martes, 1 de abril de 2014

¿Bailamos?

He conseguido componer un credo a partir de los versos sueltos de mis inseguridades. No es que me sienta orgulloso de ello, pero lo cierto es que es complicado agarrar todas tus dudas y alimentar con ellas el motor de tu existir, sabiendo que las preguntas que salen envueltas en humo son las peores de resolver. Lejos de enfrentarme a lo que debería darme miedo, me he acostumbrado a vivir con ello sin abrir siquiera la boca. Cuantas menos preguntas haga con menos respuestas me voy a chocar. Lejos de inquietarme mis inseguridades, además, lo que me aterra son las certezas, y no hablo de la muerte detrás de cualquier esquina, porque ella no es una certeza sino más bien un lugar. Las certezas que me sacuden son otras, como la de saber que hay cientos de kilómetros entre ella y yo, tantos como razones para hacer todo lo posible por olvidarla. La certeza de que su nombre será siempre una estrofa que me estremece, o la certeza de irme a dormir sin saber si mañana querré despertar.
Bebo siempre con mis heridas. No trato de curarlas, porque ellas están ahí para siempre, trato más bien de subrayarlas. El alcohol es en realidad alimento para lo que te atormenta, porque riega recuerdos secos para convertirlos en un pasado verde y lustroso que no deja de regresar. Y esa noche, en aquel bar, bajo esa música que siempre está demasiado alta, yo bebía como siempre, con mis heridas a los costados. Mientras el último tequila abrasaba aún garganta abajo descarté la cerveza y la cambié por ginebra, que deja menos poso en el alma porque se bebe y se llora con el mismo color. Mientras el camarero me servía barrí con la mirada la oscuridad del local y me sentí viejo, y no era sólo una cuestión de edad. Chicos y chicas brindaban y cantaban canciones que no conocía, y aprovechaban los ratos más sombríos para rozarse, para unir unos palmos de piel durante unos instantes tratando de despertar la noche a golpe de cadera. Y entonces las vi. A las dos, vestidas con dos sonrisas de pura luz en aquella tiniebla. Dos certezas de esas que tanto me aterran.
En ese instante, la música cambió. No sé si fue justo en el momento o la fiebre del relato idealiza mi recuerdo, pero el ritmo sostenido giró hacia la cadencia pegajosa de algo parecido a una bachata. Y ellas, a un paso de distancia y riendo, no dejaron de bailar. Eran dos partes diferentes de una misma fotografía, dos frases arrancadas antes de un estribillo. Tacones, falda y medias negras, arañazos de negro sobre blanco por debajo de la blusa negra una; la otra el moreno de la piel bajo el rosa de la tela. Una con el pelo corto y la sonrisa, la otra con la risa enmarcada en una melena negra. El baile divertido y yo embelesado, lanzándole besos cortos a la ginebra. A su alrededor, un grupo de chavales que las mira, alguno quizá las desea. Pero nadie más existe esa noche.
No tuve que acabar la copa para saber que sus nombres serían dos versos importantes en el credo de inseguridades de mi vida, jamás me sacudió tan clara una certeza. Porque aquella noche las vi bailando solas, sin sus heridas, que esperaban acodadas en la barra su turno en medio de la música. Las llamé y las puse a mi lado, junto a mis heridas, y bebí también por ellas. Para que las dos amigas continuaran con esa risa sin ataduras. Una de ellas me miró de reojo y levanté mi copa para hacerle saber que sus cicatrices quedaban a buen recaudo, que la noche era para su futuro y no para su pasado. Que todas las noches deberían ser de ellas. Ya me bebo yo todas sus heridas, que son ya como mías. Yo me encargo de sacar a bailar a todos sus pesares. 

Para Merce y Susana.
Por muchos bailes sin heridas. 

1 comentario:

Naar dijo...

Jo, qué tierno te pones cuando quieres. Me gusta tu lado protector de guardar las heridas de otros... pero quizás porque envuelto en tus palabras todo me gusta un poco más.
Un besazo!