martes, 14 de junio de 2016

El primer dolor

Que el primer dolor se convierte con el tiempo en un arañazo dulce lo aprendí aquella noche tardía de verano en que la vi caminar hacia mí desde el fondo de aquella calle adoquinada. Llegaba cinco minutos tarde pero avanzaba despacio, como si a cada paso se concediera la oportunidad de echarse atrás y marcharse por donde había venido. Yo esperaba de pie, quieto y con las manos en los bolsillos, que es como me han pillado siempre las mejores cosas que me han ocurrido en esta vida. La chica que caminaba hacia mí había sido tiempo atrás el amor primero, ése en el que todo se exagera y cuyo recuerdo siempre vuelve amortiguado, y aunque tenue, roza el presente y el tintineo de ambos al chocar dibuja en el rostro una leve sonrisa. Nos habíamos dicho que sí una noche de diciembre como se hacen las cosas para las que no tienes edad, a través de intermediarios, y en el momento de reunirnos la primera vez alejados del grupo descubrimos que no teníamos nada que contarnos. En ese tiempo en el que madurar significaba ir ya al instituto ella era menuda, y caminaba siempre subida a unas plataformas que exageraban sus pies al final de dos piernas delgadas que al avanzar arrastraban siempre la suela de unos zapatos demasiado pesados. Yo era un crío que jugaba a ser hombre y que se pasaba más de media vida en chándal, ruborizado aún todas las veces que al caminar notaba su mano entrelazándose con la mía y que acostumbraba cada mañana a asomarse al balcón de su pupitre para verla sobre la mesa, el pelo a ambos lados de la cara, y empaparme unos instantes de su mirada. Aquello que empezó como un juego y acabó de la peor manera volvía ahora con un sabor distinto, y cuando en medio de la oscuridad del rincón clandestino que habíamos improvisado para este nuevo encuentro empecé a dibujar sus rasgos al pasar bajo la escasa luz que nos concedían las farolas, decidí sonreír un poco exageradamente para tratar que así ella no se detuviera.
Había pasado toda la tarde pensando lo poco que sabía de ella en los últimos meses, y construyendo un relato de mi vida lo bastante interesante para hacerla creer que me estaba convirtiendo en aquello que un día prometí que sería, por si me preguntaba. El discurso se borró de mi memoria de golpe y apareció en su lugar el parque del pueblo, del que cambiaron las entrañas para aparentar que seguía con la misma piel, y el banco de las primeras veces. El de la primera vez que me besó, una mañana en la que debíamos estar en clase. El de la primera vez que la besé, dos días después. En el que nos buscábamos con los ojos cerrados y nos encontrábamos con las bocas abiertas creyendo que sabíamos, sin saber; aprendiendo sobre la marcha. Habían pasado ya unos años de aquello y allí estábamos los dos, junto al colegio en el que me crié y al lado de un pequeño parque demasiado nuevo para fingir que también fue mío, en una calle adoquinada y mal iluminada, encontrándonos de nuevo. Llegó a mi altura y sonrió, deteniéndose a dos pasos de mí. Nos dijimos hola casi a la vez y sin que ninguno lo hubiera planeado nos fundimos en un abrazo.
Que la profundidad del discurso que me había preparado había desaparecido por completo quedó claro en cuanto hablé, y tan sólo acerté a decirle que tenía el pelo mojado. Los años habían dejado atrás las plataformas y el chándal y ahora éramos dos jóvenes que dejaban en el camino las huellas de sus zapatillas, y en medio de ese abrazo que ninguno queríamos romper noté su pelo en la mejilla. Se acababa de duchar, me dijo, y no le había dado tiempo a secárselo. Nos separamos, nos miramos y nos sentamos juntos en el escalón de una de las puertas de entrada al colegio para tratar de relatarnos ordenadamente nuestras vidas.
Pasaron dos horas hasta que la noche se nos fue, y apenas recuerdo nada de lo que hablamos. Era la chica de antes con el pelo mojado entornando unos ojos claros que envolvían, pero tenía dos años más en la mirada. Había en su voz un deje de tranquilidad que antes no tenía, y espero que el tiempo también hubiera servido para que al hablarle de mí yo no tartamudeara. En aquel escalón dejamos algún recuerdo pero ningún reproche, y cuando nos levantamos y caminamos juntos hacia su casa la noche había servido para que yo coleccionara alguna de mis primeras certezas en el camino a recorrer para hacerme mayor.

La primera, que ya rara vez me ponía un chándal.

La segunda, que el primer dolor regresa siempre amortiguado, convertido en un arañazo dulce.


En la esquina de su calle nos plantamos uno frente al otro, ella en la acera y yo un palmo por debajo en la calzada. Después de dos despedidas y un beso suave en la mejilla, decidí que no quería llegar tarde en esta segunda vez y fui yo quien la besé. Medí ese segundo primer beso con los recuerdos de las otras veces y hubo algo distinto en los dos, unos años de más tal vez. Nos despedimos de nuevo y la vi caminar unos pasos antes de marcharme. No había vuelto la primera esquina cuando noté algo en la mejilla, un pequeño roce de humedad. Me pasé la mano despacio y sonreí al darme cuenta que aquella noche, como siempre, era ella la que me había besado por primera vez.