Que el primer dolor se convierte con el
tiempo en un arañazo dulce lo aprendí aquella noche tardía de
verano en que la vi caminar hacia mí desde el fondo de aquella calle
adoquinada. Llegaba cinco minutos tarde pero avanzaba despacio, como
si a cada paso se concediera la oportunidad de echarse atrás y
marcharse por donde había venido. Yo esperaba de pie, quieto y con
las manos en los bolsillos, que es como me han pillado siempre las
mejores cosas que me han ocurrido en esta vida. La chica que caminaba
hacia mí había sido tiempo atrás el amor primero, ése en el que
todo se exagera y cuyo recuerdo siempre vuelve amortiguado, y aunque
tenue, roza el presente y el tintineo de ambos al chocar dibuja en el
rostro una leve sonrisa. Nos habíamos dicho que sí una noche de
diciembre como se hacen las cosas para las que no tienes edad, a
través de intermediarios, y en el momento de reunirnos la primera
vez alejados del grupo descubrimos que no teníamos nada que
contarnos. En ese tiempo en el que madurar significaba ir ya al
instituto ella era menuda, y caminaba siempre subida a unas
plataformas que exageraban sus pies al final de dos piernas delgadas
que al avanzar arrastraban siempre la suela de unos zapatos demasiado
pesados. Yo era un crío que jugaba a ser hombre y que se pasaba más
de media vida en chándal, ruborizado aún todas las veces que al
caminar notaba su mano entrelazándose con la mía y que acostumbraba
cada mañana a asomarse al balcón de su pupitre para verla sobre la
mesa, el pelo a ambos lados de la cara, y empaparme unos instantes de
su mirada. Aquello que empezó como un juego y acabó de la peor
manera volvía ahora con un sabor distinto, y cuando en medio de la
oscuridad del rincón clandestino que habíamos improvisado para este
nuevo encuentro empecé a dibujar sus rasgos al pasar bajo la escasa
luz que nos concedían las farolas, decidí sonreír un poco
exageradamente para tratar que así ella no se detuviera.
Había pasado toda la tarde pensando lo
poco que sabía de ella en los últimos meses, y construyendo un
relato de mi vida lo bastante interesante para hacerla creer que me
estaba convirtiendo en aquello que un día prometí que sería, por
si me preguntaba. El discurso se borró de mi memoria de golpe y
apareció en su lugar el parque del pueblo, del que cambiaron las
entrañas para aparentar que seguía con la misma piel, y el banco de
las primeras veces. El de la primera vez que me besó, una mañana en
la que debíamos estar en clase. El de la primera vez que la besé,
dos días después. En el que nos buscábamos con los ojos cerrados y
nos encontrábamos con las bocas abiertas creyendo que sabíamos, sin
saber; aprendiendo sobre la marcha. Habían pasado ya unos años de
aquello y allí estábamos los dos, junto al colegio en el que me
crié y al lado de un pequeño parque demasiado nuevo para fingir que
también fue mío, en una calle adoquinada y mal iluminada,
encontrándonos de nuevo. Llegó a mi altura y sonrió, deteniéndose
a dos pasos de mí. Nos dijimos hola casi a la vez y sin que ninguno
lo hubiera planeado nos fundimos en un abrazo.
Que la profundidad del discurso que me
había preparado había desaparecido por completo quedó claro en
cuanto hablé, y tan sólo acerté a decirle que tenía el pelo
mojado. Los años habían dejado atrás las plataformas y el chándal
y ahora éramos dos jóvenes que dejaban en el camino las huellas de
sus zapatillas, y en medio de ese abrazo que ninguno queríamos
romper noté su pelo en la mejilla. Se acababa de duchar, me dijo, y
no le había dado tiempo a secárselo. Nos separamos, nos miramos y
nos sentamos juntos en el escalón de una de las puertas de entrada
al colegio para tratar de relatarnos ordenadamente nuestras vidas.
Pasaron dos horas hasta que la noche se
nos fue, y apenas recuerdo nada de lo que hablamos. Era la chica de
antes con el pelo mojado entornando unos ojos claros que envolvían,
pero tenía dos años más en la mirada. Había en su voz un deje de
tranquilidad que antes no tenía, y espero que el tiempo también
hubiera servido para que al hablarle de mí yo no tartamudeara. En
aquel escalón dejamos algún recuerdo pero ningún reproche, y
cuando nos levantamos y caminamos juntos hacia su casa la noche había
servido para que yo coleccionara alguna de mis primeras certezas en
el camino a recorrer para hacerme mayor.
La primera, que ya rara vez me ponía
un chándal.
La segunda, que el primer dolor regresa
siempre amortiguado, convertido en un arañazo dulce.
En la esquina de su calle nos plantamos
uno frente al otro, ella en la acera y yo un palmo por debajo en la
calzada. Después de dos despedidas y un beso suave en la mejilla,
decidí que no quería llegar tarde en esta segunda vez y fui yo
quien la besé. Medí ese segundo primer beso con los recuerdos de
las otras veces y hubo algo distinto en los dos, unos años de más
tal vez. Nos despedimos de nuevo y la vi caminar unos pasos antes de
marcharme. No había vuelto la primera esquina cuando noté algo en
la mejilla, un pequeño roce de humedad. Me pasé la mano despacio y
sonreí al darme cuenta que aquella noche, como siempre, era ella la
que me había besado por primera vez.