martes, 2 de diciembre de 2014

Primera fotografía

Hay una pareja abrazada en silencio junto a la zona de control de embarque de la estación de Atocha. La suya es una despedida lenta, suave, distinta en un mar de gente que intenta encajar todos los besos que pueden en el descontar de los últimos minutos. Como si a fuerza de repetir pudieran dejarse en los labios grabado su sabor. Pero esta pareja no, esta pareja se abraza en silencio. No se miran, ella tiene la cabeza de lado, apoyada contra el pecho de él; él, la barbilla en su cogote, mirando hacia el otro lado. El suyo parece un abrazo arenoso que, sin embargo, ninguno quiere romper. Pasa un minuto, dos, y el calor ya debe haber desaparecido, pero no se sueltan. A mí, desde el cobijo de un libro que sólo finjo leer, ese abrazo me suena como a una balada triste, un adiós que se lleva piel.
El domingo se ha hecho noche y la estación vive su propio día. Tiene poco que ver con el lugar al que ella llegó unas horas atrás para dejarse recibir por los brazos ansiosos de él. El gris del otoño no puede truncar la risa de quien se escapa para vivir su propia primavera y ella bajó del tren a la carrera para dejar más rápido atrás la rutina de la que huía, el matrimonio vacío, el amor que ya no quema. El día a día pesado y espinoso junto a un hombre sin tacto ni caricias, con malas palabras y reproches. Tapada con el disfraz de un viaje de trabajo llega a Madrid para perderse por unas horas en lo que pudiera ser pero no es, no ha sido. El disfraz de un viaje de trabajo para que haya sol un par de días.
Se mueven, se miran un instante fijamente mientras yo fabulo, pero no llegan a romper ese lazo de quietud y silencio que les une. Nada tiene que ver ese abrazo con el atropello que le escribe mi mente en el reencuentro de ayer, con ese palparse para reconocerse, esos besos que el movimiento deposita en todas partes. Con el viaje en coche llenando de palabras el trayecto y de planes el fin de semana, poco también con el romper los horarios previstos disfrutándose un rato más desnudos entre las sábanas. Con las risas en la comida o con el paseo alborotado por las calles de Madrid al cobijo de la multitud en la que nadie observa.
Han vuelto a abrazarse cuando abandono otra vez el escondite de mi libro. Están en la misma posición pero casi puedo distinguir que se aprietan aún más fuerte para no dejarse llevar por la melancolía. Casi puedo imaginarles en una cena ligera y en el cine, recordando el placer del juego en la oscuridad de hace más de quince años. En una noche de más sudor que sueño y en el despertar, que lo trunca todo. Los domingos no necesitan del otoño para ser días tristes. El primer abrazo de hoy no es de los que suman, son uno que restar a los que quedan, porque el tiempo pasa y en la maleta hay un billete de vuelta a la rutina.
El reloj lo ha enrarecido todo. Ahora las sonrisas no llueven por todas partes, sólo salpican. Y en la comida lo que se buscan son las manos, para agarrarse al tiempo que les queda. Al hacer la maleta la fractura es ya insostenible y asoman tras las cremalleras los reproches de siempre. Que esto podría ser rutina y no refugio, que podrían ponerse la vida más fácil. Que habría que romper con todo, pero todo no es mucho cuando está lleno de nada. Que el matrimonio, que las familias, que no. Que algún día, pero que ahora no. A la estación ya han llegado en silencio y había pocas palabras en la hamburguesa de la cena frugal antes del viaje.
En el abrazo hubo silencio. Y ahora me gustaría compartir con ella el tren para preguntarle si lo que he visto en su despedida es verdad, o para verla dejarse llevar por la pena medio camino para recomponerse en el otro medio, no del todo, levemente, lo suficiente para que la máscara acompañe al cansancio fingido por el fin de semana de trabajo y enfatice el ya he cenado, me voy a acostar, antes de perderse en los cercanos recuerdos. Pero no. Espera su partida en otra cola, hacia otro andén. No ha mirado atrás pero tampoco llora. Continúa envuelta en silencio y en esa quietud no alcanzo a medir si la pérdida es real o si sólo vuelve a la rutina, una más en medio de un mar de hasta luego.
Y subo al tren preguntándome si no sería, en verdad, una pareja experta que sabe que el adiós no se mide en palabras, sino en cicatrices; si se esperan de nuevo al final de la semana y quizá no tuvieran nada que decirse hasta entonces, porque el adiós se presupone; si sabían en realidad que en su tiempo juntos por esta vez no cabía más que un beso, y lo habían dejado para el final. Sin saber si soy yo quien ha contaminado con su soledad esta primera fotografía. Si la fábula de su adiós no es más que el deseo propio de llegar a una estación sabiendo que me aguarda, al menos, una despedida.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

El frío, la calle

El primer frío siempre es el peor. No es el más doloroso ni tampoco el más penetrante, pero sí el más traicionero. Aguarda escondido en las primeras noches de otoño tras unas horas de sol que suponen un falso calor que invita a la guardia baja. Luego la tarde se va y la oscuridad asoma con un aire no demasiado violento pero sí constante, que encuentra los rincones del cuerpo que la lluvia mojó sin que nos diéramos cuenta, y esa noche vienen los temblores, y la tos, esa tos que ya no se irá hasta que no pase del todo el invierno. El frío es duro, pero no más que la calle, piensa, ahora que la experiencia de años sobre cartones le ha enseñado a prevenir. A pesar del sol de hace unas horas, y tras la lluvia de hace un rato, ha sacado la manta del petate para cubrirse con ella durante el sueño, teme más al frío que a la soledad. Lleva noches esperando ese temblor que no llega, pero esta vez casi lo presiente porque puede notar que viene la tos. Viene también de nuevo el frío a examinar la supervivencia de un hombre que en realidad no quiere vivir, y que no piensa en matarse porque algo le dice, a su vez, que está cerca el final. Quizá sea la tos, que duele cada vez desde más abajo e incendia su pecho cuando se retuerce y le falta el aire, quizá sea porque, esta vez sí, se ha cansado de vagar.
Si no me mato es por el perro, piensa mientras acaricia al pequeño animal, que mordisquea un extremo de la raída manta mientras hace tiempo hasta la cena. Ese perro canijo es el único en quien confía, a pesar de la procedencia incierta del can. Es un perro de la calle, como él, y quizá por eso se sostiene la frágil amistad que comparten ambos. Marrón, patas cortas, dientes pequeños pelo corto y unas pulgas tan grandes que a veces parecen lunares sobre su piel que él arranca de cuando en cuando, a pesar de las quejas lastimeras del animal. Al principio dejaba al can en la calle, fuera de aquel cajero, pro temor a que el perro mordiera a alguien que fuera en busca de dinero en mitad de la madrugada. La policía hacía la vista gorda sobre su deseo de no pasar las noches a la intemperie, pero jamás pasaría por alto un ataque del animal. Sin embargo, la confianza no era el único puente tendido entre ambos tras meses compartiendo la dureza de la calle, y el perro había asumido también gran parte de su miedo. Cuando alguien entra en el vestíbulo que acoge el cajero, el animal se aprieta contra él como tratando de pasar desapercibido. No ladra, gimotea bajito. Como ahora, que ha olvidado el hambre en la esquina de la manta y hunde la cabeza contra el pecho de él, mientras tres chicas esperan a una cuarta que saca dinero. No le miran fijamente, pero se siente vigilado y confirma su sospecha cuando ve las miradas de las cuatro fijas en él a través del pequeño espejo que hay en un rincón de la estancia. No tienen nada que temer. Si tuviera que apostar, lo haría por que él tiene más miedo. El miedo tiene poco que ver con lo que uno tiene que perder. El miedo se alimenta de vacío, y no hay nada más vacío que la vida de quien ya no es nadie, de quien perdió su nombre en las aceras y se dejó el rostro tras una barba tupida y un pelo gris y desaliñado, tras una voz que ya no es. El miedo es, en realidad, despertar al siguiente día; es pensar por un momento que la muerte no va a llegar nunca.
Ya solos, es la hora de cenar. Saca dos magdalenas duras y pone una en el suelo, derramando sobre ella un poco de leche de un cartón abierto demasiados días atrás. Aquí tienes, amigo, le dice al animal mientras él rompe como puede pedazos de la otra pieza y los intenta tragar ayudado por pequeños tragos de una leche agria como el despertar. Y se los traga. Y los nota bajar. Y el nudo en el estómago le recuerda a aquella vez que partió un cristal y agarró un trozo y lo clavó en alguien que, como él, no tenía a nadie a quien llamar. Y al brotar la sangre le vino el nudo y sintió que no podía respirar. Recuerda aquel día, aquella algarada en el comedor social en el que el miedo le quitó la razón y jugó a ser rey en una manada de lomos famélicos a los que el hambre no acababa de matar. Y trata de recordar por qué lo hizo, y busca y no encuentra un motivo con el que explicar por qué encontró el valor para intentar quitarle a otro lo que ahora, él que no la quiere, no se atreve a quitar. Y el perro vuelve a rescatarle, como cada noche, lamiendo sus manos, sus dedos fríos, en busca de restos de la magdalena que se acaba de cenar.
Y cuando en la ciudad empieza a reinar el silencio, se acuestan. Se tumba él y a su lado el perro, que no tarda en dormitar. Le pone la mano sobre el estómago pequeño que no para de subir y bajar, tratando de darle algo de calor al diminuto animal. Y así le sorprende el sueño, o al menos esa suerte de duermevela que le sirve para descansar. Pasado un rato viene el frío, el primer frío, y con él el temblor. Y llega la tos, que le hace retorcerse como un adiós en una tarde cualquiera de domingo, y que lleva a la sangre caliente a trepar garganta arriba mientras él, con los ojos cerrados y sin abrir la boca, se esfuerza por tragar. Cada vez duele desde más abajo, piensa, y se toca con los dedos por debajo del esternón, casi en el estómago, y siente su pecho crepitar.
Y se duerme, satisfecho, convencido de que, esta vez sí, el final está a punto de llegar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Tormenta de verano

La primera vez que me habló de verdad de ella fue en una de las últimas noches de verano, una noche de alcohol y guardia baja. Tenía la despedida con la gallega atravesada en la garganta y de camino a casa paré en todos los antros abiertos buscando un vaso de ginebra que me ayudara a tragar, y al salir de la última cueva de borrachos se había desatado una tormenta de esas que en sus albores sólo remueven el calor, y que había sido convocada por un bochorno inusual para una noche de septiembre. Desde el primer trueno que me envolvió en la calle hasta las primeras gotas pasaron cuatro esquinas, y en las tres que quedaban hasta mi casa la lluvia me fue calando la ropa y pegándoseme en la piel, dejándose confundir con el sudor. Gané el portal empapado y abrí la puerta sin cuidado alguno, algo de lo que me arrepentí enseguida porque podía arrancar al viejo del sueño. Nunca había dormido muy bien, pero en el último año y medio las más de las noches habían sorprendido a mi padre sentado a oscuras en el salón, acaso la televisión encendida, en una duermevela enfermiza que apenas se podía quitar de encima. Ganar la cama era para él un logro, y si esa noche lo había conseguido mi torpe irrupción podría haberlo arruinado. Me quité la camisa empapada y fui a la cocina en busca de un trapo seco, ya que el baño estaba cerca de su habitación, y cuando encendí la luz vi al viejo sentado, clavado ante la mesa, con la mano rodeando un pequeño vaso en el que bailaba un líquido ambarino.
MI padre, que apenas bebía, había elegido esa noche para brindar. Le encontré más viejo que nunca, más encogido, consumido en esa camisa interior blanca, impoluta, con apenas algo de carne bajo sus pantalones bien arreglados. Tenía la frente arrugada y los ojos enrojecidos, y estaba empapado en sudor. Abrí la ventana de la cocina y la lluvia, hasta ese momento un rumor, un murmullo, gritó con toda la fuerza con la que se rompe el silencio de la noche, y vino acompañada de un relámpago que dejó insignificante la luz. Tomé un trapo seco y apenas me enjugué la frente lo puse sobre los hombros del viejo, para que el nuevo aire que entraba no le hiciera empeorar, y me serví con calma un vaso de ginebra mientras contaba mentalmente los segundos que pasaban desde el fogonazo del relámpago hasta la venida del trueno, para saber si la tormenta nos acompañaba o estaba aún por llegar. Con el vaso en las manos y el primer trago abrasándome el pecho, me senté ante el viejo, saqué un cigarrillo y coloqué el paquete y el encendedor entre ambos, y fumé con calma y caladas profundas esperando a que mi padre empezara a hablar.
Estaba encendiendo el segundo cigarrillo cuando el viejo se cansó de la lluvia y se decidió a decir algo. Lo hizo con un tono pausado, doliente, casi lastimero. “Tú tenías las palabras”, fue lo primero que dijo, y yo no respondí. Y empezó a hablar de ella, de mi madre, que se fue cuando era apenas un crío por un borracho malnacido que agarró un coche en lugar de una pistola y que puso rumbo a la mañana en lugar de ponérsela en la sien. “Le encantaban las tormentas en verano, ese olor que venía después de la lluvia, como a tierra o hierba recién cortada”. Me dijo que no pasaba un solo día en que no se acordara de ella, y que desde que se marchó jamás hubo para él otra mujer. Que el motivo para seguir adelante, yo, era ahora un motivo para dejarse vencer, porque yo ya no le necesitaba: ya había alcohol para cicatrizar mis propios errores. “Pero lo peor son todas las cosas que no le pude decir”, dijo, y habló entonces como nunca. Habló de un poema aprendido de memoria, de un vientre que era música de jazz, de un precipicio en la garganta. Hablé de un mapa de lunares, del sendero de la columna vertebral. De su espalda. De su cuello. Sobre todo de su espalda. De ese amanecer tan limpio que tenía, de un bostezo que convertía cualquier tarde en un domingo por la mañana. Agarró en el aire palabras que no conocía y dibujó con ellas matices y sensaciones, mientras yo callaba y sonreía, sabedor de la trampa que tras aquello se ocultaba. Apuró el vaso de bourbon y se levantó. Volvió a los dos minutos con un puñado de papeles entre las manos. Antes de que los dejara sobre la mesa yo ya las había identificado: eran mis textos, mis relatos, mis fiebres nocturnas. Nunca las había escondido mucho, bastaba con abrir un cajón, pero nunca llegué a pensar que el viejo pudiera leerlas.
“Todo lo que siempre quise decirle a tu madre está aquí, todo lo que significaba. Pero nunca tuve las palabras, no las encontré. Se fue sin escucharlo”.
Encendí otro cigarrillo.
“Y ahora resulta que las palabras las tienes tú”.
Di un trago de ginebra.
“Espero que no sólo las hayas escrito, que también las hayas llegado a pronunciar”.
Me besó en la frente y se marchó a dormir. La tormenta había pasado y la noche cerrada se empezaba a escurrir en medio del aire limpio que la lluvia nos había procurado. Me fumé con calma el cigarrillo y apuré de un trago la ginebra, a pesar de que la despedida de horas atrás había logrado salir del estómago y trepar tráquea arriba hasta atravesarse de nuevo en la garganta, donde volvía a impedirme respirar. Saqué el teléfono y busqué su nombre entre los primeros lugares de la agenda, y marqué.
Pasaron cinco tonos hasta que descolgó y me llegó del otro lado su voz casi de niña, su acento, ese deje somnoliento que acompañaba todo lo que hacía.
“¿Nacho?”, dijo, y sólo hubo silencio.
“Nacho, ¿qué te pasa?”, intentó una segunda vez.
Me arranqué el velo amargo del paladar y recogí todo el aire que había en mis pulmones para conseguir hablar.

“Tú… Lo que me pasa eres tú”.

martes, 3 de junio de 2014

Como una canción de Johnny Cash

Entre todos los folios en blanco que tenías para enamorar, viniste a acurrucarte aquí, entre las palabras que me sobran. Sí, lo sé, fui yo quien te llamó, pero la debilidad que entraña cualquier despedida abre siempre un resquicio para las licencias de expiar tus pecados en el otro, y como mi adiós es para siempre me concedo el lujo de pensar que tú, personaje, fuiste la que viniste aquí y que no fui yo, escritor, quien te trajo palabra por palabra. Escritor. Pronuncio en alto esa palabra y la noto tan lejana como los ecos del gentío que se cuelan desde la calle amortiguados por el amargor de la ginebra. Escritor, yo, que nunca escribí de verdad. Que la mejor mentira que conté fue la de la curva de tu espalda desnuda, expuesta, robándole a la mañana sus primeros rayos de sol. Y así fue como viniste, con el ansia de un amanecer en el que la resaca por una vez no lo fue todo y en el que necesité un principio que me trajera latido a latido a este final. Lo único que lamento de mi muerte es que será también la tuya, porque no pienso dejar que nadie te escriba de nuevo jamás.
No recuerdo si fuiste así desde el principio o si te compuse a partir de todas las mujeres que fueron y que nunca llegaron a ser. Ahora que te miro, en los últimos folios de ti, encuentro los ojos claros de aquel primer amor que arañó y en realidad no dolía, pero sí que abrió un surco nuevo para el futuro dolor. Y la piel morena de la chica que encendió la caldera de las pasiones sin darse cuenta de que mi vida acumulaba ya por entonces un rastro indeleble de humo que convenía no alimentar. Y así una tras otra, hasta la sonrisa limpia y la mirada traviesa de aquella gallega que salía del baño envuelta en el vaho de la ducha y con el pelo suelto a medio secar. Veo rasgos de todas ellas en ti porque fui yo quien te los puso, pero a la vez cada uno de tus detalles me dice que en realidad eres única.
Por qué tiene que ser éste el final, me preguntas, y podría inventarme cualquier respuesta. Bastaría con poner luego entre comillas “y ella le creyó” para zanjar el asunto, pero no te he traído hasta aquí para mentirte. Hoy no. Tiene que ser el final porque nunca he sido capaz de enlazar una historia completa, y dejar correr la mía hasta el final sería traicionarme. Es el final porque nadie de los que vinieron está ya a mi lado, y si no me mato tarde o temprano tú también te irás, como se fueron todas aquellas de las que estás hecha. Porque aquí y ahora no hay nadie para decirme adiós, como debe ser. Porque mañana no habrá nadie que llore mi ausencia, que sienta mi vacío como una pérdida de verdad. Porque no voy a dejar que saltes a otros cuadernos y elijas otras historias cuando yo, que te cree, no tengo elección que me sirva para dejar de soportar la mía. Y la razón más importante de todas: es el final porque ya está vacío el frasco de pastillas que he dejado correr garganta abajo y que empujo con tragos de ginebra que se me derraman por ambos lados de la boca y empapan el suelo, y se mezclan con este sudor profuso que acompaña al dolor de estómago que me dice que sí, que éste es el final; que ésta es la última noche en que me da fiebre el frío solitario de esta habitación desierta en medio de esta pequeña ciudad.
Pude haberte dado una vida más plena, lo sé, pero tuvimos nuestros ratos. Convendrás conmigo que lo hemos pasado bien, ya fuera en los amaneceres en los que te quise ángel pausado, bruma y jadeo, piel de marfil en una mañana de luz; o en aquellas noches en las que el aliento te sabía a alcohol y la lengua a tabaco, noches en las que eras electricidad y sudor, un cuerpo combado de placer por el volumen de un polvo sonoro en mitad de la madrugada. Puedo dejarte llegar hasta el final, hacer de tu vida una historia completa. Bastaría con dejar pasar dos líneas antes de escribir sobre las arrugas de tus manos, que se forman al tiempo que yo escribo sobre ellas. O las de tu rostro, las que crecen en torno a tus ojos, y escribir que son de felicidad, el rastro de las veces que te has reído en esta vida. Y podría dejar pasar dos líneas más para acumular apenas cincuenta palabras que significaran para ti muchos años de felicidad completa, y dejar que mi final te alcanzara con la paz de quien languidece en una cama rodeada de seres queridos. Pero no. Ése no será mi final y tampoco será el tuyo.
Te escribo, en cambio, joven, de pie, desnuda. Con la piel tan expuesta como siempre que la he necesitado. Y los dos sabemos que se acerca el final. El sudor se me acumula y el estómago ya no duele, palpita, e intento acallar su zumbido con un cigarrillo. Total, el tabaco ya no me va a matar. Y sostengo en alto el folio en el que estás, en una mano, y en la otra la cerilla con la que acabo de prender el pitillo que me humea entre los labios, y acerco la llama al papel y me siento en el suelo, con él en la mano, a ver cómo te consumes. Por primera vez no te dejas hacer, y tomas el mando de mis letras. Te quería desesperada por el mordisco del fuego y en cambio me obligas a escribirte serena, mirándome fijamente mientras las llamas te consumen, con lágrimas corriendo por tus mejillas en un llanto que no sé por qué es, quizá por lo que pudo haber sido. No puedo soportar esa mirada y te escupo el humo del cigarrillo, pero no cierras los ojos. Me desafías, sigues mirándome mientras el calor devora tu rostro y sólo queda en mis manos el borde del papel, que lanzo lejos para que se consuma por completo.
Y apuro la última calada mientras me adormezco, y una punzada blanca de luz y dolor empieza a impedirme ver. Y siento la cercanía de la muerte, que llega certera e inclemente...
Como una canción de Johnny Cash.

miércoles, 16 de abril de 2014

El banco

Llega un momento en la vida en el que el único tiempo que eres capaz de medir es el intervalo que duran los silencios. Al menos, eso piensa él mientras ve la tarde consumirse tras el espejo de ese cielo anaranjado que son los primeros días del verano. Y mide esas tardes que se escapan por el tiempo que duran los silencios, mientras espera en el banco de siempre, con la esperanza de siempre a que ella, sentada a su lado, asocie la rutina con el recuerdo y llene los vacíos que le van quedando, algo que no ocurre nunca. Los recuerdos deberían ser para siempre, se dice mientras repasa las fases del desnudo al que a ella ha sometido la enfermedad que agujerea el saco de la memoria para que la vida se derrame, de a poquito, para que pronto ya no quede nada. Así ha vivido él el alzheimer de ella, como un desnudo de vivencias, como si los sabores del pasado se le fueran cayendo poco a poco del cuerpo y quedaran apilados en el suelo, al alcance de nadie. Primero esa tímida desorientación, ese dulce bailar de las cosas que nunca estaban donde las dejó. La receta que se olvida, el nombre del primo que se pierde en la oscuridad de una boca abierta. Luego el zarpazo fiero que supone la mirada que cada mañana anuncia el desconcierto de no saber quién es el viejo con el que despierta, aunque detrás haya sesenta años de amanecer a la vez. Y el arañazo que supone para él la lucidez de ver día a día cómo se apaga, ella que todo lo fue.
La rutina puede ayudar, le dijeron, y por eso la trae al parque cada tarde y se sienta junto a ella a ver la tarde caer, mientras la vida sucede al margen de esos dos viejitos sentados en el banco que esperan su tiempo para recordarse por una última vez. Pero a cada amanecer de interrogantes le sucede una tarde en decenas de parques que en realidad son siempre el mismo, pero que para ella son siempre una primera vez. Pero él no cesa en el hábito y vuelve cada tarde al mismo banco en el que hoy, a unos centímetros de distancia, comparten otro ocaso de silencios. Ella, al sol, siempre friolera; él a la sombra, que ya aprieta el calor; y la línea de luz que les separa es cada tarde una macabra paradoja, porque sólo en el lado de la sombra queda algo de luz, mientras que en el otro lado el sol, más que iluminar, ciega.
Pasados unos minutos, él la mira mientras ella no deja, vista al frente, de recorrer ese extraño lugar. Está seguro de que ella no sabe dónde está ni qué hacen allí, sentados sin más, pero ya no protesta. Al parque, como al olvido, parece haberse acostumbrado. Y mientras deja pasar la tarde él la recorre poco a poco, como si se la estudiara pero con el paso firme de quien repasa una lección muy bien aprendida. Reconoce el camino de sus sienes ya grises, esa corona plateada. Reconoce también todas sus arrugas porque una a una las ha visto crecer, brotar como los surcos del tiempo que se acumula, la marca de haber vivido ya. Mira sus manos, huesos y piel cruzadas ahora en el regazo y mientras ella olvida sin querer, él juega a que recuerda por los dos. Y la ve joven, piel morena, el pañuelo gris recogiendo la melena y dejando caer un pequeño mechón sobre la frente junto a uno de esos dos ojos castaños. Recuerda los primeros besos inocentes robados a las tardes de verbena, las primeras caricias piel con piel. Recuerda la torpe y dolorosa primera vez a la que siguieron días de vergüenza mutua, y el lento perfeccionar que supusieron las demás veces hasta que la cama fue un lugar donde dejarse mecer en compañía. Recuerda incluso lo que no ha vivido pero sí ha vivido ella, o las cosas que se alegra de que ella haya olvidado aun a costa de aquella enfermedad. El parto del único hijo muerto, la llegada de aquella guerra que lo mandó a él a combatir por algo en lo que no creía y que trajo soldados extraños a las afueras, y con ellos a aquel capitán con aliento de aguardiente y barba sucia que en un amanecer le partió el labio a bofetadas mientras, encima de ella, le rompía el vientre y le arrancaba la capacidad de concebir, y se limpiaba después en las ropas de ella antes de escupir en la puerta mientras juraba que la mataría, para luego cerrar y marcharse. Aquella guerra, recuerda... combatir. Él sólo creía en ella, y la guerra les alejó. Recuerda también el frío compartido bajo una manta raída, los años de pobreza, el hambre compartido a cucharadas y tragado con la áspera compañía del pan duro. Y ella que no flaqueaba, que no flaqueó nunca. Ella que tiraba de él. Ella y siempre ella.
Y ahora, vacía, sin un recuerdo que recoger. Sin poder acabar sus días diciéndole que todavía cuando se tocan, cuando hay algo que parece una caricia, él siente ese primer escalofrío volver. Sin poder decirle que se dejaría morir en todas y cada una de las arrugas que el tiempo le ha dibujado en el rostro. Pudiendo cantarle ese viejo bolero que aprendieron juntos sin que a ella ahora le dijera nada. Sin poderle decirle que está aquí porque está ella, que piensa irse cuando ella se vaya y que la quiere como el primer día. Diciéndoselo, quizá, pero sabiendo que antes de que acabe de decírselo ella lo va a olvidar. Debió decírselo más veces, porque quizá así ella no lo hubiera olvidado nunca.
Eso piensa cada tarde mientras la observa, y siempre nota el brotar de una lágrima que le recorre mejilla abajo, y que nunca llega a caer del todo. Cada tarde. Pero esta tarde ella le mira, y le ve llorar. Y estira su mano pidiendo la de él, que llega solícita al encuentro, para que ella la apriete. Y vuelve aquel escalofrío que le recorre y le hace pegarse a ella buscando un poco del sol en el que está.
Y cuando se junta, le dice su nombre al oído. Y ella sonríe y mira al frente, seguramente pensando “esa quién será”.

Y así los dos, cogidos de la mano, empiezan a medir la vida por el tiempo que dura este silencio que acaba de empezar.

martes, 1 de abril de 2014

¿Bailamos?

He conseguido componer un credo a partir de los versos sueltos de mis inseguridades. No es que me sienta orgulloso de ello, pero lo cierto es que es complicado agarrar todas tus dudas y alimentar con ellas el motor de tu existir, sabiendo que las preguntas que salen envueltas en humo son las peores de resolver. Lejos de enfrentarme a lo que debería darme miedo, me he acostumbrado a vivir con ello sin abrir siquiera la boca. Cuantas menos preguntas haga con menos respuestas me voy a chocar. Lejos de inquietarme mis inseguridades, además, lo que me aterra son las certezas, y no hablo de la muerte detrás de cualquier esquina, porque ella no es una certeza sino más bien un lugar. Las certezas que me sacuden son otras, como la de saber que hay cientos de kilómetros entre ella y yo, tantos como razones para hacer todo lo posible por olvidarla. La certeza de que su nombre será siempre una estrofa que me estremece, o la certeza de irme a dormir sin saber si mañana querré despertar.
Bebo siempre con mis heridas. No trato de curarlas, porque ellas están ahí para siempre, trato más bien de subrayarlas. El alcohol es en realidad alimento para lo que te atormenta, porque riega recuerdos secos para convertirlos en un pasado verde y lustroso que no deja de regresar. Y esa noche, en aquel bar, bajo esa música que siempre está demasiado alta, yo bebía como siempre, con mis heridas a los costados. Mientras el último tequila abrasaba aún garganta abajo descarté la cerveza y la cambié por ginebra, que deja menos poso en el alma porque se bebe y se llora con el mismo color. Mientras el camarero me servía barrí con la mirada la oscuridad del local y me sentí viejo, y no era sólo una cuestión de edad. Chicos y chicas brindaban y cantaban canciones que no conocía, y aprovechaban los ratos más sombríos para rozarse, para unir unos palmos de piel durante unos instantes tratando de despertar la noche a golpe de cadera. Y entonces las vi. A las dos, vestidas con dos sonrisas de pura luz en aquella tiniebla. Dos certezas de esas que tanto me aterran.
En ese instante, la música cambió. No sé si fue justo en el momento o la fiebre del relato idealiza mi recuerdo, pero el ritmo sostenido giró hacia la cadencia pegajosa de algo parecido a una bachata. Y ellas, a un paso de distancia y riendo, no dejaron de bailar. Eran dos partes diferentes de una misma fotografía, dos frases arrancadas antes de un estribillo. Tacones, falda y medias negras, arañazos de negro sobre blanco por debajo de la blusa negra una; la otra el moreno de la piel bajo el rosa de la tela. Una con el pelo corto y la sonrisa, la otra con la risa enmarcada en una melena negra. El baile divertido y yo embelesado, lanzándole besos cortos a la ginebra. A su alrededor, un grupo de chavales que las mira, alguno quizá las desea. Pero nadie más existe esa noche.
No tuve que acabar la copa para saber que sus nombres serían dos versos importantes en el credo de inseguridades de mi vida, jamás me sacudió tan clara una certeza. Porque aquella noche las vi bailando solas, sin sus heridas, que esperaban acodadas en la barra su turno en medio de la música. Las llamé y las puse a mi lado, junto a mis heridas, y bebí también por ellas. Para que las dos amigas continuaran con esa risa sin ataduras. Una de ellas me miró de reojo y levanté mi copa para hacerle saber que sus cicatrices quedaban a buen recaudo, que la noche era para su futuro y no para su pasado. Que todas las noches deberían ser de ellas. Ya me bebo yo todas sus heridas, que son ya como mías. Yo me encargo de sacar a bailar a todos sus pesares. 

Para Merce y Susana.
Por muchos bailes sin heridas. 

miércoles, 26 de marzo de 2014

Café solo

Llevo dos horas despierto y me estoy bebiendo un café. Para mucha gente este dato puede ser habitual, cotidiano, pero para mí no. Lo normal es que ahora mismo me estuviera bebiendo una cerveza. Un momento, ¿hoy qué es? ¿Jueves? Sí, pues eso, una cerveza. De lunes a jueves, cerveza; viernes y domingo, ginebra; el sábado cualquier cosa que me pongan con un poco de hielo. Ese calendario es el único resquicio de orden que ahora mismo le permito a mi vida, que mantengo desde que ella se fue. Ella. Ahora hablaré de ella. Hay un cierto orden en el caos, como digo, una rendija de luz. Como bebo por las noches y vomito algunas madrugadas, siempre duermo por el día. Me levanto a media tarde y ahí empieza el control: nada de alcohol hasta que llevo dos horas despierto. Anoche bebí y no vomité, he dormido durante el día y desperté justo hace dos horas, y aquí estoy, echando el segundo azucarillo en una enorme taza de café. Hay días en los que la rutina es imposible de sostener, incluso cuando se trata de una tan difusa como la mía.
Tenía que haberme afeitado. Sé que ahora hay tipos que se pasan horas delante del espejo para salir de casa fingiendo un perfecto desaliño, pero lo mío es distinto. Se me nota a la legua que estoy jodido de verdad. Normalmente paso desapercibido en el Infierno, el bar al que acudo todos los días a ver si por fin me mato, pero eso, más que mérito mío, es demérito del entorno. En primer lugar, aquel garito es un antro, así que la oscuridad beneficia a todos los que lo frecuentamos, que podemos beber sin que nadie nos mire fijamente ni nos moleste. En segundo lugar, es un local de alterne, y ni siquiera es de los buenos, así que yo, que acudo allí sin vicios y con el único castigo de la bebida y en busca de un rincón de oscuridad, formo parte de la clientela más selecta de aquel antro de alterne. Además, he trabado cierta amistad con la dueña, Mariela, que atiende la barra vestida siempre con un corsé que evidencia tiempos mejores, y que se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en mi confesora y casi consejera. Además de por la paliza que le pegó un día a un desgraciado que se pasó de la raya en el Infierno, allí donde no hay muchos límites, Mariela también es famosa porque rara vez se equivoca. Para desgracia mía. Cuando le hablé de ella no se lo pensó dos veces. “Esa chica te va a costar la vida, Nacho”, me dijo, y ese día empecé a fumar a ver si el tabaco le quitaba la razón a la camarera, pero ni por esas. Joder, tenía que haberme afeitado. Debo tener un aspecto lamentable a pesar de haberme puesto mi mejor camisa, es decir, la única decente. La llevo arremangada a pesar de que empieza a refrescar para que no se note que los puños están manchados. Quizá si no parezco tan jodido ella se crea de una vez eso que le he dicho en demasiadas ocasiones, que puedo cambiar.
Fue ella la que me llamó. “Quiero saber de ti, cómo estás”, me dijo, y propuso que quedáramos para devolverme las llaves de mi casa. Hace tiempo que lo dejamos, pero aún las tenía, y ese simple hecho me hacía albergar la esperanza de que abriera la puerta un día y todo empezara de nuevo, y volviéramos a llenar los días de un montón de primeras veces, porque son esos pequeños despertares los que todavía me queman por dentro. La primera vez que la vi, la primera vez que sonrió, la primera vez que me habló. La primera vez que la vi salir de la ducha con el pelo mojado cayéndole a los lados de la cabeza y una cortina de vaho tras de sí. La primera vez que la vi dormir, la primera vez que se despertó para besarme y para volverse a echar la almohada encima de la cara. La primera vez que se enfadó de veras, la primera vez que lloró junto a mí. La primera vez, también, que me dejó. Y ahora, para la que será la última vez que me deje, me dio una hora y una dirección, y me sacó de la oscuridad de mis tardes a la luminosidad de una cafetería tan pulcra que cuando llevaba tres minutos dentro he sentido la imperiosa necesidad de salir a respirar, y aquí estoy, en la terraza, empalmando un pitillo con otro para tratar de poner algo de humo a la despedida, para que el recuerdo, a fuerza de ser algo borroso, duela un poco menos. La gente que me rodea empieza a preguntarse quién es ese tipo que fuma y que, llevando dos horas despierto, va a pedir otra taza de café.
Cuando el camarero se va enciendo otro cigarrillo y aguanto la primera calada dentro tanto tiempo como puedo antes de toser. El tabaco mata, dicen, pero no lo suficientemente deprisa. Vamos Nacho, suéltalo hombre, que estás dando la nota. Buen chico. A las ocho, me dijo ella, y como sé que siempre llega puntual preferí adelantarme e inspeccionar el sitio. Ni siquiera el día me acompaña. Desde que fijamos la cita del adiós he rezado todos los días para que lloviera, porque en todas las despedidas románticas hay algo de lluvia, ¿no? Al de arriba debió entrarle la plegaria al buzón del correo no deseado, porque el cielo está limpio y el sol brilla en mitad de la tarde, a pesar del fresco. No le culpo. Dudo que conociera siquiera la dirección del remitente.
Ocho menos tres minutos, no va a tardar mucho en llegar. El final se acerca y me resisto a repetir su nombre, y he dicho bien, su nombre, porque es suyo y de nadie más. Hasta que la conocí, no lo había escuchado en mi vida, y dudo mucho que en el futuro me lo vuelva a cruzar y se me vuelva a atravesar de esta manera. Ni siquiera en eso tengo algo de fortuna, porque podría llamarse Ana y sería fácil de borrar: bastaría con encontrar otras ‘Anas’ con las que mitigar su recuerdo. O María, hay muchas marías, alguna incluso en el Infierno. Pero no. Tiene un nombre que para mí ha sido compuesto sólo para ella, un acento que nunca podré borrar.
No voy a pedir más café. Quiero una cerveza. Llevo dos horas y diez minutos despierto y quizá no sea del todo malo agarrar del cuello a la rutina y sentarla aquí a mi lado mientras esperamos. Es más, quizá los recuerdos que me queman hayan sido prendidos por la llama de su ausencia y los haya hinchado mi cerebro, atrofiado de tanto trasnochar. Quizá en realidad no hay un bosque atlántico calado de rocío detrás de sus ojos castaños, ni sea adorable su gesto, siempre sereno y como a medio despertar. Quizá su sonrisa no sea tan brillante como la recuerdo, cuando me miraba, tumbada, mientras se apartaba con la mano el pelo negro que le caía sobre la cara. Quizá no haya un camino en su piel ni un credo escrito en sus tatuajes. Quizá no venga. Ella nunca llega tarde y son las ocho. Quizá no quiera darme las llaves porque no quiere cerrar la puerta del todo. Quizá no sea tan malo pedir una cerveza. Voy a hacerle un gesto al camarero porque son las ocho y uno y ella no va a venir, porque ella nunca llega tarde. Porque en realidad todo esto ha sido…
Mierda. Está cruzando la calle y me ha visto. Sonríe mientras se acerca. Y está radiante, ilumina. Preciosa.
Y el camarero viene hacia mí con otra taza de café.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Silencio oscuro

La vida tuvo color antes de fundirse a negro. Durante algunos años el amanecer era un episodio de luz y no sólo el cambio de compás en el diapasón que marcaba los latidos de aquella ciudad de grises. Las tardes no eran entonces una sensación de que se agudiza el frío o se evapora de a poco el calor. La noche no fue siempre una obligación. Cerrar los ojos significaba algo. Nunca fue un chico alegre, eso era cierto, pero la persiana de la vida le había caído demasiado pronto y no encontró después ningún motivo para cambiar, porque nada puede corregir quien está condenado siempre a escribir en renglones torcidos. Lo peor de todo, sin embargo, era la certeza de que la soledad nada tenía que ver con lo oscuro, ya estaba solo antes de que todo se volviera negro. La ceguera fue, más que un motivo, una coartada, una razón para volverle la espalda a un mundo que mucho antes ya le había cerrado la puerta sin abrir siquiera una ventana. Cuando alguno de sus nervios oculares estalló por la presión y el gris fue entonces blanco, y luego un negro intenso, hacía años que andaba a tientas. Solo que a partir de entonces, y por primera vez, la gente se apartaba.
Ella ponía cada noche el disco de Miles Davis y dejaba caer la aguja, y se le iban los minutos viendo aquel disco girar. Al principio sentía curiosidad por saber cómo sonaba una trompeta, qué salía de las entrañas de un piano cuando alguien se sentaba a tocar. Durante un tiempo, esa curiosidad se convirtió en una ansiedad tan fuerte que dolía, físicamente quemaba, pero no dejaba de poner ese disco, una noche y otra también, para quedarse viéndolo girar mientras por dentro ardía. No le importaba el arenoso amargor que le quedaba en la garganta al tragar una vida que digería en silencio. Sorda y muda desde la cuna, había aprendido a subtitular a su antojo una vida que ni ahora, con el disco girando y la noche en un silencio que no era solo suyo, había podido escuchar. Por eso, por la calle observaba a la gente que la rodeaba y le ponía un subtítulo a cada rostro, un letrero a cada mirada, y en muchos tenía sentido la soledad.
Y así iba él, caminando mientra a su paso se apartaba el mundo cuando chocó con ella, que se había quedado fija en un rostro que no sabía cómo subtitular. Y en el segundo después del choque se cogieron, él a ella por los codos y ella a él por las solapas, para evitar que el otro cayera, y sin saberlo cayeron juntos y a gran velocidad. Y él le habló, pero ella no leyó sus labios porque miraba directamente a sus ojos, y comprendió que no había nada detrás. Y a pesar de que era ella la que veía, fue él quien se dejó tocar. El mundo no se detuvo, pero allí parados, en medio de la acera, parecía que hubieran chocado de frente con una nueva oportunidad.
Y es tarde mientras el sol se filtraba apagado por las rendijas de las persianas, se les hizo de noche desnudos sobre la cama, sentados el uno frente a la otra, las piernas rodeando la cintura ajena y las manos subiendo y bajando, sin dejar un rincón por explorar. 

Y él se calló para que no fuera suyo todo el silencio.
Y ella cerró los ojos para que no cargara él solo con todo el peso de la oscuridad.

Para mis musas favoritas

 

miércoles, 12 de marzo de 2014

Marrakech

La veo bostezando. De todas las imágenes que guardé de ella ante la certeza de este periodo de ausencia, mi memoria siempre elige la misma, ese lento amanecer que repetía a menudo, a todas horas. Como si la imagen de su bostezo fuera el faro que me guía a la costa de su recuerdo y fuera la luz de su boca abierta lo primero que reconociera entre sus acantilados. Era casi siempre un mar en calma al que el preente embravecía, por eso decidimos vivir en tiempos compuestos, conjugarnos en direcciones opuestas: yo elegí el pasado de su presencia y ella el futuro de su partida. Los dos sabíamos que así era imposible encontrarnos. Ignoro si a ella le importa, y durante un tiempo yo jugué a que no me importara a mí, pero el embuste duró apenas unas horas. Se abrió la puerta del tren y entraron todos juntos los fantasmas de mis obsesiones, sensaciones conocidas que sólo difieren en el apellido de sus puntos cardinales. Mi brújula siempre señala al norte.
Y así me vi, un par de días después, como Cortázar en busca de la Maga. Con el telón de fondo del francés, pequeñas diferencias nos separaban, insalvables en todos los casos. Primero, el talento; porque sus letras llegaban a la orilla armoniosas y las mías rompen contra el papel con una espuma turbia que espanta. Segundo, el cielo; el suyo ordenado y gris del París de siempre, y el mío arenoso y cálido de la siempre desconocida Marrakech. Después, el éxito. “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, decía Cortázar de la Maga. Yo jamás la encontraré porque aunque no pare de buscarla, y no pararé, desconozco siquiera si ella camina. Que no me busca, eso sí lo sé.
¿Por qué Marrakech? Me asalta la pregunta justo cuando el avión desciende y se extiende sobre mí el desorden alocado de la polvorienda ciudad roja. Es una pregunta sin respuesta. La única coartada que se me ocurre para estar aquí en pensar que ella, de todos los sitios que tiene para huir, haya elegido un lugar al que volver. Es absurdo, lo sé pero también fue absurdo dejar que aquella noche amaneciera, que aquellos días se acabaran y que lo único que quede de aquellas horas sean sus recuerdos, los míos que en realidad son de ella. El bostezo, siempre primero, sus manos frías. Ese aire de sueño perenne que convertía cada momento en un sereno domingo por la mañana, ignorando que las tardes son muy propicias para las despedidas. Aunque los adioses de verdad empiecen con los amaneceres. Quise curarla, lo juro. Empleé buena parte de aquel amanecer que fue de brasas en lamer todas sus heridas, pero fue en vano. Después de las palabras que derramamos volvía a tener las manos frías, y todas sus cicatrices sangraban.
Una hora después de llegar espero pacientemente en la acera mi turno para jugarme la vida en un asfalto por el que circulan, sin pudor ni conciencia alguna, un glosario de vehículos y animales cuya única norma y objetivo es avanzar. Imposible explicarle a los burros qué significa el rojo ceniciento del semáforo cuando el que lleva las bridas no lo sabrá jamás. Ahora que no hay camiones y en un choque contra un coche estoy seguro de ganar, ahora que petardean motos de hace un par de siglos que parecen toser mientras se acercan es el momento de cruzar. Pero es ahora, justo ahora, cuando me asalta la duda de saber si fue ella quien me habló de Marrakech o fui yo quien lo soñé. Quizá nunca hubo polvo rojo bajo sus pies. Quizá sí que lo compartimos, en realidad. De cualquier manera, no hay vuelta atrás. Con el primer escalofrío de esta nueva visita gano con pasos ligeros la plaza de Jamma el Fna y me preparo para la rudeza del zoco: manos en los bolsillos, mirada perdida, pocas ganas de hablar. Rodeo a los encantadores de serpientes que me parecen de todo menos encantadores, y vuelvo los bolsillos del revés para que el mono que se me acerca sepa que aquí no hay nada que rascar. Me mira casi con pena, y a punto estoy de preguntarle si la ha visto, porque si la ha visto seguro que la recuerda, es imposible de olvidar. Pero entonces me acuerdo de que si lo hago, el mono y el tipo que hay al otro lado de la cuerda van a querer unos dirhams, y aunque te hayan visto me van a tratar de engañar.
Puedes estar en cualquier parte. Lo sé, pero eso no me desanima, más bien al contrario; ni siquiera sé si está aquí y esa remota opción de cruzarme contigo entre miles de posibilidades me mantene alerta. A pesar del tiempo transcurrido reconozco el zoco, siempre un lugar desconocido. Mientras sorteas el río de gente son los olores los que te empujan, los colores los que te observan a ti. Sin saber cómo uno pasa del olor pardo de la piel de los bolsos y maletas al intenso verdor de los tintes naturales con los que se da color a unas sedas que te acarician la cabeza cuando pasas por debajo, y que no amortigua el bullicio de vendedores que te llaman, de turistas que regatean en busca de un precio justo en una ciudad injusta, del ciego que predica en voz alta y con el bastón en la mano, la otra extendida por si compras una plegaria por tu salvación con un puñado de dirhams. Pero no estás. Era lo más probable y aun así me desalienta. Detrás del os pañuelos que cuelgan no están tus ojos castaños, la vela de una de las lamparitas metáclicas no se apaga en tus manos frías, no encuentro entre la montaña de sabores el sabor de tu pelo negro. La primera noche caigo rendido en el riad, pero la segunda vuelve a ser de duermevela, como todas desde que no estás. Cuando cierro los ojos asoma tu bostezo y a partir de ahí no te puedo parar. La noche es tuya desde ese momento.
Al tercer día compro un bolso grande para meter todo lo que te dejaste cuando te fuiste, básicamente a mí. La ciudad mantiene su excitación diaria porque cada mañana aterrizan nuevos turistas que llegan a Marrakech Menara como sangre limpia al corazón que es la ciudad, que los bombea por todos sus rincones y callejuelas y los recoge a la noche, exhaustos, sabiendo que por la mañana tendrá rostros nuevos que filtrar. Pero para mí, ya se ha acabado. Liquido mi cuenta en el riad y negocio un taxi al aeropuerto: treinta dirhams a cambio de que se juegue mi vida tantas veces como uno se la pueda jugar. El taxista acepta y el viejo Mercedes no para nunca hasta que se encuentra junto a la marquesina de entrada y hemos dejado atrás dos camiones con hambre y unos caballos que se han llevado el susto de su vida, además de la jauría de motos de rigor. En el aeropuerto, sello el billete de vuelta a Madrid y brindo por ti en el país de los extremos con un vaso de zumo de naranja. Relleno los impresos y recuerdo que en los de entrada mentí, porque puse que venía por turismo y en realidad vine a buscarte. Miento de nuevo en mi profesión y minutos después dejo el abrigo del aeropuerto para caminar por la pista con los ojos entrecerrados por el viento, mientras intento llegar al avión. Levanto la vista para observar cuánta gente deja atrás Marrakech y en el otro lado de la pista veo otro avión, otro reguero de gente, otra próxima salida.
Y en los últimos peldaños de la escalera de la puerta delantera estás tú. El pelo suelto, el pañuelo al cuello. Los ojos con ese aire de sueño tan de domingo por la mañana. Te paras un segundo y bostezas, y por primera vez en mucho tiempo mi memoria te conjuga en presente. Y cambio el pasado por el futuro, y el bolso de tu ausencia que compré el último día es ahora una maleta que llenar de cosas para ir a buscarte.
Porque si ambos hemos estado aquí, quizá haya una opción de encontrarte. Porque quizá, como Cortázar, y perdóname la osadía, yo pueda llenar mis días en busca de la Maga.
Porque ahora Marrakech es, para mí, la ciudad más acogedora del mundo.

jueves, 9 de enero de 2014

Nochevieja

En medio del jolgorio primero fue el silbido. Subió entre las voces de la gente y los gritos de recibimiento al año nuevo y llegó hasta la punta del cielo, allí donde el eco ya no encuentra un momento para la réplica. Alzó la vista un instante desde la presidencia ojerosa de su balcón y vio cómo el silbido rompía en una lluvia de colores vivos: rojos, verdes y azules que el gentío recibió con alegría pero en los que su pupila, domesticada con el amargor de la ginebra, acertó a diagnosticar diferentes tonos de melancolía. Vio aquellos pequeños reflejos que parecían de cristal caer sobre las cabezas de un montón de tipos que maquillaban con risas su infelicidad ante los propósitos del nuevo calendario y echó la última ojeada a la plaza antes de volver al interior del estudio y sentarse junto al cenicero, frente a la máquina de escribir, dejando el balcón abierto a pesar del frío. Se arremangó las mangas de la mugrienta camisa y miró fijamente al folio en blanco que, desde la cama del carrete, le desafiaba.
Cogió el paquete de tabaco arrugado que había sobre la mesa y rescató de su interior un arrugado pitillo que estiró con cuidado con la yema de dos dedos antes de llevárselo a los labios. Cogió el mechero y lo encendió, sin poder evitar que el humo que escupió el cigarro se le colara por uno de los ojos y le hiciera llorar como un niño, como cada vez que buscaba el consuelo de la nicotina. Cerró los ojos y los abrió lentamente, y cuando la lágrima hubo pasado se llevó el cigarrillo de nuevo a los labios y chupó con fuerza, llevándose en el envite medio pitillo, medio pulmón y seguro que también media vida. Lo apoyó con cuidado en el cenicero, donde habría de morir sin más besos que el ya recibido, y echó en el vaso tres dedos de ginebra que se bebió de un trago, como hacía siempre con las cosas que merecía la pena paladear. Miró a su izquierda y vio la pequeña cama deshecha, con las sábanas revueltas y vacía, como siempre. Entrelazó los dedos y los hizo crujir ante su cara. Los apoyó con suavidad sobre el teclado de la vieja máquina, y sin más, empezó a escribir.
Y escribió, primero, sobre una tibia. Mejor dicho, sobre la piel blanca que cubría una tibia que, levantada por la curva de una rodilla en alto, desafiaba al brillo de la luna desde una cama de sábanas desordenadas. Una tibia de mujer tan marcada por el ángulo como por la pureza de la piel de un cuerpo que ahora recorta su perfil tumbado sobre una cama estrecha. Los dedos sólo paran de teclear para desenganchar con un ligero movimiento las dos matrices que ocasionalmente se abrazan y confunden en su intento por estamparse en el folio, pero ni siquiera el espacio casi en blanco que queda tras la confusión detiene su mecánico teclear, su escribir furioso. En apenas unas líneas ha roto a sudar, y el amargor de la ginebra remonta el cuerpo garganta arriba y se le escapa como vapor entre los dientes, apretados. Y el estómago pide más. Pero él sólo se aparte del folio y de la máquina de manera momentánea, en un vistazo a su izquierda para caputara bien la cama vacía y no parar de escribir.
Y escribe No para. Siembra unos lunares al azar en la fina piel de la pierna mientras recorre hacia arriba el camino del exceso. El muslo se redondea a partir de la rodilla pero sigue siendo una pierna fina, casi de chiquilla, porque las poetas que follan en realidad nunca envejecen. Y en la otra pierna, gemela, de lado sobre la cama, se adivina la sombra de un mordisco justo a medio camino del no debería haber venido y del no te vayas nunca. Y el vello es apenas una sombra por debajo del ombligo, y hay otro lunar, éste sí, más grande, colgado del hueso de la cadera. En el vientre qudan pintadas aún unas gotas de sudor que convierten la silueta en una mujer brillante, un destello con diamantes de sal en un territorio en el que las caricias son obligatorias. Pecado arriba, dos pechos pequeños, puntiagudos, dos desafíos. Y en medio el hoyo del cuello que da inicio a la garganta, una piel más frágil que el resto, más tensa, más vibrante. Pálida ante el rojo de unos labios de boca entreabierta, de dientes en un mordisco simulado, de súplica a medio entender. El pelo negro como el marco de una noche, y nos ojos entornados que son pequeños días a punto de amanecer. Y él que escribe, que no para. Teclea con furia, con fiebre. Suda y vuelve a desviar un momento la vista para enmarcar de nuevo la cama y seguir...
Se frena en seco. Los dedos se detienen y se queda congelado, lso ojos bien abiertos en medio del silencio. Hasta la plaza y la Nochevieja parecen haberse ido por completo. Dos matrices han quedado enganchadas muy cerca del carrete, pero él no puede apartar la vista de la cama, desde donde la piel de una tibia amenaza con hacerle enloquecer. La piel y los lunares, colocados al azar, también desafiantes. No puede moverse siquiera cuando ella abre los ojos y se incorpora, y se apoya sobre los codos, y el pelo moreno le cae por un lado de la cara y subraya su sensualidad. Así permanece unos instantes en los que la ve morderse el labio antes de ponerse de pie y caminar desnuda hacia él. Pasa por su espalda y él cierra lo ojos mientras ella le desliza un dedo de hombro a hombro, por encima de la camisa empapada en sudor, mientras se piede hacia la puerta. No puede apartar la vista ahora de su espalda mientras la ve salir del estudio. Cuando espera el portazo, en realidad llega un silbido que le hace reaccionar.
Y vuelve el alboroto conocido de la gente, allá abajo en la plaza.
Y a su lado, la cama está vacía. Pero la mujer sigue tumbada entre las sábanas en el folio, tal y como la dejó, con los ojos cerrados.
Y el silbido sube al cielo y se rompe, y cae en más verdes, más rojos, más azules.
Más melancolía.
Y el cigarro se ha consumido por completo. Y no queda ginebra. Aun así, baja el folio unos renglones y pone las manos sobre el teclado, para escribir.
Y escribe.
“Tampoco las mujeres que invento se quedan conmigo a dormir”.