martes, 11 de mayo de 2010

Capítulo Primero

He decidido buscar en el baúl y recuperar historias inconexas para tratar de construir algo que no sé siquiera si terminaré. Lo intentaré. Se lo debo a Indo, porque cuando uno trabaja con palabras, a veces hace falta un empujón para invitarte a escribir, y ella me lo da continuamente. Gracias

Hay algo hipnótico en la oscuridad, un gran poder de seducción en las sombras. Las noches retiran la piel a jirones y nos muestran tal y como somos, desnudos en medio de la negrura, a merced de unas ciudades que resuenan durante el día, excitadas por los rayos del sol, pero que de noche susurran secretos ocultos que nadie quiere escuchar. Todas las noches son oscuras, y la gente le tiene miedo a la oscuridad. Yo no. A mí lo que me aterra es la luz del sol, los días, las apariencias. Cada mañana nos ponemos un disfraz con el que representar nuestra pequeña historia. Somos maridos ejemplares, estudiantes aplicados, mujeres decididas. Somos un puñado de mentiras que se cruzan intentando tejer una realidad creíble, un mundo en equilibrio.

Pero, de pronto, llega la noche, y con ella aparece nuestro verdadero rostro. Dejamos de ser perfectos, de comportarnos como todos esperan que lo hagamos. Y mentimos, mentimos porque mentir es nuestra realidad, mentimos porque somos mentirosos, huraños, violentos, lascivos. La negra espesura del cielo se mece lentamente como un mar en penumbra hasta que alarga su brazo y remueve nuestras entrañas en busca de nuestra esencia, y la muestra tal y como es. La noche no engaña, la oscuridad es un cristal transparente que no distorsiona, un cristal que filtra las apariencias y las convierte en polvo, y en medio de ese polvo surgen de verdad nuestras podridas almas.

A mí me mató la noche. Fue una forma cruel de desenmascararme porque sentí cómo una lengua de fuego me abrasaba la piel y la despegaba lentamente de la carne, y me abrasaba vivo, sin perder la consciencia, en medio de un infierno gélido de llamas azules. Se paró de golpe el mundo en el que vivía mientras ella agonizaba sobre la acera, regando con su sangre una calle difusa de un barrio tardío, mientras su vida se filtraba por los poros de una ciudad que maldije hasta quedarme sin voz. De rodillas, con su cabeza en el regazo, se trizaron mis venas mientras ella boqueaba en busca de un sorbo más de aire que nunca iba a llegar, con la mirada perdida en un cielo de nubes que ocultaban la luna con un tapiz oscuro e impenetrable. Cuando se paró su corazón lo hizo también el mío, y no quedó de mí más que lo que soy ahora.

Hace tiempo que vivo oculto en la noche, y que me alimento de los secretos que ésta susurra. Hace tiempo que mi alma se perdió en alguno de los recovecos de esta ciudad maldita para siempre, y sólo espero no volver a cruzarme con ella. Sé que mi corazón está seco, y al latir emite un extraño crujido, como de madera seca, que acompaña todos mis pasos y apaga los gritos de todo el que me rodea. Se podría pensar que soy un vampiro, pero no es cierto. Los vampiros, si existen, sólo buscan en la noche el alimento que la mañana les niega, cegados por la necesidad de alimentar el espíritu que un día perdieron. Yo, mato. Ni siquiera busco aplacar una sed de venganza extinguida hace ya tiempo, ni apagar el odio que todavía reside en mí, porque es el odio el que me conduce, y es el odio hacia todo y hacia todos el que me mantiene vivo. Simplemente mato por el placer de matar. Yo me alimento de la oscuridad, y todas las noches son oscuras. Incluso ésta.

Cuando la ciudad duerme, me gusta subir al tejado con una taza de café y escuchar los sonidos de la noche. Hay todo un mundo que la gente se pierde por huir de las tinieblas. Madrid es una metrópoli que atrapa una vida nocturna singular, y que con la caída del sol comienza a latir muy despacio, acompasadamente, de tal forma que es muy difícil llegar a escuchar su verdadero corazón. A lo lejos, el ruido de las sirenas ahoga el estrépito casi seco del cauce del río Manzanares, y de vez en cuando hay un coche que parte en dos con sus luces las arterias de la capital, como un relámpago que recorre la superficie terrestre sin encontrarse con nada, sin alcanzar a nadie. Es ahora cuando se puede respirar hondo, y llenarse los pulmones del espíritu de una ciudad que huele a muerte y a vida, a miseria y a riqueza, a comidas de lujo y ropas harapientas. Si mantienes el aire dentro de ti el tiempo suficiente, puedes paladear el poso amargo que desprenden sus calles, y sentir cómo desgarra tu garganta el cuchillo acerado de la realidad. El aire de la noche yace cargado de recuerdos que levantan ampollas en el alma, a menos que hayas conseguido para la tuya una coraza en forma de herida que no deje pasar el suspiro nocturno de las aves muertas. La mía hace tiempo que se partió en dos, y se convirtió en un cuervo negro que vuela en círculos en una cárcel invisible, en el cielo negro de una ciudad que me alimenta con la sangre que derramo en aquellas horas en las que la piel se eriza intentando sentir la llegada del alba.

Han sido muchas las vidas que he arrebatado, pero casi no las recuerdo. Sí que tengo grabada en la mente, en cambio, mi evolución a través de todas ellas, mi comunión de sangre. Ni siquiera sabía adónde me dirigía hace ya casi cuatro años cuando decidí recorrer las calles de Madrid con la única compañía de una daga. No tenía intención de usarla, pero aquella noche el contacto frío de su hoja me hizo sentirme bien, formaba parte de mí. Buscaba una cara entre una multitud, pero sabía que la distinguiría cuando me encontrara con ella. Mi mente seguía congelada en aquella noche en la que ella se fue para siempre, sola, en la acera, mientras yo miraba paralizado el rostro de aquél que se llevaba su vida y no dejaba tras de sí más que el eco de unos pasos atropellados en una calle desierta. Había olvidado cómo era, pero sé que su imagen seguía latente dentro de mí, arrullada en un rincón de mi corazón, yermo para siempre, a la espera de un destello que le devolviera la luz, que le hiciera salir de su letargo. Cuando éste se produjera, estaría preparado.

Así descuento las noches, abrazado a tu recuerdo, contemplando desde las alturas esta ciudad que me gobierna. Allí abajo, en algún lugar, una familia ha perdido a alguien querido, una niña se ha quedado sin padre, una mujer sin marido, otra mujer sin amante. Será un nombre más que ocupará un pequeño espacio en los periódicos, apenas unas iniciales junto a tres líneas que describan un asesinato cualquiera en cualquier otro punto de la ciudad. Otro muerto más que despachar con indiferencia mientras el aire acaricia mi rostro y muevo los dedos, aún manchados de sangre, mientras pienso en ti. Siempre sucede, y no siempre lo espero. Cada una de las vidas que siego hace más nítido tu recuerdo, al principio tenue, ahora casi palpable. Mis manos tiemblan, temerosas, cuando apenas hace unos minutos aferraban con fuerza el cuchillo que se hundía en la garganta de aquel que yace ahora en la acera. Sus ojos bien abiertos, su aliento sobre mi cara, el primer sangrado sobre mi piel. Es mi rostro el último que ven en esta vida, es el tuyo el primero que yo veo cuando se van. Después, subo a la azotea y me dejo llevar por el aire viciado de la noche mientras miro fijamente a la luna, echándole en cara que cargue, desde ahora, con un muerto más.

No estoy orgulloso de lo que hago. Hubo un tiempo en el que me aterrorizaba ver en la tele las imágenes de una muerte real. No podía contener ese escalofrío que nacía en el cuello y me sacudía la columna vertebral mientras pensaba que aquello que estaba viendo era una muerte cotidiana, algo perteneciente al día a día, una violencia que no era exclusiva de las películas. Sentía pavor por el mundo real. Ahora sé que si no te enfrentas a él, eres hombre muerto. Es la realidad o yo, y de momento cuento con muchos cadáveres a mi favor. Es una carrera contra la muerte, y yo le llevo ventaja. Primero fue una vida feliz, luego unos sueños por cumplir, después… la nada. Llegó Madrid y se llevó por delante la rutina. Llegó la ciudad, y con ella su oscuridad, y el miedo, y la sangre. Y estas noches malditas en las que yo vivo, y la gente muere. En algún rincón, en algún lugar, Madrid tiene mi alma encerrada junto a la tuya. También se llevó tu vida. En el camino hacia mi perdición, me cobro una deuda que quizá nunca será saldada. Así es Madrid. Así soy yo. Ésta es mi historia…