viernes, 7 de octubre de 2011

Batalla de octubre

Aquella era una tarde normal que poco a poco se iba convirtiendo en noche. Por la ventana se filtraba la luz anaranjada del indisciplinado sol de otoño, empeñado como estaba en convertir los albores de octubre en el eterno final de un inacabado mes de agosto. A pesar de los dictados del calendario, el corazón decía que aquella era una noche de verano más, atrasada, postergada en el tiempo, pero que pronto iba a quedar indeleble en la memoria. Sin más reflejos que el del exterior, el estudio, agonizante, ofrecía destellos naranjas en todos sus rincones: naranja la estantería plagada de libros y de polvo; naranja el sillón hasta arriba de ropa; naranja la luz sobre la cama donde yo recibía, también naranja, el reposado brillo de sus ojos.
Mientras nos mirábamos sentados sobre aquellas sábanas, la habitación iba poco a poco quedando marcada por su olor. Olían a ella las cortinas, su olor estaba guardado en los cajones. Sabían a sus labios las dos copas de vino que a medio terminar habíamos dejado a un lado en la atropellada tarea de desnudarnos lentamente, sin prisa.
Y allí estábamos los dos, sentados el uno frente al otro, sin más contacto que el de nuestras miradas, viendo cómo el sol asomaba por encima de los edificios. Quizá porque nos dimos cuenta de lo alejada que estaba aquella escena de la perfección cinematográfica de los pensamientos, sonreímos a la vez al descubrir nuestras imperfecciones: los lunares de la piel, las marcas de la ropa de hace un rato, las redondeces de los cuerpos. La realidad, al fin y al cabo.
Fue ella la que rompió la quietud del amanecer de aquella noche. Puso las manos sobre el colchón y se levantó un poquito, avanzando lo suficiente para caer encima de mí, sus piernas sobre mis piernas anudándome la espalda, y me rodeó el cuello con sus brazos. “Cierra los ojos”, me dijo, y cuando dejé de verla noté cómo su boca se acercaba a la mía y se paraba un instante, a dos milímetros de mi piel, para que pudiera sentirla respirar. El aire caliente de su nariz me acariciaba la cara. El primer beso duró un segundo. El segundo, dos. El tercero, una eternidad. En ese vaivén, me acarició con los dientes el labio inferior. Luego mordió, un poquito primero, un poco más después. Apretó lo justo para que la piel cediera y brotara un pequeño hilo de sangre, que se confundió con el rojo de sus labios. Abrazados, el uno contra el otro, apenas nos dimos cuenta de que ya había anochecido.
Un siglo después, caímos los dos sobre mi espalda. Aún anudados por un abrazo que ninguno quería romper, nos dejamos caer sobre la cama para respirar juntos, sobre las sábanas, su olor. Noté en mi estómago el calor de su vientre, y cómo éste crecía y decrecía con el ritmo acelerado de su respiración. Repasé con los dedos la forma de sus costillas mientras hablábamos juntos, a voces, el silencioso lenguaje de los jadeos.
En medio de aquella oscuridad que nos impedía vernos, nos conocíamos mejor que nunca. Allí, piel contra piel, libramos una batalla en la que ninguno podíamos perder. Ella fue la primera en rendirse, pero firmó una tregua aparente cuando se dejó caer boca abajo sobre el colchón, ofreciéndome su espalda, que brillaba por el sudor a pesar de la negrura del otoño. Le aparté el pelo, largo, revuelto, rizado, y recorrí muy despacio, lentamente, el tramo de piel que partía en dos su espalda, desde la parte baja hasta llegar a la nuca. Bebiéndome su sudor. Ella, con los ojos cerrados, sonreía y se dejaba hacer. Cuando mi nariz se confundió con su pelo, caí rendido a su lado. Se volvió y me miró, sin perder esa sonrisa perenne de dientes grandes y blancos. Afiló la mirada, arrugó la nariz y cerró los ojos. Aquella batalla estaba a punto de finalizar, y aunque ninguno de los dos podíamos perder una cosa había quedado clara: ella había ganado.