lunes, 26 de octubre de 2009

Tu silencio...

Volvió el otoño, cayó el frío y a ti te envolvió el silencio. Lo hizo suavemente, poco a poco, y casi no nos dimos cuenta. Sólo sabíamos que faltabas, que no encontrábamos esa palabra tibia y descarnada a la vuelta de la esquina, a pesar de que pateamos barrios enteros en su busca. El cielo azul del verano dejó paso a amaneceres lentos que vestían el día con susurros, y vomitaban en el horizonte un color rojizo que aprisionaba el alma y congelaba el aliento, de tan fríos como eran. Los días se hicieron cada vez más cortos, y más grises, y las noches más largas. Las noches. Siempre las noches. Era la oscuridad la coartada perfecta para buscarte, cuando nadie nos mira, y disfrutarte lentamente, palabra por palabra, verso a verso, fotograma a fotograma. La noche siempre fue el refugio, si no la excusa, para las almas insomnes, y aunque no te veía, aunque había un universo que nos separaba, sabía que estabas ahí. Sé que estás ahí, a pesar de que hace tiempo que ya no te escucho. Complica la búsqueda el extraño anochecer otoñal, que a la vez que se lleva la luz cubre también las estrellas, pero casi puedo intuir que sigues soñando con ellas, y que las buscas entre susurros, hablándole bajito a la luna para que te oiga con claridad. A veces, yo también le hablo, le escribo, la busco entre las nubes, y cuando no la encuentro me gusta pensar que está refugiada en uno de tus versos, encarcelada para siempre en alguna de tus palabras. Sí, es cierto. Las noches son más largas, y más pesadas, en este otoño de nadie. Son mayores los motivos que empujan al espíritu a migrar hacia otros lares, a renunciar a la paz del sueño en busca de la calidez de mundos mejores, ya sean pasados o futuros. A mí, además, me sube la fiebre. Siento la necesidad de apagar la sed de mi mente escribiendo impulsivamente, como esta noche lo hago, pensamientos que me asaltan sin pedir permiso, y que me hablan, a menudo, de ti, de vosotras. Del pequeño paisaje que entre todas habéis construido. Y por eso, de vez en cuando, me atrevo a imaginaros, a imaginarte, a imaginar que sí os conozco, cuando la realidad es que todavía camino con pasos muy cortos intentando descubriros. Y escribo. Escribo, e invento, sin saber si mis palabras emprenden el viaje correcto o equivocan el rumbo sin querer. Escribo, porque escribir es la única salida que encuentro para que todo el mundo conozca las palabras que nunca he dicho, las historias que me invento. Porque el papel es, como la noche, una coartada perfecta, un refugio insomne al que siempre vuelvo. Porque escribir es, esta noche, quizá la única forma correcta de decir que te echo de menos. Quizá es la única manera de que puedan llegarte algunas de las palabras que a mí me sobran, y que no sé cómo organizar. Y, mientras escribo, espero. Abro la ventana y respiro el aire frío de la noche, busco la luna entre las nubes y los dos, sin hacer ruido, nos sentamos, el uno junto a la otra, a escuchar tu silencio…

Para G, por todos esos silencios que no sé cómo curar…

martes, 13 de octubre de 2009

Mara

Te observo respirar mientras el sol se despereza y filtra sus primeros rayos a través de la ventana, y tu piel se deja querer cuando recibe las primeras caricias de calidez de una mañana que ya nunca será la misma. En la oscuridad de la habitación, sólo tu respiración rompe el silencio de este amanecer invernal que tiñe de frío las paredes y moja los huesos, trizando cada uno de los nervios de mi médula espinal. Sentado en un rincón, repaso tu cuerpo centímetro a centímetro y me doy cuenta de lo lejos que estamos uno del otro. Tanto, que apenas puedo sentir el calor que hace unas horas me abrasaba en cada uno de tus abrazos. Nos buscamos el uno al otro con el alcohol como único refugio, en medio de una vida que no sentíamos como nuestra porque no podíamos hacer nada para cambiarla. Quizá por eso nos encontramos, solos, varados en ninguna parte. Somos dos mundos inmensos encerrados en una ciudad pequeña que se vuelve más y más estrecha, hasta ahogarnos. Casi no puedo respirar. Noto un miedo creciente a la realidad más inmediata, aquella que deberé afrontar cuando cruce el marco de la puerta, y no vuelva a saber de ti. Tú también me olvidarás. Tan sólo fui para ti un motivo para la duda, una pregunta no resuelta que caerá en el olvido después del tercer café, mientras miras por la misma ventana por la que ahora entra el sol en busca del color de tus ojos. Y sigues durmiendo. Boca abajo, sobre la cama, como la postal de una noche tardía de fiebre y sudor, de saliva y promesas que nunca cumpliremos. Tengo la tentación de levantarme y sentarme a tu lado, y caminar por tu espalda por última vez. Poco a poco, lentamente. Apenas una caricia imaginaria en tu cintura, recorriendo con un dedo los surcos de tu piel. Un roce tibio, una suave descarga de miedo que muere en tu cuello, donde el pelo empieza a nacer. Un último viaje a través de tu cuerpo moreno, pequeño, lejano y oscuro. Imagino que puedes sentir que te miro, que no soy el único que recibe despierto esta mañana de enero. Sabes que estoy ahí, pero me ignoras, porque ha llegado el momento de representar nuestro papel. Toca empezar a olvidarnos y volver a un mundo en el que nunca ha pasado nada, en el que yo quiero ser feliz y tú lo aparentas, y los dos actuamos como si tal cosa. Aún duermes, y ya has empezado a olvidarme. No queda nada de tus besos, de tu aliento, de tu pelo. Ni rastro de tus uñas en mi espalda. Nada que nos demuestre que todo esto ha sucedido, salvo tu sabor en la punta de la lengua, la sal de tu cuerpo en mis labios. Es hora de irnos. Yo a mi vida y tú a la tuya. Me levanto con cuidado y separo mi ropa de la tuya, todavía por el suelo. Cojo tus pantalones y busco en los bolsillos algún motivo para odiarte. Algo de dinero. Un pañuelo. Tu carné. Tu nombre. Ahora que lo pienso, ni siquiera sé cómo te llamas. Si yo te dije mi nombre, ya no lo recuerdas. Decido perderte para siempre. Condenarme a soñarte desnuda, en noches como ésta. Quiero saber tu nombre. Lo necesito. Mara. Hola Mara. Ahora que te conozco, ya puedo empezar a olvidarte…

miércoles, 7 de octubre de 2009

Otoño

Esperé a que el verano me arropase con los últimos rayos de una calidez tardía, y te descubrí inmersa en el frío abrazo de un otoño particular. Me alejé de la ciudad que por siempre fue nuestra para llenar mis pulmones de un aire distinto, desconocido y quizá irrespirable, sólo para comprobar que tu silencio me hablaba de ti, de todo lo que querías decir y no te dejaban. El tiempo, las causas, los días. Los años, las palabras, la vida de los demás. Todo se nos puso por delante, y ni tú supiste hablar ni yo tuve valor para escucharte. Nunca llegamos a conocernos, pero tengo la sensación de que tú sabes de mí más de lo que yo sabré jamás, y abrigo la certeza de que te descubro en cada verso que disparas sobre unas páginas cargadas de fiebre. Ni siquiera observábamos la misma ciudad a través de ojos distintos. Para mí era un rincón oscuro donde el alma se endurecía y los recuerdos se te pegaban a la piel y te escocían, y sangrabas un torrente de memorias del tiempo que nunca fue. Para ti quizá la ciudad no fue más que un lugar donde jugar a ser alguien, donde encontrar el rincón que nos han dicho que nos aguarda, y que jamás pararemos de buscar. Yo sigo enamorado de ti, y tú lo estás de esta ciudad que me desprecia porque lloras y no sé qué hacer para enjugar tus lágrimas, salvo guardarlas en el frasco de mi recuerdo para bebérmelas en soledad, por la noche, cuando buscas en el armario los versos adecuados para rescatar los últimos posos del café. Quisiera saciar mi sed empapado en tus ojos negros, caminar con el alma cosida a los surcos de tu espalda, pero lo más cerca que he estado de tu piel fue cuando emprendimos juntos el camino a ninguna parte, y había cientos de kilómetros que nos separaban. Aun así, cada noche me asomo a tu ventana para verte respirar. Arrugas la frente en busca de aquello que quieres contar, porque sabes que debe estar en algún lugar, dónde lo habré dejado. Y yo sigo ahí, demasiado lejos de ti y muy cerca de todo el mundo. A kilómetros de allí, bajo tu ventana, dejando que las primeras gotas del otoño me traigan tu sabor, tu aroma, tu tacto. Con la ropa empapada de lluvia y sudor, viendo tu sombra tras el cristal. No te disculpes por aquello que no has hecho, no pidas perdón por no venir a visitarme. No tienes nada que temer. Tu sonrisa está encerrada en una cárcel de hielo que no soportará para siempre el calor de tu cuerpo, y ya asoma tu tacto a través de las rendijas. Los primeros susurros. Tú sigues buscando las palabras. Yo sigo esperando en la calle, bajo la lluvia. La ciudad se va llevando poco a poco el presente y convierte el hoy en futuro. Y este otoño maldito no para de llover...