viernes, 12 de septiembre de 2008

No vuelvas a hacerme daño

No lo hagas, que no se te ocurra volver a herirme, porque estoy demasiado acostumbrado a morder el polvo. Tanto, que la boca me sabe a tierra y de mis heridas sólo mana sangre seca. No vuelvas a hacerlo, porque me han herido demasiado. Porque mis ojos están secos y todavía me sabe a sal la comisura de los labios. Porque he llenado ríos con lágrimas que no van a ninguna parte, y me he dejado la voz en gritos que sólo hacían eco en las paredes de mi desesperación.
No se te ocurra volver a herirme, no vuelvas a hacerme daño. Porque quizá esta vez sea la última vez. Quizá de tanto tensar la cuerda de mi alma, acabe por romperse, y termine explotando de una vez por todas. Quizá en ese momento me convierta en un espíritu libre, indomable, y transformaré toda la rabia contenida en energía para seguir hacia delante a pesar de los demás, a pesar de lo que digan y de lo que hagan, a pesar de las zancadillas que me pongan por delante, a pesar de las circunstancias.

No vuelvas a hacerme daño, porque quizá en ese momento nada ni nadie logrará detenerme.

Eso que llaman crecer...

La nostalgia no entiende de kilómetros, de distancias, de países. La nostalgia se alimenta de años, y por desgracia envejecer es un camino en una sola dirección: permite mirar hacia atrás, pero siempre se camina hacia delante
Yo a menudo echo la vista atrás y me pregunto qué queda de nosotros, esos que nos sentábamos en un banco del parque sin más excusas que una bolsa de pipas para pasar la tarde. Estábamos en los albores de una juventud que no sabíamos dónde nos iba a llevar, pero todos soñábamos con hacer de nuestra vida algo grande
Todos, de alguna manera u otra, lo conseguiremos. Pero ya no somos los mismos. No podemos serlo. Un buen día llenamos las maletas con un puñado de preguntas sin respuesta y nos fuimos de aquel pueblo que conocíamos como la palma de nuestra mano. Dejamos atrás aquellas calles en las que nos pelábamos las rodillas detrás de un balón, las farolas bajo las que dimos nuestro primer beso, el coche sobre el que lloramos apoyados porque ella se fue.
Así, con un montón de dudas y apenas alguna certeza, me sumergí en las calles de Madrid para convertirme en alguien completamente distinto. El hambre de una ciudad que se alimenta de sueños fue limando mi carácter, mis ideas, mis pensamientos, incluso mis sentimientos, hasta convertirme en lo que soy. No fui el único, ni tampoco la ciudad fue exclusivamente mía. Da igual lo que creamos, una ciudad como Madrid nunca forma parte de ti. Somos nosotros los que formamos parte de ella.
A mí me pasó allí, los demás se forjaron en otras calles, con otras gentes. Recibieron otros golpes, pero el resultado fue el mismo: salieron transformados. Aun así, de vez en cuando, volvemos a esas calles que nos vieron crecer, en las que fuimos reyes por un día. A menudo, una cerveza se convierte en una razón de sobra para encontrarnos y comprobar cómo hemos cambiado, adónde nos ha llevado el futuro. Son los años los que han dictado las líneas de nuestra vida.
Pero ninguna ciudad, ninguna experiencia, nadie, ha podido borrar del todo lo que un día fuimos. Quizá no podamos repetir aquellas risas sin motivo, pero aún queda algo de aquella luz en el fondo de nuestra mirada. El futuro no podrá arrebatarnos lo que fuimos algún día. No podemos repetirlo, pero tampoco lo olvidaremos.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Adiós

No son mis manos las que te acarician hoy, es toda mi vida la que recorre tu cuerpo. Despacio, poco a poco, siguiendo la estela de esa gota de sudor que busca pesadamente el final de tu espalda. Fuera, la noche cae a traición sobre la ventana, elcielo negro, las calles negras, negro también el manto que envuelve a la luna. No tiene sentido pensar en ti si mañana he de olvidarte. No tiene sentido hablar si lo único que se puede decir ha de sonar a despedida. Mientras, mis recuerdos siguen naciendo en el filo de tu piel, y van a morir enredados en tu pelo.
Estás llorando. Lo sé, a lo mejor tú también sabes que me he dado cuenta, y por eso no quieres mirarme. Lo último que recuerde de ti será el brillo de tu piel. A ti te quedará para siempre el roce de mi mano. La luna está de nuestra parte, por eso, espera, impaciente, en lo alto del cielo, a pesar de la fina lluvia que comienza a golpear la ventana. Será el sol el que marque el fin, el que te lleve de aquí para siempre. Aún quedan unas horas.
Podríamos estar hablando, riendo, besándonos; pero no. Yo te acaricio, y tú lloras. Sé que si me duermo no te volveré a ver. No es un temor, es una certeza. Mañana tú no estarás aquí, y yo no estaré para ti. No puedo seguirte. No puedes esperarme.
Llegaste a mí descalza, una lejana tarde de abril. Te irás para siempre desnuda, y sólo me quedará el sabor de tu espalda. Quiero probarlo una vez más. Es mi alma la que empuja mi cuerpo hacia delante, hasta que mis labios se encuentran con tu piel detrás de tu hombro; y te estremeces. Salado, como siempre; amargo por primera vez. Despacito, sin querer romper el silencio, giras sobre la cama y te quedas frente a mí. De nuevo. ¿Ves como estabas llorando? Lo sabía. Lo que no sabía es que también lloraba yo.
Y entonces lo hiciste, sin querer, pero lo hiciste. Hiciste lo posible para que olvidarte fuera imposible. Me condenaste a ti para siempre. Acercaste tu mejilla a la mía, y ahí se me clavó tu olor. Te acercaste despacio, muy lento, hasta tocarnos, y ahí se me clavó tu piel. Me miraste fijamente, con la intensidad de quien mira a la luz un instante antes de correr hacia la muerte, y ahí se me clavó el azul de tus ojos. En ese instante comprendí que era la última vez que mi cama se llenaba de ti, que mañana ese hueco estaría vacío, quizá aún caliente, pero vacío para siempre.
Empecé a temblar. Y entonces me besaste y, por un instante, en ese beso, volvimos a aquella tarde de abril, tú descalza en el parque, radiante, y ahí se me clavó tu imagen, tu esencia, tu alma. La última puñalada me la dio la puerta que se cerró cuando aún estaba amaneciendo. Al despertar ya no estabas. Me asomé a la ventana, pero ya estabas lejos, muy lejos, eras ya inalcanzable. El sol lucía en lo alto del cielo, pleno, feliz, alegre. Después de todo, había hecho bien su trabajo.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Crisis vocacional

Las crisis vocacionales existen. Que se lo pregunten a los periodistas. Desde que nacemos y hasta que morimos, mientras nos hacemos,el periodismo nos pone a prueba una y otra vez, sin descanso ni piedad, pero no es fácil matar el gusanillo que llevamos dentro.
Primero, en la carrera, en universidades masificadas, sin medios y ante profesores que hace tiempo que perdieron la pasión por lo que enseñan,cocinamos nuestro futuro a fuego lento. Muy lento.
Luego, las prácticas. Horas y horas en una redacción haciendo lo que nadie quiere por cuatro duros al mes, en el mejor de los casos. Después,el trabajo. Horarios infernales, siempre con prisas y con presión y sin apenas vida social.
Pero un día, cuando te sientes al borde del abismo y piensas que lo mejor es mandarlo todo a tomar viento, abres el periódico y descubresque Rusia ha invadido Georgia, y te encantaría estar allí. Vivir en primera persona un acontecimiento histórico, contarle a todos los demáscómo cambia el mundo sin que ellos apenas se den cuenta.
Mi sueño siempre ha sido ser corresponsal de guerra. Estoy muy lejos, lo sé, y ni siquiera estoy seguro de que tenga el valor suficiente parahacerlo. Pero no voy a tirar la toalla sin luchar. Tengo muchos años por delante, y demasiadas ganas de seguir aprendiendo como paradarme por vencido.
Es duro decirlo, pero la guerra es el cénit del periodismo. No es cuestión de morbo, sino de deber, de pura vocación. Recuerdo que hace años,durante la guerra de Irak, me obligué a morderme la lengua en más de una ocasión. Nos vendieron una operación quirúrgica, sin muertos, precisa.Hablaron de un camino alfombrado de pétalos, y, tres semanas después, estábamos llorando la muerte de José Couso.
Hacía tres días que Couso se había dejado la vida en Bagdad cuando, en un entrenamiento, salió el tema a relucir. Casi todos estaban a favor de laguerra, y yo no tenía ánimo para discutir con todos. Entonces, alguien habló de Couso. "Es normal lo que le ha pasado. Que no hubiera ido".Enrojecí de ira y me marché. Recuerdo que esa noche apenas pude dormir por el enfado.
Si Couso no hubiera ido, si los demás no hubieran estado ahí, no te habrías enterado de que no existe la guerra quirúrgica ni las bombasinteligentes. No sabrías que la guerra es un niño cubierto de polvo buscando entre los escombros a sus padres muertos. Que la guerraes una mujer llorando con las manos hacia el cielo sobre el ataúd de sus hijos. Que la guerra es un monstruo que se alimenta de sangre seca.Que en la guerra se mata y se muere. Que la guerra es una mierda.
La muerte de Couso no fue la primera, ni será la última seguramente. Por desgracia. Pero esa certeza, lejos de hacer cundir el desalientonos anima a apretar los puños y seguir adelante sin miedo. Esa certeza hace más grande el convencimiento de que en la próxima batalla, enel siguiente conflicto bélico, tenemos que estar ahí.
Para que tú, delante del televisor, sepas que en el mundo muere gente injustamente. Que el cielo escupe fuego sobre sus casas y se aferrana sus hijos con el único propósito de morir juntos. Para que tú sepas que, eso que te parece normal, es la mayor de las atrocidades. Y quela próxima vez que algo así esté sucediendo, el "no haber ido" no valdrá como respuesta.

La misma sal

No sabía por qué, pero el sonido del mar al romper en la orilla le tranquilizaba. Por eso, siempre que podía, se deslizaba desde la habitación del hotel hasta la playa, en medio de la noche, cuando el océano apenas es un tumulto de espuma. No le daba miedo enfrentarse sola contra el mar, porque sabía que éste estaba de su parte. Ya se conocían.
Llevaba puesta una camiseta que le llegaba hasta más allá del codo pero, aun así, cuando puso su pie sobre la arena notó como se le erizaba el vello de la nuca. Estaba fría. Le encantaba sentir la arena fría bajo sus pies descalzos. Le hacía sentirse viva, y ésa era una sensación que no se experimenta muy a menudo. Pocas veces toma uno conciencia de su existencia, y ella había aprendido a saborear esos momentos.
Avanzó unos metros y se sentó sobre la arena, dejando que el Mediterráneo, en su vaivén, jugara a mojarle las puntas de los pies en cada ida y venida. Se apartó el pelo de la cara y dejó que sus ojos se perdieran en el horizonte oscuro, soñando, una vez más, que soñaba despierta.
El rumor del mar y la brisa evocaron una tarde de invierno en París, esa ciudad a la que nunca ha ido pero que tan bien conoce. No le hace falta haberla recorrido para verla en sus ensoñaciones. Sigue siendo bonita a pesar de la niebla que empaña sus cristales, enfría su aliento y perla sus cornisas con un ligero rocío. Sigue siendo la desconocida a la que tanto ama.
A veces sueña que es la Torre Eiffel. Majestuosa, dominando el lecho dormido de una ciudad suicida que se alimenta de los sueños de gente como ella. Si estuviera en lo alto de la torre, le gustaría gritar y hacer que su voz inunde cada rincón de esa urbe de plata que destila el aroma de las rosas. Hacerla suya.
Le encantaría pasear por las calles su soledad y dejar un poquito de ella en cada uno de sus rincones. Quizá encontrara así alivio para un alma anciana, que en un cuerpo de veintiún años pesa como si tuviera ochenta, de tan ajada como está.
Apenas se acuerda de la última vez que se rió de veras, con ganas, desde muy adentro. Quizá fue cuando él recorría con el dedo su espalda, y le susurraba al oído que nunca la iba a dejar. El primer amor dura apenas un suspiro, pero su final duele durante toda la vida.
Notó que tenía los ojos cerrados, apretados muy fuerte, para no dejar escapar la oscuridad. Al tiempo que un lágrima se deslizaba por su mejilla, el agua le cubrió los tobillos, devolviendo su mente a la realidad. Miró el horizonte y sintió que el mar lloraba con ella, con las mismas lágrimas, la misma sal. Y sonrió, antes de tumbarse sobre la arena y dejar que el mar la cubriera por completo…

Un día más

Cuando el arma llegó a sus manos y sintió su tacto frío, los pelos se le pusieron de punta. Pesaba más de lo que podía haber imaginado, pero bien pensado era normal: cualquier cosa cuyo fin era matar tiene que tener más peso que la vida que se dispone a arrancar. La miró un instante antes de amartillarla, y se secó el sudor que perlaba su frente con la palma de la mano izquierda, mientras que con la derecha se metía la pistola en la boca.
Transcurrió un instante, pero a él le pareció una eternidad. En ese tiempo que no acababa nunca, su mente le traicionó por un momento y le regaló una sucesión de imágenes que, desde luego, no le confortaban. Era verdad lo que decían en las películas, pero todavía no había visto la luz y no estaba dentro de un túnel. Por eso se sintió decepcionado, al menos en parte.
Después, simplemente, se dejó llevar. Permitió que fuera su cerebro quien tomara la decisión, como si eso le eximiera de toda culpa. Había estado mirando en internet y sabía que el tiempo que pasaba desde que el cerebro daba la orden hasta que ésta se ejecutaba era insignificante, pero eso le bastaría para acordarse, por última vez, de lo poco bueno que había sido capaz de dar.
Se acordó de la universidad, quizá los mejores años de su vida. Qué lejos quedaban. Los profesores, los amigos, las fiestas… fue en una de ellas cuando la conoció en medio de una nube de ron y marihuana. También ella estaba borracha cuando salió tambaleándose a la terraza, decidiendo por el camino si quería respirar aire fresco o vomitar. Se apoyó sobre la barandilla y sintió una mano encima de la suya.
Aquel momento, lejano, vino a su mente con una claridad que incluso le costó discernir si de verdad estaba sucediendo. Le parecía tan real como la gota de sudor frío que sintió nacer en la parte posterior del cuello, y que se deslizaba por su columna vertebral, trizando cada uno de los nervios de su espalda.
Cerró los ojos con fuerza, llamando desesperadamente a una oscuridad que no llegaba, y apretó el gatillo. Cuando escuchó el ruido sordo del percutor, supo que el tambor estaba vacío, ahí no estaba la bala. Lo que sintió después no supo si era alivio o rabia; si estaba feliz por seguir viviendo o molesto por obligarse a soportarse unos segundos más.
Pasó la pistola al que estaba a su izquierda y se encendió un cigarrillo con la vista fija en el suelo. Le había dado dos caladas cuando escuchó una detonación que resonó en toda la nave, y que hizo que incluso temblaran las paredes. El suelo, alrededor, estaba cubierto de sangre y sesos, pero a él apenas le habían alcanzado unas gotas.
Se levantó pesadamente y recogió su chaqueta, preguntándose quién había ganado aquella mañana. Después de todo, el único ganador yacía en el suelo, con la cabeza abierta, y los perdedores eran que quedaban vivos para relatar su hazaña.
Salió a la luz del día y se despidió del resto de la gente. Miró el reloj: las siete y veinte. Tenía por delante, al menos, un día más. Y quizá con un poco de suerte llegaría a casa a tiempo para acompañar a las niñas al colegio.

La vida está hecha de momentos

Esta frase, lapidaria, es verdad se mire por donde se mire. Todo nuestro mundo está construido por ráfagas, pequeños instantes que recordamos al echar la vista atrás para ver en qué nos hemos convertido. No es el titular de un manual de autoayuda ni el axioma alrededor del cual se construye una nueva filosofía. Salió de la boca de Nieves, cuando, después de perder dos partidas de dardos, nos atrevimos a mirar al futuro, ron mediante.
Es cierto que nuestra vida se compone de momentos, buenos y malos, y que quizá son estos últimos los que más nos enseñan, pero a la vez los que menos recordamos. Es una de las ventajas de la memoria selectiva: tenemos grabada a fuego la primera sonrisa de una chica bonita, ésa con la que desarmó nuestro corazón, pero cuando nos dijeron adiós esos mismos labios, que creíamos casi tangibles, se volvieron de pronto difusos.
Nadie está libre de pecado. Yo guardo unos cuantos pares de labios, alguna que otra boca, para soñar despierto de vez en cuando. No sería doloroso si no fuera porque, de noche, me sorprenden de nuevo, sin que yo las llame, sin aviso alguno, para recordarme que una vez me besaron, sí, pero que también me dijeron adiós. Hoy es una noche propicia para ello. Las tormentas siempre vienen cargadas de recuerdos, y a menudo no los eliges, vienen porque sí.
Hoy, como tantas noches, miraré hacia otro lado. Miento a menudo cuando hablo del tema intentando esconder mi cobardía con indiferencia, tirando del manido ‘más vale malo conocido…’, conformándome con lo poco que tengo con tal de no ponerme en peligro. Pero lo cierto es que todos, absolutamente todos, nos morimos por soñar despiertos.
Sabemos que, tarde o temprano, todo se acaba. Nos da igual. Me da igual. Sigo soñando despierto. Si no cierro los ojos la veo. Su pelo rubio, sus ojos claros, y sueño que me sonríe. Y es esa sonrisa la que me empuja cada noche a soñar, a repetir una y otra vez lo que quizá, en un futuro sea algo más que una simple visión. Tengo muy claro que, cuando cierre los ojos, quizá acudan a mi mente un puñado de malos momentos. En algunos también la veo, porque sólo cuando se haya ido podré añorarla a mi antojo. Será entonces cuando su pelo, sus ojos y su sonrisa se conviertan en otro momento amargo, y ya formará parte de mi vida.
Brindo por ello.