lunes, 28 de mayo de 2012

Estación de olvido

De pie, en medio de esta soledad que me has concedido porque yo me la he buscado, sólo veo grises. Hace frío esta mañana de primavera en la que por fin te vas, en la que te dejo ir para que no estés más tiempo en un lugar que tú no conoces, en el que en realidad nunca has estado. Distraída, mirando el libro abierto en tu regazo mientras yo escudriño tu rostro desde el andén y percibo los detalles escondidos de tu gesto, ahora abierto de par en par por el vaho caliente de un cristal empañado. Hay nieve en el fondo de tus ojos, y un deje de hielo y polvo en tu mirada. Tienes una ciudad en las líneas de tus manos. Una ciudad en blanco y negro en la que hay músicos apostados en las esquinas, con instrumentos dorados, tocando una sonata en el nocturno de tus ojos. Las alcantarillas bajan llenas de lágrimas.
En mitad de la sonora algarabía de la estación, yo sólo escucho tus silencios. La gente que corre a mi alrededor no taconea en las baldosas, no grita mientras habla por el móvil, no charla cuando camina de la mano. Tú miras el libro, yo te miro a ti y una chica morena, con el pelo sobre la cara, tiene la vista clavada en mi espalda, mientras se deja caer sobre una farola encendida que ya no da luz. En este andén a ninguna parte, mientras me esfuerzo por escucharte a ti sólo la oigo a ella, sólo me llega su respiración. La llama quemando la punta del cigarro que acuna con sus labios mientras lo enciende, el humo recién parido de su boca, una calada tras otra, el pitillo en el suelo aplastado con suavidad por la punta de una zapatilla. Es curioso, en una estación de tren en la que todos corren, y todos gritan, yo sólo te oigo a ti pasar las páginas del libro mientras esperas que el tren se ponga en marcha, y sólo la oigo a ella, a mi espalda, la cara oculta por el pelo, fumando mientras me mira. Arranca el tren, ha llegado la hora.
El arañazo blanco de modernidad se desliza por la vieja estación que te he construido para que te vayas como viniste, en medio de una novela inventada. Sin saber muy bien por qué, al tiempo que te mueves, yo empiezo a caminar. Al mismo paso, sin acelerar, recorremos de punta a punta en andén, tú en tu carroza de hierro y yo sobre los pies sobre los que me cuesta tanto vivir, porque los últimos pasos que he dado siempre iban en dirección a ti, y ahora que camino a tu lado son estos pasos los que te alejan. En la punta del andén, un agujero de luz, una mañana distinta. Y antes de llegar, me miras. La nieve, el polvo. Esos ojos aguamarina. La ciudad en la palma de tus manos y mi mundo cubierto de hielo.

Te vas, subida en el tren, al lugar donde van todas a las que he amado sin que ellas se dieran cuenta.