viernes, 11 de junio de 2010

El hombre de pausado caminar

Caminaba tan decidido que seguro que no sabía hacia dónde se dirigía

En medio de la tenue luz de una ciudad desierta, se distingue el ruido de las pisadas del hombre de pausado caminar. Es hijo de ninguna parte, y se siente en esta tierra, como en cualquier otra, un extraño. De tragos amargos tiene la garganta llena, y el paladar rugoso sólo le devuelve arena desde las entrañas cuando se esfuerza por tragar una saliva que duele, de tanto veneno como lleva. Su vida, como su alma, reposa en un hatillo al que se le ven las costuras, mal zurcidas y mal cuidadas por un tiempo que pasa y no ayuda. Todo lo que tiene lo lleva puesto, o sobre el hombro, y tiene por casa el rincón más grande del mundo: la calle. En su inhóspita habitación, nunca elige la compañía, y se conforma con la que el azar le regala, ya sea una corta conversación o los latigazos acerados de la más cruel indiferencia.

Esta noche, como muchas otras, se ha cansado de la ciudad, y ha roto su andar tranquilo para llenarse de una decisión como las que ya no quedan, y salir hacia la negrura en busca de otro lugar habitable, otra calle en la que dormir, otra acera en la que llorar. Ni siquiera sabe por qué llora, porque bien pensado, ni siquiera recuerda su nombre. ¿Para qué? ¿Quién lo necesita cuando nadie le va a llamar? Para casi todo el mundo no existe, a pesar de pasarse las horas sentado junto a la puerta del centro comercial. Quien le habla es para recriminarle que beba y no se lave, que no se ponga a trabajar. Como si eso fuera tan fácil. Como si no fuera el alcohol el único abrazo caliente que recibe día tras día. Como si la ginebra no fuera la única capaz de intentar contestar las preguntas que nunca formula porque no encuentra las palabras. Hay gente que le habla, sí, y también gente que le insulta. No le duelen las patadas de esos malnacidos que castigan a aquel que no tiene la suerte que ellos tuvieron. No le duelen los insultos de la gente. El frío de la calle le ha trizado el corazón, y ya no le duele nada.

Por eso, esta noche, camina decidido, pero con suavidad, casi con ternura, hacia una nueva isla desierta. Lleva por centinela las luces apagadas de un presente asesino, de un futuro al que nunca llegará. En la soledad de la avenida, sus pasos repiquetean en las baldosas de la acera, mientras se aleja de unas casas en las que nunca ha vivido, de unas calles en las que nada ha dejado. Para él sólo queda un poso de melancolía en la ajada taza del alma. Camina, sin mirar atrás, hacia una autovía oscura, y ante él se yergue una rotonda que indica el final de la luz. Detrás, desafiante, una carretera negra como boca de lobo, como una gran cueva que no tiene final, y si lo hay, está a decenas de kilómetros de distancia. No le importa, no le da miedo la oscuridad. Algunos coches parten en dos la avenida con sus luces, pero ni siquiera les mira porque sabe que nunca le llevarán. Si quiere inventar un nuevo destino, tendrá que hacerlo solo. Él y la oscuridad.

Casi ha llegado al borde del precipicio cuando lee por el rabillo del ojo las letras que coronan la rotonda. ‘Hasta pronto’, rezan, ‘hasta nunca’, dice él, justo antes de perderse en la oscuridad. La noche escupe una brisa invernal que congela los últimos resquicios de la primavera, y llena el suelo de charcos. El aire huele a lluvia, y la humedad se pega en los bolsillos de un abrigo raído, que guarda en la solapa los besos olvidados de una hija a la que no ve, de una mujer que ya no le quiere; de una vida que ya no le soporta. El negro de la carretera se traga su silueta mientras la ciudad sigue dormida, y el suave vaivén de la noche acompasa todos sus sueños. De fondo, a lo lejos, en lo más hondo de la carretera, se oye el chapoteo en los charcos de los rotos zapatos del hombre de pausado caminar…

martes, 8 de junio de 2010

Capítulo Segundo

Otro retal mal cosido que he encontrado por el baúl de los párrafos olvidados. A partir de aquí, tocará improvisar de nuevo...


Afuera todo era niebla y oscuridad. Limpié el vaho de la ventanilla con la manga de la camiseta, pero no pude ver nada más allá de la negrura de una noche que hasta hace poco era tarde, y que se convertía minuto a minuto en el final de un día que ya no sería el mismo nunca más. Es curioso cómo la mente selecciona aquellos recuerdos que quiere guardar y los imprime en la memoria como si fueran fotografías, para que el paso del tiempo no erosione ninguno de sus detalles. Ni siquiera recuerdo cuándo tomé la decisión de marcharme, pero sé que me fui un sábado, en un tren que partió la llanura envuelto en la niebla con destino a las entrañas de una gran ciudad.

Languidecía el otoño más cálido que se recuerda, y aparecieron, de repente, los primeros retazos de un invierno madrugador. En el tren, todo era silencio. Si te concentrabas lo suficiente podías oír el silbido que producía al deslizarse, veloz, sobre los helados raíles, y el sonido de la niebla abriéndose a su paso. Había pasado gran parte del trayecto durmiendo, porque a través de la ventanilla no había mucho que ver. Me desperté unos minutos antes de que la bruma dejara paso a las primeras luces de Madrid, y por primera vez en muchas horas empecé a sentir miedo, porque quizá por primera vez fui consciente de que no sabía lo que me esperaba. Un escalofrío me recorrió la espalda y me hizo estremecer. Reconozco que incluso estuve tentado de volver atrás y empezar a deshacer el nudo que estaba dispuesto a apretar. La indecisión duró un minuto, quizá dos, pero logré acorralarla reuniendo algo del escaso valor que me quedaba, y empecé a planear mi siguiente movimiento.

A decir verdad, Madrid no era para mí una ciudad extraña. Años atrás, con la ilusión intacta en la maleta, me adentré en sus entrañas siendo sólo un crío con la esperanza de que la urbe, descarnada como pocas, vomitara, años después, al joven imberbe e indeciso convertido en un hombre capaz de asumir responsabilidades. La ciudad había fracasado, y quizá por eso decidimos darnos el uno al otro una segunda oportunidad. Por eso, cuando el tren se adentró por completo en la capital y partió en dos sus calles con una lengua de luz, me sentí reconfortado. Recuerdo la primera vez que llegué a Madrid, y el miedo que sentí cuando me lancé en solitario a explorar sus rincones. Es fácil hablar de esa ciudad desde la distancia, pero sólo el que se ha dejado envolver por ella sabe todo lo que puede llegar a despertar en una mente como la mía, dispuesta a empaparse de todos los nuevos retos. El temor se fue diluyendo poco a poco a medida que hacía mías sus esquinas, con la misma velocidad con la que la ciudad iba haciéndome suyo. Madrid es una ciudad que no te da respiro, y que se construye con las almas de la gente que intentan conquistarla. Sus calles se alimentan de los sueños de todos aquellos que por ellas transitan, y es fácil llegar a pensar que dominas la ciudad.

Pronto te das cuenta de la mentira que supone, porque Madrid es indomable.
No pude evitar esbozar una sonrisa mientras mi memoria seguía escupiendo recuerdos, y casi ni me di cuenta de que el tren estaba aminorando la marcha porque estábamos llegando a Atocha. Poco a poco, como si de una organizada procesión se tratase, todos los pasajeros se fueron levantando y comenzaron a bajar las maletas de los estantes, y desfilaron, uno detrás de otro, hacia la puerta de salida. Se acababa el calor del tren, y al otro lado de las puertas aguardaban el frío y la ciudad, los primeros minutos de un futuro que ya no podía controlar, a pesar de que fui yo, y sólo yo, el encargado de elegirlo. Me puse el abrigo y la bufanda, y agarré la mochila en la que llevaba, sobre el hombro, lo que me quedaba de vida. Antes de bajar del tren me detuve en la escalera y respiré hondo. Ese gesto, casi espontáneo, supuso el punto y final a todo lo que hasta ahora había conocido, en principio de una nueva vida marcada para siempre por las sombras. Allí, en el andén de la estación, terminaba mi pasado, y se escribían las primeras líneas de un futuro que jamás podría dominar.