jueves, 18 de octubre de 2012

Cada mañana...

Aquel debía ser un día normal que se me acabó escurriendo entre los dedos. Iba como siempre tarde, movido por ese impulso nervioso del que se arrepiente de ese último giro en la cama, del parpadeo que se alarga durante varios minutos, de esa imposibilidad de amanecer para vivir un día como tantos. Había entrado en la ducha antes de tiempo y el frío del agua me había espabilado, había derramado el café, ni mucho ni poco, lo justo para dejar el cerco sobre la mesa y que en la taza quedaran dos tragos. Aún llevaba el pelo mojado cuando me metí en el coche, y las gotas me resbalaban por la nuca, cuello abajo, en el momento de ponerme las gafas de sol para evitar este pequeño verano de octubre y dar el intermitente para incorporarme, otro día más, a una autovía demasiado grande para los cuatro coches que circulábamos sobre ella. No había siluetas en el retrovisor cuando subí la radio, que hasta entonces tronaba bajito, para simular una compañía que nunca era real en esos viajes diarios camino de la rutina. Aquel debía ser un día normal que se me acabó escurriendo entre los dedos.
Fue entonces cuando la radio escupió una canción de cuando Bunbury era Bunbury, y nosotros fumábamos entre toses para hacernos mayores a base de caladas. Cuando nuestro universo era aquella época de humo e impostura, de querer hacernos mayores sin que nada nos hubiera abierto la piel ni nadie nos hubiera arañado, por dentro, las carnes; sin haber sentido de veras. Y casi pude verla, bailando en el ambiente viciado del local, con el olor del tabaco en la piel y el aliento cálido y amargo de la cerveza, con restos de ceniza en los dedos y las marcas de mis dientes en su espalda. Bailando, con los ojos cerrados, moviendo las manos arriba y abajo, con aquella cintura huesuda, oscilante, contoneándose como un junco. Y de fondo los Guns’N Roses nos hablaban de la importancia de no llorar ignorando, sin duda, que ninguno de los que allí estábamos habíamos llorado aún de verdad.
Volví a tener los dieciséis años como pecado y sus quince como penitencia. A sentir cómo crujía la madera bajo mis pies cuando me arrastraba al centro de aquel antro a acompañar desde cerca sus contoneos. A notar cómo me quemaban sus uñas en la espalda cuando se apretaba contra mí para mojarme en su sudor mientras nos bebíamos los acordes lentos de una balada. Todo a ritmo de rock, todo al ritmo de una música que nos iba a marcar para siempre, que estaría en el fondo de todos los recuerdos que en ese momento construíamos y que, por entonces no lo sabíamos, no nos íbamos a poder quitar de encima. Veía sus ojos en medio de aquel humo y jugaba a adivinar el color, entre miel y castaño algunas noches, entre el verde y el azul al amanecer.
Lo que de verdad me vino a la mente fueron sus amaneceres. Despertaba de lado, como dormía, con una mano bajo la cara igual que una niña pequeña. Era eso, una niña pequeña lo que encerraba aquel cuerpo de quince años que obligaba a mis dieciséis recién cumplidos a pedirle por todo perdón. En esas noches arañadas de nuestros padres a partir de decenas de mentiras la miraba mientras dormía, cuando la única música que nos rodeaba era la de su respiración, la del roce de las sábanas con su piel. Y me aseguraba de verla despertar, abriendo los ojos muy poquito, primero; arrugando la nariz después con una media sonrisa delatora. Haciéndose la remolona para estirar la noche unos minutos más, olvidando que aquella noche, nada más esconderse el sol, ya había dado todo de sí.
La recuerdo, también, envuelta en sudor, sentada desnuda en el colchón que tirábamos en el suelo del local, cuando ya nadie quedaba, liando un porro con el tabaco robado de un cigarro desgarrado por la mitad y una parte de la poca maría que nos pasaban sus hermanos mayores, que además era mala. Lo hacía con parsimonia, justo después de devorarnos, y algunas veces todavía jadeaba cuando trataba de concentrarse en la tarea porque aún le temblaban las manos. Lo encendía, le daba tres caladas y me miraba. Luego me sonreía. Los dos éramos conscientes de que recién llegados al mundo, ya nos estábamos matando poco a poco. Pero nos daba igual, porque aquella era la época de morir, de matarnos, y nos estábamos matando juntos.
Nos matábamos de a poco con esa música de fondo, la misma música que ahora, años después, escupía la radio una mañana cualquiera mientras me iba a trabajar. La mañana de un día que debía ser normal y que se me acabó escurriendo entre los dedos. Aquel día no fui a trabajar. No he vuelto desde entonces. Pero me levanto siempre y me doy una ducha medio fría, y tiro el café sobre la mesa de la cocina, y salgo todas las mañanas a la autovía para poner la radio a todo volumen mientras me pongo las gafas de sol y el pelo me chorrea por la espalda. Y cada mañana acabo tumbado en la cama, con la misma música de fondo, viéndola desnuda, sudando todavía, liándose un porro con la misma paciencia, pero con mucha más sabiduría. Y con mucha mejor maría. Y lo enciende en calma y disfruta del humo, le da tres caladas antes de mirarme, pero ya no me sonríe. No son manos huesudas las que sujetan el cigarro, son dedos con una sortija, son uñas pintadas. La niña de quince años es ahora una mujer, como yo debería ser un hombre.
Y en lugar de sonreír, me pasa el porro mientras me dice ‘no deberías haber venido’. Y yo lo cojo y fumo, y cada mañana me juro que no voy a volver.

Cada mañana...