sábado, 2 de octubre de 2010

Detrás de unos ojos azules (V)

Eso fue, sin duda, lo más difícil. Sobreponerse a ese abrazo de hiel con el que te envolvía una mirada como la suya, fría hasta una calidez extrema, lejana y terriblemente penetrante. Estaba realmente enamorado de sus ojos. Aquella mañana luminosa que sucedió a la incesante lluvia de la noche, se pasó un buen rato viéndola dormir. Boca abajo, sobre la cama, la sábana tapando apenas sus piernas, dedicó todo el tiempo del mundo a memorizar cada rincón de su cuerpo, iluminado ahora por el sol. Acercó un dedo hasta sus caderas, sin llegar a tocarla, y rozó cada centímetro de su piel desde la parte baja de la espalda hasta la nuca, tocándole levemente el pelo. Después se fijó en su rostro sereno, brillante, con los ojos apretados, como si intentara que no se le escapara nunca el sueño que tenía entre las manos, y con aquellos labios finos dibujando una sonrisa. Aun con el velo caído de los párpados, podía sentir cómo lo abrazaba su mirada, cómo esos ojos verdes, aunque la noche anterior le habían parecido azules, hacían que se le erizara toda la piel. Más allá de sus ojos cerrados, podía sentir perfectamente la intensidad de una mirada que acababa de atraparle, ambos creían que para siempre.

La misma mirada que, en esos momentos, tenía frente a él. Tomó un sorbo del café e hizo lo posible para disimular el calor que le abrasó la punta de la lengua, al darse cuenta de la profundidad con la que esa noche le abrazaban esos ojos azules que por la mañana parecían verdes.

-Hace mucho tiempo que no tenemos una noche así, para hablar-, se atrevió a decir.
-Parece que lo estuviéramos evitando-, respondió ella, y el primer pulso entre los dos se resolvió con un dardo acerado manchado de veneno que se clavó en la pared, sin alcanzarles.
-Parece no, yo creo que lo estábamos evitando-. Todavía hoy no se explica de dónde sacó el valor para decir aquello, para destapar un cofre que llevaba mucho tiempo cerrado y que ninguno de los dos quería abrir, porque en el fondo del mismo estaba escrita la palabra fin.-No sé qué nos está pasando, pero sé que no es nada bueno.

No podía serlo. Le hubiera gustado que le hubiera dicho, directamente, que se había cansado de él. Que no quería verle más. Que había llegado el momento de que recogiera sus cosas y se marchara de casa, y que los dos empezaran a andar por caminos separados. Le hubiera gustado que existiera una explicación lógica a aquella bruma que les rodeaba, aquella nube que había dejado atrás las noches en las que habían visto amanecer abrazados, ella encima de él, desnudos sobre una silla; o las mañanas en las que disfrutaban del primer frío invernal paseando por los parques de una ciudad que atardecía para ellos dos; o las noches en las que no hacía falta decirse nada, y todo acababa con ella durmiendo sobre él, en el sofá, con la tele encendida. Aquello no podía esfumarse sin más.

Lo siguiente fue el silencio, otra vez el silencio. El suave susurro del hilo musical sobrevolando sus cabezas y el sonido metálico de la cucharilla golpeando la taza de café. Seguro que había muchas cosas que decir, pero ninguno de los dos encontraba las palabras.

-No, no es nada bueno. Y no entiendo por qué. Esto no se puede acabar así, sin más…
-Hay veces que las cosas se acaban, se agotan, y no hay ninguna explicación-, acababa de asumir el papel de duro, más le valía ser capaz de mantenerlo hasta el final, -y sólo se puede, en fin…
-¿Mirar hacia otro lado?
-No me refiero a eso, quiero decir que por mucho que luches por mantener una llama encendida, a veces llega un momento en el que se apaga, y por mucho que intentes prenderla de nuevo no puedes recuperar el fuego que ya se ha ido-, valiente gilipollas, pensó, menudas metáforas que te buscas.
-Vaya, yo pensaba que la escritora era yo.
-Soy periodista, ya sabes que también estoy acostumbrado a inventar historias.

Y ella sonrió. Una sonrisa, leve, pero una sonrisa al fin y al cabo. La segunda en una noche destinada al llanto, en la que hasta el cielo oscuro sobre la ciudad había encontrado el momento para llorar. Pasado el momento de tregua, llegaba el segundo asalto.
-No puedo cree que hayamos dejado que esto se acabe así. Siempre nos prometimos que veríamos venir el final, que lo dejaríamos justo a tiempo para evitarnos una despedida, para no tener…

Para no tener que lamentar más heridas en el corazón. La frase resonó en su mente al mismo tiempo que ella la pronunciaba, de la misma forma que los dos la pronunciaron a la vez, una lejana mañana, un par de años atrás, cuando se sentían tan fuertemente ligados el uno al otro que lo único que podía pasar es que ambos se hicieran daño. Mucho daño.

-Quizá después de todo, nosotros somos como los demás…
-No somos como los demás
-…y esta ha sido otra relación como tantas…
-No, ha sido única. Irrepetible.
-Lo sé.

Vaya si lo sabía. Aún no había acabado y ya podía sentir el enorme vacío que ella dejaba tras de sí. Casi podía sentir cómo por dentro se iba agrietando su alma, y sintió que le faltaba el aire. Se esforzó por respirar, tratando de llenar los pulmones de aire, pero el aliento, simplemente, se le escapaba. El pecho le iba a estallar. Era como si un puño caliente le envolviera el corazón, y se lo apretara más y más hasta exprimir la sangre que contenía. Una puntada de dolor le nació de las entrañas, como una puñalada, y se extendió hasta el pecho y el cuello, haciéndose cada vez más grande, palpitante, insoportable…

Entonces, puso su mano sobre la de ella, y el dolor cesó. Le acarició levemente el dorso de la mano, y notó cómo ella entrelazaba los dedos con los suyos, y le acariciaba dulcemente la muñeca. Y el aire volvió a los pulmones. El dolor había desaparecido, pero él sabía que volvería. Volvería pronto, muy pronto, y lo haría multiplicado hasta el infinito.