El tiempo había hecho palidecer el
mapa de la memoria y los recuerdos volvían ahora en función de los
sonidos, se coloreaban a partir del rastro que iban formando antiguas
bandas sonoras. Hacía rato que había logrado abstraerse y dejar la
mente en blanco, concentrado en el ruido que hacían sus botas
avanzando sobre el camino de tierra, pero cuando le quedaban pocos
metros para llegar imaginó el viejo puente de piedra antes incluso
de verlo. El sol de mediados de mayo empezaba a bajar para tratar de
ganar el refugio de la línea del horizonte, pero todavía se dejaba
sentir sobre la tierra caliza de vides e iluminaba un pequeño campo
de cereal. Notó el sudor recorriendo su frente por debajo de la tela
de la gorra, y a pesar del calor tenía las manos frías cuando se
las pasó por la cara para secarse. Terminó de remontar una pequeña
loma en el camino de tierra y salió a la carretera, que discurría
paralela, y tras mirar a un lado y a otro para cerciorarse de que no
venía ningún vehículo cruzó un estrecho puente de obra antes de
encontrarse, ahora sí, con el viejo puente de piedra. Se paró un
momento a contemplarlo antes de bajar con cuidado por una de las
laderas que protegían lo que un día fue el lecho del río, seco ya
desde muchos años atrás, y se detuvo a contemplarlo de frente, a
ver las líneas que formaban las grandes piedras sobre las que se
asentaba la estructura. Cuando la tarde declinaba, la luz se
derramaba sobre el puente con un tono anaranjado y daba la sensación
que las piedras ardían de una forma silenciosa pero constante, y que
se coloreaban a medida que en su interior se iba abriendo camino el
fuego. Piso despacio sobre el lecho seco del río y se dejó mecer
por todo lo que aquel lugar evocaba.
Hacía un par de meses que había
vuelto al pueblo y había demorado ese instante hasta hoy, en parte
porque en la vieja casa de la familia había mucho que hacer y en
parte porque quería descubrir de nuevo aquel paraje tal y como lo
recordaba, con ese atardecer de mayo que caía y aquellas piedras
naranjas que parecían arder. Podía decirse que los vecinos se
habían acostumbrado ya a su presencia y que las preguntas de frente
se habían convertido ya en murmullos de lado, cuando después de
años de ausencia volvió a la que un día fue su casa. Cuando le
preguntaban no mentía, pero eso no significa que dijera siempre toda
la verdad. Había vuelto quizá para quedarse, pero sobre todo porque
necesitaba un lugar donde empezar de nuevo y donde empezar a limpiar
el negro con el que se había teñido el pasado, y nada mejor que el
pasado para volver a empezar. Volvió solo, como se fue, y eso evitó
algunas preguntas y sobre todo algunas respuestas incómodas. Quien
lo vio los primeros días le habló de sus padres y sus abuelos, y
comentaron su intención de pintar y arreglar la vieja casa familiar
porque, como decía, era el lugar en el que a partir de ahora iba a
vivir. Ya había arreglado algunas cosas por dentro, había pintado
habitaciones y reparado viejos muebles, había quitado el polvo de
estancias que llevaban años cerradas y allí donde había sombras
había colocado libros y una vieja máquina de escribir. Esperaba que
pasaran las lluvias para pintar también el patio y la fachada, y
estaba decidido a convertir el antiguo gallinero en un lugar donde
sentarse a descansar a la sombra de la parra, la única que
conservaba cierto verdor a pesar del paso de los años. Quería
comprar pintura aprovechando que el cielo había regalado ya dos
semanas de sol, pero antes tenía una visita que cumplir, y allí
estaba: de pie sobre lo que hace años fue un río con las manos en
los costados, viendo como el puente ardía, sin decir una palabra.
La primera vez que vio el puente fue
también una tarde de mayo, pero lo hizo desde arriba porque el
abuelo, que le agarraba fuerte la mano, no le permitió bajar. Los
niños subían y bajaban las pequeñas laderas que formaba el cauce
del río y se detenían exageradamente cuando llegaban al borde del
agua, como si se fueran a caer. Había algunos más osados que
caminaban unos pasos sobre el cauce y volvían corriendo a la tierra,
llenándose las zapatillas de barro. Él miraba la escena desde
arriba, de espaldas al bullicio de la romería y de la mano del
abuelo, que recordaba que el río un día había llevado más agua,
que no había tanta ladera por la que correr, que no estaba tan sucio
ni desprendía por momentos ese tufo que produce el agua estancada.
En el entorno del río los jóvenes y los mayores iban y venían
entre los tenderetes que se montaban para la ocasión, tiendas de
ropa de mercadillo, casetas en las que jugar y siempre, siempre, una
pequeña caravana con un lateral abierto en la que se vendían
navajas. Lo recuerda porque nunca vio una igual a la que llevaba el
abuelo, con una hoja ancha pero afilada que en las manos robustas
curtidas en el campo se movía con una facilidad y una precisión
pasmosa. Cortaba el chorizo con un tajo limpio y pelaba la fruta con
brío, sin dejarse un trozo de piel ni romper demasiado pronto la
monda. Del abuelo recuerda también que antes de merendar esos días
ponía las manzanas sobre la tapa de la vieja nevera y dejaba que les
diera un poco el sol, para templarlas antes de comérselas. Y que la
primera romería en la que el abuelo no estuvo fue demasiado pronto,
y él todavía no bajaba corriendo por la tierra que ocultaba las
aguas del río y observaba al resto de niños subir y bajar desde
arriba, a pesar de que ya no había nadie que le cogiera de la mano.
El recuerdo del abuelo perdió nitidez,
el niño quedó atrás y el río se fue secando hasta ser apenas un
riachuelo que parecía no moverse del sitio en aquellas romerías de
su juventud. El municipio limpiaba días antes el cauce y echaba agua
limpia para eliminar un olor que aún brotaba del fondo si te
acercabas un poco y removías la superficie de sus aguas. El puente
era ahora un lugar oculto en el que robar esos momentos privados que
en el pueblo apenas se encuentran. Recuerda el naranja de las piedras
y aquello que aprendió la primera vez que bajó a correr con los
demás niños y se acercó al puente a ver cómo ardía. El sol
apretaba, el puente se quemaba pero al posar la palma de la mano
sobre la estructura la piedra estaba fría. Si la luz que golpeaba
era fuego, era un calor demasiado tenue para descongelar el corazón
helado del puente.
Apartó de un manotazo los recuerdos y
caminó hasta introducirse por uno de los ojos y se quedó un
instante observando el contraste del naranja que el sol derramaba ese
atardecer con la sombra que procuraba la estructura, y recordó cómo
brillaban aquellos ojos verdes cuando la besó allí por primera vez.
Recordaba el lugar exacto en el que fue y había ido allí
precisamente a encontrarse con esa imagen, a invocar ese recuerdo a
base del silencio del paraje desprovisto del bullicio de la romería.
Porque fue una tarde, también, cuando se citó con ella en ese mismo
lugar en el que ahora estaba en el silencio de una tarde cualquiera,
y tuvieron que esperar a que sus cuerpos recuperaran el aliento
después del largo paseo en bici antes de rozarse suavemente los
labios, primero, y después de enredarse en un beso torpe y
enmarañado que pretendía imitar al que ambos habían visto en las
películas. Chocaron los dientes y se agarraban las manos, y a pesar
del rubor, de la torpeza y del silencio nervioso de después, supo
que aquel beso sería el listón con el que mediría todos los que
vendrían después. No recordaba ninguno que hubiera dejado en él un
sabor tan duradero.
Tenía que darse prisa. Había tres o
cuatro kilómetros desde el paraje donde se encontraba el puente
hasta el pueblo y debía recorrerlos antes de que anocheciese del
todo, pero no pudo resistirse a hacer una última cosa, a traer de
vuelta del pasado una última sensación. Quiso tocar la piedra.
Estaba seguro de que el viejo puente había resistido con el corazón
frío a pesar de las tardes en las que el sol lo había incendiado.
Dio dos pasos hacia delante y levantó la mano derecha, y con las
yemas de los dedos rozó primero la piedra, antes de apoyar toda la
palma y sentir, efectivamente, que la piedra ardía naranja pero que
el puente estaba helado. Una sombra cruzó veloz sobre la piedra, de
derecha a izquierda, pero él se resistió a retirar la mano. La
sombra, que primero había sido apenas una línea comenzó a reunir
más sombras que llegaban, y a pesar de que el instinto le dictaba
que cerrara los ojos y se fuera de allí decidió enfrentarse por
primera vez a su presencia. Era el momento de saber si los kilómetros
habían sido en vano, si también le habían acompañado en su
regreso al pueblo. Con la mano aún en alto empezó a retroceder y se
apoyó sobre unas piedras que había en el lecho seco del río. La
sombra fue poco a poco formando un cuerpo y ante él se dibujo la
silueta de una niña pequeña con el pelo largo, los brazos caídos
junto al tronco, y allí donde debían estar los ojos y la boca tan
sólo había huecos. El rostro era apenas un trazo oscuro pero no le
cabía duda, era ella. Su hija estaba allí, en el lugar al que
tantas veces había ido él de niño. Su hija muerta. Agachó la
cabeza y miró al suelo, y aunque le sorprendió el frío casi lo vio
venir. Se quitó la gorra y la agarró fuerte con las dos manos
mientras notaba cómo una lengua fría le recorría la parte de atrás
del cuello, como un dedo que se desliza sobre la piel en una caricia
de otro mundo. Levantó la vista y vio que los huecos de la cara de
la niña miraban hacia otro lugar, y desde detrás de él se empezó
a formar otra sombra que fue ganando nitidez y definiendo a una
mujer. La niña alzó un poco la cara y agarró la mano de su madre,
y las dos le miraron fijamente desde las cuencas vacías que dejaban
ver la piedra. Él mantuvo la vista fija en ellas un instante y
volvió a calarse la gorra. Habían estado unos meses sin aparecer y
llegó a pensar que le habían abandonado, pero quizá sólo habían
esperado el lugar correcto en el que recordarle que no se habían
ido, que no se iban a marchar.
Volvió sobre sus pasos y remontó la
pequeña ladera saliendo de nuevo al paraje, a la zona de los
merenderos. Cruzó la carretera y llegó el camino, y anduvo a buen
paso sin volverse para mirar de nuevo el puente, dejando el lugar
atrás.
Miró a los lados al cabo de un rato y
respiró profundo al ver que estaba de nuevo solo. Aminoró la marcha
y se dejó mecer por el paisaje pero no se tranquilizó del todo.
Intentó dejar la mente en blanco pero esta vez no funcionó la
melodía de sus huellas sobre las pequeñas piedras por las que
avanzaba. Durante todo el trayecto de vuelta le pareció escuchar el
lento caminar de tres pares de pisadas.