empezar a deshacer el nudo que estaba dispuesto a apretar. La indecisión duró un minuto, quizá dos, pero logré acorralarla reuniendo algo del escaso valor que me quedaba, y empecé a planear mi siguiente movimiento.
A decir verdad, Madrid no era para mí una ciudad extraña. Años atrás, con la ilusión intacta en la maleta, me adentré en sus entrañas siendo sólo un crío con la esperanza de que la urbe, descarnada como pocas, vomitara, años después, al joven imberbe e indeciso convertido en un hombre capaz de asumir responsabilidades. La ciudad había fracasado, y quizá por eso decidimos darnos el uno al otro una segunda oportunidad. Por eso, cuando el tren se adentró por completo en la capital y partió en dos sus calles con una lengua de luz, me sentí reconfortado. Recuerdo la primera vez que llegué a Madrid, y el miedo que sentí cuando me lancé en solitario a explorar sus rincones. Es fácil hablar de esa ciudad desde la distancia, pero sólo el que se ha dejado envolver por ella sabe todo lo que puede llegar a despertar en una mente como la mía, dispuesta a empaparse de todos los nuevos retos. El temor se fue diluyendo poco a poco a medida que hacía mías sus esquinas, con la misma velocidad con la que la ciudad iba haciéndome suyo. Madrid es una ciudad que no te da respiro, y que se construye con las almas de la gente que intentan conquistarla. Sus calles se alimentan de los sueños de todos aquellos que por ellas transitan, y es fácil llegar a pensar que dominas la ciudad. Pronto te das cuenta de la mentira que supone, porque Madrid es indomable.
No pude evitar esbozar una sonrisa mientras mi memoria seguía escupiendo recuerdos, y casi ni me di cuenta de que el tren estaba aminorando la marcha porque estábamos llegando a Atocha. Poco a poco, como si de una organizada procesión se tratase, todos los pasajeros se fueron levantando y comenzaron a bajar las maletas de los estantes, y desfilaron, uno detrás de otro, hacia la puerta de salida. Se acababa el calor del tren, y al otro lado de las puertas aguardaban el frío y la ciudad, los primeros minutos de un futuro que ya no podía controlar, a pesar de que fui yo, y sólo yo, el encargado de elegirlo. Me puse el abrigo y la bufanda, y agarré la mochila en la que llevaba, sobre el hombro, lo que me quedaba de vida. Antes de bajar del tren me detuve en la escalera y respiré hondo. Ese gesto, casi espontáneo, supuso el punto y final a todo lo que hasta ahora había conocido. Allí, en el andén de la estación, terminaba mi pasado, y se escribían las primeras líneas de un futuro que jamás podría dominar.

martes, 3 de noviembre de 2009

El Poeta Errante...

Durante muchos años no tuvo nombre, y ni falta que le hacía, porque no tenía con quién hablar. Nadie le llamaba, nunca se dirigían a él. Durante muchos años no tuvo nombre, seguramente porque él también lo había olvidado. Siempre le llamaban el loco. Apareció un día, ya viejo, vagando por las calles de un pueblo desconocido para él al que le habían arrastrado las olas de una vida vivida en constante marejada. Caminaba siempre mirando al suelo, quizá para que nadie descubriera su pasado detrás de sus ojos. Curvado, con el pelo blanco y las manos ajadas por el paso del tiempo, recorría las calles con la parsimonia de aquel que nada busca, y encontraba en el laberinto de caminos puñados enteros de malos augurios. Los niños se reían de él amparados en la connivencia de sus padres, que siempre le despreciaron por todo lo que ocultaba. Le tiraban huevos si pasaba por el centro, y de noche apedreaban los cristales de la casa abandonada que eligió como hogar, donde apuraba los últimos sorbos de su destino. Para mí siempre fue el poeta. Cuando le veía salir de su improvisado escondite, me deslizaba a través de las ventanas sin cristales para intentar saber algo más acerca de él. Sólo ocupaba una habitación de la casa, en la segunda planta, aquella en la que el sol iluminaba con mayor intensidad y devoraba sin piedad hasta el último resquicio de las sombras. Quizá se alimentaba de la luz del día, y buscaba aún su calidez cuando llegaba la noche. Quizá sólo quería llorar mientras añoraba otra puesta de sol. Dormía en el suelo, entre papeles, a la luz de una vela. En todas las hojas había versos perdidos, poemas sin terminar, todos ellos cargados de deseos que nunca se harían realidad. No parecía reclamar nada, ni añorar momentos perdidos. Más bien, cada una de sus letras era un acto de valentía, hacía acopio de valor para afrontar la hora, cercana, de reencontrarse con la mujer que empujaba su mano y bailaba al son de su pluma en todos esos versos malditos. Isabel. Creo que nunca terminó un solo poema, pero para mí siempre fue el poeta. Allá donde los demás ponían arrogancia, yo derrochaba admiración. Cuando los demás le miraban con desprecio, yo trataba de buscar en alguno de sus escasos gestos un ápice de luz. Cuando todo el mundo se reía de él, yo percibía a través de sus pupilas el viejo candor de una llama. Una noche, la última del mes de octubre de un año cualquiera, se abrió paso a través de los ventanales descubiertos y alisó su raída chaqueta. Caminó despacio por todas las calles del pueblo, curvado, mirando sus manos ajadas por el paso del tiempo. Pasó una de ellas por su pelo blanco antes de enfilar el viejo camino del cementerio. Yo le seguí amparado por las tinieblas de una noche que ya nunca sería la misma. Había apurado sus últimas fuerzas, y el aliento no le alcanzaba para más. Entró en el camposanto decidido, olvidando de repente su traqueteo vacilante. Dudé unos momentos antes de aventurarme a entrar, temeroso como era, aún chiquillo, de los habitantes de las sombras. Decidí esperar a que la bruma de la noche dejara un resquicio para el primer rayo de luz, y me lancé a explorar el universo de tumbas. Lo encontré poco después, abrazado a una lápida que fue para él, a un mismo tiempo, razón de ser y destino. Una lápida coronada por un nombre familiar, Isabel, y una fecha, la de su partida, muchos años atrás. No se movía, no respiraba, pero su gesto, por fin, era alegre. El poeta descansaba aliviado, feliz, muerto. Decidí dejar que fuera otro el que se encargara de dar la noticia a todos aquellos que le habían contrariado, y me marché sin decir nada. Nunca le encontraron. No hay en el cementerio lápidas que le recuerden, ni lamentos que le honren. No hubo rastro del hombre que nadie quiso conocer, y que se marchó sin hacer ruido. Nadie vio su cuerpo, ya sin vida, recostado sobre la tumba. Del poeta sólo queda la leyenda y una flor: una rosa blanca que aparece todos los días, fresca, sobre la tumba de su amada. Y su leyenda, la de aquellos que cuentan que por las noches, oyen el tañido de las viejas campanas que coronan la capilla abandonada junto al cementerio, justo antes de ver cómo la muerte, envuelta en un sudario negro, recorre los caminos acompañada de una figura encorvada, con el pelo blanco y las manos ajadas por el paso del tiempo; y la escucha, pacientemente, mientras el poeta evoca los versos que nunca escribió para Isabel…

lunes, 26 de octubre de 2009

Tu silencio...

Volvió el otoño, cayó el frío y a ti te envolvió el silencio. Lo hizo suavemente, poco a poco, y casi no nos dimos cuenta. Sólo sabíamos que faltabas, que no encontrábamos esa palabra tibia y descarnada a la vuelta de la esquina, a pesar de que pateamos barrios enteros en su busca. El cielo azul del verano dejó paso a amaneceres lentos que vestían el día con susurros, y vomitaban en el horizonte un color rojizo que aprisionaba el alma y congelaba el aliento, de tan fríos como eran. Los días se hicieron cada vez más cortos, y más grises, y las noches más largas. Las noches. Siempre las noches. Era la oscuridad la coartada perfecta para buscarte, cuando nadie nos mira, y disfrutarte lentamente, palabra por palabra, verso a verso, fotograma a fotograma. La noche siempre fue el refugio, si no la excusa, para las almas insomnes, y aunque no te veía, aunque había un universo que nos separaba, sabía que estabas ahí. Sé que estás ahí, a pesar de que hace tiempo que ya no te escucho. Complica la búsqueda el extraño anochecer otoñal, que a la vez que se lleva la luz cubre también las estrellas, pero casi puedo intuir que sigues soñando con ellas, y que las buscas entre susurros, hablándole bajito a la luna para que te oiga con claridad. A veces, yo también le hablo, le escribo, la busco entre las nubes, y cuando no la encuentro me gusta pensar que está refugiada en uno de tus versos, encarcelada para siempre en alguna de tus palabras. Sí, es cierto. Las noches son más largas, y más pesadas, en este otoño de nadie. Son mayores los motivos que empujan al espíritu a migrar hacia otros lares, a renunciar a la paz del sueño en busca de la calidez de mundos mejores, ya sean pasados o futuros. A mí, además, me sube la fiebre. Siento la necesidad de apagar la sed de mi mente escribiendo impulsivamente, como esta noche lo hago, pensamientos que me asaltan sin pedir permiso, y que me hablan, a menudo, de ti, de vosotras. Del pequeño paisaje que entre todas habéis construido. Y por eso, de vez en cuando, me atrevo a imaginaros, a imaginarte, a imaginar que sí os conozco, cuando la realidad es que todavía camino con pasos muy cortos intentando descubriros. Y escribo. Escribo, e invento, sin saber si mis palabras emprenden el viaje correcto o equivocan el rumbo sin querer. Escribo, porque escribir es la única salida que encuentro para que todo el mundo conozca las palabras que nunca he dicho, las historias que me invento. Porque el papel es, como la noche, una coartada perfecta, un refugio insomne al que siempre vuelvo. Porque escribir es, esta noche, quizá la única forma correcta de decir que te echo de menos. Quizá es la única manera de que puedan llegarte algunas de las palabras que a mí me sobran, y que no sé cómo organizar. Y, mientras escribo, espero. Abro la ventana y respiro el aire frío de la noche, busco la luna entre las nubes y los dos, sin hacer ruido, nos sentamos, el uno junto a la otra, a escuchar tu silencio…

Para G, por todos esos silencios que no sé cómo curar…

martes, 13 de octubre de 2009

Mara

Te observo respirar mientras el sol se despereza y filtra sus primeros rayos a través de la ventana, y tu piel se deja querer cuando recibe las primeras caricias de calidez de una mañana que ya nunca será la misma. En la oscuridad de la habitación, sólo tu respiración rompe el silencio de este amanecer invernal que tiñe de frío las paredes y moja los huesos, trizando cada uno de los nervios de mi médula espinal. Sentado en un rincón, repaso tu cuerpo centímetro a centímetro y me doy cuenta de lo lejos que estamos uno del otro. Tanto, que apenas puedo sentir el calor que hace unas horas me abrasaba en cada uno de tus abrazos. Nos buscamos el uno al otro con el alcohol como único refugio, en medio de una vida que no sentíamos como nuestra porque no podíamos hacer nada para cambiarla. Quizá por eso nos encontramos, solos, varados en ninguna parte. Somos dos mundos inmensos encerrados en una ciudad pequeña que se vuelve más y más estrecha, hasta ahogarnos. Casi no puedo respirar. Noto un miedo creciente a la realidad más inmediata, aquella que deberé afrontar cuando cruce el marco de la puerta, y no vuelva a saber de ti. Tú también me olvidarás. Tan sólo fui para ti un motivo para la duda, una pregunta no resuelta que caerá en el olvido después del tercer café, mientras miras por la misma ventana por la que ahora entra el sol en busca del color de tus ojos. Y sigues durmiendo. Boca abajo, sobre la cama, como la postal de una noche tardía de fiebre y sudor, de saliva y promesas que nunca cumpliremos. Tengo la tentación de levantarme y sentarme a tu lado, y caminar por tu espalda por última vez. Poco a poco, lentamente. Apenas una caricia imaginaria en tu cintura, recorriendo con un dedo los surcos de tu piel. Un roce tibio, una suave descarga de miedo que muere en tu cuello, donde el pelo empieza a nacer. Un último viaje a través de tu cuerpo moreno, pequeño, lejano y oscuro. Imagino que puedes sentir que te miro, que no soy el único que recibe despierto esta mañana de enero. Sabes que estoy ahí, pero me ignoras, porque ha llegado el momento de representar nuestro papel. Toca empezar a olvidarnos y volver a un mundo en el que nunca ha pasado nada, en el que yo quiero ser feliz y tú lo aparentas, y los dos actuamos como si tal cosa. Aún duermes, y ya has empezado a olvidarme. No queda nada de tus besos, de tu aliento, de tu pelo. Ni rastro de tus uñas en mi espalda. Nada que nos demuestre que todo esto ha sucedido, salvo tu sabor en la punta de la lengua, la sal de tu cuerpo en mis labios. Es hora de irnos. Yo a mi vida y tú a la tuya. Me levanto con cuidado y separo mi ropa de la tuya, todavía por el suelo. Cojo tus pantalones y busco en los bolsillos algún motivo para odiarte. Algo de dinero. Un pañuelo. Tu carné. Tu nombre. Ahora que lo pienso, ni siquiera sé cómo te llamas. Si yo te dije mi nombre, ya no lo recuerdas. Decido perderte para siempre. Condenarme a soñarte desnuda, en noches como ésta. Quiero saber tu nombre. Lo necesito. Mara. Hola Mara. Ahora que te conozco, ya puedo empezar a olvidarte…

miércoles, 7 de octubre de 2009

Otoño

Esperé a que el verano me arropase con los últimos rayos de una calidez tardía, y te descubrí inmersa en el frío abrazo de un otoño particular. Me alejé de la ciudad que por siempre fue nuestra para llenar mis pulmones de un aire distinto, desconocido y quizá irrespirable, sólo para comprobar que tu silencio me hablaba de ti, de todo lo que querías decir y no te dejaban. El tiempo, las causas, los días. Los años, las palabras, la vida de los demás. Todo se nos puso por delante, y ni tú supiste hablar ni yo tuve valor para escucharte. Nunca llegamos a conocernos, pero tengo la sensación de que tú sabes de mí más de lo que yo sabré jamás, y abrigo la certeza de que te descubro en cada verso que disparas sobre unas páginas cargadas de fiebre. Ni siquiera observábamos la misma ciudad a través de ojos distintos. Para mí era un rincón oscuro donde el alma se endurecía y los recuerdos se te pegaban a la piel y te escocían, y sangrabas un torrente de memorias del tiempo que nunca fue. Para ti quizá la ciudad no fue más que un lugar donde jugar a ser alguien, donde encontrar el rincón que nos han dicho que nos aguarda, y que jamás pararemos de buscar. Yo sigo enamorado de ti, y tú lo estás de esta ciudad que me desprecia porque lloras y no sé qué hacer para enjugar tus lágrimas, salvo guardarlas en el frasco de mi recuerdo para bebérmelas en soledad, por la noche, cuando buscas en el armario los versos adecuados para rescatar los últimos posos del café. Quisiera saciar mi sed empapado en tus ojos negros, caminar con el alma cosida a los surcos de tu espalda, pero lo más cerca que he estado de tu piel fue cuando emprendimos juntos el camino a ninguna parte, y había cientos de kilómetros que nos separaban. Aun así, cada noche me asomo a tu ventana para verte respirar. Arrugas la frente en busca de aquello que quieres contar, porque sabes que debe estar en algún lugar, dónde lo habré dejado. Y yo sigo ahí, demasiado lejos de ti y muy cerca de todo el mundo. A kilómetros de allí, bajo tu ventana, dejando que las primeras gotas del otoño me traigan tu sabor, tu aroma, tu tacto. Con la ropa empapada de lluvia y sudor, viendo tu sombra tras el cristal. No te disculpes por aquello que no has hecho, no pidas perdón por no venir a visitarme. No tienes nada que temer. Tu sonrisa está encerrada en una cárcel de hielo que no soportará para siempre el calor de tu cuerpo, y ya asoma tu tacto a través de las rendijas. Los primeros susurros. Tú sigues buscando las palabras. Yo sigo esperando en la calle, bajo la lluvia. La ciudad se va llevando poco a poco el presente y convierte el hoy en futuro. Y este otoño maldito no para de llover...

domingo, 13 de septiembre de 2009

Flashback 2

Hace unos meses amenacé con recuperar algunas de las locuras que escribía en aquellos años en los que todo sucede por primera vez, la época en la que las heridas eran poco profundas, pero marcaban sí o sí el camino que habríamos de recorrer. Aparco, por el momento, en el segundo capítulo, la aventura tenebrosa que imaginé hace poco, con la esperanza de encontrar de nuevo la senda no muy tarde. De nuevo versos viejos rescatados de las hojas amarillentas de un viejo cuaderno. Otra vez sin métrica, con el único estilo que dictó el momento y el lugar en el que fue escrito, a lápiz, a buen seguro en una noche como ésta. Éste no es tan antiguo, pero eso no quiere decir que vaya a ser mejor. En vuestras manos lo dejo. Y a ti, que nunca llegaste a leerlo, perdón por rescatarlo del olvido.

LETANÍA

Es como quien busca en el saco del olvido
y no encuentra en él más que podridas telarañas,
y remueve con el fango lo soñado y lo vivido
para cubrir con ilusiones la memoria ya oxidada

me muerden tan adentro los besos que te he pedido,
se siente sin tu abrazo mi piel tan congelada,
que no sé si antes de ti algo mío ha existido
y dudo que tras de ti en mi vida dejes nada

tengo marcas en la espalda después de dormir contigo,
tengo, a fuego lento en la piel, tu herida tatuada,
y no sangro por sangrar, sangro por un motivo:
que mi sangre deje tu nombre escrito sobre mi almohada

lucha aún mi corazón aunque mi cuerpo se ha rendido
por mantener sobre mi piel tu caricia señalada,
y las huellas de esos besos que mis labios han partido
alimentan, en silencio, estas letras de esperanza

de esperanza por volver a sentir lo que he sentido
al estar, cuerpo con cuerpo, nuestras vidas abrazadas,
compartiendo con miradas el compás de los latidos,
así te entregué mi vida, yo no me quedé nada...

Para A, 2004

martes, 1 de septiembre de 2009

Más tinieblas (capítulo dos)

Cuando la ciudad duerme, me gusta subir al tejado con una taza de café y escuchar los sonidos de la noche. Hay todo un mundo que la gente se pierde por huir de las tinieblas. Madrid es una metrópoli que atrapa una vida nocturna singular, y que con la caída del sol comienza a latir muy despacio, acompasadamente, de tal forma que es muy difícil llegar a escuchar su verdadero corazón. A lo lejos, el ruido de las sirenas ahoga el estrépito casi seco del cauce del río Manzanares, y de vez en cuando hay un coche que parte en dos con sus luces las arterias de la capital, como un relámpago que recorre la superficie terrestre sin encontrarse con nada, sin alcanzar a nadie. Es ahora cuando se puede respirar hondo, y llenarse los pulmones del espíritu de una ciudad que huele a muerte y a vida, a miseria y a riqueza, a comidas de lujo y ropas harapientas. Si mantienes el aire dentro de ti el tiempo suficiente, puedes paladear el poso amargo que desprenden sus calles, y sentir cómo desgarra tu garganta el cuchillo acerado de la realidad. El aire de la noche yace cargado de recuerdos que levantan ampollas en el alma, a menos que hayas conseguido para la tuya una coraza en forma de herida que no deje pasar el suspiro nocturno de las aves muertas. La mía hace tiempo que se partió en dos, y se convirtió en un cuervo negro que vuela en círculos en una cárcel invisible, en el cielo negro de una ciudad que me alimenta con la sangre que derramo en aquellas horas en las que la piel se eriza intentando sentir la llegada del alba.

Han sido muchas las vidas que he arrebatado, pero casi no las recuerdo. Sí que tengo grabada en la mente, en cambio, mi evolución a través de todas ellas, mi comunión de sangre. Ni siquiera sabía adónde me dirigía hace ya casi cuatro años cuando decidí recorrer las calles de Madrid con la única compañía de una daga. No tenía intención de usarla, pero aquella noche el contacto frío de su hoja me hizo sentirme bien, formaba parte de mí. Buscaba una cara entre una multitud, pero sabía que la distinguiría cuando me encontrara con ella. Mi mente seguía congelada en aquella noche en la que ella se fue para siempre, sola, en la acera, mientras yo miraba paralizado el rostro de aquél que se llevaba su vida y no dejaba tras de sí más que el eco de unos pasos atropellados en una calle desierta. Había olvidado cómo era, pero sé que su imagen seguía latente dentro de mí, arrullada en un rincón de mi corazón, yermo para siempre, a la espera de un destello que le devolviera la luz, que le hiciera salir de su letargo. Cuando éste se produjera, estaría preparado.

Me llevó varias noches encontrarle, pero al final di con él. Los hombres somos animales de costumbres, y nos sentimos identificados con un entorno muy reducido, fuera del cual nos creemos vulnerables. Podemos escapar durante un tiempo, salir de nuestros dominios, pero pronto algo tira de nosotros y nos conduce a un regreso que apacigua nuestros nervios y nos embriaga con la sensación de volver a casa. No se acordaba de mí. Por lo menos, no acertaba a articular en su pensamiento por qué había una sombra al fondo de la calle, esperando a que llegara el momento de arrebatarle todo el aire que en esos momentos aspiraban sus pulmones. Si mi rostro le dijo algo, no encontró en el saco de los recuerdos el momento exacto con el que asociarlo, la circunstancia en la cual nuestros caminos se cruzaron, y provocaron que el suyo estuviera a punto de llegar a su fin.

Como casi cada día, me empapaba de alcohol mientras ella me esperaba al amparo de la noche. Sabía que no acudiría a nuestra cita, pero confiaba en que en el último momento mi sensatez ganara una batalla que tenía perdida de antemano. Esperó con la esperanza de que aún quedara para mí un rincón para la salvación, para que lo nuestro no acabara ahogado en un vaso de bourbon.

Le seguí durante un tiempo, y logré captar su atención. Se sintió amenazado y afiló su instinto depredador, para intentar que fuera su gesto, y no el mío, el que supurara tintes de amenaza. Estaba acostumbrado a oler el miedo en los demás, y no se dio cuenta de que lo que sudaba era el suyo propio.

Salí del bar completamente borracho y me dirigí a casa, dando tumbos por la acera. Ni siquiera me acordé de su rostro, o de sus ojos, o de sus manos, mientras recorría el camino hacia el que pronto dejaría de ser nuestro lecho. Me sentí despreciable, y una arcada subió por mi garganta, justo antes de vomitar en la acera la bilis amarga que mi cuerpo contenía. Estaba a dos manzanas de casa.

Pronto me convertí yo en el perseguido. Caminé al abrigo de las farolas asegurándome de que me seguía a una distancia prudencial. Si yo aceleraba el paso, lo hacía él también. Llegué a detenerme un momento frente a un escaparate oscuro y él hizo lo propio unos metros más atrás. Podía oír sus jadeos, su respiración entrecortada, a su corazón bombeando adrenalina en busca de un último empujón que le ayudara a decidirse a abordarme. Sentí que llegaba el momento y me desvié, poco a poco, de las iluminadas calles del centro, para sumergirme en las tinieblas de unas callejuelas de piedra, reminiscencias tardías del Madrid que fue alguna vez.

Doblé la esquina de casa y la vi desplomarse sobre la acera. Fue todo muy rápido, apenas un destello. Una hoja afilada, una cuchillada profunda, una herida mortal. Una sombra corría hacia mí y no acerté a moverme. Le vi pasar por mi lado, incapaz de mover un solo músculo, mientras ella, en el suelo, clavaba sus ojos en mí. Un grito ahogado. Una mano pidiendo socorro. Media vida que se me escapaba.

Llegamos a una calle pequeña en la que apenas entraba la luz. Sólo el lejano brillo de la luna nos servía como farol. Fui, poco a poco, caminando más despacio, con el fin de que él pudiera ganarme terreno, decidido como iba a convertirme en su próxima presa. Paré en seco cuando oí que aceleraba sus pasos, dispuesto a atacarme por la espalda. Entonces me giré y me lo encontré de cara. Rostro con rostro.

Cuando llegué a cogerla entre mis brazos, su aliento se apagaba. No podía hablar, apenas respiraba. Me miró, y en el fondo de sus ojos se adivinaba una mezcla confusa de sensaciones, un amalgama de reproches callados e ilusiones que ya nunca serían. Una mirada a medio camino entre el cariño y el desprecio.

Fue como si, de repente, su mente proyectara la imagen que su memoria llevaba tanto tiempo buscando. Se paró en seco y su cuerpo se paralizó en el preciso instante en el que vio asomar el mortal brillo de la daga. Descubrió, por fin, qué era el miedo, justo antes de que hundiera hasta el fondo la afilada hoja en su cuello, y empezara a brotar la sangre a borbotones. Era una sustancia densa, viscosa, pero no caliente. Una sangre oscura arrojada por un alma podrida condenada desde ese mismo instante a vagar por un limbo repleto de torturas venideras. Se desplomó, y sentí que desde alguna parte una mirada acerada me taladraba el corazón, y me inundaba los pulmones de hiel. Una mirada a medio camino entre el cariño y el desprecio.

jueves, 20 de agosto de 2009

De nuevo, capítulo uno...

Hay algo hipnótico en la oscuridad, un gran poder de seducción en las sombras. Las noches retiran la piel a jirones y nos muestran tal y como somos, desnudos en medio de la negrura, a merced de unas ciudades que resuenan durante el día, excitadas por los rayos del sol, pero que de noche susurran secretos ocultos que nadie quiere escuchar. Todas las noches son oscuras, y la gente le tiene miedo a la oscuridad. Yo no. A mí lo que me aterra es la luz del sol, los días, las apariencias. Cada mañana nos ponemos un disfraz con el que representar nuestra pequeña historia. Somos maridos ejemplares, estudiantes aplicados, mujeres decididas. Somos un puñado de mentiras que se cruzan intentando tejer una realidad creíble, un mundo en equilibrio.

Pero, de pronto, llega la noche, y con ella aparece nuestro verdadero rostro. Dejamos de ser perfectos, de comportarnos como todos esperan que lo hagamos. Y mentimos, mentimos porque mentir es nuestra realidad, mentimos porque somos mentirosos, huraños, violentos, lascivos. La negra espesura del cielo se mece lentamente como un mar en penumbra hasta que alarga su brazo y remueve nuestras entrañas en busca de nuestra esencia, y la muestra tal y como es. La noche no engaña, la oscuridad es un cristal transparente que no distorsiona, un cristal que filtra las apariencias y las convierte en polvo, y en medio de ese polvo surgen de verdad nuestras podridas almas.

A mí me mató la noche. Fue una forma cruel de desenmascararme porque sentí cómo una lengua de fuego me abrasaba la piel y la despegaba lentamente de la carne, y me abrasaba vivo, sin perder la consciencia, en medio de un infierno gélido de llamas azules. Se paró de golpe el mundo en el que vivía mientras ella agonizaba sobre la acera, regando con su sangre una calle difusa de un barrio tardío, mientras su vida se filtraba por los poros de una ciudad que maldije hasta quedarme sin voz. De rodillas, con su cabeza en el regazo, se trizaron mis venas mientras ella boqueaba en busca de un sorbo más de aire que nunca iba a llegar, con la mirada perdida en un cielo de nubes que ocultaban la luna con un tapiz oscuro e impenetrable. Cuando se paró su corazón lo hizo también el mío, y no quedó de mí más que lo que soy ahora.

Hace tiempo que vivo oculto en la noche, y que me alimento de los secretos que ésta susurra. Hace tiempo que mi alma se perdió en alguno de los recovecos de esta ciudad maldita para siempre, y sólo espero no volver a cruzarme con ella. Sé que mi corazón está seco, y al latir emite un extraño crujido, como de madera seca, que acompaña todos mis pasos y apaga los gritos de todo el que me rodea. Se podría pensar que soy un vampiro, pero no es cierto. Los vampiros, si existen, sólo buscan en la noche el alimento que la mañana les niega, cegados por la necesidad de alimentar el espíritu que un día perdieron. Yo, mato. Ni siquiera busco aplacar una sed de venganza extinguida hace ya tiempo, ni apagar el odio que todavía reside en mí, porque es el odio el que me conduce, y es el odio hacia todo y hacia todos el que me mantiene vivo. Simplemente mato por el placer de matar. Yo me alimento de la oscuridad, y todas las noches son oscuras. Incluso ésta.

martes, 7 de julio de 2009

Epílogo (y capítulo 9... fin)

De noche, cuando la oscuridad abraza la ciudad y empapa todos sus rincones con esa niebla negra, densa, que carga el aliento y empapa el sueño, lloro sobre los tejados de esta ciudad que me atormenta. Envido a la luna una pena que ya no siento, porque ya no puedo sentir, pero que tiñe de púrpura mis recuerdos y mis oraciones, mi música y mi aliento. Las noches como ésta, cuando la negra oscuridad apenas se ve disuelta por el efímero resplandor de unas luces que no significan nada, escarbo en mi pecho y arranco las astillas que aún tengo en el corazón, y dejo que entre mis dedos resbale un líquido oscuro, caliente, que algún día fue sangre, pero que hoy no son más que las miasmas de un amargo pasado que ya no es.
amargura
Quedé preso de Madrid cuando mi corazón dejó de latir, y mi alma, que siempre soñó con un cielo mejor, decidió agarrarse a las piedras de este infierno de cristal. Me poso en las azoteas y observo con desgana cómo se esfuma la vida de los demás, cómo se escapan los pedazos del mundo, cómo silba la noche por las rendijas de mi alma. Soy un espectro sin forma, un esqueleto sin rostro, un puñado de cuervos que vuelan sin dirección. El aire trae a mis sentidos el salitre del mar, y a veces tengo la sensación de que oigo el batir de esas aguas que encierran en el fondo las sonrisas truncadas, las caricias perdidas, los besos arrebatados. Quisiera ahogarme y deshacerme en su sal, pero ya no tengo nada que se pueda corromper, porque no me queda nada puro. Soy un cuerpo sin piel y vacío, sin órganos, envuelto en una túnica color sangre, con cientos de alacranes a su alrededor. Cruel séquito de víboras.
recuerdos
Quizá la vida nos castigó porque jugamos a querernos sin saber si nos queríamos. No merecíamos nada, y durante mucho tiempo todo lo tuvimos, apoyando tu soledad en la mía, tu desgracia en la mía, tu cuerpo en el mío. No existió para mí más frontera que la de tu piel, ni más sabor que el de tus besos. Tampoco me entregaba el mundo más color que el de tus ojos. Tus ojos. Esos ojos. Ya no tienen nada que mirar. Hace tiempo que me arranqué los míos porque no sabían ver más allá de tu imagen. Tampoco queda en mi cuerpo un solo jirón de piel. Sólo mantengo, en un rincón de la memoria, el suave ardor de tus caricias. Echo de menos tu risa, tus lágrimas, tu pelo, tu sudor. Tu vida. Necesito tu vida.
dolor
Tardé tres días en asomarme a ese mundo que fue nuestro, y que ahora lloraba sólo para ti. Volví una madrugada, deseando que estuvieras dormida, pero encontré tu mirada abierta de par en par, y tu cuerpo hecho un ovillo sobre el sillón. Entré muy despacito, sin molestar, sin apenas hacer un ruido. Me convertí en el viento que resbaló por las cortinas y se filtró por la ventana, y te estremeciste. Me convertí en la oscuridad que tocaba tu rostro mientras tú llorabas, otra vez, y tu piel se erizó de nuevo. Fui por unos segundos el aire que respiraste, y estuve dentro de ti. Llegué hasta los pulmones, y sentí desde muy dentro los latidos de tu corazón, y también fui por un instante la sangre que regaba tu vientre. Te dejé una lágrima muy cerquita del alma, para que tú la acunaras con tu latir.
amor
Estoy muerto, no siento, no respiro, no sufro, no lloro. Sólo tengo recuerdos. Mi cuerpo está podrido, pero mi alma sigue intacta porque se alimenta de ti, de tu memoria, de tu esencia. Te quiero, y te quise también en vida, aunque apenas me dio tiempo a decírtelo un par de veces. Te quise más que nada, más que a nadie, por encima de todas las cosas. Notaba cómo mis entrañas ardían con este sentimiento incandescente que descubrí una noche cualquiera mientras tú llorabas y yo te abrazaba, y que marcó ese amanecer como el primero del resto de mi vida. Te quise, y todavía te quiero, todavía arde lo poco que queda de mí. Arderé para siempre, hasta que mis huesos se conviertan en cenizas y nublen tu memoria, manchen tus recuerdos, y sólo respires partes de mí. Estoy contigo a cada paso que das, a cada latido, en cada mirada. Sin carne ni piel, sin ojos, sólo soy alma. Una sombra que, de vez en cuando, aparece en tus sueños, para besarte, para acariciarte, para mojarme de ti. Una sombra que te hace despertar envuelta en un sudor frío y ajeno que sabe a todo lo que compartimos. Una sombra que puebla tus noches, que se convierte en el aire que te acaricia, en el vapor de tu aliento, en un beso furtivo en una mañana cualquiera.

muerte

Tú lloras en nuestra cama; yo lo hago en el tejado. Pero tus lágrimas y las mías forman el mismo mar, y ahogan las mismas almas

martes, 23 de junio de 2009

Muerte (inevitable capítulo 8...)

Nos tragamos los últimos sorbos de la noche pateando unas calles que nos devolvían nuestros pasos con ecos lejanos y fríos. Fue el camino más largo de todos cuantos hemos recorrido, hacia una eternidad que nos devoraba. No tenía fuerzas para tenerme en pie, y cada metro que avanzaba, cada portal que engullía en busca de un abismo que ya venía a por mí, me desgarraba en lo más hondo. Tú me sujetabas, y tratabas de arrastrar los pedazos de mi vida hacia la casa que más tarde sería mi condena. Ahí empezó tu penitencia. Nunca lloraron más las calles de Madrid, porque de ellas manaban las lágrimas de los dos: las que yo no podía llorar, exhausto, las que tú no podías llorar porque ya habías empezado a pagar peaje. Un par de veces paramos en seco, en mitad de lo que quedaba de noche, para recuperar el aliento. El tuyo, que era el que nos llevaba a los dos. En esos momentos yo miraba al cielo, y veía en las fachadas de los edificios, imponentes, la figura de un ángel negro que se cernía sobre mí, dispuesto a horadar mi alma y arrancar de ella hasta el último pliegue de vida.
“No te vayas”, me decías, y yo no quería marcharme. Latía cada vez más despacio, y notaba poco a poco cómo mi sangre se volvía densa, y empezaba a enviar zumbidos desde mis órganos vitales. La garganta se me llenó de arena, quizá porque la muerte, en verdad, es un trago rugoso. Tenía la boca seca y apenas brotaba de ella un hilo de voz. Jamás había tenido tanto miedo. Temblaba, y un manto blanco me nublaba la vista, dejándome a tu merced. Ciego, como hasta entonces, de la mano de un corazón que trataba de bombear una sangre que no era suya, una sangre que ya subía por mi garganta y que a punto estuve de vomitar. Tosí, y mi aliento tiñó de rojo el empedrado de la calle justo cuando el sol se derramaba en el cielo y empujaba hacia el sur la oscuridad. Paramos frente al portal, tú buscabas las llaves. Levanté la vista y allí estaba, en la ventana, esperando pacientemente con su cara sin piel y sus alas sin plumas, un espectro negro, alado y descomunal. Sentado en la ventana, brotaban de sus pies cientos de alacranes negros que corrían por la fachada; en el cielo volaba un cuervo. El miedo apretó mis sienes y caí de rodillas al suelo, llorando como un niño. Te encogiste sobre mí, y fue tu aliento el que me insufló un rato más de vida.
Subimos al piso y encontramos lo que no buscamos. Olía a humedad, y todo se había teñido de un tono gris que no había vuelto desde que tú llegaste. Reconocí mi casa al instante, la náusea en la punta del armario, toda la nostalgia apilada en un rincón, la melancolía desagüe abajo. Me tumbé en la cama y cerré los ojos, creyendo que nunca más los iba a abrir. Perdí el control de mi cuerpo, y una parte de mí comenzó a subir y a alejarse de la piel, la carne, los huesos, para convertirse en humo y desaparecer después con un solo soplido. El ángel no se movía, sólo miraba, y yo le miraba a él, con los ojos cerrados. Mi cabeza lanzó un estertor que sacudió todo mi cuerpo, y apreté los puños y me mordí la lengua. La boca se me llenó de sangre.
Entonces te tumbaste a mi lado y abrí por fin los ojos. Ahora sí, la última vez. Llorabas, yo lo intentaba, pero lo más parecido que lograba era un sudor frío que evaporaba cada gota de mi vida, el último hálito de mi espíritu. Me miraste, te miré, y me sentí hundido en tu mirada, como la primera vez. Fue una sensación cálida que contrastó con todo el frío que me había arropado aquella noche, y que trizaba mis nervios uno a uno hasta que mi cuerpo se moría por su cuenta, mientras mi mente intentaba resistir. Un hilo de sangre brotó de la comisura de mis labios, aquella que no había acertado a tragar. Viste por primera vez en mi cara la verdadera expresión del miedo, el horror reventó mis pupilas y me puse a llorar de pánico. Y me besaste, y ese beso fue el sello lacrado en sangre de una vida que se marchaba, que se cerraba para siempre, mientras tú te quedabas aquí. Cerré los ojos, aún con tus labios en los míos, y noté por encima de la sangre el sabor de tus lágrimas y las mías, mezcladas. La muerte tendrá para mí siempre un sabor salado.
Mi alma comenzó a flotar. Liberó amarras de mi piel y subió poco a poco, mientras mi corazón dejaba de latir. Poco a poco, muy despacio. Se desgarraba mi carne. Yo ascendía y te miraba, apretarme las manos, separar los labios de los míos. No llegué a verme la cara, porque me la tapaba tu pelo. Otra vez tu pelo. Siempre tu pelo. Quería tocarte pero no podía, el aire tiraba hacia arriba de mí, y tú, en la cama, abrazada a mi cuerpo sin vida, llorabas en silencio, con un llanto hondo que te nacía desde las entrañas. Llorabas en mi pecho, que para siempre quedó empapado por tu esencia, por tus lágrimas. Las mismas que besé aquella noche. Llorando llegaste a mí. Llorando me fui a la deriva de las almas, al cielo de los cobardes.
Entonces, una mano huesuda se posó sobre mi hombro. Había llegado la hora. Levanté las manos y las puse ante mi rostro, para ver en qué me había convertido, pero tan pronto lo hice estallaron en un puñado de alacranes negros que corretearon por el techo y se perdieron por la ventana. De la mano de aquel oscuro custodio, empecé mi camino hacia ninguna parte.

Sonaba, para siempre, la melodía de tu llanto en los recovecos de mi alma.

jueves, 18 de junio de 2009

Preludio (único capítulo 7...)

El mundo se llena de nuevos matices cuando a uno se le acaba. Empiezas a pensar que cada paso que das puede ser el último, que cada camino que tomas puede llevarte a ninguna parte. En días como esos me gustaba salir a la ciudad, cuando Laura no estaba, y saborear los nuevos aromas que Madrid tenía para ofrecerme. Sus calles eran, más que nunca, un crisol de almas atrapadas en una colmena que no dejaba salir el aliento de sus habitantes. Almas rotas, espíritus inacabados que construían una enorme Torre de Babel de cóleras y certezas encima de la cual se balanceaba esa urbe que todos amábamos, y que a todos nos había roto el corazón. Llegaba a la plaza Mayor y me paraba en mitad, tratando de captar todos los sonidos, todos los sabores, cualquiera de sus aromas. Churros, aceite, calamares, algodón dulce, chocolate, turistas, caricaturas, corazones errantes intentando gastarse la vida encima de las piedras que habían pisado nuestros antepasados, que habían filtrado la sangre de todos aquellos que tiñeron de rojo sus cimientos.
También me gustaba coger su mano al atardecer y dejar que muriera el día sin hacer otra cosa que dormitar. Sentados en el sofá se nos escapaba la tarde, y el rojo intenso del sol se perdía por algún lugar del horizonte mientras la calma y la quietud ganaban pasito a pasito unas calles que sólo conocían alaridos y reyertas, brumas y velocidad. Ella me miraba y yo cerraba los ojos, queriendo evitar el contagio de las pupilas almendradas a las que había cosido mi vida, y que jugaban con el último hálito de un alma que se me escapaba. Discutimos más veces, seguro, pero yo no las recuerdo. Cuando la fiebre me consumía ella solía acogerme en su regazo, y pasaba pacientemente la mano por mi frente, por mi pelo, secándome el sudor que era tan suyo, mientras me moría poco a poco entre sus piernas. Cada día más débil, más agarrotado. Le supliqué que se fuera, pero ahora tenía miedo a que me abandonara. Su fortaleza fue más grande que mi enfermedad, y fueron sus caricias las que apaciguaron mi miedo. A ella le debo la muerte que estoy a punto de sufrir, un tránsito informe sin congoja ni duelo.
Supe que se acercaba el final una mañana de octubre en que me levanté con energías renovadas. Curiosa la forma que tiene dios de decirnos que el final se acerca. Me entregó mi aliento, mis ganas, un puñado de esperanza. Dios no acepta botines pequeños, y mi espíritu viajaba hacia el infierno sin pertenencias, así que arrugó en mi petate los últimos momentos de mi vida, y me dejó que yo los fuera desenrollando a mi antojo, con mis propias manos, para descubrir que al final del pergamino, con letras de sangre, estaba escrito el final. Desperté y ella no estaba, se acercaba el final y ella no lo sabía. Pasé toda la mañana dando vueltas por el piso, de una habitación a otra, envuelto en una cólera que me nacía de dentro y se proyectaba a mi alrededor. Casi pude notar que los colores se sombreaban, y mi entorno se volvía gris. Me mareé y decidí sentarme en el sofá. Leí para ahuyentar los malos presagios. ¿Y si no volvía?
La angustia me duró hasta bien entrada la tarde, cuando la puerta se abrió y apareció su pelo moreno, su cuerpo menudo, sus cálidos ojos. Me miró, y esa fue la primera vez que mis pupilas la engulleron. Percibió lo mismo que yo percibía. Los labios le temblaban y quiso empezar a llorar. No le dejé abrir la boca. Puse mi dedo en sus labios, la agarré fuerte de la muñeca y la arrastré escaleras abajo hasta la calle. No había tiempo que perder. Dejamos atrás el portal y agarró con fuerza mi mano. Intentaba transmitirme unas fuerzas que se me caían a cada paso que daba, y a medida que me apagaba yo, ella también se apagaba. En silencio, como la primera vez, pero cogidos de la mano, volvimos a la barandilla que puso por aquella noche Madrid a nuestros pies, y creo que los dos soñamos con estrellar nuestros cuerpos en el vacío, y dejar que nuestras almas volaran libres hacia el cielo de una ciudad que por fin lucía para nosotros. La besé, y sus labios sabían como la primera vez, y dejó en mi boca un rastro de playa, mezcla de mar y miel, de salitre y lágrimas.
Anochecía cuando llegamos al bar, penúltima parada de nuestro trayecto, de mi viaje, porque ante ella se abriría pronto un nuevo horizonte. Abrimos la puerta y todo estaba como lo soñamos. La barra, a la derecha, sujetaba a un grupo de jóvenes que bebían cerveza y movían la cabeza al ritmo de la música, sin hablar entre ellos, utilizando ese lenguaje silencioso que se filtra a través de las melodías. Delante, el futbolín, al fondo el billar. Todo cubierto por una nube de humo que desmayaba cuando llevabas cinco minutos respirando la atmósfera de los bajos fondos, esos que los jóvenes conocemos y que de mayores sólo añoramos porque nunca más podremos aspirar a ellos. El camarero nos hizo una seña con la cabeza, y yo negué lentamente para hacerle entender que algo no iba bien. Pedimos dos cervezas y nos apoyamos en el billar.
Las horas siguientes las recuerdo con mucha nitidez. Poco a poco el bar se quedó sin gente, y el dueño me tiró la llave cuando sólo quedábamos los tres. Apagamos las luces y dejamos sólo las lámparas que alumbraban el billar y trataban de dar lustre a un tapete verde que hacía demasiadas veces la función de cenicero, y a quien los años le hacían parecer, más que viejo, más sabio. Sonaron, una tras otra, todas las canciones posibles, las que conocíamos, las que compartimos. Aquellas que siempre significan algo. Yo, apoyado en el billar, tú, a unos metros de mí, moviéndote lentamente al ritmo de la música. Despacio, muy despacio. A mí ya me embargaba la fiebre, y asomaban a mis sienes los acordes del último dolor de cabeza.
Me sacudí el sopor del tabaco, y decidí que era hora de terminar con todo. Puse la que desde entonces, y para siempre, será nuestra canción. Sonaban los primeros acordes y, mientras la noche se aclaraba la voz, te agarré de la cintura y te tumbé sobre la mesa de billar. Cerraste los ojos mientras acariciaba con mis labios tu piel, palmo a palmo. La sentí distinta, como la primera vez. ‘…no hubiera sido la noche en tu espalda…’. Pero iba a ser la última. Tus manos en mis manos. Tu estómago en el mío. Tu pelo otra vez sobre mi cara. Tu sudor en mi boca. ‘…me sobran motivos, pero me faltas tú sobre la cama…’. Tu ropa y la mía tiradas en el suelo. Calló la música y sólo quedó tu saliva, tu aliento, tu respiración entre cortada.

Tu vida y la mía anudadas por última vez.

martes, 9 de junio de 2009

Vigilia (en parte, capítulo 6...)

Quizá en otro tiempo, en otra vida, lo nuestro tendría sentido. Quizá tu soledad y mi soledad no fueran sólo dos soledades que luchan por encontrarse, y fueran tejiendo algo más que esta red que nos atrapa, y que no nos deja respirar. Me caigo al abismo y te arrastro, y por más que intento soltarte siempre sigues mi estela. Noto tu mano alrededor de mi muñeca, tus uñas clavándose en mi piel, y yo sólo miro hacia delante, hacia el agujero que nos engulle, sin preocuparme de que vienes detrás de mí. No sé por qué sigues aquí. Dices que me quieres, pero yo no me lo creo, o no me lo quiero creer. Demasiado a menudo confundimos el amor con la compasión, la pasión con la piedad. Estás a mi lado porque me muero, o quizá a pesar de eso. No tengo fuerzas para discernir.
Ahora me levanto por las noches y me apoyo con las dos manos en el lavabo antes de abrir el grifo, para dejar que el agua fría resbale por mi espalda, y me dedico a verte dormir. Respiras en calma, con una paz que disimulas cuando el día nos descubre y nos obliga a soportar la tarea de soportarnos. Apenas te mueves en la cama, ni siquiera cuando juego a acariciarte la espalda por encima de la camiseta, o te soplo en la cara y tú arrugas la nariz y te das la vuelta. Me encantaría hacerte feliz, poder regalarte aunque fuera un segundo la vida que te mereces, pero yo no te elegí; fuiste tú la que decidiste amanecer a mi lado. La puerta sigue abierta, pero te resistes a abandonar. A veces lloro pensando lo que te espera.
Hace semanas que no duermo. Se acercan los últimos días, y no tengo fuerzas para cerrar los ojos y pensar en otra cosa. Mi cuerpo se consume, mi alma se evapora. Vivo anclado en un dolor de cabeza, un zumbido, que mancha toda mi realidad. Sólo dejo de oírlo cuando me acuesto a tu lado, y tú me acaricias el pelo y me susurras al oído un puñado de mentiras que se clavan bajo mi piel, y que sangran corazón adentro. Lo haces hasta que piensas que me he quedado dormido, y entonces descansas tú, en medio de mi lucidez, en medio de estas noches que me atormentan. Cuando el piso se queda a oscuras suelo ver en la ventana un ángel negro que me espera, paciente, y que descuenta las últimas horas. Una, tres, cien, mil… da igual, llevo muerto tanto tiempo que no sé si notaré la diferencia. Una y otra vez, una noche tras otra, el ángel silba muy bajito una canción que creía perdida en mi recuerdo, y no me deja dormir. Quiere que sea consciente de todo aquello que se me escapa, y me hace pagar con vigilia el dolor al que estoy a punto de condenarte.
Estas noches, abandonado al lento batir de las alas de esa figura oscura que domina mi mente, pienso en ti. Pienso en tu cara, en tus ojos, en tus manos. Pienso en tu cuerpo, pequeño, y en todo lo que me has dado. Recuerdo la noche en que nos conocimos, lo despacito que susurraste tu nombre, la primera vez que me dijiste te quiero. Me atormento con tu figura empapada de lluvia esperando en el umbral de la puerta a que yo saliera a buscarte. Me estremezco una y otra vez con ese abrazo húmedo, frío, con ese susurro en mi oído… “Vida mía”, dijiste, y te equivocabas por completo. Yo no soy tu vida, nunca lo he sido. He sido para ti una muerte lenta, agónica, externa, porque es mi corazón el que se ha ido apagando, el que pronto dejará de latir. No te he regalado nada, y lo he esperado todo a cambio. No he tenido el valor suficiente para pedirte perdón, y no lo tendré jamás, a pesar de que duermas, porque a veces siento que, en tus sueños, escuchas mis pensamientos.
Estas noches, tiemblo como un niño, muerto de miedo. Cuando estamos juntos escondo esa cobardía en una indiferencia que nunca te ha hecho desfallecer. Pensaba que si a mí me daba igual la muerte, a ti dejaría de importarte tarde o temprano, y acabarías por marcharte. Noto cómo te disgusta cuando dejo de lado todo el dolor y hablo del final del sufrimiento, de liberación, de alivio. Si supieras cuánto miedo tengo por marcharme de tu lado. Si supieras que, despierto, trato de evocar el calor de tu abrazo, el roce de tus dedos, el sabor de tus besos. Si supieras las ganas que tengo de quedarme quizá decidirías marcharte junto a mí. Y eso no lo puedo permitir.
Se esfuma la noche. Toca arrojar al fuego de la mañana la careta de la verdad y esconderme en el valor que aparento por el día, cuando estoy a tu lado. Toca volver a pensar en la muerte como el final de todo, como el principio de tu vida. Toca buscar de nuevo tu debilidad, meter el dedo en la llaga. Cuando amanezca despertarás con una sonrisa, y yo volveré a despreciar tus primeras caricias, ésas que siguen ardiendo dentro de mí incluso horas después, y a elegir las malas palabras para reprender tus buenos augurios. Tengo que convertirme en algo que con el tiempo detestarás.

Pero, antes, cerraré los ojos bien fuerte, me olvidaré del ángel negro y volveré a decir en voz alta que te quiero. “Te quiero”. Más que a nada en mi vida, más que a nada en mi mundo, más que a la piel que me soporta. En la ventana, una figura oscura esboza una sonrisa dantesca y descuenta una hora más en su pensamiento. Queda una noche menos.

jueves, 28 de mayo de 2009

Martes (y también capítulo 5)

Siento lo que te hice. Siento lo que estoy a punto de hacerte y, sin embargo, no me cambiaría por ti. Porque si soy yo el que se queda, eres tú la que mueres, y si la muerte te persiguiera a ti significaría que ya no tenemos nada por lo que luchar. A decir verdad, ni siquiera sé si luchamos o aquella noche que nos mezclamos nos vino caída del cielo. Yo había perdido toda esperanza y tú… tú perdiste el resto de tu vida cuando me la regalaste, cuando decidiste despertar junto a mí. ¿Por qué no te marchaste? Quizá te retuvo la sensación de que nada podíamos perder, porque era muy poco lo que nos jugábamos. Yo, nada. Tú, tu mundo y el mío. Lo que va a quedar de él cuando yo me vaya.
En medio de aquella mañana de aliento y sudor, dormimos como extraños. Nos lo habíamos dado todo en unas horas, y cuando el sol ardía ya en las calles de Madrid abrimos los ojos, apenas cogidos de la mano. Cada uno en una punta de la cama, con los dedos entrelazados, tu piel en mi piel. Desde ese día empezamos a descubrirnos el uno al otro, pero no a conocernos. Habíamos roto con un pasado que nada nos había dejado más que los posos de un dolor todavía latente, dispuesto en cualquier momento a brotar de alguna de nuestras llagas. Decidimos abrir las ventanas de nuestras vidas y airearlas, esperando que los vientos que soplábamos arrancaran de raíz toda la melancolía. Quería hablar, pero no sabía qué decir, y no recuerdo si dije algo o si todo transcurrió en medio de un silencio melódico. Tumbado de lado, con tu mano aún en la mía, te miraba, y tú me mirabas con una luz que todavía me deslumbra, aunque quizá ya no la conservas. Te la he arrancado yo, lo sé, también de eso soy culpable. Llorando llegaste a mí, y llorando te has mantenido a mi lado.
Llevábamos un rato mirándonos cuando decidí que no quería luchar contra lo que iba a pasarnos. Tampoco sabíamos el final que ya se estaba escribiendo. Quizá fue tu gesto infantil, o la fragilidad con la que flotabas, la que me hizo lanzarme sin pensar a un cielo que no conocía, a sabiendas de que mi mochila llevaba un par de gotas de sudor, pero no un paracaídas. Me sacaste la lengua y te sentaste en la cama, de espaldas a mí, y recorrí con un dedo, casi sin tocarte, el cuerpo que ya me sabía de memoria. Te pusiste mi camiseta y desapareciste, descalza, por la puerta. Habías decidido que te quedabas.
Y te quedaste, poco a poco, para siempre. Tu ropa llenaba mis cajones, tus libros poblaban mis estanterías, tu silueta dibujaba mi corazón. Sonreía cada vez que veía tus calcetines en el suelo, la toalla tirada en el baño, y fueron tus pequeños detalles los que fueron construyendo una empalizada que nos aislaba del mundo exterior. Te buscaba por los rincones de un piso pequeño, un palacio, para descubrirte sentada en el sofá, con las piernas encogidas y la barbilla en las rodillas, con los ojos cerrados y apretados escondiéndote en tu oscuridad. Creíamos que nuestro mundo era cada vez más fuerte, sin ver la grieta que lo resquebrajaba.
Los primeros cascotes cayeron un martes. Lo nuestro siempre fueron los fines de semana. Al menos los domingos nunca me dolía la cabeza. Ese martes sí, pero aquella vez tú estabas allí conmigo. Fue la primera vez que me arrepentí por haber sido egoísta, por dejar que te acercaras a mí, por darte la opción de vivir a mi lado. No hacía falta que nadie me dijera que me moría para saberlo, lo notaba. Como mucho me hubieran puesto un plazo, y yo prefería que fuera la muerte la que decidiera cuándo era el momento de arañarme el pecho y llevarse con ella el último hálito de mi vida.
Te oí subir las escaleras, y miré desesperado hacia la puerta. No quería que se abriera. La hubiera cerrado en ese momento para siempre si mi cuerpo hubiera reaccionado al resquicio de razón que se escapaba por los poros de mi fiebre. Estaba tirado en el suelo, empapado en un sudor frío que hacía que la camiseta se me pegara al cuerpo, y tenía los ojos vidriosos. Los notaba palpitar. Pero la puerta se abrió.
-Vete.
-¿Qué te…?
-¡He dicho que te vayas!
-Pero…
-¡Que te vayas! ¡Vete y no vuelvas nunca!
En ese alarido había reunido todas mis fuerzas. Agaché la cabeza y oí que la puerta se cerraba, y bajabas corriendo las escaleras. Desperté un par de horas más tarde, cuando ya caía la noche. Llovía. Estaba exhausto. Me levanté aún envuelto en una fiebre que ofrecía sus últimos embates, y decidí salir a la calle. Quería que la lluvia me empapara, que arrastrara todo el dolor que ya no me consumía, que se había marchado de momento dejándome la certeza de que pronto iba a volver. Baje las escaleras apoyado en la pared, tambaleándome. Gané el portal y tomé aire para salir a la calle. Abrí la puerta. Y allí estabas tú. Empapada, encogida, hecha un ovillo. Levantaste la mirada y la clavaste en mi frente, la noté, me dolió. Y llorabas. Era la primera vez, pero no sería la última.

Perdí la noción del tiempo cuando te echaste entre mis brazos, aterida de frío. Te estreché y dejé que la lluvia descargara sobre nosotros toda la furia de una ciudad antipática que nos tenía atrapados en su lecho. En mitad de la calle. Abrazados. Llorando los dos.

viernes, 22 de mayo de 2009

Amanecer (y por ello, capítulo 4)

Lo siguiente fueron los besos a quemarropa, las caricias atropelladas, tus dedos en mi espalda. Lo siguiente fue condenarnos a un futuro que no tenía futuro, a un pasado sin recuerdos. Encadenarme a ti como a la vida, una vida que no me pertenecía, que sin saberlo se me escapaba. Todavía recuerdo que tu pelo olía como el amanecer, y que tus manos revoloteaban por mi espalda. Fundidos en aquel abrazo, la ciudad se paró por completo, y todo sucedió para nosotros, por nosotros. Quizá para desgracia nuestra. Encontré tu mirada y no me atreví a hablar, tú tampoco encontraste las palabras. Lo único que nos unía en ese momento era una lágrima que resbalaba por tu mejilla, muy despacio, y que murió suspendida en mis labios. Fue la primera vez que probé tu sabor salado. Necesitaba algo de ti, aunque sólo fuera tu llanto.
Hicimos el camino a casa envueltos en un turbio amanecer que no quiso molestarnos. Caminábamos en silencio, empapándonos de la mañana que caía sobre Madrid y que castigaba a sus prisioneros con otro día de sinsabores, quizá de alegrías efímeras, en cualquier caso de sufrimientos. Tú con mi chaqueta sobre los hombros, con los zapatos en la mano, y yo junto a ti, mirándote de vez en vez para asegurarme de que existías. Muchas veces me he preguntado qué te llevó hasta mí, por qué llorabas aquella noche y por qué elegiste mi taxi para perderte por la ciudad, para partir en dos una vida que te acababa de castigar y empezar otra que te dolería más adelante. Porque te va a doler. Ninguno de los dos lo sabíamos en ese momento pero alguien nos había impuesto por castigo un nuevo puño de hierro que golpeará tarde o temprano, y hará temblar los cimientos de eso que estábamos a punto de construir, de lo único ya que nos pertenece. A mí me llevará la noche, para ti quedará todo el dolor posible, el tuyo y el mío; llorarás tú todas nuestras lágrimas. Camino a casa, cogidos de la mano, decidí que nunca escarbaría en tu pasado. No quería saber los motivos que te habían llevado hasta mí. Me bastaba con saber que estabas.
Llegamos al portal y saqué la llave de mi bolsillo. La iba a meter en la cerradura cuando tu mano detuvo la mía, y volví mi cabeza para verte. “Me llamo Laura”, dijiste, y tu aliento recorrió toda mi piel, y tu voz se clavó en mi alma, que desde entonces habla como tú, respira como tú, late como tú. Entramos en el portal y nos abrazamos en silencio. Me miraste, te miré, y me convertiste en tu esclavo. Recuerdo el roce de tus labios, ásperos como la noche, aún salados por el llanto. Recuerdo tu respiración entrecortada, tu pecho palpitando, arriba y abajo, a una velocidad desmesurada. Tus manos en mi cara. Tu cuerpo tirando de mí mientras subíamos las escaleras.
Entramos en mi casa, desconocida para mí, porque nunca había albergado tanta luz. Caímos en la cama, entrelazados, sedientos, ardiendo de deseo. Te desnudé despacito mientras que tú, con los ojos cerrados, te dejabas hacer. Una caricia aquí, un beso por allá. Tu sonrisa. Tu aliento. Tu cuerpo desnudo ante mí. Mi condena.
Lo siguiente fue tu sudor en mi piel, tus labios en mi cuerpo, mis manos y las tuyas descubriendo un nuevo día. No existía la ciudad, ni los coches, ni los pájaros, ni las sombras. Tampoco había rastro de la angustia que me consumía, habían desaparecido tus lágrimas. Sólo existía tu cuerpo, y el mío, luchando por ser uno solo. Sólo existía tu aliento, y el mío, llenando de calor la habitación. Sólo existía tu pelo, y el mío, que caía por mi cara y lo llenaba todo de ti. Sólo existía tu sabor, y no el mío, salado y luminoso como un amanecer en una cala. Y tus manos. Y tus dedos. Y tus uñas. Y tus labios. Y tus dientes. Tu piel, suave como la bruma, letal como el veneno. Sólo existían tus jadeos, y los míos, en una mañana extraña en la que conocimos por fin que la vida que perseguimos podía llegar a existir, justo en el mismo momento en que se nos empezaba a escurrir de las manos.
Lo siguiente fue escupirnos mutuamente un amor a bocajarro. Dejar salir los posos que había dejado en nosotros la desesperación y batirnos juntos, sobre la cama, contra todo lo que podíamos revelarnos. Lo siguiente fue detener el tiempo, suspendido encima de ti, y probar todo aquello que siempre se me había negado. Lo siguiente fue devorarte, recorrer palmo a palmo tu piel y memorizar cada rincón, a sabiendas quizá de que aquello no duraría para siempre. Mirarnos el uno al otro y sabernos desdichados, y apretarnos para derrotar a un futuro que no nos soportaba. Lo siguiente fue formar parte de ti, sentirte dentro de mí, dejar que me enamoraras.

Lo siguiente fue verte de espaldas, desnuda, sobre mi vida, con los rayos del sol que se filtraban por la persiana reflejando sobre tu piel. Y saber que, desde ese momento, viviría en ti, y tú en mí, y que estábamos perdidos.

martes, 19 de mayo de 2009

Noche (más que posible capítulo tres...)

Anochece muy deprisa en la ciudad cuando te pasas todo el día mirando al cielo. Supongo que buscaba algún tipo de señal que me dijera que llevaba el camino correcto, aunque ya hacía tiempo que me sabía descarriado. El invierno transcurrió muy rápido para mí, porque el frío de Madrid te congela también el alma y logra que tus nervios estallen en mil pedazos cuando bajas a la calle. Te quedas helado en medio de un mar de gente que ni siquiera lo nota, que camina deprisa, con el cuello encogido, y sólo deja ver unos ojos siempre atareados y que por mucho que corran nunca llegarán a tiempo. Empecé a dormir por el día, y a gastar las noches envidando a la luna una melancolía inagotable, mezcla de añoranza y desesperación. También comenzaron los dolores de cabeza, las punzadas en medio de la sien que me dejaban rendido, exhausto, y que al principio atribuí al desorden de una vida regida por el caos. Devoraba páginas de libros de los que nunca había oído hablar, y en todos encontraba una historia que me hubiera gustado vivir, porque la vida que estaba escribiendo apenas servía para llenar las hojas sueltas de un cuaderno.
Floreció la ciudad con la primavera, pero no por ello me sentí menos culpable, o más aliviado. Al contrario. Los primeros rayos de sol condensaron el vacío que respiraba, y cada vez se me hacía más insoportable. Ahora apenas dormía, y por las noches caminaba una ciudad que titilaba conmigo silbando esa suave brisa que te eriza la piel, tarareando alguna vieja canción con el anhelo de que evocara algún recuerdo escondido. A veces me pasaba la noche andando. Sin rumbo ni dirección. No hablaba con nadie, ni entraba en ningún local. Metía las manos en los bolsillos de la cazadora y agachaba la cabeza con la esperanza de que si no os miraba desapareceríais de unas calles que sólo quería para mí. Sólo existían para mis oídos el ruido de mis deportivas arrastrando sobre el asfalto, y ni siquiera las luces de los coches que partían en dos la Gran Vía a toda velocidad lograban sacarme de mi ensueño.
Una noche, la noche que todo empezó a terminar, fui a parar a unas calles sembradas de locales donde la gente derrochaba la juventud que yo había perdido hacía tiempo, sin mayor preocupación que la de no caerse al volver a casa. He de confesar que hubo un tiempo en que me atrajo el alcohol. Llenaba las noches y precipitaba la llegada del día y, aunque no podía soportar las resacas, nunca hubiera rechazado nada que me ayudara a envejecer deprisa. Es una buena forma que llamar a las puertas de la muerte, pero nunca me atreví a asomarme hasta el final. Siempre fui un cobarde.
Esa noche, las fuerzas me abandonaron por completo. De repente, me paré en seco y sentí que todo había acabado, que nada tenía sentido. Es curioso, porque hacía meses que tenía la sensación de que mi vida estaba abocada a una deriva larga e insustancial, y pensaba que ya había llegado al punto de desesperación exacto en el que tu cerebro te abandona (‘ahí te quedas, chaval’) y tu corazón te da por imposible. Pero no. Había caminado durante mucho tiempo por esa fina línea que separa la locura de la lucidez, pero esa noche tropecé y caí en los brazos de las tinieblas.
Me puse de rodillas en el suelo y traté de respirar profundamente. Tenía nauseas. Notaba cómo en mi estómago se forjaba un último aliento que luchaba por salir a través de mi garganta, pero reprimí el vómito por el miedo a quedarme sin nada. El miedo era lo único que tenía. Otra vez la cobardía. Miré en los bolsillos y conté el dinero que llevaba. Paré un taxi y abandoné toda superstición: subí, por primera vez en mi vida, por el lado de la izquierda. Quería estar detrás del conductor, porque si veía nítidamente mi cara hubiera visto un espectro. Y, entonces, cambió todo.
Íbamos a arrancar cuando se abrió la puerta y entró ella. No dijo nada, sólo lloraba. Ni siquiera alcancé a verle la cara porque la tenía tapada con su pelo moreno, pero desde ese mismo instante, no sé cómo, supe que estaba perdido. Apenas arrancó un sollozo para dejar escapar un aliento dulce, melódico. “A la Plaza de España”. El taxista me miró, pero yo sólo tenía ojos para ella. No habló en todo el trayecto, sólo lloraba. No quería preguntar nada por si se esfumaba de mi vista, como una ensoñación. Diez minutos después pagué la carrera y dejamos atrás el taxi.
Caminé detrás de ella hasta el Templo de Debod, y dejamos las ruinas a la derecha. Era unos veinte centímetros más bajita que yo, y casi me costó seguir su caminar enérgico y decidido. Llegó hasta el final del parque y se apoyó en la barandilla, con medio Madrid a sus pies. Juro que si hubiera saltado, hubiera ido detrás sin pensarlo un solo instante. Todavía la oía llorar. Reduje el paso y me acerqué despacio, muy lento. Entonces se volvió y me miró por primera vez, con unos ojos color almendra inundados por un velo de lágrimas. Aún temblaba por el esfuerzo del llanto. Apoyó la cabeza en mi hombro, y la abracé. Estaba amaneciendo.

La noche en que le perdimos el miedo al miedo fue tan corta, que dura todavía.

viernes, 8 de mayo de 2009

Madrid (capítulo dos, por qué no...)

Mi historia sólo se explica por los errores que cometí. Retratan mis pasos las veces que tropecé. Esquivé las miserias que querían golpearme, pero todas dejaban un poso debajo de mi piel, y me obligaban a arañarme hasta arrancármela a jirones. Se puede decir que pasé del todo a la nada cuando llegué a una ciudad que no perdona ningún desaire. Madrid te devora sin que lo notes, se alimenta de las almas de gente como yo. Sería muy poético decir que arrastré mis sueños en un petate, pero en la historia que narro no hay sitio para licencias. El final es conocido, la muerte, y la muerte no tiene nada de poético. Da igual lo que hayamos leído sobre ella. Duele siempre. Quizá no físicamente, pero desgarra el corazón que se lleva por todo lo que deja inacabado. No. Conocí Madrid cuando empezaba a dejar de ser un niño y aspiraba a convertirme en un hombre, pero no me dio tiempo a decidir cómo quería ser, qué quería sentir. El primer zarandeo de la ciudad me dejó sin respiración. Los siguientes convirtieron mi caminar en un zigzagueo errante y me convirtieron en lo que ahora soy: un aspirante a cadáver ajado y sin solemnidad. Traje, eso sí, un puñado de ilusiones, pero me las tuve que tragar al doblar la primera esquina. No caben los sueños en una ciudad que destila pobreza en la puerta de El Corte Inglés, que te ofrece un atajo al abismo en cada boca de metro, que te muestra muchísimas soluciones para problemas que aún desconoces. Madrid. La capital de mi destierro. El principio del fin de una vida, la mía, que soñó alguna vez con el sol en el horizonte, y que sólo encontró el cielo ceniciento de un paisaje desolado. Aun así, en un arranque suicida, me enamoré de Madrid. Bailé con ella una noche un vals atronador, de destellos afilados, y quedé prendado de un rocío que nunca llegaba. Me dolió tanto que no podía vivir sin ella. Aún hoy no sé si me mata esta enfermedad que me vacía, o aquel veneno que me inoculó una ciudad sin gente, sin piedad, sin un hueco para mí. No hace falta decir que la facultad tardó muy poco en escupirme a la calle, y que ambos nos dimos por imposibles. Apenas me sentaba en las mesas, me veía rodeado de gente cargada con una maleta de sueños. ¡Qué injusticia! A mí me habían robado los míos sin darme opción a recoger siquiera las migajas. Miraba sus caras, odiaba sus sonrisas, envidiaba el destello de luz que todavía irradiaban sus ojos. No tardó en asaltarme un claustrofóbico ataque de melancolía cada vez que ponía un pie en una clase. Sólo me apetecía caminar. Dejar que la ciudad siguiera hurgando en lo más hondo de mí, haciéndome sangrar a borbotones una vida a la deriva. Andaba por las calles empedradas de los barrios más oscuros de Madrid, aquellos que huelen a guerra civil porque nadie se ha preocupado de abrir las ventanas para airear el ambiente con los vientos cosmopolitas de la modernidad. En cada pisada, en cada huella que dejaba, se me escapaba un despojo de mi pecho, y mi corazón latía más despacio mientras la ciudad me preguntaba de qué era capaz. De nada. Sólo de andar. Ni siquiera tenía un rumbo. Asumí desde el primer paso que mi brújula era la deriva, y me dejaba llevar por la música que sólo sonaba en mi cabeza. Todo iba bien, moría a cada paso y asumía en cada esquina un puñado de mi derrota. Me la tragaba. Auténticos tragos de arena que todavía hoy me vuelven rugoso el paladar. Pero Madrid es una ciudad cruel, no te deja morir fácilmente. A mí me abrió el túnel del abismo y esperó a que me adentrara en la más profunda oscuridad para poner ante mí un brillante haz de luz. Fue en las calles de esa ciudad en las que encontré un mar de lágrimas que escondían una sonrisa radiante, plena, conmovedora. Fue en las calles de Madrid en las que me topé con unos ojos que no miraban, sometían, poseían cuanto abarcaban. Fueron las calles de Madrid las que obligaron a mi pecho a latir a mil por hora, movido por una caricia suave pero firme, con el efímero sabor de la eternidad. Me hizo desear la muerte antes de entregarme un clavo ardiendo, en forma de mujer, del que ahora no me puedo despegar. Fue Madrid la que me entregó a Laura…

Madrid ya tenía mi alma, pero quería también mi corazón…

lunes, 4 de mayo de 2009

Enfermedad (quizá capítulo uno...)

Sufro la constante persecución de un pasado que me atormenta, los embates de una vida que me castiga a cada paso que doy. Ni siquiera la muerte será alivio para la condena que me ha impuesto el destino, porque mi partida hará desdichada a la única persona a la que nunca he querido dañar, a la persona a la que nunca he querido querer, a la persona que he amado con toda mi alma.
Soy de naturaleza huraña, pero tengo la virtud de tenerlo bien aprendido. No hay peor arisco que aquel que se considera afable, ni peor puñalada que la que no te esperas. No es mi caso. No quiero a nadie a mi alrededor porque no soporto a nadie a mi alrededor, porque de mi cuerpo no se desprende calor y es dolor todo lo que irradia mi espíritu. Hace tiempo que decidí viajar solo por una vida que me despreciaba casi con tanta fuerza como yo la despreciaba a ella, porque aprendí muy pronto que se vive como se sufre, y yo he sufrido demasiado. Quizá por eso alejaba de mí a cualquiera que quisiera tenderme una mano, a quien se acercara a enjugar unas lágrimas que hace tiempo que no lloro. Sólo llora quien tiene sentimientos, y para eso hay que tener corazón. El mío me lo arranqué hace años, y lo guardo en una caja para que me entierren con él cuando me muera. Lo que palpita dentro de mí es simplemente un reloj que descuenta minutos para enviarme a la tierra que nadie me prometió, pero que sé que me espera. Oigo como deja caer cada segundo sobre la certeza de que mi tiempo se agota, que mi vida se extingue. Lo saben los que me rodean, y lo intuyen aquellos con los que me topo por la calle, porque hace tiempo que en mi cara llevo impreso el sello de la muerte.
No puedo decir que en el fondo no ansíe la visita de la parca, y a menudo sueño con el reflejo de la guadaña en el cielo de una boca negra que viene para tragarme y arrancarme de un mundo que detesto y de una vida que me detesta. Sólo un tibio tacto sobre mi piel evita que yo mismo usurpe el papel del maligno y envíe mi vida a las tinieblas. Un susurro que en la noche llena el cielo de música y dicta el compás de las estrellas. Sólo porque ella duerme junto a mí hago un verdadero esfuerzo por mantenerme vivo.
Sabe dios que he intentado por todos los medios apartarla de mi lado. La he convencido de engaños que nunca he sido capaz de cometer, y he intentado hacerle un daño que sólo deseo para mí. Verla salir por la puerta con la promesa de no volver sería un dulce trago de cicuta que pondría fin a mi vida de una manera digna, pero cada vez la siento más cerca de mí, y sé que su alma nunca me abandonará del todo. El final se acerca, demasiado despacio para mí, demasiado deprisa para ella. Nunca me dejará marchar porque ha prometido recordarme para siempre, y un día leí en no sé qué libro que vivimos mientras nos recuerdan. Quiero que me olvide, y lo he intentado todo para conseguirlo. Y en cambio, aquí está ella, con su mano cálida en mi frente, sujetándome la cabeza mientras vomito sobre la taza los últimos estertores de una vida que me abandona, que fluye para siempre desde un cuerpo que agoniza presa de una enfermedad que hasta hace unos meses no sabía ni pronunciar, y que ahora lo dice todo de mí.

Me muero. Yo lo sé. Ella lo sabe. Y aun así sigue a mi lado...

lunes, 27 de abril de 2009

Punto y seguido

Camino con el rostro apagado y la mirada vacía, fija en un suelo que me sobrepasa. Sé que el resto de la gente me mira, pero yo sólo pienso en ti. Incluso en mitad de la multitud es tu voz la única que oigo, tus ojos los únicos que se me clavan. Imagino que estás escondida en alguna parte y que me miras, y que te burlas de mí. Te ríes de esto en lo que me he convertido, en lo que me has convertido. Te ríes porque sabes que tu risa aún me quema la piel, que tu aliento me abrasa por las noches el alma. Por eso, ahora que el sol busca en el horizonte la tregua de la oscuridad, es cuando más me duele todo, cuando mi cuerpo vomita vaharadas de dolor que dejan en mi garganta un rastro amargo, como de hiel, y cuando arrastro los pies en busca del valor que me robaste. No te escribo mientras ando, desde luego, pero es que he visualizado esta noche durante mucho tiempo, y sé cómo me voy a sentir y cómo voy a reaccionar. Lo que no tengo tan claro es qué efecto tendrá en ti lo que me propongo a realizar. Ahora, bajo la luz de una oxidada lámpara de mesa, quemo sobre el papel los resquicios de una fiebre que no me deja dormir. Me he levantado, como tantas noches, sobresaltado, envuelto en un sudor frío que ha empapado las sábanas, convirtiendo mi lecho en un rincón desapacible. Otra vez con el corazón a mil, palpitando, porque cree haber sentido tus dedos recorriendo, despacio, muy despacio, mi espalda. De arriba hacia abajo. Apenas un suave tacto que nació en la nuca y acarició toda mi espina dorsal. Te sentí cálida, como antes, y a tu paso se trizaba mi médula y enloquecían todos mis nervios. Y no he podido dormir. Ya ves, voy a pasar mi última noche en vela. Cuando termine de escupir mi dolor en este pedazo de papel leeré hasta quedar extenuado. No necesito fuerzas para afrontar mi último día; nada quiero llevarme al otro lado. No necesitaré abrir los párpados allá donde todo es oscuridad, y no necesitaré mis manos para aferrarme con fuerza a la nada. Como ves, deliro, no encuentro coherencia en mis palabras. Tampoco la hallarás en mis actos, y no creo que cuando termines de leer esta carta hayas encontrado alguna explicación. La deberás buscar en lo más hondo de ti, que es donde guardas todo lo que me robaste. Aguanta un poco más. Estoy a punto de poner un punto y seguido que será para mí un punto y final. No quiero con estas palabras convertirte en culpable de mi muerte, porque no serás tú quien apriete el lazo en torno a mi cuello; pero es que no quiero que mi partida no sirva para nada. Te deseo todo lo mejor… todo aquello que no me diste… todo lo que te guardaste para ti. Yo, en cambio, sí que me abrí por completo. Si no, nunca hubieras llegado a coger mi corazón, a tenerlo en tus manos, a tirarlo sin piedad sobre un lecho de cristales. Quizá estos sinsentidos te arranquen una lágrima. A mí no me quedaron. Ni siquiera podré llorar por la vida que se me va, porque mi alma está seca. Te lloré más que nadie, porque como nadie te quise, y como nadie te perdí. Mi último pensamiento será para ti; mi último aliento tendrá tu sabor… en mi último estertor pronunciaré tu nombre muy bajito, para que me puedas oír… No cargues con una culpa que sólo me pertenece a mí, y si has llegado hasta aquí, consuélate… me marcho aliviado…

lunes, 30 de marzo de 2009

Tránsito

Había pateado casi toda la ciudad sin éxito antes del anochecer, así que su misión tendría que esperar. No estaba acostumbrado a volver a casa frustrado, pero se resignó a dormir esa noche con la sensación de fracaso rondándole la cabeza. En realidad, nadie le había encargado ese trabajo, pero si quería ser el mejor en lo suyo no podía dejar que nadie le pisara los talones. Al fin y al cabo, él se consideraba un artista, porque si nacer es el milagro de la vida, matar era para él un arte. Cualquiera puede segar la vida de otra persona, pero hacerlo con maestría requería cierta preparación y altas dosis de sangre fría. Nunca había dejado que nada le nublara el pensamiento cuando hacía que el frío de la hoja se hundiera en el cuello de su víctima, y aspiraba poco a poco la vida que al otro se le escapaba. Prefería los puñales porque favorecían el cuerpo a cuerpo, y le gustaba notar la sensación del alma abandonando la tierra, perdiéndose hacia el cielo o en busca del infierno, según las circunstancias. Primero, la víctima se ponía rígida, y boqueaba como un pez en busca de un hálito de vida que ya no era tal, como si quisieran luchar contra lo inevitable. Luego la sensación de flojedad, el desplome, la nada. La muerte. Se estremeció con solo pensarlo, y sintió que el implacable ansia de matar se hacía dueño de su cuerpo, subiendo por su médula espinal y sacudiéndolo por completo. Todo iba bien hasta hace dos meses. Alguien estaba sembrando la ciudad con la sangre de cadáveres que bien podrían llevar su firma, pero que no le pertenecían. Desde entonces, su única obsesión era encontrar a la persona que había decidido hacerle sombra y procurarle la muerte que merecía. Eso sí, antes quería hacerle unas preguntas. No le importaba cómo ni por qué, pero quería saber qué siente un asesino a punto de ser asesinado. Llegó a la puerta de casa y echó un último vistazo a la calle en busca de una cara desconocida, un gesto no familiar, algo fuera de lo normal. Ya era de noche y una luna radiante iluminaba las calles de una ciudad cuyo ajetreo se iba reduciendo lentamente, como un corazón cansado que buscara el reposo latido a latido. Subió las escaleras despacio, pesadamente, pensando dónde iba a buscar al día siguiente, qué calles recorrería en busca de ese alma descarriada con la que compartía su pasión por la muerte. Abrió la puerta del apartamento y lo encontró todo en calma. Había fantaseado con encontrarlo en su casa, sentado en el sillón, esperándole en la penumbra como en las películas. Se fue derecho a la nevera y cogió la botella de leche. Le dio un largo trago antes de apoyarse con las dos manos en la encimera. Entonces se dio cuenta. Un mínimo detalle, tan leve que incluso a él, tan cuidadoso como era, se le había escapado. El bloque de madera donde guardaba los cuchillos de cocina estaba ligeramente desplazado. Todos seguían ahí, pero desde su posición no llegaba a coger ninguno, cuando lo normal era que los tuviera todos a mano. Agachó la cabeza y sonrió levemente cuando percibió por el rabillo del ojo el destello de un puñal que desafiaba las sombras de la estancia. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ya no era el mejor, y, resignado, se dio la vuelta para abrazar las cuchilladas...

lunes, 2 de marzo de 2009

El acuerdo

Asomaban entre las nubes las primeras sombras de una noche que se adivinaba lluviosa y en la que el viento silbaba por las rendijas una letanía triste y oxidada, que a ratos recordaba a un arrebato sincero de soledad. Y en su casa, desde luego, lo parecía. Sólo el desorden rompía la monotonía de un hogar sin vida, de una estancia desprovista de todo calor. Sobre la mesa, un montón de papeles apilados, cuartillas a medio escribir, hojas garabateadas en busca de una melodía evocadora. Al lado, de cara a la pared, una mesilla con una vieja máquina escribir, fatigada quizá de vomitar desgracias, y un folio en el carrete esperando recibir la comunión de la tinta. Un cenicero vacío, la luz tenue de una lámpara de mesa. Y nada más. Todo teñido de una soledad que desespera. En la cama, boca abajo, dormía como quien yace. Casi ni se le oye respirar. Siente que camina sobre un lecho de cristales rotos, y carga sobre sus hombros con el peso de un pasado que nunca muere. Sabe adonde se dirige aunque su mente no lo quiera admitir. Hace tiempo que su corazón ha tomado la decisión por él y es su pulso el que rige su destino. Proyecta sobre la tierra una sombra amarga y sombría, un eco de una personalidad disuelta en lágrimas. Y sigue tras él su fiel silueta negra, a punto de conocer un final que no esperaba. Cada paso que avanza va notando el calor que desprende su destino, la cárcel de cera que le espera en el horizonte. No será para él. No esta vez. Ya ha vendido su alma en busca de una nueva oportunidad, una musa pasajera que le devuelva la gloria que siempre le ha sido esquiva. Y está dispuesto a entregar hasta lo más hondo para escapar del sumidero que amenaza con engullirle. A pesar del calor, puebla su frente el sudor frío de quien se enfrenta a lo inevitable cuando se asoma al borde de un enorme caldero rebosante de cera fundida. Allí sellará su acuerdo con las tinieblas, y empezará a morir en vida. Entre lágrimas calladas, descose poco a poco su sombra de los talones, mientras percibe en la oscuridad de su rostro una mirada de incredulidad. Ni siquiera se concede un margen para la despedida, ni para el recuerdo, ni siquiera para el olvido. Cerró los ojos al arrojar su alma al caldero hirviente, y se forzó a no abrirlos hasta que todo hubiera pasado. Le traicionaron sus fuerzas, y abrió los ojos de par en par para ver cómo una mano negra, oscura, clamaba clemencia al tiempo que se hundía hacia el fondo. Sintió cómo el dolor trizaba sus nervios y paralizaba su médula espinal, y en un arrebato de cólera se arrancó los ojos y los arrojó también a la cera fundida. Despertó bien entrada la mañana con las sensaciones de haber padecido un sueño convulso. Las sábanas estaban manchadas de sangre seca, y tenía los pies agrietados. Ni siquiera intentó abrir los ojos porque sabía que sus cuencas estaban vacías. Estaba ciego. A su lado, en busca de los primeros rayos de sol, estaba su alma encerrada para siempre en una prisión de cera. Había sellado el pacto con las tinieblas, y ahora sólo tenía que esperar a que la gloria recordara el camino de regreso a su casa. Se sentó en la cama y lloró con todas sus fuerzas...

miércoles, 18 de febrero de 2009

Flashback

Llegan momentos en la vida en que es inevitable hacer balance. Creo que estoy en uno de ellos. Acabo de cumplir 25 años, un cuarto de siglo, y con suerte habré consumido ya un tercio de mi vida. Por eso, quizá es el momento de mirar atrás y ver cómo éramos hace tiempo. Nieves, una amiga que casualmente trabaja conmigo, me animó sin querer a dar el paso. Lo he decidido, lo voy a hacer. Después de todo, este es mi blog, y no está de más conocer sus verdaderos orígenes. Empecé a escribir cuando tenía 13 años, y entonces intentaba hacer algunos poemas decentes. No voy a juzgar si eran buenos o no, eso está en vuestra mano. Me he decidido a publicar en el blog algunos de ellos, de vez en cuando. Eso sí, no esperéis una métrica medida, ni siquiera un estilo propio ni una corrección... Al fin y al cabo, tienen el estilo de un chaval de 15 años... Los publico tal y como los escribí, rescatados de un pequeño cuaderno que llevo siempre conmigo, incluso pondré la dedicatoria que llevaron en su día, por si entras y los lees, y recuerdas que eran para ti...

LLANTO

Hoy reniego del mundo,
hoy mi soledad, carcelera altiva
pierde mi alma en cada segundo,
daña mi corazón, meditabundo,
como un velero a la deriva

he perdido cuanto tenía,
todo lo que en esta vida ansiaba,
perdí su sinceridad, su alegría,
todo se va con su compañía,
todo lo que fuertemente aferraba

y aun así mi corazón con paciencia
recuerda tu rostro con penura
mide mi alma su inconsciencia,
paga con gritos las consecuencias,
desgarrados reflejos de bravura

sordo estampido, grito sonoro,
daña un reflejo de mi memoria,
miro tu foto, tu amor imploro,
repito tu nombre como un loro,
deshago los nudos de nuestra historia

lloro con fuerza, amor mío,
lloro, y mi esperanza diezmo,
por volver a sentir tu tacto frío,
por notar tu cuerpo junto al mío
lloro, lloro y duermo...


Para C, 1999

lunes, 26 de enero de 2009

Tarde de invierno

No recuerdo muy bien cómo acabó, pero sí que empezó de la manera más tonta. Consumía las tardes de enero entre libros, intentando buscar algo que estimulara mi mente y me hiciera sentirme más vivo. Soy así, necesito estímulos externos que me demuestren que existo, porque rara vez tengo capacidad para dejar mi huella en algún lugar. Creo que devoraba en esos momentos el machismo de Bukowski cuando reparé en el sonido que teñía de luz aquella tarde de invierno. Desde que llegué aquí, los inviernos son más fríos, y los veranos más cortos. Es el precio que pago por tu ausencia. La verdad es que hacía días que oía sonar aquellos acordes, pero nunca le había dado la menor importancia. Pero aquella tarde sonaban especialmente tristes, como si cada vez que sus dedos tañían las cuerdas, sus ojos se regalaran una lágrima. Cerré el libro y me dejé llevar por aquella melodía que hacía aún más bucólica una tarde vacía y triste. Y me propuse averiguar quién lloraba a través de esa guitarra. Avancé por el pasillo decidido, pero perdí todo el valor cuando cerré tras de mí la puerta del piso. Subí vacilante las escaleras y agudicé el oído esperando identificar de dónde salía aquella canción. La tercera puerta de la izquierda. Tragué saliva y respiré profundamente antes de tocar con los nudillos, lo suficientemente flojo como para que no me oyera. Esperaba sentirme reconfortado, pensar eso de ‘por lo menos lo has intentado’, pero mi desasosiego fue a más. Allí, junto a la puerta, las notas me llegaban con toda su nitidez, y si antes la melodía evocaba, ahora estaba haciendo estragos. Llamé con todas mis fuerzas y la música cesó. Me preparé para lo peor. La reconocí, y me reconoció. Nos habíamos cruzado alguna vez en el ascensor, y apenas habíamos intercambiado un manido ‘buenos días’. Ahora estábamos frente a frente, mis ojos clavados en sus ojos negros. Se apartó a un lado y me dejó pasar. No hicieron falta palabras. En su rostro leí lo que ella llegó a percibir también en el mío. Nos necesitábamos. Nos besamos con furia pero sin apenas sentimiento, y caímos entrelazados en el sofá. Aquella tarde de invierno, dos tristezas formaron una sola, y solo su aliento se atrevió a contradecir aquel silencio invernal. Ahora que lo pienso, sí que sé como acabó. Cubierta apenas por una sábana, cogió su guitarra y comenzó de nuevo a tocar. Yo me vestí despacio, y me fui como llegué, sin decir una palabra. Ya no la necesitaba, ni ella me necesitaba a mí...