miércoles, 24 de septiembre de 2014

El frío, la calle

El primer frío siempre es el peor. No es el más doloroso ni tampoco el más penetrante, pero sí el más traicionero. Aguarda escondido en las primeras noches de otoño tras unas horas de sol que suponen un falso calor que invita a la guardia baja. Luego la tarde se va y la oscuridad asoma con un aire no demasiado violento pero sí constante, que encuentra los rincones del cuerpo que la lluvia mojó sin que nos diéramos cuenta, y esa noche vienen los temblores, y la tos, esa tos que ya no se irá hasta que no pase del todo el invierno. El frío es duro, pero no más que la calle, piensa, ahora que la experiencia de años sobre cartones le ha enseñado a prevenir. A pesar del sol de hace unas horas, y tras la lluvia de hace un rato, ha sacado la manta del petate para cubrirse con ella durante el sueño, teme más al frío que a la soledad. Lleva noches esperando ese temblor que no llega, pero esta vez casi lo presiente porque puede notar que viene la tos. Viene también de nuevo el frío a examinar la supervivencia de un hombre que en realidad no quiere vivir, y que no piensa en matarse porque algo le dice, a su vez, que está cerca el final. Quizá sea la tos, que duele cada vez desde más abajo e incendia su pecho cuando se retuerce y le falta el aire, quizá sea porque, esta vez sí, se ha cansado de vagar.
Si no me mato es por el perro, piensa mientras acaricia al pequeño animal, que mordisquea un extremo de la raída manta mientras hace tiempo hasta la cena. Ese perro canijo es el único en quien confía, a pesar de la procedencia incierta del can. Es un perro de la calle, como él, y quizá por eso se sostiene la frágil amistad que comparten ambos. Marrón, patas cortas, dientes pequeños pelo corto y unas pulgas tan grandes que a veces parecen lunares sobre su piel que él arranca de cuando en cuando, a pesar de las quejas lastimeras del animal. Al principio dejaba al can en la calle, fuera de aquel cajero, pro temor a que el perro mordiera a alguien que fuera en busca de dinero en mitad de la madrugada. La policía hacía la vista gorda sobre su deseo de no pasar las noches a la intemperie, pero jamás pasaría por alto un ataque del animal. Sin embargo, la confianza no era el único puente tendido entre ambos tras meses compartiendo la dureza de la calle, y el perro había asumido también gran parte de su miedo. Cuando alguien entra en el vestíbulo que acoge el cajero, el animal se aprieta contra él como tratando de pasar desapercibido. No ladra, gimotea bajito. Como ahora, que ha olvidado el hambre en la esquina de la manta y hunde la cabeza contra el pecho de él, mientras tres chicas esperan a una cuarta que saca dinero. No le miran fijamente, pero se siente vigilado y confirma su sospecha cuando ve las miradas de las cuatro fijas en él a través del pequeño espejo que hay en un rincón de la estancia. No tienen nada que temer. Si tuviera que apostar, lo haría por que él tiene más miedo. El miedo tiene poco que ver con lo que uno tiene que perder. El miedo se alimenta de vacío, y no hay nada más vacío que la vida de quien ya no es nadie, de quien perdió su nombre en las aceras y se dejó el rostro tras una barba tupida y un pelo gris y desaliñado, tras una voz que ya no es. El miedo es, en realidad, despertar al siguiente día; es pensar por un momento que la muerte no va a llegar nunca.
Ya solos, es la hora de cenar. Saca dos magdalenas duras y pone una en el suelo, derramando sobre ella un poco de leche de un cartón abierto demasiados días atrás. Aquí tienes, amigo, le dice al animal mientras él rompe como puede pedazos de la otra pieza y los intenta tragar ayudado por pequeños tragos de una leche agria como el despertar. Y se los traga. Y los nota bajar. Y el nudo en el estómago le recuerda a aquella vez que partió un cristal y agarró un trozo y lo clavó en alguien que, como él, no tenía a nadie a quien llamar. Y al brotar la sangre le vino el nudo y sintió que no podía respirar. Recuerda aquel día, aquella algarada en el comedor social en el que el miedo le quitó la razón y jugó a ser rey en una manada de lomos famélicos a los que el hambre no acababa de matar. Y trata de recordar por qué lo hizo, y busca y no encuentra un motivo con el que explicar por qué encontró el valor para intentar quitarle a otro lo que ahora, él que no la quiere, no se atreve a quitar. Y el perro vuelve a rescatarle, como cada noche, lamiendo sus manos, sus dedos fríos, en busca de restos de la magdalena que se acaba de cenar.
Y cuando en la ciudad empieza a reinar el silencio, se acuestan. Se tumba él y a su lado el perro, que no tarda en dormitar. Le pone la mano sobre el estómago pequeño que no para de subir y bajar, tratando de darle algo de calor al diminuto animal. Y así le sorprende el sueño, o al menos esa suerte de duermevela que le sirve para descansar. Pasado un rato viene el frío, el primer frío, y con él el temblor. Y llega la tos, que le hace retorcerse como un adiós en una tarde cualquiera de domingo, y que lleva a la sangre caliente a trepar garganta arriba mientras él, con los ojos cerrados y sin abrir la boca, se esfuerza por tragar. Cada vez duele desde más abajo, piensa, y se toca con los dedos por debajo del esternón, casi en el estómago, y siente su pecho crepitar.
Y se duerme, satisfecho, convencido de que, esta vez sí, el final está a punto de llegar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Tormenta de verano

La primera vez que me habló de verdad de ella fue en una de las últimas noches de verano, una noche de alcohol y guardia baja. Tenía la despedida con la gallega atravesada en la garganta y de camino a casa paré en todos los antros abiertos buscando un vaso de ginebra que me ayudara a tragar, y al salir de la última cueva de borrachos se había desatado una tormenta de esas que en sus albores sólo remueven el calor, y que había sido convocada por un bochorno inusual para una noche de septiembre. Desde el primer trueno que me envolvió en la calle hasta las primeras gotas pasaron cuatro esquinas, y en las tres que quedaban hasta mi casa la lluvia me fue calando la ropa y pegándoseme en la piel, dejándose confundir con el sudor. Gané el portal empapado y abrí la puerta sin cuidado alguno, algo de lo que me arrepentí enseguida porque podía arrancar al viejo del sueño. Nunca había dormido muy bien, pero en el último año y medio las más de las noches habían sorprendido a mi padre sentado a oscuras en el salón, acaso la televisión encendida, en una duermevela enfermiza que apenas se podía quitar de encima. Ganar la cama era para él un logro, y si esa noche lo había conseguido mi torpe irrupción podría haberlo arruinado. Me quité la camisa empapada y fui a la cocina en busca de un trapo seco, ya que el baño estaba cerca de su habitación, y cuando encendí la luz vi al viejo sentado, clavado ante la mesa, con la mano rodeando un pequeño vaso en el que bailaba un líquido ambarino.
MI padre, que apenas bebía, había elegido esa noche para brindar. Le encontré más viejo que nunca, más encogido, consumido en esa camisa interior blanca, impoluta, con apenas algo de carne bajo sus pantalones bien arreglados. Tenía la frente arrugada y los ojos enrojecidos, y estaba empapado en sudor. Abrí la ventana de la cocina y la lluvia, hasta ese momento un rumor, un murmullo, gritó con toda la fuerza con la que se rompe el silencio de la noche, y vino acompañada de un relámpago que dejó insignificante la luz. Tomé un trapo seco y apenas me enjugué la frente lo puse sobre los hombros del viejo, para que el nuevo aire que entraba no le hiciera empeorar, y me serví con calma un vaso de ginebra mientras contaba mentalmente los segundos que pasaban desde el fogonazo del relámpago hasta la venida del trueno, para saber si la tormenta nos acompañaba o estaba aún por llegar. Con el vaso en las manos y el primer trago abrasándome el pecho, me senté ante el viejo, saqué un cigarrillo y coloqué el paquete y el encendedor entre ambos, y fumé con calma y caladas profundas esperando a que mi padre empezara a hablar.
Estaba encendiendo el segundo cigarrillo cuando el viejo se cansó de la lluvia y se decidió a decir algo. Lo hizo con un tono pausado, doliente, casi lastimero. “Tú tenías las palabras”, fue lo primero que dijo, y yo no respondí. Y empezó a hablar de ella, de mi madre, que se fue cuando era apenas un crío por un borracho malnacido que agarró un coche en lugar de una pistola y que puso rumbo a la mañana en lugar de ponérsela en la sien. “Le encantaban las tormentas en verano, ese olor que venía después de la lluvia, como a tierra o hierba recién cortada”. Me dijo que no pasaba un solo día en que no se acordara de ella, y que desde que se marchó jamás hubo para él otra mujer. Que el motivo para seguir adelante, yo, era ahora un motivo para dejarse vencer, porque yo ya no le necesitaba: ya había alcohol para cicatrizar mis propios errores. “Pero lo peor son todas las cosas que no le pude decir”, dijo, y habló entonces como nunca. Habló de un poema aprendido de memoria, de un vientre que era música de jazz, de un precipicio en la garganta. Hablé de un mapa de lunares, del sendero de la columna vertebral. De su espalda. De su cuello. Sobre todo de su espalda. De ese amanecer tan limpio que tenía, de un bostezo que convertía cualquier tarde en un domingo por la mañana. Agarró en el aire palabras que no conocía y dibujó con ellas matices y sensaciones, mientras yo callaba y sonreía, sabedor de la trampa que tras aquello se ocultaba. Apuró el vaso de bourbon y se levantó. Volvió a los dos minutos con un puñado de papeles entre las manos. Antes de que los dejara sobre la mesa yo ya las había identificado: eran mis textos, mis relatos, mis fiebres nocturnas. Nunca las había escondido mucho, bastaba con abrir un cajón, pero nunca llegué a pensar que el viejo pudiera leerlas.
“Todo lo que siempre quise decirle a tu madre está aquí, todo lo que significaba. Pero nunca tuve las palabras, no las encontré. Se fue sin escucharlo”.
Encendí otro cigarrillo.
“Y ahora resulta que las palabras las tienes tú”.
Di un trago de ginebra.
“Espero que no sólo las hayas escrito, que también las hayas llegado a pronunciar”.
Me besó en la frente y se marchó a dormir. La tormenta había pasado y la noche cerrada se empezaba a escurrir en medio del aire limpio que la lluvia nos había procurado. Me fumé con calma el cigarrillo y apuré de un trago la ginebra, a pesar de que la despedida de horas atrás había logrado salir del estómago y trepar tráquea arriba hasta atravesarse de nuevo en la garganta, donde volvía a impedirme respirar. Saqué el teléfono y busqué su nombre entre los primeros lugares de la agenda, y marqué.
Pasaron cinco tonos hasta que descolgó y me llegó del otro lado su voz casi de niña, su acento, ese deje somnoliento que acompañaba todo lo que hacía.
“¿Nacho?”, dijo, y sólo hubo silencio.
“Nacho, ¿qué te pasa?”, intentó una segunda vez.
Me arranqué el velo amargo del paladar y recogí todo el aire que había en mis pulmones para conseguir hablar.

“Tú… Lo que me pasa eres tú”.