martes, 30 de agosto de 2011

Espalda con espalda

Sentado en el suelo, de cara a la pared, puedo percibir detrás de mí los limpios sonidos de la noche. Oigo cómo el cielo se estremece con las primeras caricias del otoño mientras vomita puntos de luz a través de las nubes que traen tormenta. Pronto va a llover. No sé cuántas horas llevo aquí, en la misma posición, con la vista puesta en la pared, donde cuelga un reloj que se paró hace muchos años, en otra noche, quizá, como ésta. A pesar de la perezosa quietud de sus agujas, dos veces al día me dice la hora correcta. Pero ahora no. Hace minutos que marca un momento pasado, el momento en el que me obligué a arrancar tu sonrisa de mi vida, a sacar de mis mañanas tu olor a miel, tu mirada por encima de mi mirada; el momento en el que empecé a morirme poco a poco sin que nadie se diera cuenta. La soledad es un líquido ambarino que corre garganta abajo camino de las entrañas, y a su paso lo quema todo: el alma, las venas, la sangre y los pulmones, los rincones del corazón. Quema a pesar de la sal que rescato de mis mejillas, de las lágrimas que en silencio derramo y lamo con la punta de la lengua, adormecida por el alcohol. La soledad es un trago amargo, aunque se disfrute en compañía.
A pesar del frío que hace fuera, y que empaña la ventana que hay detrás de mí, por la que ella ve oscurecer, noto cómo por mi espalda resbalan dos gotas diferentes de un mismo sudor. El mío, conocido; el suyo, tan familiar a pesar de la distancia. Ésa es la forma en la que su cuerpo me acaricia, con una gota compartida que resbala lentamente por mi espina dorsal, que me araña sin filo, una mordedura. En el tiempo que llevamos aquí, la mañana se ha hecho tarde, y la tarde se ha convertido en una noche cerrada que pronto dejará paso al día, pero nada nos importa. Nadie nos espera. No hay nada ahí afuera que nos vaya a desesperar. Ya no. Por eso seguimos aquí, desnudos, espalda con espalda, bebiendo directamente de la misma botella y saboreando, en cada trago, el poso de los problemas del otro.
De cuando en cuando, ella tararea una canción conocida. La canta suavecito, tanto que a veces la única forma que tengo de saber que lo está haciendo es notar cómo reverbera el aire en su pecho, cómo rebota en su espalda antes de salir por esos labios empapados en alcohol, camino de la ventana. Y casi puedo ver cómo esos ojos del color del mar dejan escapar una ola en forma de lágrima, también con la misma sal, que se pierde piel abajo hasta morir en el suelo. Por la noche siempre sube la marea.
Llevamos horas aquí y ni siquiera nos hemos mirado. No nos hace falta. Nos hemos visto en tantas noches que nos sabemos de memoria. No recuerdo quién llegó primero, quién dejó atrás las ventanas de su vida para abrir la puerta de esta habitación, desnudarse y sentarse en el suelo, con la botella al lado, esperando la compañía del tiempo y del lamento compartido. No recuerdo quién llegó después, se desnudó en silencio y se sentó, espalda con espalda, para bebernos lo que nos queda por respirar, para latir juntos hasta el final. Sólo recuerdo que la ensoñación en que se habían convertido mis días cesó cuando noté sobre mi piel el calor de otra piel, y la botella empezó a viajar de unas manos a otras.
Yo se la paso con mis problemas en el cuello. Con esta desazón que no sé cómo explicar, con la taciturna decadencia de mis letras. Con mis noches, cada vez más largas, y mis días, grises y oscuros. Con esta soledad que no me quito de encima ni con los tragos a quemarropa de esta tormenta otoñal. Sin más estímulos que la distancia. Sin más recuerdos que los que edifiqué contigo, sin que tú lo supieras, sin que tú los quisieras compartir. Cuánto daño me estás haciendo, sin saberlo. Sin que yo lo sepa.
Cuando vuelve la botella, lleva los suyos bien pegados. El alcohol sabe a desencanto, a los amores que no volverán. A las estrellas que se han ido porque han llegado las nubes. A los amaneceres en los tejados de una ciudad sin nombre ni letras que descifrar. A lo que pudo ser. A lo que nunca ha sido. A lo que ya no será.
A todo eso sabe la soledad, y todo eso lo vamos descubriendo, sin hablarnos, el uno del otro, mientras nos damos cuenta de que ya lo sabíamos tiempo atrás. A todo eso sabe la soledad, y aun así nos la bebemos, a pesar de todo. O precisamente por eso. Porque de amargura también se vive. Y por encima de sus matices, la soledad es un trago amargo, pura cicuta. Y aun así, nos la bebemos, espalda con espalda mientras, de fondo, muy bajito, suena una ranchera…