lunes, 4 de julio de 2011

Esa voz...

Por la noche, cuando toda la ciudad dormía, le gustaba escuchar su voz. Era como un pequeño ritual, un vicio secreto que no compartía con nadie, que ocultaba con deleite. Esperaba a que todas las luces de la casa se hubieran apagado, a que el silencio de la noche hubiera amortiguado todos los ruidos que quedaban del día que acababa de terminar, para acudir a su cita entre las sábanas, a salvo de todo el mundo. Allí, protegido por la penumbra, encendía el pequeño transistor de pilas que había rescatado entre los objetos usados de un mercadillo itinerante, tocaba un poco la rueda que sintonizaba las emisoras y cuando encontraba su voz entre las decenas de matices que ofrecía la radio a esas horas, ajustaba el volumen para que aquella conversación fuera un intercambio de susurros. Y se la pegaba a la oreja. Dejaba el pequeño aparato junto a la almohada, bien cerquita de su cabeza, para que el aire no se llevara ni una sola de las palabras que salían de su boca a cientos, quizá miles, de kilómetros de allí. Y jugaba a imaginársela. Como cada noche.
Después de decenas de encuentros, casi la podía ver. Le bastaba con cerrar los ojos y dejar que aquel tono de voz, dulce, le envolviera como una lengua de aire caliente que, sin embargo, le erizaba todos los poros de la piel. Cada palabra, una caricia; una especie de abrazo cada uno de sus silencios. Con los ojos cerrados, y esa voz de arrullo hablándole al oído, la soñaba sentada delante del micrófono en una habitación iluminada por la afilada luz de un fluorescente, sin más compañía que aquellos cascos que le enmarcaban la cabeza, aplastando el anárquico ondular de su pelo castaño, casi negro. Y sentía que esos ojos, abiertos de par en par, en competencia con la luna, le miraban fijamente, y ella hablaba para él, mientras enredaba con el dedo, jugando sin querer, el cable del micrófono. Podía ver sus manos. Esos dedos finos que no paraban quietos, ahora con el cable, ahora golpeteando con suavidad el tablero de la mesa. Esas manos siempre abiertas, con aquel anillo de plata que, de vez en cuando, distraída, se cambiaba de un dedo a otro, mientras seguía hablando, sin parar, poniendo voz a un montón de historias que convertían la noche en un pequeño confesionario público. Y que le permitían ver, a través de sus palabras, la vida de muchas personas que, como él, compartían el vicio de la oscuridad.
O la penitencia de la oscuridad. Desde que había perdido la vista, era la voz de aquella locutora la que marcaba la frontera entre los días y las noches. Era su particular forma de ver el mundo, de soñar despierto. Se había enamorado de aquella voz, lejana, inalcanzable, y había dibujado en torno a ella un rostro que creía real, palpable para el resto de los sentidos, aquellos que todavía podía usar. Estaba seguro de que la imagen real que se ocultaba al otro lado de las ondas no distaría mucho del retrato que él había formado a partir de aquella voz. Y amaba tanto aquella voz que había llegado a enamorarse de aquella imagen.
Aquella noche se armó de valor y decidió llamarla. Marcó el número un par de veces en el teléfono móvil que tenía en la mesita y colgó cuando escuchó el primer tono sonar, temblando debajo de las sábanas, con la voz todavía susurrándole al oído. Sabía que si su llamada entraba en antena, cosa que no sería complicado ya que no había mucha gente que llamara a esa radio a aquellas horas, debía apagar el transistor, y no sabía cómo enfrentarse a aquel intervalo de silencio que sucedería entre los dos. La tercera vez que marcó ya no colgó, y dejó que los tonos sonaran mientras su cuerpo se retorcía en mitad de la oscuridad, acariciado por aquellos susurros. Una voz extraña apareció al otro lado y le preguntó por su historia, y él soltó una mentira que había ensayado noche tras noche. Una ruptura sentimental al uso, una mujer que se había marchado y que probablemente ya no volvería. “En unos segundos estarás en antena”, le dijeron, y se limitó a esperar.
Cuando escuchó su voz al otro lado del teléfono, una lágrima se asomó desde uno de esos ojos que ya de nada servían, y le falló la voz al contestar. Dijo su nombre, el de verdad, y empezó a contar su historia, esta vez la de su vida. Hacía poco tiempo que había perdido la visión, pero se le habían afilado el resto de los sentidos. El olfato, sí, y el tacto, también, pero sobre todo el oído. Y llegó la noche, siempre la noche, y apareciste tú. O bueno, más exactamente, tu voz. Y fue de noche, a través de ti, a través de tu voz, como volví a ver el mundo, como recordé lo que era vivir con luz. Y desde entonces, te escucho todas las noches, en medio de esta oscuridad que es perenne para mí. Enciendo la radio y la pongo en la almohada, y juego a que me susurras, a que estás aquí, contándome cómo ha sido este día que yo me acabo de perder… Y así estuvo durante dos minutos, abriéndose en canal, dejando que las palabras, sin miedo esta vez, le salieran de lo más hondo, de allí donde siempre hay oscuridad. Durante esos dos minutos, al otro lado sólo hubo silencio.

“Así que, por favor, nunca dejes de hablarme”, terminó.

Y colgó el teléfono mientras encendía, muy rápido, la radio. Y allí, en ese rincón secreto donde la noche le regalaba susurros, la oyó sollozar…

Para Gema, por tanto...