jueves, 6 de junio de 2013

Autobús

A medida que el autobús avanzaba quedaban en las aceras cada vez menos huellas de la ciudad. Las avenidas de amplios carriles y grandes edificios acristalados habían dejado paso a calles mal iluminadas por las que el autobús serpenteaba en busca de una salida por la que encontrar la oscuridad de una carretera que iba a ser mi hogar durante toda la noche, a pesar de que apenas podía recordar hacia dónde me dirigía, qué lugar había elegido esta vez para tratar de huir de mí mismo. En un intento de reconciliarme con mi cabeza antes de emprender lo que yo esperaba como un largo viaje, encendí la bombilla sobre mi asiento y saqué de uno de los bolsillos de mi chaqueta un viejo ejemplar de ‘La paga de los soldados’, de Faulkner, que había comprado años atrás en el mercado de Sant Antoni, en Barcelona, un domingo por la mañana en el que todavía paseaba de la mano con la más adictiva de mis obsesiones, una poeta de metro y medio que me enseñó que las puerta del abismo tienen la piel morena; un libro que acarreaba allá donde iba, con algunas páginas arrugadas por el exceso de uso y que había leído tantas veces que en ocasiones me bastaba leer la primera frase del párrafo para evocar el resto de memoria. Fue en vano; apenas me hube tragado unas palabras, el dolor de la ansiedad empezó a llamar con furia a las puertas de mis sienes, avisando por última vez de su determinación de entrar. Cerré el libro y busqué en el otro bolsillo de la chaqueta, que colgaba del respaldo del asiento delantero, una pequeña petaca cubierta de cuero que había llenado de ginebra en la estación, antes de subir al autobús, gracias a la amabilidad de un camarero que relajó el gesto cuando deslicé sobre la barra un billete de veinte euros. La petaca, como el libro, llegó a mí en los tiempos de aquella poeta.
Con el primer trago noté cómo la punta de mis nervios se redondeaba, y dejó de dolerme la nuca. Continuaba el bailoteo constante de mis sienes, pero yo sabía demasiado bien que llegados a este punto ya nada lo podía parar. Deseé con todas mis fuerzas un cigarrillo y aún con la petaca abierta entre las manos, volví la cabeza hacia la ventanilla para ver cómo el autobús se detenía en la que parecía la última calle de la ciudad, una calle de casas bajas y mal iluminada en la que, a pesar del frío de la noche, había ropa tendida en las ventanas. En el autobús había pocos viajeros, y ninguno se apeó en la parada. En cambio, subió una mujer envuelta en una túnica negra que le cubría el cuerpo casi por completo, raída la tela, y dejaba al descubierto su cabeza y sus pies descalzos. A pesar de la impresión que me produjo lo segundo, clavé la vista en su rostro, atraído por una calavera apenas cubierta de una fina piel muy blanca que marcaba todos sus huesos, y unos labios ajados por el frío y cortados por la cuchilla del llanto. Pero lo que más me impactó fueron sus ojos: parecían dos cuencas hundidas, vacías, negras como boca de lobo rescatadas para la vida por dos pequeños puntos blancos que no dejaban de moverse, de un lado a otro, recorriendo con impaciencia el interior del autobús. Nadie pareció reparar en la mujer salvo yo, y ella debió percatarse, porque cuando el conductor reanudaba la marcha levantó las manos, se cubrió la cabeza con una capucha y echó a andar por el pasillo central, entre los asientos. Di un segundo trago a la petaca y la guardé justo en el momento en el que ella se detenía a mi lado, y después de dudar un instante, se sentó junto a mí. Abrí el libro y empecé a hacer como que leía mientras el autobús, después de girar un par de veces, encaraba por fin una recta y dejaba atrás la ciudad.
Me cansé pronto del teatro de la lectura y cerré el libro y apagué la luz, dejando que el viaje me meciera para tratar de conciliar el sueño. En lugar del silencio de la noche, escuché a la mujer sollozar, primero, y llorar después con el ansia de quien ha tenido la vida en las manos y la ha dejado escapar. Sin moverme, agucé lo que pude el oído para tratar de empaparme con su letanía, y sólo cuando acerqué un poco la cabeza, sin abrir los ojos para no encontrarme con aquellas cuencas negras como la pena, entendí lo que decía. “Jamás lo voy a encontrar”. La frase me arrancó de la cara el sopor fingido y abrí los ojos para darme de bruces con la viva imagen de la derrota. La mujer, que pareció entender, cesó el llanto y comenzó a hablar, primero, en un susurro, después con la voz más dulce que aún hoy puedo recordar.
Habló de una tierra de almendros tempranos y de las pareces blancas de un pueblo con olor a azahar. De largas tardes de verano y del pecho velludo de un hombre como lugar en el que descansar. De un amor como la fiebre, y de un embarazo que la escupió de casa siendo poco más que una niña, de una locura por llegar. De un niño de ojos negros que ni recién parido llegó a llorar, callado como era. Habló del silencio, de la embriaguez de su marido, del empeño de éste por repudiar a un niño traído desde el mismo infierno. Había el niño comenzado a andar cuando una noche que ella dormía el marido se levantó de la cama y acalló su demencia cogiendo a su hijo, que aun en el desvelo tampoco alcanzó a llorar, y abriéndole el pecho de par en par. Así lo encontró la madre, la mañana siguiente, tendido en el suelo con las carnes abiertas y la vida derramada en un charco de sangre tan negra como el mismo fondo del mar. Y creyó que el niño había vuelto al infierno, y de noche salía a buscar a su padre para que le diera la misma muerte que su hijo encontró sin llorar. Recorría las ciudades y cuando no daba con él, viajaba a la siguiente, sin dejar de buscar.
-Pero no le encuentro…
Y la voz se le fue apagando. Agarró en el aire una polilla que volaba y la acunó en la palma de la mano, apenas piel y huesos, ahuecando el puño para no aplastarla. Aun así, cuando estiró los dedos, la polilla yacía muerta sobre su palma, y cayó después al suelo junto a sus pies descalzos.
-Jamás lo voy a encontrar –dijo, y se quedó dormida.