miércoles, 26 de marzo de 2014

Café solo

Llevo dos horas despierto y me estoy bebiendo un café. Para mucha gente este dato puede ser habitual, cotidiano, pero para mí no. Lo normal es que ahora mismo me estuviera bebiendo una cerveza. Un momento, ¿hoy qué es? ¿Jueves? Sí, pues eso, una cerveza. De lunes a jueves, cerveza; viernes y domingo, ginebra; el sábado cualquier cosa que me pongan con un poco de hielo. Ese calendario es el único resquicio de orden que ahora mismo le permito a mi vida, que mantengo desde que ella se fue. Ella. Ahora hablaré de ella. Hay un cierto orden en el caos, como digo, una rendija de luz. Como bebo por las noches y vomito algunas madrugadas, siempre duermo por el día. Me levanto a media tarde y ahí empieza el control: nada de alcohol hasta que llevo dos horas despierto. Anoche bebí y no vomité, he dormido durante el día y desperté justo hace dos horas, y aquí estoy, echando el segundo azucarillo en una enorme taza de café. Hay días en los que la rutina es imposible de sostener, incluso cuando se trata de una tan difusa como la mía.
Tenía que haberme afeitado. Sé que ahora hay tipos que se pasan horas delante del espejo para salir de casa fingiendo un perfecto desaliño, pero lo mío es distinto. Se me nota a la legua que estoy jodido de verdad. Normalmente paso desapercibido en el Infierno, el bar al que acudo todos los días a ver si por fin me mato, pero eso, más que mérito mío, es demérito del entorno. En primer lugar, aquel garito es un antro, así que la oscuridad beneficia a todos los que lo frecuentamos, que podemos beber sin que nadie nos mire fijamente ni nos moleste. En segundo lugar, es un local de alterne, y ni siquiera es de los buenos, así que yo, que acudo allí sin vicios y con el único castigo de la bebida y en busca de un rincón de oscuridad, formo parte de la clientela más selecta de aquel antro de alterne. Además, he trabado cierta amistad con la dueña, Mariela, que atiende la barra vestida siempre con un corsé que evidencia tiempos mejores, y que se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en mi confesora y casi consejera. Además de por la paliza que le pegó un día a un desgraciado que se pasó de la raya en el Infierno, allí donde no hay muchos límites, Mariela también es famosa porque rara vez se equivoca. Para desgracia mía. Cuando le hablé de ella no se lo pensó dos veces. “Esa chica te va a costar la vida, Nacho”, me dijo, y ese día empecé a fumar a ver si el tabaco le quitaba la razón a la camarera, pero ni por esas. Joder, tenía que haberme afeitado. Debo tener un aspecto lamentable a pesar de haberme puesto mi mejor camisa, es decir, la única decente. La llevo arremangada a pesar de que empieza a refrescar para que no se note que los puños están manchados. Quizá si no parezco tan jodido ella se crea de una vez eso que le he dicho en demasiadas ocasiones, que puedo cambiar.
Fue ella la que me llamó. “Quiero saber de ti, cómo estás”, me dijo, y propuso que quedáramos para devolverme las llaves de mi casa. Hace tiempo que lo dejamos, pero aún las tenía, y ese simple hecho me hacía albergar la esperanza de que abriera la puerta un día y todo empezara de nuevo, y volviéramos a llenar los días de un montón de primeras veces, porque son esos pequeños despertares los que todavía me queman por dentro. La primera vez que la vi, la primera vez que sonrió, la primera vez que me habló. La primera vez que la vi salir de la ducha con el pelo mojado cayéndole a los lados de la cabeza y una cortina de vaho tras de sí. La primera vez que la vi dormir, la primera vez que se despertó para besarme y para volverse a echar la almohada encima de la cara. La primera vez que se enfadó de veras, la primera vez que lloró junto a mí. La primera vez, también, que me dejó. Y ahora, para la que será la última vez que me deje, me dio una hora y una dirección, y me sacó de la oscuridad de mis tardes a la luminosidad de una cafetería tan pulcra que cuando llevaba tres minutos dentro he sentido la imperiosa necesidad de salir a respirar, y aquí estoy, en la terraza, empalmando un pitillo con otro para tratar de poner algo de humo a la despedida, para que el recuerdo, a fuerza de ser algo borroso, duela un poco menos. La gente que me rodea empieza a preguntarse quién es ese tipo que fuma y que, llevando dos horas despierto, va a pedir otra taza de café.
Cuando el camarero se va enciendo otro cigarrillo y aguanto la primera calada dentro tanto tiempo como puedo antes de toser. El tabaco mata, dicen, pero no lo suficientemente deprisa. Vamos Nacho, suéltalo hombre, que estás dando la nota. Buen chico. A las ocho, me dijo ella, y como sé que siempre llega puntual preferí adelantarme e inspeccionar el sitio. Ni siquiera el día me acompaña. Desde que fijamos la cita del adiós he rezado todos los días para que lloviera, porque en todas las despedidas románticas hay algo de lluvia, ¿no? Al de arriba debió entrarle la plegaria al buzón del correo no deseado, porque el cielo está limpio y el sol brilla en mitad de la tarde, a pesar del fresco. No le culpo. Dudo que conociera siquiera la dirección del remitente.
Ocho menos tres minutos, no va a tardar mucho en llegar. El final se acerca y me resisto a repetir su nombre, y he dicho bien, su nombre, porque es suyo y de nadie más. Hasta que la conocí, no lo había escuchado en mi vida, y dudo mucho que en el futuro me lo vuelva a cruzar y se me vuelva a atravesar de esta manera. Ni siquiera en eso tengo algo de fortuna, porque podría llamarse Ana y sería fácil de borrar: bastaría con encontrar otras ‘Anas’ con las que mitigar su recuerdo. O María, hay muchas marías, alguna incluso en el Infierno. Pero no. Tiene un nombre que para mí ha sido compuesto sólo para ella, un acento que nunca podré borrar.
No voy a pedir más café. Quiero una cerveza. Llevo dos horas y diez minutos despierto y quizá no sea del todo malo agarrar del cuello a la rutina y sentarla aquí a mi lado mientras esperamos. Es más, quizá los recuerdos que me queman hayan sido prendidos por la llama de su ausencia y los haya hinchado mi cerebro, atrofiado de tanto trasnochar. Quizá en realidad no hay un bosque atlántico calado de rocío detrás de sus ojos castaños, ni sea adorable su gesto, siempre sereno y como a medio despertar. Quizá su sonrisa no sea tan brillante como la recuerdo, cuando me miraba, tumbada, mientras se apartaba con la mano el pelo negro que le caía sobre la cara. Quizá no haya un camino en su piel ni un credo escrito en sus tatuajes. Quizá no venga. Ella nunca llega tarde y son las ocho. Quizá no quiera darme las llaves porque no quiere cerrar la puerta del todo. Quizá no sea tan malo pedir una cerveza. Voy a hacerle un gesto al camarero porque son las ocho y uno y ella no va a venir, porque ella nunca llega tarde. Porque en realidad todo esto ha sido…
Mierda. Está cruzando la calle y me ha visto. Sonríe mientras se acerca. Y está radiante, ilumina. Preciosa.
Y el camarero viene hacia mí con otra taza de café.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Silencio oscuro

La vida tuvo color antes de fundirse a negro. Durante algunos años el amanecer era un episodio de luz y no sólo el cambio de compás en el diapasón que marcaba los latidos de aquella ciudad de grises. Las tardes no eran entonces una sensación de que se agudiza el frío o se evapora de a poco el calor. La noche no fue siempre una obligación. Cerrar los ojos significaba algo. Nunca fue un chico alegre, eso era cierto, pero la persiana de la vida le había caído demasiado pronto y no encontró después ningún motivo para cambiar, porque nada puede corregir quien está condenado siempre a escribir en renglones torcidos. Lo peor de todo, sin embargo, era la certeza de que la soledad nada tenía que ver con lo oscuro, ya estaba solo antes de que todo se volviera negro. La ceguera fue, más que un motivo, una coartada, una razón para volverle la espalda a un mundo que mucho antes ya le había cerrado la puerta sin abrir siquiera una ventana. Cuando alguno de sus nervios oculares estalló por la presión y el gris fue entonces blanco, y luego un negro intenso, hacía años que andaba a tientas. Solo que a partir de entonces, y por primera vez, la gente se apartaba.
Ella ponía cada noche el disco de Miles Davis y dejaba caer la aguja, y se le iban los minutos viendo aquel disco girar. Al principio sentía curiosidad por saber cómo sonaba una trompeta, qué salía de las entrañas de un piano cuando alguien se sentaba a tocar. Durante un tiempo, esa curiosidad se convirtió en una ansiedad tan fuerte que dolía, físicamente quemaba, pero no dejaba de poner ese disco, una noche y otra también, para quedarse viéndolo girar mientras por dentro ardía. No le importaba el arenoso amargor que le quedaba en la garganta al tragar una vida que digería en silencio. Sorda y muda desde la cuna, había aprendido a subtitular a su antojo una vida que ni ahora, con el disco girando y la noche en un silencio que no era solo suyo, había podido escuchar. Por eso, por la calle observaba a la gente que la rodeaba y le ponía un subtítulo a cada rostro, un letrero a cada mirada, y en muchos tenía sentido la soledad.
Y así iba él, caminando mientra a su paso se apartaba el mundo cuando chocó con ella, que se había quedado fija en un rostro que no sabía cómo subtitular. Y en el segundo después del choque se cogieron, él a ella por los codos y ella a él por las solapas, para evitar que el otro cayera, y sin saberlo cayeron juntos y a gran velocidad. Y él le habló, pero ella no leyó sus labios porque miraba directamente a sus ojos, y comprendió que no había nada detrás. Y a pesar de que era ella la que veía, fue él quien se dejó tocar. El mundo no se detuvo, pero allí parados, en medio de la acera, parecía que hubieran chocado de frente con una nueva oportunidad.
Y es tarde mientras el sol se filtraba apagado por las rendijas de las persianas, se les hizo de noche desnudos sobre la cama, sentados el uno frente a la otra, las piernas rodeando la cintura ajena y las manos subiendo y bajando, sin dejar un rincón por explorar. 

Y él se calló para que no fuera suyo todo el silencio.
Y ella cerró los ojos para que no cargara él solo con todo el peso de la oscuridad.

Para mis musas favoritas

 

miércoles, 12 de marzo de 2014

Marrakech

La veo bostezando. De todas las imágenes que guardé de ella ante la certeza de este periodo de ausencia, mi memoria siempre elige la misma, ese lento amanecer que repetía a menudo, a todas horas. Como si la imagen de su bostezo fuera el faro que me guía a la costa de su recuerdo y fuera la luz de su boca abierta lo primero que reconociera entre sus acantilados. Era casi siempre un mar en calma al que el preente embravecía, por eso decidimos vivir en tiempos compuestos, conjugarnos en direcciones opuestas: yo elegí el pasado de su presencia y ella el futuro de su partida. Los dos sabíamos que así era imposible encontrarnos. Ignoro si a ella le importa, y durante un tiempo yo jugué a que no me importara a mí, pero el embuste duró apenas unas horas. Se abrió la puerta del tren y entraron todos juntos los fantasmas de mis obsesiones, sensaciones conocidas que sólo difieren en el apellido de sus puntos cardinales. Mi brújula siempre señala al norte.
Y así me vi, un par de días después, como Cortázar en busca de la Maga. Con el telón de fondo del francés, pequeñas diferencias nos separaban, insalvables en todos los casos. Primero, el talento; porque sus letras llegaban a la orilla armoniosas y las mías rompen contra el papel con una espuma turbia que espanta. Segundo, el cielo; el suyo ordenado y gris del París de siempre, y el mío arenoso y cálido de la siempre desconocida Marrakech. Después, el éxito. “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, decía Cortázar de la Maga. Yo jamás la encontraré porque aunque no pare de buscarla, y no pararé, desconozco siquiera si ella camina. Que no me busca, eso sí lo sé.
¿Por qué Marrakech? Me asalta la pregunta justo cuando el avión desciende y se extiende sobre mí el desorden alocado de la polvorienda ciudad roja. Es una pregunta sin respuesta. La única coartada que se me ocurre para estar aquí en pensar que ella, de todos los sitios que tiene para huir, haya elegido un lugar al que volver. Es absurdo, lo sé pero también fue absurdo dejar que aquella noche amaneciera, que aquellos días se acabaran y que lo único que quede de aquellas horas sean sus recuerdos, los míos que en realidad son de ella. El bostezo, siempre primero, sus manos frías. Ese aire de sueño perenne que convertía cada momento en un sereno domingo por la mañana, ignorando que las tardes son muy propicias para las despedidas. Aunque los adioses de verdad empiecen con los amaneceres. Quise curarla, lo juro. Empleé buena parte de aquel amanecer que fue de brasas en lamer todas sus heridas, pero fue en vano. Después de las palabras que derramamos volvía a tener las manos frías, y todas sus cicatrices sangraban.
Una hora después de llegar espero pacientemente en la acera mi turno para jugarme la vida en un asfalto por el que circulan, sin pudor ni conciencia alguna, un glosario de vehículos y animales cuya única norma y objetivo es avanzar. Imposible explicarle a los burros qué significa el rojo ceniciento del semáforo cuando el que lleva las bridas no lo sabrá jamás. Ahora que no hay camiones y en un choque contra un coche estoy seguro de ganar, ahora que petardean motos de hace un par de siglos que parecen toser mientras se acercan es el momento de cruzar. Pero es ahora, justo ahora, cuando me asalta la duda de saber si fue ella quien me habló de Marrakech o fui yo quien lo soñé. Quizá nunca hubo polvo rojo bajo sus pies. Quizá sí que lo compartimos, en realidad. De cualquier manera, no hay vuelta atrás. Con el primer escalofrío de esta nueva visita gano con pasos ligeros la plaza de Jamma el Fna y me preparo para la rudeza del zoco: manos en los bolsillos, mirada perdida, pocas ganas de hablar. Rodeo a los encantadores de serpientes que me parecen de todo menos encantadores, y vuelvo los bolsillos del revés para que el mono que se me acerca sepa que aquí no hay nada que rascar. Me mira casi con pena, y a punto estoy de preguntarle si la ha visto, porque si la ha visto seguro que la recuerda, es imposible de olvidar. Pero entonces me acuerdo de que si lo hago, el mono y el tipo que hay al otro lado de la cuerda van a querer unos dirhams, y aunque te hayan visto me van a tratar de engañar.
Puedes estar en cualquier parte. Lo sé, pero eso no me desanima, más bien al contrario; ni siquiera sé si está aquí y esa remota opción de cruzarme contigo entre miles de posibilidades me mantene alerta. A pesar del tiempo transcurrido reconozco el zoco, siempre un lugar desconocido. Mientras sorteas el río de gente son los olores los que te empujan, los colores los que te observan a ti. Sin saber cómo uno pasa del olor pardo de la piel de los bolsos y maletas al intenso verdor de los tintes naturales con los que se da color a unas sedas que te acarician la cabeza cuando pasas por debajo, y que no amortigua el bullicio de vendedores que te llaman, de turistas que regatean en busca de un precio justo en una ciudad injusta, del ciego que predica en voz alta y con el bastón en la mano, la otra extendida por si compras una plegaria por tu salvación con un puñado de dirhams. Pero no estás. Era lo más probable y aun así me desalienta. Detrás del os pañuelos que cuelgan no están tus ojos castaños, la vela de una de las lamparitas metáclicas no se apaga en tus manos frías, no encuentro entre la montaña de sabores el sabor de tu pelo negro. La primera noche caigo rendido en el riad, pero la segunda vuelve a ser de duermevela, como todas desde que no estás. Cuando cierro los ojos asoma tu bostezo y a partir de ahí no te puedo parar. La noche es tuya desde ese momento.
Al tercer día compro un bolso grande para meter todo lo que te dejaste cuando te fuiste, básicamente a mí. La ciudad mantiene su excitación diaria porque cada mañana aterrizan nuevos turistas que llegan a Marrakech Menara como sangre limpia al corazón que es la ciudad, que los bombea por todos sus rincones y callejuelas y los recoge a la noche, exhaustos, sabiendo que por la mañana tendrá rostros nuevos que filtrar. Pero para mí, ya se ha acabado. Liquido mi cuenta en el riad y negocio un taxi al aeropuerto: treinta dirhams a cambio de que se juegue mi vida tantas veces como uno se la pueda jugar. El taxista acepta y el viejo Mercedes no para nunca hasta que se encuentra junto a la marquesina de entrada y hemos dejado atrás dos camiones con hambre y unos caballos que se han llevado el susto de su vida, además de la jauría de motos de rigor. En el aeropuerto, sello el billete de vuelta a Madrid y brindo por ti en el país de los extremos con un vaso de zumo de naranja. Relleno los impresos y recuerdo que en los de entrada mentí, porque puse que venía por turismo y en realidad vine a buscarte. Miento de nuevo en mi profesión y minutos después dejo el abrigo del aeropuerto para caminar por la pista con los ojos entrecerrados por el viento, mientras intento llegar al avión. Levanto la vista para observar cuánta gente deja atrás Marrakech y en el otro lado de la pista veo otro avión, otro reguero de gente, otra próxima salida.
Y en los últimos peldaños de la escalera de la puerta delantera estás tú. El pelo suelto, el pañuelo al cuello. Los ojos con ese aire de sueño tan de domingo por la mañana. Te paras un segundo y bostezas, y por primera vez en mucho tiempo mi memoria te conjuga en presente. Y cambio el pasado por el futuro, y el bolso de tu ausencia que compré el último día es ahora una maleta que llenar de cosas para ir a buscarte.
Porque si ambos hemos estado aquí, quizá haya una opción de encontrarte. Porque quizá, como Cortázar, y perdóname la osadía, yo pueda llenar mis días en busca de la Maga.
Porque ahora Marrakech es, para mí, la ciudad más acogedora del mundo.