viernes, 24 de junio de 2011

San Juan

Aquella noche, la ciudad huía del silencio. Como cada noche de San Juan, los vecinos habían salido a la calle a reunirse en torno a las hogueras, y el sonido de los petardos llenaba los rincones y las esquinas. No había una sola calle en la que no crepitaran las llamas de un fuego alrededor del cual los más pequeños saltaban, los mayores hablaban y todos escribían en pequeños trozos de papel algunos de sus deseos, esos que no se pueden contar a nadie porque si no nunca se van a cumplir, para fundirlos en las llamas de la noche más corta del año. La ciudad estaba en la calle, con los vecinos, y por una vez la luna no tenía que escuchar los lamentos escondidos durante el día, sino que se deleitaba, en lo alto del cielo casi azul oscuro, con las risas de todos los de allí abajo. De casi todos los de allí abajo.
Ella tenía un deseo que no podía confesar. No porque tuviera miedo de que así no se fuera a cumplir nunca, sino precisamente porque lo que le aterraba era que se cumpliera. Era un deseo que ni ella misma reconocía, pero que le salía de dentro, de lo más profundo de las entrañas, y dejaba a su paso el rastro oscuro y pegajoso que desprenden las palabras que se han mezclado con las vísceras. Ahora que su deseo estaba a punto de cumplirse se sentía aterrada, arrodillada como estaba, pequeña como nunca, en medio de la oscuridad del patio de la urbanización, junto a la piscina.
Nadie le dijo que todo iba a acabar así. Nadie le había dicho, tampoco, que aquello que tenía que ser una ocasión especial se convertiría en una prueba que no iba a poder superar, en un examen que suspendería una y otra vez. Cuando se quedó embarazada, nadie le advirtió de que aquello le cambiaría la vida para siempre. De que aquello le destrozaría la vida.
Si lo hubiera sabido antes, quizá hubiera decidido no tenerlo. No era justo hacer pagar a una pequeña criatura por los errores que otros han cometido. Y mucho menos cuando ella no había sido capaz de asumir los errores propios. Se enteró de que estaba embarazada cuando ya caminaba sola, alejada del padre que nunca supo que lo fue, del hombre que jamás fue el hombre de su vida. Tenía unas semanas por delante para decidir, y nueve meses para armarse de valor. Eligió la segunda opción y fue albergando esperanzas a medida que su vientre se hinchaba con otra vida nueva, una vida que ella iba a concebir. Una vida que ella misma iba a segar.
Algo no iba bien. Lo percibió en la cara de los médicos en el momento del parto, y lo supo a ciencia cierta poco después, cuando le pusieron entre los brazos a la criatura que braceaba, con aquella cara redonda y aquellos ojos separados, entrecerrados, que le miraban desde encima de aquella nariz casi escondida sobre una boca que nunca se cerraba del todo. Luego se lo llevaron y estuvo unas horas sin verlo. Cuando se recuperó, los médicos le hablaron del porqué de aquellos ojos marrones, del porqué de aquellos labios que no se juntaban, del porqué de la nariz escondida. Le hablaron de un cromosoma, o algo así, y le dijeron, en resumidas cuentas, que ese niño iba a cambiarle la vida. No mintieron.
Y ella lo había intentado. Conste que lo había intentado. Al menos eso se decía ahora, arrodillada en el césped recién regado, mientras el resto de la ciudad quemaba deseos en la noche de brujas, en torno a unas hogueras que nunca podrían alcanzar el calor del fuego que ardía dentro de ella. Lo había intentado, pero no lo había conseguido. Nunca podría conseguirlo. Sin saberlo, empezó a albergar un oscuro anhelo que estaba a punto de hacerse realidad.
Si lo hubiera sabido antes, quizá hubiera decidido no tenerlo.
Si lo hubiera sabido antes, ahora no habría un cuerpecito flotando boca abajo a su lado, en el centro de la piscina. Dentro de poco los vecinos volverían a sus casas y verían lo que había pasado.

Si lo hubiera sabido antes, se repitió, en voz muy bajita.

Luego se dejó caer por completo en la hierba y lloró hasta quedarse dormida...