tag:blogger.com,1999:blog-71381654768269260652024-02-20T20:47:25.821+01:00Un cuerpo que lateNo estoy seguro de tener un corazón, pero sí de que tengo un cuerpo que late...I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.comBlogger123125tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-81383580182475810662018-10-27T00:43:00.003+02:002018-10-27T00:43:43.787+02:00All Hallows'Eve<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El otoño había mudado la piel y el
vaho en las ventanas revelaba que afuera, en la calle, la noche caía
sobre la ciudad con un intenso frío. El sol era un recuerdo después
de varios días de un gris plomizo en un cielo que siempre amenazaba
lluvia, pero que como los malos boxeadores era todo fachada, ya que
detrás del amago nunca venía el golpe en forma de agua. El viento
soplaba con fuerza y una de las ventanas de la casa, dañado como
estaba el postigo, chirriaba levemente con cada arremetida furiosa de
ese mar de aire helado que calaba piel adentro. Pero eso era abajo,
allí donde la oscuridad era desafiada por los últimos rescoldos de
las brasas que quedaban ardiendo entre las cenizas de la chimenea.
Arriba todo era silencio. Había caído en la cama y pronto se había
dejado arropar por ese cálido sopor que provoca el edredón, y
apenas le había costado dormir gracias al diapasón de la
respiración de él, a su lado, fuerte sin llegar al ronquido, con un
ritmo sostenido. Estaba cansada, y quizá por eso no oyó el grito
que siguió al pequeño sobresalto, la llamada ni los pasos
presurosos por el pasillo. Simplemente, en un momento dado, notó que
algo tiraba del edredón hacia abajo y aunque pugnó por un instante
por conservar la prenda que la envolvía, pronto abrió los ojos y lo
vio: allí plantado, con los ojos de par en par y el labio de abajo
temblando, a medio camino entre el frío y el miedo, sus pequeños
pies descalzos encima de la alfombra. Estiró la mano y la posó
sobre la 's' que dominaba aquel diminuto pijama de Superman, y notó
que el pecho bombeaba a gran velocidad.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
-¿Qué te pasa, cariño?</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
-Hay un monstruo en mi habitación.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Lo dijo con una sinceridad tal que por
un momento se vio empujada a creer que de verdad, al otro lado del
pasillo había colmillos acechando, bolas peludas con mil dientes,
rostros con las cuencas vacías y una honda negrura allí donde
debieran estar los ojos.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
-Vente, vamos a espantarlo.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Puso los pies sobre la alfombra y cogió
al pequeño en brazos el tiempo justo para darle un beso y notar
húmedas sus mejillas. Había llorado. Es increíble que no le
hubiera oído, pensó, pero giró la cabeza para verle a él, que
todavía dormía boca arriba en su lado de la cama, y no pudo evitar
cabrearse un poco. 'Anda, que estamos para una urgencia', dijo para
sí antes de bajar al pequeño al suelo, darle la mano y enfilar el
camino hacia su habitación.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
La plateada luz que entraba por la
ventana, la persiana subida a pesar del frío, se hizo tenue al salir
al pasillo y pronto caminaban en medio de la oscuridad. Se sabían el
camino de memoria, pero ocupada como estaba en tratar de calmar a su
hijo en los pocos pasos que habían dado desde la cama, se olvidó de
dar la luz, y se arrepintió enseguida. El otro interruptor quedaba
más allá de la puerta del baño, y aunque la distancia no era muy
grande, sabía que la oscuridad no iba a contribuir a calmar al
pequeño, así que trató de mantenerlo junto a ella todo lo posible
y de susurrarle para que no pensara en la negrura y sólo en el
sonido de su voz.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Se paró en seco.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Desde algún rincón de la casa le
pareció que emergía un quejido como de un pequeño animal salvaje.
Apretó al enano contra su pierna y aguzó el oído para tratar de
descifrar de dónde venía ese ruido, pero sólo escuchó su corazón,
que latía cada vez más deprisa. </div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Avanzó dos pasos rápidos y dio la
luz del pasillo justo en el momento en el que el viento, fuera,
entraba en cólera y volvía a golpear contra la casa, y contra
aquella ventana cuyo amarre había cedido otro poco. Ahora, con la
luz encendida, identificó el sonido y se sintió un poco estúpida
por haberse dejado llevar por el miedo ante un chirrido que conocía
desde hace tiempo. Volvió la vista para ver al pequeño, que para
entonces, ajeno al pensamiento de su madre, parecía haberse calmado
y empezaba a entornar de nuevo los ojos vencido por el sueño. Lo
subió en brazos y entró en la habitación. Se sirvió de la luz que
entraba desde el pasillo para no despertar al niño. Pasó por encima
de dos peluches que había tirados en el suelo y pensó que mañana
por la mañana los colocaría de nuevo dentro de la caja, que
aguardaba en una esquina del cuarto con una decena de muñecos de
trapo dentro. Tumbó al pequeño en la cama y le puso la mano en el
pecho para ver cómo éste subía y bajaba cada vez más despacio, al
tiempo que el niño se dormía. Llevaba haciendo este gesto muchos
años, desde que su hijo fue demasiado grande para dormir en la cuna
pero demasiado pequeño para estar tranquilo en la cama. Lo acostaba
boca arriba y le hablaba mientras le ponía la mano en el pecho, y
así, con la única nana del sonido de su voz, éste se iba dejando
vencer por el sueño. Cuando se cercioró de que el canijo se había
dormido, se levantó despacio y salió casi de puntillas, dejando el
calor de la alfombra y volviendo a pisar la fría madera del pasillo.
Evitó las zonas donde más crujía el suelo y apagó la luz al pasar
junto a la puerta del baño. Recorrió el resto del camino a oscuras,
de memoria, y se metió debajo del edredón. Intentó entrar en calor
y se concentró en la respiración de él, que seguía durmiendo,
aunque ahora de lado.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
En la planta baja, la ventana dejó de
crujir.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El viento cesó.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El reloj caminó unos minutos y el mes
de octubre se convirtió en noviembre.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y en el cuarto, al final del pasillo,
en una pequeña caja de juguetes, algo se movió. </div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Primero, de manera
imperceptible. </div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Después se hizo hueco entre los otros peluches. </div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Los
ojos del animal de trapo se volvieron del todo negros. </div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Se irguió y
salió de la caja. </div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Liberado de sus compañeros, se detuvo un instante
para mirar al niño que dormía.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Estaban solos de nuevo.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-21944203891132429092018-10-02T01:52:00.002+02:002018-10-02T01:52:23.743+02:00Cenizas<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Me gustaría decirte que aún siento el
fuego.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que estas palabras son algo más que el
rastro de una enfermedad que se aviva garganta abajo, una fiebre de
ginebra y humo que no alcanza para apagar el ardor de un hambre
antigua. Que ya no estás ahí escondida, en el fondo del paladar,
envenenando con el poso de tu sudor cada uno de mis tragos. Que oigo
algo más que la música de aquella noche en la que hablamos y nos
anudamos poco a poco, casi sin saberlo, en aquel bar medio vacío
donde cambiamos la fingida oscuridad por un amanecer dormido sobre tu
espalda, otra forma de mirar al cielo. Que rompí mi brújula en el
mes de marzo para demostrar que no hay más mapas que el de tu piel,
y que es ahí donde está mi norte. Que no eres tú con las manos en
alto, los brazos arriba, los ojos cerrados, bailando lento, todo lo
que el verano me puede ofrecer.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Quisiera escribirte que todavía arde.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que la noche desde la que te escribo es
la de la vez primera. Que tengo sobre mis ojos tu mirada animal, esa
que se entorna felina cuando la respiración se te entrecorta porque
la batalla está empezando a borrar fronteras. Que sigue sin haber un
beso limpio. Que en todas las fotos se entromete tu pelo. Que te
tengo aquí, con las manos rodeando mi cara, mordiéndome como si
este hambre nunca se fuera a acabar, como si faltara algo de sangre
que invitar a la densidad de tu aliento, queriendo llegar con los
dientes a los rincones por donde pasa de largo la lengua. Que cuando
la cama ya no oscila y la guerra cesa, te oigo susurrar mi nombre,
derrotada. Que disimulas aunque sabes que me he quedado todas las
heridas, que la tuya es una victoria sin cicatrices. Otra conquista
de madrugada.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Gritarte que me quemas.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que sigue la persiana bajada para
tratar de engañar al día, pero que el sol tenue del patio interior
se filtra por las rendijas y siembra de lunares claros tu espalda.
Que te haces la remolona entre las sábanas, tendida boca abajo. Que
quieres dormir y que yo no te despierte. Un ratito más, otra
bocanada. Que las noches que saben a tabaco y ron dejan un rastro
pegajoso por la mañana. Que nos queda todo un día por delante en el
que busco el valle de tu ombligo y lo repaso con la yema de los
dedos. Una caricia callada.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que el calor sigue conmigo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Decirte que no te evoco cada amanecer,
con el pelo sobre la cara, dejando al aire ese rincón donde se
resumen tu espalda y tu cuello. Que sigo sentado en aquella
habitación debatiéndome entre marcharnos o dejarte dormir. Que no
me he despertado. Que el sueño no se ha ido. Que no te escribo
sentado en el suelo, entre pilas de libros, nuevos y viejos, que ya
he leído o que nunca leeré. Que no me he bebido más de cien
botellas para olvidarte. Que en todos los cigarros que me he fumado
no te he buscado entre el humo. Que me he acostumbrado a esta soledad
que antes se me hacía soportable. Que he aprendido a vivir con ella
y contra mí mismo. Que esta noche es la última vez. Que siempre
intento seguir adelante.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Me gustaría decirte que aún siento el
fuego, pero tengo la boca llena de cenizas.
</div>
<br />I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-47294624630440777882017-12-27T01:44:00.000+01:002017-12-27T01:44:01.842+01:00Adagio (a dos voces)<div style="margin-bottom: 0cm;">
Apagó la tele.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Echó la cabeza hacia atrás y dejó
que el humo de la última calada saliera de su boca.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Se detuvo contemplando cómo las
volutas subían hacia el techo y cerró los ojos un instante,
tratando de arrinconar al incipiente dolor de cabeza que asomaba en
esa noche de diciembre.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Se apretó con los pulgares las sienes
y con ese gesto intentó retrasar aquella migraña de final de año
que, atraída por el frío, empezaba a teñir de blanco aquel
invierno que amenazaba oscuro. Se incorporó y aplastó la colilla
contra el cenicero de cristal que había sobre la mesa baja.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Apartó un rastro de ceniza que le
había quedado en los dedos y repasó con la yema del índice el
tacto metálico del objeto en el que yacían, solitarios, los restos
del último cigarrillo recién consumido. Se levantó del sofá y al
caminar descalza sobre el suelo de madera sintió un escalofrío que
recorría su cuerpo. Quería darse una ducha.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Caminó haciendo eses en el parqué,
esquivando las montañas de libros y papeles que había levantado en
aquella estancia como los muros de un indescifrable castillo. Como si
tras aquellas empalizadas se escondiera en realidad el fuerte de un
niño grande, que recorría ahora sus dominios. A pesar de los
calcetines que llevaba, notó que el frío ganaba terreno y pensó en
darse una ducha, pero antes puso algo de música y apagó la luz de
la sala.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
De repente, le pareció captar un
murmullo que le hizo detenerse en mitad de la estancia. Allí, de
pie, aún descalza sobre el suelo cada vez más frío, quiso
silenciarlo todo para buscar más allá de aquellas paredes un
mensaje oculto. Pero no lo consiguió. Hizo una escala antes del baño
en el equipo de música que había junto a la televisión y quiso
cerrar los ojos y elegir al azar un disco compacto que poner, pero
acabó como siempre cogiendo el que menos polvo tenía sobre la tapa
porque era el que más utilizaba. Lo puso y pasó las pistas hasta
que llegó a la composición que bucaba: el Adagio de Bach y
Marcello.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Apenas había comenzado la música le
pareció que la melodía rebobinaba en un segundo plano y volvía a
empezar. Como si hubiera una segunda voz en el Adagio que hubiera
parado el mundo un instante antes de reiniciarlo poco después, con
unos segundos de retraso, y las dos voces se montaran con apenas ese
lapso de tiempo de diferencia. Caminando iguales, al fin y al cabo,
una voz al frente y la otra, más lejana, apenas un eco, como un
escudera del tiempo real. Un eco de la vida más allá de sus cuatro
paredes. En medio de la oscuridad de la sala aún esquivó algunos
montones de libros más antes de perderse en el baño, encender la
luz y dejar la puerta un poco abierta.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Antes de llegar al baño apagó la luz
de la sala y dejó que la música fuera toda la vestimenta de una
estancia que no le parecía suya. Conocía aquel piso al milímetro
pero había algo extraño en él siempre que era tomado por la
oscuridad, como si la sombra de los muebles alimentada por la poca
luz que entraba de la calle fuera distinta en función del estado de
ánimo de la vivienda, si es que aquella vivienda podía de verdad
sentir. Esta noche notó el sillón más alargado en su reflejo, y en
las paredes se levantaban huellas oscuras de muebles en realidad
inmóviles que parecían caminar por ellas en función de cómo
recibieran esa noche la luz. Encendió la luz del baño y dejó la
puerta un poco abierta.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Salió envuelto en una toalla y fue
hasta la habitación para sacar de la mesita la ropa interior y
rescatar de la cama un pantalón de pijama y una camiseta vieja. Esta
vez no se puso calcetines y optó por caminar descalzo por el piso,
olvidando la toalla en la cama, donde amanecería al día siguiente.
Se pasó la mano por el pelo, aún mojado, y se encaminó hacia la
cocina con la intención de preparar café. En el aparato de música,
el Adagio empezaba entonces de nuevo, pero pese a ese breve silencio
que precede a la repetición le pareció que el piano no dejaba nunca
de sonar, aunque lo hacía ahora a lo lejos.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Dejó la luz del año encendida pero
mantuvo apagada la de la sala. Envuelta en una toalla, una lengua de
vaho la despidió del pequeño cuarto tras la ducha y la siguió un
instante mientras caminaba hacia la habitación, donde dejó caer la
toalla al suelo para ponerse una camiseta vieja, algo de ropa
interior y unos gruesos calcetines de lana, como si amortiguar el
contacto con el suelo fuera suficiente para vencer al frío que poco
antes, y durante un instante, le había ganado la batalla. Caminaba
hacia la cocina con la idea de prepararse un café cuando reconoció
los acordes finales del Adagio y se detuvo junto al equipo de música
para ponerlo de nuevo desde el principio. Antes de pulsar la tecla
apenas reparó en que la melodía, en algún punto entre su piso y el
resto de la noche, ya había comenzado.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Café solo y sin azúcar, él.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Café solo, con dos terrones, ella.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
De vuelta a la sala encendió el árbol
de Navidad y esquivó de nuevo los libros y papeles que trazaban los
límites del desorden en el suelo antes de hacer una parada en la
mesa y rescatar el tabaco, y encaminarse hacia la pared más alejada
de la terraza, descorridas las cortinas de par en par, y sentarse en
el suelo. Dejó la taza a un lado y encendió un pitillo de nuevo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Fumando en silencio, sentada en el
suelo, veía en las paredes el reflejo del parpadeo de las luces del
árbol de Navidad. Miraba de frente a la terraza desde el lado más
alejado de la estancia. Las cortinas descorridas dejaban que entrara
la luz de la luna, y en medio de la calidez que ella sentía, alejado
por el momento aquel anuncio del dolor de cabeza, pensó que allí
afuera, en el mundo, hacía un frío atronador.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El mundo era un lugar frío y solitario
visto a través de aquel balcón, pensó. Tomó un sorbo del café y
se dispuso a apurar las últimas caladas del cigarro. Reconoció los
últimos acordes del Adagio y cerró los ojos mientras el humo se
perdía cielo arriba hasta el techo. Apoyó toda la espalda contra la
pared y echó la cabeza hacia atrás.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Aún tenía el humo en la boca cuando
cerró los ojos y se dejó bañar por las últimas melodías de la
obra de Bach y Marcello. Apoyó la espalda contra la pared y echó la
cabeza hacia atrás. Dejó que el humo se le escapara lentamente
entre los labios y saboreó al mismo tiempo el final de la melodía.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Esta vez no hubo repetición. Pero él
se mantuvo así, con los ojos cerrados, porque a pesar del silencio
de su vivienda, a su espalda, todavía escuchaba el final del Adagio.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Tiró la colilla en la taza del café.
Removió el resto para que se apagara. Lo hizo con los ojos cerrados,
y así los mantuvo hasta que el Adagio llegó a su fin.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y se hizo el silencio.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Primero abrió los ojos ella. Después
los abrió él. Jamás lo sabrían, pero en ese instante en aquellos
dos pisos gemelos separados apenas por un fino tabique, se tocaron
por primera vez. Meses después, sin más barrera que una sábana, al
contacto de sus pieles los dos tuvieron la misma sensación de que
más que conocerse, se recordaban. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-88010410123970362612017-10-25T02:09:00.001+02:002017-10-25T02:10:28.545+02:00Sombras<div style="margin-bottom: 0cm;">
Detuvo el bolígrafo y dejó las gafas
sobre la mesa. Cerró los ojos y se tomó un instante antes de
apretarse en los lagrimales con el índice y el pulgar de la mano
derecha, hasta que la oscuridad se cubrió con un manto blanco que
poco a poco volvió a fundirse a negro. Se colocó de nuevo las gafas
y leyó el último párrafo para decidir si valía la pena volver a
dejarse envolver por aquella sombra o era mejor arrancar la hoja,
arrugar el folio y hacerlo desaparecer entre las llamas. “Caminaba
absorto en sus pensamientos hasta que detectó un cambio en el compás
del resonar de sus pasos. Era como si un nuevo par de pies se hubiera
sumado a la melodía y el empedrado de la vieja calle escupiera un
tronar desordenado. Se paró en seco y también el sonido cesó, y
pensó que quizá se estuviera volviendo loco. Metió la mano en el
bolsillo interior del abrigo y sacó un arrugado paquete de tabaco, y
estiró un pitillo sin filtro antes de llevárselo a los labios. Lo
encendió y se guardó el mechero en el bolsillo, y apenas había
dado la segunda calada después de empezar a andar cuando volvió a
escucharlo de nuevo: sobre la callejuela resonaban dos pares de
pasos, pero ahora aquel que le parecía ajeno lo hacía a mayor
velocidad. Se detuvo de nuevo, pero sólo un caminar se apagó en
aquella ocasión. Al contrario, el otro había aumentado el ritmo y
parecía a punto de echar a correr. Instintivamente, arrojó el
cigarro al suelo y echó a correr callejón abajo, hacia las
sombras...”. Algo en esa última línea llamó su atención. Desde
el último punto y seguido en adelante, las palabras se hacían más
difíciles de leer. Repasó el cuaderno con el dedo y notó un
relieve muy pronunciado, como si hubiera estado apretando el
bolígrafo más de la cuenta. Le dolía la mano. Se sirvió otro vaso
de bourbon.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Estaba a punto de encender un
cigarrillo más cuando una punzada de dolor le atacó la sien. Cerró
los ojos y apretó los dientes para tratar de vadear esa pulsación
roja que iba ganando espacio en su cabeza. Bebió con los ojos aún
cerrados deseando que aquel líquido ambarino que abrasaba pudiera
apagar en parte ese fuego que de nuevo ardía, pero no lo consiguió.
Al contrario, al contacto con sus labios la bebida se convirtió en
un pequeño torrente de minúsculos cristales que arañaron todo a su
paso: la boca, el paladar, la garganta. Tomó aire mientras la
tráquea se iba ensanchando y a su boca llegaba un sabor a sangre
peculiar: era sangre negra, sucia, como si alguien la estuviera
bombeando de un pozo donde había permanecido mucho tiempo estancada.
Era sangre de otros tiempos, de otras épocas, de otras personas, que
trepaba desde su estómago y trataba de abrirse paso. Contuvo la
respiración y se obligó a tragar. Se levantó dando tumbos,
mareado, con la fiebre taponándole los oídos. Empezó a sudar y
sintió que la espalda se le volvía rígida, como si la columna
vertebral fuera hora una cuerda con dos personas tirando en sus
extremos. El primer espasmo no le hizo caer. Tampoco el segundo pudo
con él porque se aferró como pudo a una silla. El tercer tirón de
la cuerda le dejó tumbado boca arriba, respirando forzosamente por
la nariz y por la boca. El calor estaba desapareciendo y su lugar lo
iba ocupando un frío feroz. La luz se fue amortiguando y al tiempo
que llegaba la penumbra escuchó, desde muy lejos, unos pasos que se
acercaban.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Le faltaba el aire y se rompió la
camiseta para intentar respirar.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Un dolor antiguo nació de nuevo en su
estómago, y la piel de la tripa se le estiró hacia arriba, marcando un surco. Como si alguien
arañara un tambor desde dentro.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
La piel cedió y una pequeña uña
negra asomó mientras a los lados caía un hilo de sangre. En la
parte baja, más allá del ombligo. Y empezó a subir rasgando de
abajo arriba y abriéndole la piel en dos mientras brotaba de su
vientre un pozo de sangre negra. Un pequeño alacrán salió de la
oscuridad y caminó sobre su pecho hasta colocarse junto a su boca,
abierta del todo buscando el aire que ya no podía tragar. Se le
metió en la boca y siguió rasgando con la pequeña uña de su cola
de nuevo, en dirección contraria, garganta abajo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El sonido de los pasos era ahora más
cercano, y casi oyó cómo corrían antes de que todo se fuera a
negro...</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br /></div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Esta mañana, cuando me desperté,
tenía la hoja en la mano. La última frase estaba más marcada e
incluso en algunos trazos de las últimas palabras comprobé que el
bolígrafo había atravesado el papel. Me dolía la cabeza, pero era
un dolor sordo, lejano, como un recuerdo. Me tragué dos aspirinas
con el bourbon que no había bebido la noche anterior y con ese sorbo
enjuagué el mal sabor de boca. Leí de nuevo el párrafo pero no
hubo ni sombras, ni pasos. Algo palpitó en mi vientre y repasé con
la yema de mis dedos una cicatriz que nacía junto al ombligo y subía
recta hasta el esternón. Sentí como si alguien, desde el otro lado,
siguiera mi movimiento con algo afilado. Leí de nuevo el párrafo y
busqué la historia en lo más oscuro de aquella callejuela, y
continué escribiendo.</div>
<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Aún tenía en mis dedos el rastro seco
de la sangre negra. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-91057536911164862042017-09-12T00:08:00.002+02:002017-09-12T00:08:34.156+02:00Ausencia<div style="margin-bottom: 0cm;">
Cerró la puerta con todo el cuidado
que pudo y giró sobre sí misma para quedar de frente al pasillo,
largo y estrecho, al que vertían como afluentes todas las
habitaciones. Antes de dar un paso se quitó los zapatos de tacón y
los dejó a un lado, para no hacer ruido, y mientras caminaba sin
saber muy bien hacia dónde sintió sobre la palma de la mano el peso
de las llaves. Sus llaves. Las que le tenía que haber devuelto hace
tiempo pero que seguían en su poder. Esas llaves fueron en su
momento el punto de inicio de una vida en común que se fue diluyendo
con el tiempo hasta que los planes acabaron engullidos por el tedio y
la relación se rompió poco a poco, como todas las cosas que no
están hechas para durar. No fue una explosión la que dinamitó el
camino que ambos andaban sino pequeñas grietas que volvían los
pasos cada vez más inestables, hasta que del calor inicial sólo
quedaron rescoldos y del fuego que fue nació una amistad tibia que
guardaba, no obstante, un poso de cariño indeleble. Por eso le
golpeó tan fuerte la noticia de su enfermedad. Por eso, quizá, se
resistía a devolverle las llaves, también porque él no se las
había pedido, por miedo a que ese gesto supusiera un cerrojo
definitivo a aquello que fue.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y ahora él ya no estaba.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Paseó por toda la casa buscando restos
de su ausencia. Huellas de una pérdida que estaba empezando a asumir
por más que fuera un vacío lejano, un ligero temblor más que un
terremoto. Caminó por el pasillo y repasó con el dedo algunos
muebles, dejando un rastro de color entre la pequeña pátina de
polvo que empezaba a acumularse en aquellas superficies. No quería
dejar ninguna pista de su paso por el piso pero no lo pudo evitar.
Apenas se detuvo en la cocina el tiempo justo para abrir la nevera y
encontrar el testimonio de una vida de paso. Un cartón de leche que
llevaba abierto demasiado tiempo, algunas botellas de agua. Pan,
embutido, salsa para la pasta. Una lata de atún abierta, el
contenido ya seco. Algo de fruta, plátanos demasiado maduros. La
cerró y dejó todo como estaba, resistiendo la tentación de tirar
aquello que ya no servía. Llegó hasta la habitación y vio una
escena familiar pese al tiempo: la cama deshecha, la sábana arrugada
en la parte baja del colchón, a los pies; el pijama debajo de la
almohada. Lo recuperó durante un instante y las prendas frías le
devolvieron su olor algunos segundos.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Contuvo como pudo las lágrimas.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Enfiló el pasillo de nuevo en
dirección a la puerta, sin querer profanar más un vacío que no le
correspondía, pero no pudo resistir la tentación de llegar hasta el
salón. Sobre la mesa había unas cuartillas a medio escribir que
hojeó durante unos instantes. Reflexiones duras, letras que
supuraban fiebre escritas en las noches en las que la memoria era ya
una cicatriz que no dejaba de sangrar. Recuerdos deformados por el
dolor, nombres inventados, algunos retazos de la suya y de otras
historias de las que, en un gesto furioso y postrero, pareció
quererse desprender. Las dejó todas ahí, no se guardó ninguna. Un
sofá huérfano de cojines y un sillón que acunaba en uno de sus
brazos un libro a medio leer. Ahí estaba, desafiante, con el
marcapáginas asomando para trazar el punto en el que se quedó y ya
nunca retomará. El final prematuro a una historia que, quién sabe,
le estaba gustando o aburriendo, apasionando o aletargando en las
últimas noches. Y una pregunta brotaba de aquella frontera entre las
páginas, y llegó directa a su frente sin que nada pudiera
amortiguarla. ¿Debía dejar el marcapáginas ahí?
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Dejarlo era subrayar todo lo que su
ausencia dejó inacabado. Una historia que ya no continuará pese a
tener un final, un libro que quizá nadie más lea para no mover ese
marcador que, sin saberlo, convirtió un punto y seguido en un punto
y final.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Retirarlo del libro sería borrar uno
de sus últimos rastros. Hacer correr el agua para que se lleve las
huellas sobre la arena, disipar de un manotazo el humo de la última
calada. Poner fin a algo que no debió terminar. No así, tan pronto.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Sostuvo el libro unos minutos en sus
manos antes de dejarlo de nuevo sobre el sillón, donde lo había
encontrado. Quitar el marcapáginas era un gesto de intimidad que no
le correspondía. No a ella, no en ese momento. Lo dejó donde estaba
pero lo empujó un poco hacia dentro, para que asomara apenas el filo
sobre las páginas que dividía, para que esa frontera no fuera tan
evidente y ese punto y final no resultara tan grosero. Caminó por el
pasillo hacia la salida y antes de abrir la puerta dejó las llaves
sobre la consola que había a la entrada, junto a un foto en la que
él sonreía. La sostuvo unos segundos en las manos y la miró
fijamente, y se le escapó una pequeña sonrisa también a ella.
Recogió los zapatos del suelo y sin ponérselos abrió la puerta y
salió al rellano, cerrando con cuidado tras de sí.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Cuando el ascensor llegó a la planta
baja aún iba descalza. Todavía lloraba. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-68871623025966562032016-10-20T02:06:00.000+02:002016-10-20T02:06:13.992+02:00El pinchazo del hambre<div style="margin-bottom: 0cm;">
Es ahora, en el ocaso de su vida,
cuando ha descubierto que no hay mayor fiereza que la del hambre. Que
la carencia es un territorio hostil. Que no hay aliados en la
necesidad. Por eso, subida en unas zapatillas raídas, negras como la
noche y como las prendas que la tapan, se ha desviado hacia calles
más concurridas de gente pero más alejadas de los supermercados y
tiendas de comestibles por las que peregrina cada noche con un carro
de la compra que vuelve siempre lleno de nada. Las primeras veces
merodeó por los cubos repletos junto a las grandes superficies, y
aunque tuvo que conformarse con aquello que los demás desechaban,
que no era mucho, siempre le pareció bastante. No hay gota de agua
que en el desierto no colme el vaso de la sed. Las últimas veces,
los cubos ya no bastaban, y entre los gatos callejeros de cada noche
volvieron a aparecer las uñas. Magullada por haber sido arrojada al
suelo entre el tumulto, con un rastro de sangre seca en la rodilla y
nada más que tela sobre las ruedas que arrastraba, volvió a casa
una noche decidida a cambiar de lugar para no volver a enfrentarse a
esos colmillos que, aun compartiendo su necesidad, le doblaban en
fuerza. Se alejó de supermercados y envuelta en el luto perenne de
una ausencia nunca asumida, se echó a las calles del centro con la
esperanza de encontrar en esos cubos lo que la vida le negaba.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Septiembre fue benévolo todavía, pero
octubre empezaba a golpear cada vez más fuerte. La temperatura suave
dejó paso sin previo aviso al agua y allí, en medio de la lluvia,
aprendió a negociar las miradas que notaba clavadas en su espalda
mientras ella, como podía, se inclinaba hacia el interior de
aquellos pequeños contenedores verdes y de puntillas, con una mano
en el borde y la otra entre las bolsas, buscaba. El centro le
obligaba a salir más tarde, a retrasar la batida. Arrastraba sobre
sus pies sus setenta años de arrugas y tiraba hacia delante del
dolor que le devolvían sus huesos para recorrer las estrechas calles
peatonales entre la plaza Mayor y el tañido de la campana de la
catedral en busca de aquellos cubos que los porteros sacaban a última
hora de la tarde y las familias llenaban con sus bolsas tiempo
después, acabada la cena. El corazón de la fruta sin apurar, las
esquinas de un filete que no había sido comido por completo, yogures
con demasiado líquido, cosas pasadas de fecha. Todo lo que
encontraba lo echaba en aquel carro de cuadros escoceses que parecía
llevar con ella toda la vida. Después, en casa, revisaba lo
recogido.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
No era por ella, era por él. Sabe
dios, y cada vez que pensaba en ello se santiguaba, que no le
guardaba rencor a su hija, pero no podría perdonarle el que se
hubiera marchado dejando allí al muchacho. Podían haberse ido los
dos, deseaba a menudo, pero lo cierto es que una mañana ella ya se
había ido y allí estaba su nieto, recién levantado, con cara de no
saber. Dejarlo en aquella casa fue como dejarlo a la intemperie, no
sólo por el frío que hacía siempre entre las paredes de aquel
enorme caserón, sino por la falta de todo menos de miseria que se
respiraba en sus alfombras. Al principio vendió todo lo que pudo y
empeñó lo que no le hacía falta, pero no llegaban. Ya era difícil
sostenerse sola con la pequeña pensión de viudedad. '¿No ha
trabajado usted nunca?', le había preguntado el joven que tecleaba
detrás de la mesa a la que ella, con el bolso en las rodillas y bien
agarrado con las dos manos, se había acercado para preguntar. 'Toda
mi vida, como una mula', le dijo, 'en mi casa'. El chico le dijo que
lo sentía. Pero la compasión, verá usted, no se come.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Aquella noche abrió uno de los yogures
rescatados de la basura uno de los dias anteriores y agitó con la
cuchara el caldo para que se perdiera entre el contenido. Se metió
una cucharada a la boca y notó el sabor un poco agrio que se le
pegaba al paladar. Se obligó a tragar y aceleró el ritmo de las
cucharadas para tratar de retener el menor tiempo posible el yogur en
la boca, y tragó lo más deprisa que supo. Se puso sobre la camisa
negra una rebeca del mismo color y salió, renqueante, a la calle,
arrastrando el carro de la compra. Media hora después, bajo la luz
verde intermitente de una farmacia, se encontraba ya encorvada, de
puntillas, hurgando en el cubo.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Oculta como estaba, con la mitad del
cuerpo casi dentro del contenedor, no se le veía la cara, pero a él
no le hizo falta. Desde lejos, y a pesar de las conversaciones de sus
amigos, distinguió la silueta que casi se tragaba el cubo. Conoció
a su abuela por las zapatillas, por la figura y por el carro que
siempre aguardaba detrás de la puerta de la entrada. Mientras el
resto empezaba a concentrar su atención en la señora que buscaba en
la basura y a susurrar entre ellos, él aceleró el paso, callado, y
se marchó sin despedirse, sin alzar la cabeza. Sin dar un último
vistazo. Si ella salió en ese momento y lo vio, no lo sabe. Poco le
importaba. Sólo pensaba en llegar a casa y meterse bajo la manta.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Le recibió el eterno frío de la casa
vieja. Le dio un escalofrío al entrar que apartó como pudo, pero no
pudo reprimir el temblor cuando encontró sobre la mesa un batido y
una manzana. Buscó en el pequeño envase de cartón y vio que estaba
pasado de fecha, pero lo agitó con ganas, clavó la pajita y se lo
bebió. Después buscó un cuchillo en la cocina y retiró las partes
podridas de la manzana antes de devorarla casi hasta el corazón. No
dejó nada salvo las pepitas. Cuando volvió a la cocina a tirar las
cosas vio en el fregadero la solitaria cuchara, y en la bolsa de
basura encontró el yogur. Se fue a la cama.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
No había pasado una hora cuando la
puerta se abrió de nuevo y la abuela entró arrastrando los pies,
mitad por el cansancio mitad por no hacer ruido, tirando de aquel
carro de cuadros. Él se hizo el dormido. Ella se afanó un rato en
la cocina guardando esto y lo otro, y dejó entrever una leve sonrisa
cuando encontró el cuchillo junto a la cuchara. Los fregó sin ganas
y antes de ir hacia su habitación apagando luces llenó un vaso de
agua del grifo que le acompañó en el recorrido por pasillos y
habitaciones hasta el borde de la cama. Lo dejó en la mesita y se
desvistió despacio, a pesar de que el frío empezaba a calar en los
huesos. Se puso el camisón y abrió la colcha, dispuesta a meterse.
Antes de apagar la luz se bebió el vaso de un trago y se tumbó
deprisa. Se arropó, y cerró los ojos y dejó que el agua apagara el
pinchazo sordo del hambre que le retumbaba por todo el vientre. Y
durmió, agotada como estaba. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-43691358605793679122016-08-25T01:25:00.002+02:002016-08-25T01:25:45.352+02:0038 baldosas<div style="margin-bottom: 0cm;">
Si el miedo fuera un lugar, sería un
pequeño pasillo en la primera planta de un hospital antiguo con las
paredes pintadas de azul y blanco, con un suelo amarillento que
siempre parece ligeramente descuidado. Si el miedo fuera una
sensación, sería el frío perenne de un espacio en el que convergen
un montón de historias anónimas en su conjunto pero bien
clasificadas en nombres y apellidos, en boxes y camas, en estadillos
coronados por una enfermedad y que detallan en varias hojas
historiales y tratamientos. Si el miedo fuera un olor, sería el del
desinfectante de manos que cuelga por todas partes, el que emana de
esos botes de líquido azul cuya fragancia te acompaña el resto del
día hagas lo que hagas y toques lo que toques, porque parece hecho
para recordarte que hay alguien que falta. Si el miedo fuera un
periodo de tiempo, sería de 32 días, poco más de un mes. Si el
miedo fuera una distancia, sería de 38 baldosas.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
En los últimos minutos, en aquel
pequeño universo que construyen todas las pérdidas que se amontonan
en ese pasillo han pasado muchas cosas. Primero, un murmullo rompió
la quietud que adornaba la estancia que da paso a la unidad de
cuidados intensivos; conversaciones engarzadas que con el paso de los
segundos fueron subiendo de intensidad. Las voces destrozaron la
calma en la primera planta del viejo hospital antes de que alguien,
siguiendo la partitura de todos los días, chistara para conseguir un
poco de silencio. Obedientes, los diálogos se apagaron y casi todos
miraron con disimulo el reloj antes de dar un paso hacia delante y
situarse un poco más cerca de las puertas metálicas que siempre se
abrían un poco después de lo debido, y se cerraban sin excepción
siempre antes de lo deseado. En el intervalo que dura el segundo
silencio hasta que las voces vuelven a alzar el vuelo, el ritual
diario establece que toca levantar la vista del suelo para
identificar al extraño en aquel pasillo de 38 baldosas y tratar de
adivinar su historia a través de sus gestos. Hay maridos sin mujeres
e hijos sin padres o madres, pero también hay padres y madres sin
hijos y amigos y amigas sin otro al que abrazar.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Es domingo y todas las caras del
pasillo son conocidas. Allí está el hombretón del pantalón corto
y el sombrero que siempre llega solo, treinta minutos antes de la
hora señalada, y se marcha solo después de ajustarse de nuevo el
sombrero de tela que ha guardado cuidadosamente en la pequeña
mochila que le cuelga de la espalda. Está la mujer que se apoya
sobre dos muletas y que entra a menudo de las primeras, para
apartarse poco después en el pasillo y dejar que el resto gane con
prisa las habitaciones, mientras ella avanza con una calma y una
serenidad a la fuerza impuestas. Hay una familia coja por una pata
que viene a visitar a la madre que falta, nietos que van en busca de
la abuela y hermanos que se resignan a esperar el tiempo que haga
falta para reunirse de nuevo con alguien demasiado joven para estar
allí. Hay gente de todas las edades y de varias nacionalidades, en
una espera compartida difícil de digerir. Y entre todos ellos, un
paso más atrás, hay hoy, apoyado en la pared, un hombre que no ha
levantado la vista del suelo, concentrado como está en lo que viene
a continuación.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
No se mueve pero está nervioso, apenas
habla con nadie por miedo a que le tiemble la voz. En un espacio que
hoy no ofrece ninguna cara desconocida, su semblante es la única
novedad para una tropa ávida de esperanza. Hace veinte días que se
unió al grupo en medio de un mar de miradas extrañas que después
le acogieron con una familiaridad nada fingida en un espacio en el
que la compañía de otros es más que necesaria. En esos veinte días
ha ido menguando poquito a poquito, su voz se volvía más grave y su
mirada más baja, y su caminar decidido apenas ha servido para
disimular que la camisa le estaba cada vez más grande, y que cada
noche, tras una cena frugal, cogía las tijeras y usaba la punta para
hacerle un nuevo agujero al cinturón, que casi le daba ya una
segunda vuelta. En esos veinte días ha ofrecido siempre una
fotografía de viajero cansado, con la camisa arrugada de los
kilómetros en coche y la mirada vacía de quien mira sin ver pasar
del todo la carretera. Peregrino cubierto del polvo de una vida que
se resquebrajaba.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Hoy es un día distinto. Todos se han
percatado pero casi nadie se lo ha dicho. Aquel hombre que llegó
derruido había apilado con orgullo los cascotes y lucía distinto
apoyado en la pared: una camisa pulcramente planchada con tonos
azules y blancos, más alegre; pantalones recién estrenados y el
rastro de quien en medio de los nervios se ha derramado encima medio
frasco de colonia. Alejado de aquel lugar, se diría que es un hombre
que aguarda nervioso la llegada de una mujer a la entrada de la
feria, con las ansias de la primera vez. En ese pasillo es un hombre
más, pero distinto, de los que esperan a que la UCI se abra y la
enfermera les haga pasar. Cuando eso ocurre, no avanza como de
costumbre para colocarse en los primeros lugares como hace cada día,
a pesar de que el nombre que espera es siempre uno de los últimos
que se pronuncia. Hoy aguarda recostado sobre la pared, con las manos
en los bolsillos para que nadie vea que tiene los dedos apretados de
puro nervio, y que no puede esperar más. Cuando atraviesa las
puertas metálicas y se detiene ante los pequeños botes con líquido
desinfectante, las manos le tiemblan, pero ya no las puede esconder
más. Avanza hasta el final del pasillo y gira a la derecha en la
última de las estancias. Se detiene un poco ante la cama, desde la
distancia, y avanza con una impostada seguridad.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Se ven casi a un tiempo. Ella ha
abierto los ojos y le ve llegar a la cama al tiempo que él ve cómo
ella despierta. Le tiemblan un poco las piernas y se apoya en la cama
como siempre, pero esta vez es una necesidad. Se sostiene agarrado a
la cama. Ambos sonríen y el pulso de ella se acelera. Rodea la cama
y le pasa la mano suave por la frente antes de hablarle e iniciar
media hora que, por primera vez en las últimas tres semanas, se va a
hacer corta de verdad.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Los primeros treinta minutos de luz
tras una veintena de días en coma.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Media hora después, una enfermera
recorre los boxes pidiendo a la visitas que salgan. Él se acerca a
la cama y la besa en la mejilla, la acaricia una vez más y se
marcha, tras despedirse, forzándose a no mirar atrás. Cuando gana
el pasillo yo, que he asistido a toda la escena en silencio, me sitúo
al otro lado de la cama, junto a ella, y después de besarla le digo
“está guapo, ¿verdad?”. Mi madre reúne todas las fuerzas que
tiene y asiente con la cabeza, y le digo que descanse y duerma.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Cuando llego al pasillo mi padre me
está esperando con las manos en los bolsillos y con una ilusión que
por primera vez en muchos días le ha vuelto a la mirada.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
-Hoy se me ha hecho corta la visita-,
me confiesa.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
-Dice que estás muy guapo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Miro de reojo cómo se ruboriza y se
emociona a partes iguales.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
-Ella también está muy guapa-, me
dice, y salimos juntos al pasillo de 38 baldosas. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-2853991868935083742016-07-15T01:32:00.000+02:002016-07-15T01:32:31.692+02:00Tienes que subir<div style="margin-bottom: 0cm;">
Me gusta pensar que duermes.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que hace días que descansas después
de llevar toda una vida tirando de nosotros, siempre hacia delante,
sin dejarnos caer en ningún momento.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Qué sólo necesitas unos minutos más
con los ojos cerrados para volver a estar ahí, detrás de todo lo
que hacemos, llenando los huecos que no acertamos a completar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Sólo eso. Unos minutos más y todo
volverá a ser como antes.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y que nos escuchas. Me gusta pensar que
nos escuchas.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que sabes que a Darío le ha salido
otro diente, que saca la lengua cuando quiere que le des helado y que
se guarda comida en el interior de las mejillas para poder probar
todo cuanto hay en los platos.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que escuchas a Vito leerte los cuentos
que te regalé cuando me dijiste que querías volver a leer y no
sabías por donde empezar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que volveremos a hablar de 'Derrotas' y
no nos parecerá un libro tan triste, al fin y al cabo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que nos oyes mandarte fuerza.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que me escuchaste decirte muy bajito
que no me dejaras solo, y me pareció que llorabas.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Me gusta pensar que duermes, pero
tienes que despertar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Desde hace unos días papá repite
siempre unas palabras malditas que hace poco no sabía ni pronunciar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Nos las han cosido a todos y duele cada
puntada, tanto que necesitamos tirar del hilo y sangrar un poco todos
para que no sea tuya toda la herida.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que sea compartida, porque sabemos que
si pudieras evitar que nos doliera la querrías para ti toda.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y no.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Así no, ahora no.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Entre todos seguro que la podemos
cerrar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Joder mamá, si sólo era un dolor de
cabeza.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Me falta el mensaje a media tarde
preguntándome qué tal me va el día, la conversación sin venir a
cuento para ver qué voy a comer.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El otro día me fui de casa y no había
nadie en la puerta a quien saludar desde el coche.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Me falta la última persona que veo
cuando me voy y la primera que me busca cuando sabe que vuelvo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Me faltas.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Te echo de menos.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y odio el olor del hospital y de ese
estúpido desinfectante para manos.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Sé que ahora mismo todo cuanto ves a
tu alrededor es un mar oscuro, pero tienes que seguir nadando.
Olvídate de todo lo que pesa y te lleva empuja hacia el fondo. Si
los recuerdos no te dejan subir, suéltalos; arriba estamos todos
para dibujarlos de nuevo. Mojados un poco, como tú, pero sedientos.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Nada, no te rindas.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Tienes que subir.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Arriba, en la superficie, te estamos
todos esperando. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-76956782180068509252016-06-14T02:32:00.001+02:002016-06-14T02:32:40.611+02:00El primer dolor<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que el primer dolor se convierte con el
tiempo en un arañazo dulce lo aprendí aquella noche tardía de
verano en que la vi caminar hacia mí desde el fondo de aquella calle
adoquinada. Llegaba cinco minutos tarde pero avanzaba despacio, como
si a cada paso se concediera la oportunidad de echarse atrás y
marcharse por donde había venido. Yo esperaba de pie, quieto y con
las manos en los bolsillos, que es como me han pillado siempre las
mejores cosas que me han ocurrido en esta vida. La chica que caminaba
hacia mí había sido tiempo atrás el amor primero, ése en el que
todo se exagera y cuyo recuerdo siempre vuelve amortiguado, y aunque
tenue, roza el presente y el tintineo de ambos al chocar dibuja en el
rostro una leve sonrisa. Nos habíamos dicho que sí una noche de
diciembre como se hacen las cosas para las que no tienes edad, a
través de intermediarios, y en el momento de reunirnos la primera
vez alejados del grupo descubrimos que no teníamos nada que
contarnos. En ese tiempo en el que madurar significaba ir ya al
instituto ella era menuda, y caminaba siempre subida a unas
plataformas que exageraban sus pies al final de dos piernas delgadas
que al avanzar arrastraban siempre la suela de unos zapatos demasiado
pesados. Yo era un crío que jugaba a ser hombre y que se pasaba más
de media vida en chándal, ruborizado aún todas las veces que al
caminar notaba su mano entrelazándose con la mía y que acostumbraba
cada mañana a asomarse al balcón de su pupitre para verla sobre la
mesa, el pelo a ambos lados de la cara, y empaparme unos instantes de
su mirada. Aquello que empezó como un juego y acabó de la peor
manera volvía ahora con un sabor distinto, y cuando en medio de la
oscuridad del rincón clandestino que habíamos improvisado para este
nuevo encuentro empecé a dibujar sus rasgos al pasar bajo la escasa
luz que nos concedían las farolas, decidí sonreír un poco
exageradamente para tratar que así ella no se detuviera.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Había pasado toda la tarde pensando lo
poco que sabía de ella en los últimos meses, y construyendo un
relato de mi vida lo bastante interesante para hacerla creer que me
estaba convirtiendo en aquello que un día prometí que sería, por
si me preguntaba. El discurso se borró de mi memoria de golpe y
apareció en su lugar el parque del pueblo, del que cambiaron las
entrañas para aparentar que seguía con la misma piel, y el banco de
las primeras veces. El de la primera vez que me besó, una mañana en
la que debíamos estar en clase. El de la primera vez que la besé,
dos días después. En el que nos buscábamos con los ojos cerrados y
nos encontrábamos con las bocas abiertas creyendo que sabíamos, sin
saber; aprendiendo sobre la marcha. Habían pasado ya unos años de
aquello y allí estábamos los dos, junto al colegio en el que me
crié y al lado de un pequeño parque demasiado nuevo para fingir que
también fue mío, en una calle adoquinada y mal iluminada,
encontrándonos de nuevo. Llegó a mi altura y sonrió, deteniéndose
a dos pasos de mí. Nos dijimos hola casi a la vez y sin que ninguno
lo hubiera planeado nos fundimos en un abrazo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Que la profundidad del discurso que me
había preparado había desaparecido por completo quedó claro en
cuanto hablé, y tan sólo acerté a decirle que tenía el pelo
mojado. Los años habían dejado atrás las plataformas y el chándal
y ahora éramos dos jóvenes que dejaban en el camino las huellas de
sus zapatillas, y en medio de ese abrazo que ninguno queríamos
romper noté su pelo en la mejilla. Se acababa de duchar, me dijo, y
no le había dado tiempo a secárselo. Nos separamos, nos miramos y
nos sentamos juntos en el escalón de una de las puertas de entrada
al colegio para tratar de relatarnos ordenadamente nuestras vidas.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Pasaron dos horas hasta que la noche se
nos fue, y apenas recuerdo nada de lo que hablamos. Era la chica de
antes con el pelo mojado entornando unos ojos claros que envolvían,
pero tenía dos años más en la mirada. Había en su voz un deje de
tranquilidad que antes no tenía, y espero que el tiempo también
hubiera servido para que al hablarle de mí yo no tartamudeara. En
aquel escalón dejamos algún recuerdo pero ningún reproche, y
cuando nos levantamos y caminamos juntos hacia su casa la noche había
servido para que yo coleccionara alguna de mis primeras certezas en
el camino a recorrer para hacerme mayor.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
La primera, que ya rara vez me ponía
un chándal.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
La segunda, que el primer dolor regresa
siempre amortiguado, convertido en un arañazo dulce.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
En la esquina de su calle nos plantamos
uno frente al otro, ella en la acera y yo un palmo por debajo en la
calzada. Después de dos despedidas y un beso suave en la mejilla,
decidí que no quería llegar tarde en esta segunda vez y fui yo
quien la besé. Medí ese segundo primer beso con los recuerdos de
las otras veces y hubo algo distinto en los dos, unos años de más
tal vez. Nos despedimos de nuevo y la vi caminar unos pasos antes de
marcharme. No había vuelto la primera esquina cuando noté algo en
la mejilla, un pequeño roce de humedad. Me pasé la mano despacio y
sonreí al darme cuenta que aquella noche, como siempre, era ella la
que me había besado por primera vez. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-21024132186164346282016-05-09T01:49:00.001+02:002016-05-09T01:49:48.774+02:00El regreso<div style="margin-bottom: 0cm;">
El tiempo había hecho palidecer el
mapa de la memoria y los recuerdos volvían ahora en función de los
sonidos, se coloreaban a partir del rastro que iban formando antiguas
bandas sonoras. Hacía rato que había logrado abstraerse y dejar la
mente en blanco, concentrado en el ruido que hacían sus botas
avanzando sobre el camino de tierra, pero cuando le quedaban pocos
metros para llegar imaginó el viejo puente de piedra antes incluso
de verlo. El sol de mediados de mayo empezaba a bajar para tratar de
ganar el refugio de la línea del horizonte, pero todavía se dejaba
sentir sobre la tierra caliza de vides e iluminaba un pequeño campo
de cereal. Notó el sudor recorriendo su frente por debajo de la tela
de la gorra, y a pesar del calor tenía las manos frías cuando se
las pasó por la cara para secarse. Terminó de remontar una pequeña
loma en el camino de tierra y salió a la carretera, que discurría
paralela, y tras mirar a un lado y a otro para cerciorarse de que no
venía ningún vehículo cruzó un estrecho puente de obra antes de
encontrarse, ahora sí, con el viejo puente de piedra. Se paró un
momento a contemplarlo antes de bajar con cuidado por una de las
laderas que protegían lo que un día fue el lecho del río, seco ya
desde muchos años atrás, y se detuvo a contemplarlo de frente, a
ver las líneas que formaban las grandes piedras sobre las que se
asentaba la estructura. Cuando la tarde declinaba, la luz se
derramaba sobre el puente con un tono anaranjado y daba la sensación
que las piedras ardían de una forma silenciosa pero constante, y que
se coloreaban a medida que en su interior se iba abriendo camino el
fuego. Piso despacio sobre el lecho seco del río y se dejó mecer
por todo lo que aquel lugar evocaba.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Hacía un par de meses que había
vuelto al pueblo y había demorado ese instante hasta hoy, en parte
porque en la vieja casa de la familia había mucho que hacer y en
parte porque quería descubrir de nuevo aquel paraje tal y como lo
recordaba, con ese atardecer de mayo que caía y aquellas piedras
naranjas que parecían arder. Podía decirse que los vecinos se
habían acostumbrado ya a su presencia y que las preguntas de frente
se habían convertido ya en murmullos de lado, cuando después de
años de ausencia volvió a la que un día fue su casa. Cuando le
preguntaban no mentía, pero eso no significa que dijera siempre toda
la verdad. Había vuelto quizá para quedarse, pero sobre todo porque
necesitaba un lugar donde empezar de nuevo y donde empezar a limpiar
el negro con el que se había teñido el pasado, y nada mejor que el
pasado para volver a empezar. Volvió solo, como se fue, y eso evitó
algunas preguntas y sobre todo algunas respuestas incómodas. Quien
lo vio los primeros días le habló de sus padres y sus abuelos, y
comentaron su intención de pintar y arreglar la vieja casa familiar
porque, como decía, era el lugar en el que a partir de ahora iba a
vivir. Ya había arreglado algunas cosas por dentro, había pintado
habitaciones y reparado viejos muebles, había quitado el polvo de
estancias que llevaban años cerradas y allí donde había sombras
había colocado libros y una vieja máquina de escribir. Esperaba que
pasaran las lluvias para pintar también el patio y la fachada, y
estaba decidido a convertir el antiguo gallinero en un lugar donde
sentarse a descansar a la sombra de la parra, la única que
conservaba cierto verdor a pesar del paso de los años. Quería
comprar pintura aprovechando que el cielo había regalado ya dos
semanas de sol, pero antes tenía una visita que cumplir, y allí
estaba: de pie sobre lo que hace años fue un río con las manos en
los costados, viendo como el puente ardía, sin decir una palabra.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
La primera vez que vio el puente fue
también una tarde de mayo, pero lo hizo desde arriba porque el
abuelo, que le agarraba fuerte la mano, no le permitió bajar. Los
niños subían y bajaban las pequeñas laderas que formaba el cauce
del río y se detenían exageradamente cuando llegaban al borde del
agua, como si se fueran a caer. Había algunos más osados que
caminaban unos pasos sobre el cauce y volvían corriendo a la tierra,
llenándose las zapatillas de barro. Él miraba la escena desde
arriba, de espaldas al bullicio de la romería y de la mano del
abuelo, que recordaba que el río un día había llevado más agua,
que no había tanta ladera por la que correr, que no estaba tan sucio
ni desprendía por momentos ese tufo que produce el agua estancada.
En el entorno del río los jóvenes y los mayores iban y venían
entre los tenderetes que se montaban para la ocasión, tiendas de
ropa de mercadillo, casetas en las que jugar y siempre, siempre, una
pequeña caravana con un lateral abierto en la que se vendían
navajas. Lo recuerda porque nunca vio una igual a la que llevaba el
abuelo, con una hoja ancha pero afilada que en las manos robustas
curtidas en el campo se movía con una facilidad y una precisión
pasmosa. Cortaba el chorizo con un tajo limpio y pelaba la fruta con
brío, sin dejarse un trozo de piel ni romper demasiado pronto la
monda. Del abuelo recuerda también que antes de merendar esos días
ponía las manzanas sobre la tapa de la vieja nevera y dejaba que les
diera un poco el sol, para templarlas antes de comérselas. Y que la
primera romería en la que el abuelo no estuvo fue demasiado pronto,
y él todavía no bajaba corriendo por la tierra que ocultaba las
aguas del río y observaba al resto de niños subir y bajar desde
arriba, a pesar de que ya no había nadie que le cogiera de la mano.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El recuerdo del abuelo perdió nitidez,
el niño quedó atrás y el río se fue secando hasta ser apenas un
riachuelo que parecía no moverse del sitio en aquellas romerías de
su juventud. El municipio limpiaba días antes el cauce y echaba agua
limpia para eliminar un olor que aún brotaba del fondo si te
acercabas un poco y removías la superficie de sus aguas. El puente
era ahora un lugar oculto en el que robar esos momentos privados que
en el pueblo apenas se encuentran. Recuerda el naranja de las piedras
y aquello que aprendió la primera vez que bajó a correr con los
demás niños y se acercó al puente a ver cómo ardía. El sol
apretaba, el puente se quemaba pero al posar la palma de la mano
sobre la estructura la piedra estaba fría. Si la luz que golpeaba
era fuego, era un calor demasiado tenue para descongelar el corazón
helado del puente.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Apartó de un manotazo los recuerdos y
caminó hasta introducirse por uno de los ojos y se quedó un
instante observando el contraste del naranja que el sol derramaba ese
atardecer con la sombra que procuraba la estructura, y recordó cómo
brillaban aquellos ojos verdes cuando la besó allí por primera vez.
Recordaba el lugar exacto en el que fue y había ido allí
precisamente a encontrarse con esa imagen, a invocar ese recuerdo a
base del silencio del paraje desprovisto del bullicio de la romería.
Porque fue una tarde, también, cuando se citó con ella en ese mismo
lugar en el que ahora estaba en el silencio de una tarde cualquiera,
y tuvieron que esperar a que sus cuerpos recuperaran el aliento
después del largo paseo en bici antes de rozarse suavemente los
labios, primero, y después de enredarse en un beso torpe y
enmarañado que pretendía imitar al que ambos habían visto en las
películas. Chocaron los dientes y se agarraban las manos, y a pesar
del rubor, de la torpeza y del silencio nervioso de después, supo
que aquel beso sería el listón con el que mediría todos los que
vendrían después. No recordaba ninguno que hubiera dejado en él un
sabor tan duradero.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Tenía que darse prisa. Había tres o
cuatro kilómetros desde el paraje donde se encontraba el puente
hasta el pueblo y debía recorrerlos antes de que anocheciese del
todo, pero no pudo resistirse a hacer una última cosa, a traer de
vuelta del pasado una última sensación. Quiso tocar la piedra.
Estaba seguro de que el viejo puente había resistido con el corazón
frío a pesar de las tardes en las que el sol lo había incendiado.
Dio dos pasos hacia delante y levantó la mano derecha, y con las
yemas de los dedos rozó primero la piedra, antes de apoyar toda la
palma y sentir, efectivamente, que la piedra ardía naranja pero que
el puente estaba helado. Una sombra cruzó veloz sobre la piedra, de
derecha a izquierda, pero él se resistió a retirar la mano. La
sombra, que primero había sido apenas una línea comenzó a reunir
más sombras que llegaban, y a pesar de que el instinto le dictaba
que cerrara los ojos y se fuera de allí decidió enfrentarse por
primera vez a su presencia. Era el momento de saber si los kilómetros
habían sido en vano, si también le habían acompañado en su
regreso al pueblo. Con la mano aún en alto empezó a retroceder y se
apoyó sobre unas piedras que había en el lecho seco del río. La
sombra fue poco a poco formando un cuerpo y ante él se dibujo la
silueta de una niña pequeña con el pelo largo, los brazos caídos
junto al tronco, y allí donde debían estar los ojos y la boca tan
sólo había huecos. El rostro era apenas un trazo oscuro pero no le
cabía duda, era ella. Su hija estaba allí, en el lugar al que
tantas veces había ido él de niño. Su hija muerta. Agachó la
cabeza y miró al suelo, y aunque le sorprendió el frío casi lo vio
venir. Se quitó la gorra y la agarró fuerte con las dos manos
mientras notaba cómo una lengua fría le recorría la parte de atrás
del cuello, como un dedo que se desliza sobre la piel en una caricia
de otro mundo. Levantó la vista y vio que los huecos de la cara de
la niña miraban hacia otro lugar, y desde detrás de él se empezó
a formar otra sombra que fue ganando nitidez y definiendo a una
mujer. La niña alzó un poco la cara y agarró la mano de su madre,
y las dos le miraron fijamente desde las cuencas vacías que dejaban
ver la piedra. Él mantuvo la vista fija en ellas un instante y
volvió a calarse la gorra. Habían estado unos meses sin aparecer y
llegó a pensar que le habían abandonado, pero quizá sólo habían
esperado el lugar correcto en el que recordarle que no se habían
ido, que no se iban a marchar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Volvió sobre sus pasos y remontó la
pequeña ladera saliendo de nuevo al paraje, a la zona de los
merenderos. Cruzó la carretera y llegó el camino, y anduvo a buen
paso sin volverse para mirar de nuevo el puente, dejando el lugar
atrás.
</div>
<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Miró a los lados al cabo de un rato y
respiró profundo al ver que estaba de nuevo solo. Aminoró la marcha
y se dejó mecer por el paisaje pero no se tranquilizó del todo.
Intentó dejar la mente en blanco pero esta vez no funcionó la
melodía de sus huellas sobre las pequeñas piedras por las que
avanzaba. Durante todo el trayecto de vuelta le pareció escuchar el
lento caminar de tres pares de pisadas. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-86912217526838499022016-01-27T02:22:00.000+01:002016-01-27T02:22:04.522+01:00(Víspera de) San Valentín<div style="margin-bottom: 0cm;">
Siempre que se marchaba de casa se
sentía un viejo a la deriva en un mundo que corría demasiado
deprisa. Cuando se encerraba en el caserón le parecía estar a
salvo, en su tiempo, pero ganar la calle significaba dejar atrás las
paredes silenciosas y el frío de los pasillos anchos y despejados
para enfrentarse a un universo de ruidos que siempre quiso dejar
atrás. Significaba cambiar la soledad por los rostros y los nombres
de seres cercanos, conocidos pero que sentía extraños, con los que
volver a intercambiar las palabras de siempre. Que le preguntaran qué
tal estaba, si necesitaba algo, si no se sentía tan solo en aquella
casa tan grande que a él se le había hecho tan pequeña. En
ocasiones, como cuando el calendario anunciaba la llegada de los
primeros días de febrero, salir a la calle también significaba
atravesar el pueblo con la bicicleta y llegar al pequeño cementerio
para conversar con ella. Para decirle que este año volvería a
colocar las velas para cenar, aquellas que compró para aquel San
Valentín que iban a pasar juntos antes de que la muerte soplar y la
apagase para siempre sin dar opción a que la llama llegase a prender
la cera. Sí, aquel era un mundo que corría demasiado deprisa desde
que ella no estaba.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Se ajustó el pañuelo al cuello para
protegerse del aire que levantaba las faldas de aquellos postreros
días de enero y salió a la calle. Cerró la puerta vieja con la
enorme llave y empujó tres veces para comprobar que había quedado
cerrada. Una, dos y tres. Envolvió la llave en un pañuelo blanco y
se la metió en el bolsillo del pantalón, cogió la bicicleta y con
ella agarrada por el manillar, sin llegar a subirse del todo, caminó
en dirección al cementerio. Se miró en dos o tres escaparates y
pensó en algún instante que era un abuelo empujando el carro del
nieto, pero la mente pronto le decía que era un viejo tirando de sus
recuerdos hacia la nada. Sabía que no se montaría en la bicicleta
ni al ir ni al volver, y que recorrería primero la cuesta abajo y
después la cuesta arriba tirando de ella con parsimonia. Llevarla
era una excusa para tener las manos ocupadas, para no llevárselas a
los bolsillos y empezar a acariciar las monedas que siempre guardaba
y que hacían las veces de un sonajero desordenado a cada paso que
daba. Se cruzó con algunos vecinos. Luisa le preguntó qué tal
estaba y él volvió a mentir para decirle que bien, un estado que
desde hace un tiempo despreciaba. Antonio se secaba el sudor en la
puerta de su taller, con la cara negra y las manos llenas de aceite
cuando le preguntó si necesitaba algo o si quería que su hijo, que
ordenaba las llaves y herramientas en el fondo de la nave, le llevara
a alguna parte. “Hay nubes de lluvia, Luis, te vas a mojar por
ahí”, pero él le dijo que no se molestase, que iba cerca. Amparo
sacudía el polvo de unos trapos cuando le vio venir y le preguntó
si con el invierno no se sentía solo en aquella casa tan grande.
“Allí hace frío todo el año”, respondió, y siguió empujando
su bicicleta.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Cuando las últimas casas del pueblo se
quedaron atrás y enfiló el paseo de cipreses que daba la bienvenida
al camposanto aminoró el paso. Estaba cansado, llevaba más de
veinte minutos andando y en aquellos metros finales siempre
arrastraba los pies, envueltos en aquellas zapatillas azules con la
desgastada suela de plástico que siempre llevaba cuando salía a la
calle. En medio de dos filas de árboles que se erguían majestuosos
hacia el cielo gris, él formaba una procesión lenta y dolorosa en
la que cada paso costaba, en la que la respiración se iba acelerando
y en la que el viejo gruñido de la bicicleta se iba apagando a
medida que el camino llegaba a su fin y los pasos se acortaban. Llegó
a la puerta y dejó la bicicleta apoyada sobre la pared. Subió los
dos pequeños escalones y entró en el cementerio. Atravesó el lugar
donde estaban las tumbas y dejó a la izquierda los pequeños
mausoleos decorados con escudos heráldicos e inscripciones pomposas,
giró a la derecha y enfiló un pasillo de baldosas flanqueado por
árboles antes de llegar a la zona en la que se levantaban, como una
biblioteca compuesta por estanterías de ausencias, las paredes en
las que se incrustaban los nichos. Apenas se cruzó con tres o cuatro
personas y notó cómo empezaban a caer las primeras gotas de una
lluvia que amenazaba con convertirse en una tormenta, pero se animó
llevado por ese enero sin frío que había regalado el nuevo año.
Aun así, debía darse prisa.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Tuvo que atravesar muchas paredes hasta
llegar al lugar donde ella reposaba. A medida que se acercaba recordó
la razón por la cual sus restos habían ido a parar a la que
entonces era la última pared construida. No fue fácil. Cosme, el de
la aseguradora, le había dicho que pondrían los restos de Laura en
la parte alta de la pared, en uno de los nichos superiores, para que
pudiera verla sin problemas. Allí mismo, en el pequeño despacho de
Cosme, se había puesto a temblar. “Eso no puede ser”, acertó a
decir a medida que la voz se convertía en un hilo y luego en un
sonido agudo que costaba articular. “Tenía vértigo Cosme, le
daban miedo las alturas”. Cosme intentó explicarle que por las
reservas que tenían aquél era el lugar donde mejor iba a estar,
pero la cara de Luis empezó a perder el color y se puso nervioso. El
temblor era ya evidente. Incluso lloraba. “Tenía vértigo,
Cosme... las alturas...”. Éste, en un último intento, le explicó
que la alternativa eran los últimos columbarios construidos en el
cementerio, junto a una de las paredes del fondo, donde estaría
sola. “Le daba miedo”, repitió Luis en una cantinela de lágrimas
que ya nada podía detener. Cuando Cosme recuerda la historia jura y
perjura ante quien le escucha que le pareció estar ante la súplica
de un niño. Hasta allí, hasta las ausencias del final del
camposanto llegó Luis cuando el cielo empezaba a violentarse y la
fina lluvia subía de tono.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br />
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Desde la última visita hasta ahora,
Laura había reunido a su alrededor algunos rostros en sepia que
llenaban el entorno de flores. La muerte no se detiene, pensó, pero
a mí no me alcanza. No había ni una sola junto a su imagen. Luis
juzgó que no era propio regalarle ahora las rosas que no le llevó
en vida. Como había conseguido que la colocaran en la parte baja del
columbario, se agachó despacio, apoyó la mano izquierda en el suelo
y sobre ella se dejó caer hasta sentarse por completo, con los
talones juntos y las piernas formando un rombo que tenía como
vértices las maltrechas rodillas. Parecía un escolar ante una
fogata en lugar de un anciano ante el recuerdo de su esposa, a unos
días de San Valentín. Intentó hablar, trató de pasar los dedos
arrugados sobre su imagen mientras le pronunciaba unas palabras, pero
no supo qué decir. Sintió que las fuerzas le abandonaban por
completo, se puso las manos ante el rostro y agachó la cabeza para
hundir la cara entre sus palmas, y notó que empezaba a llorar.
Primero fue un gimoteo leve que le cortaba la respiración, pero
pronto se convirtió en un llanto desconsolado que ni la lluvia, que
caía ahora con fuerza, lograba frenar. La espalda se le arqueaba con
cada convulsión, abrió la boca y levantó la vista hasta clavarla
en la imagen que presidía la tumba, estiró los labios todo lo que
pudo y formó una 'o' monstruosa de la que, en cambio, no brotaba
sonido alguno. Se había apagado definitivamente. No sabía qué
decir. Le envolvió el pánico y no pudo contener el llanto, cerró
los puños y se clavó las uñas en la palma de la mano. Y no paraba
de llorar. Así lo descubrió una pareja desorientada que con el
primer trueno corría para guarecerse en el coche, y que le cogieron
por debajo de los hombros con ayuda del ordenanza para sacarlo del
camposanto. Le subieron en el coche y se lo llevaron. Al salir del
cementerio pareció calmarse y en el asiento del automóvil, empapada
la ropa y el pelo, pareció adormecerse poco a poco primero, luego por completo.</div>
<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
En la puerta del cementerio quedó,
apoyada contra la pared, su bicicleta oxidada.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-3658210539706682712015-12-29T02:29:00.001+01:002015-12-29T02:30:53.948+01:00La treguaDejaba un rastro tenue de tinta y de vino allí por donde pasaban sus dedos. Tenía un despertar casi melancólico que me hacía preguntarme si lo que fuera que había soñado era mejor que aquello que estábamos viviendo, mientras veía amanecer en sus ojos verdes y dejaba que su primer aliento me rozara la cara. Caminaba con garbo, arrugaba la nariz antes de asentir y sus besos tempranos sabían a café, y los más tardíos tenían el sabor de la noche cerrada. Sonreía lento y bajo la melena negra que le caía escondía una mirada de mujer que desmentía una voz casi de niña con la que tarareaba canciones muy bajito mientras tecleaba en su antigua máquina de escribir. A menudo fumaba, de cuando en cuando bebía y dejaba que el whisky calentara garganta abajo antes de demostrar que lo que de verdad quemaba era su piel. Estaba sentada en el sofá con las piernas encogidas y los pies envueltos en unos vistosos calcetines de rayas cuando dejó escapar el humo por la ventana entreabierta de sus labios y me disparó como una flecha una verdad que fue el inicio de una cita. 'Tengo veinticuatro años', me dijo, y yo, enfrente de ella, hice como si la que sonaba no fuera mi voz. 'Entonces yo debo tener más de treinta', respondí con Bolaño casi de memoria.<br />
La conocí una mañana cualquiera en el lugar de siempre, la librería en la que dejaba pasar las horas muertas antes de subirme a la barra del bar en busca de las letras que hacía meses que no llegaban. La calle era el testimonio de un invierno demasiado templado recién parida la Navidad cuando me dejé envolver por el olor de los libros nuevos y recorrí de un vistazo las estanterías que el paisaje dibujaba para mí, antes de avanzar hacia el frente y encontrar en una portezuela a mano izquierda el acceso a una empinada escalera de caracol. Arriba, allí donde descansan los versos, la vi. Llevaba un abrigo demasiado largo y estaba sentada en el suelo, había apilado algunos volúmenes a su alrededor y tenía la nariz hundida en las páginas de una antología de la Generación del 27. Estaba tan poseída por los poemas que casi me dio tiempo a contar las pecas que salpicaban su nariz y me sorprendiera como un espía extraño en el castillo de libros recién alzado. 'Lo siento', le dije, y me retiré sin darle apenas tiempo para mostrar si se había creído a medias mi disculpa improvisada. La dejé en el pasillo de la poesía española y di unas vueltas entre las estanterías buscando un libro con el que llenar los huecos mudos de la música del bar cuando hice algo que brotó de lo más íntimo, de allí donde guardo todavía un poso de valentía. Rescaté de un estante un ejemplar de La Tregua, de Benedetti e introduje entre sus páginas dos billetes para cubrir su importe y una tarjeta que guardaba con celo en la cartera con las señas de la vieja taberna donde me abandonaba a beber, y que me servía para recordar donde había dejado parte de mi vida. Me acerqué a ella por detrás y encima de la empalizada de libros construida con prisa dejé el libro, y me marché.<br />
Caminé deprisa hasta el pequeño bar y cuando me senté en el taburete de siempre, a la barra de un local semivacío, todavía latían mis pulmones con una respiración entrecortada. Me obligué a calmarme y pedí un café por aquello del decoro, y a pesar del gesto que me lanzó el camarero no tuve que explicar por qué cambiaba mis costumbres justo al final del año, sabiendo que hay poca redención en los actos piadosos que uno acomete en diciembre. Él, que siempre adivina por mi cada si tengo el día de ginebra o de cerveza, puso ante mí una enorme taza de café y dejó junto a ella un puñado de azucarillos, y antes de retirarse dejó también a mano la botella de ginebra. El cabrón no fallaba nunca, y la ginebra ya corría cuando alcé la vista hacia el cristal para ver en el reflejo del fondo de la barra cómo ella abría la puerta. Se sentó a mi lado y no dijo nada. Pidió un vaso de whisky y pensé que era un reto absurdo el de llenar del pozo de hojas antes de lanzarnos, sedientos, a bebernos el agua. Hablamos de libros y de letras y enganchó un cigarrillo con otro mientras yo abría la boca disimuladamente intentando atrapar el humo. Se marchó sin pagar, pero antes de irse dejó sobre la mesa un ejemplar con los cuentos de Cortázar. En el reverso de la tapa había escrita una dirección.<br />
Dejé pasar un par de horas antes de llegar a un pequeño piso en el Barrio de las Letras, donde ella me abrió la puerta cubierta apenas con una vieja camiseta gris y el pelo suelto, subida en aquellos calcetines de rayas de colores. Se sentó en el sofá con las piernas encogidas y se encendió un cigarro que fumó con lentitud, al tiempo que dejaba que mi desconcierto cincelara en su cara una leve sonrisa. Fue entonces cuando me puso a prueba después de una larga calada en la que el humo sobre su frente dibujó una pequeña nube gris. 'Tengo veinticuatro años', dijo. Entonces...<br />
Apagó el cigarro y se dirigió hacia mí, que la esperaba ya de pie. Se puso de puntillas y el primer beso fue apenas un roce de sus labios y los míos, pero ya noté en ese momento que iba desapareciendo cualquier resto de café y que sobre la tarde incipiente de diciembre todo lo gobernaba el sabor de la noche cerrada. Se quitó la camiseta, se dio la vuelta y caminó todo lo despacio que una mujer puede caminar mientras yo acompasaba mi marcha a aquel baile de espera. La detuve sujetándola por los hombros y hundí la nariz en su pelo, y al retirar el oleaje que le caía sobre el cuello descubrí en el fondo del mar de su melena una frase de Sabina a medio tatuar que mi mente completó en silencio. Eres la primera, y no miento si juro que daría...<br />
Fueron días de vino y de letras. Nos levantábamos tarde y apenas comíamos, leíamos en la sobremesa y cuando el sol desaparecía esperaba a que ella se sentara ante la máquina de escribir para emprender de nuevo la tarea inacabada de contar todas sus pecas. Una vez incluso traté de unirlas mentalmente y del crucigrama de su nariz salió un laberinto pálido con salida y entrada en sus dos ojos color turquesa. Retiraba las hojas del carrete con furia y siempre le quedaba un poco de tinta en los dedos, que enjuagaba con el vino que derramaba de las copas que yo servía para acompañar el silencio antes de la cena. Después se derramaba en mí hasta que caíamos los dos sobre las sábanas, saciados por un instante, y la contemplaba así, vacía, y veía ante mí a esa especie de animal hermoso junto al que uno siempre se quiere despertar.<br />
Y el problema es precisamente ése, que uno, al final, siempre se despierta. La última vez que la vi estaba en la taberna de la primera vez, sentada en una de las agrietadas mesas. Yo, desde mi trono junto a la barra, la observaba a través de su reflejo en el cristal mientras ella pasaba las últimas hojas de un libro y apuraba un whisky amortiguado sólo por el hielo. Era uno de los días en los que yo tenía cara de cerveza. Había vino y tinta aún por donde ella pasaba pero nos dejamos ganar por el tedio, o bebimos demasiado deprisa para darnos cuenta de que el pozo sí tenía un fin. Fue un final suave, sin dramas, escrito por las plumas de Cortázar y Benedetti.<br />
<br />
Cuando leyó las últimas páginas del libro, se fue sin pagar y lo dejó sobre la mesa. Había terminado La Tregua.<br />
<br />
En algún momento de esa tarde ella recogió del buzón un ejemplar con los cuentos de Cortázar.I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-54125459310735195222015-07-08T02:28:00.000+02:002015-07-08T02:28:13.087+02:00La balada del puerto viejo<div class="MsoNormal">
Hay noches en que la costa se deja envolver por el vestido
de luz que le ofrece la luna y recupera un poco de su antiguo esplendor, y por
unos momentos ofrece a los visitantes la fotografía irreal de un lugar que
estuviera a punto de florecer, de abrir las piedras de sus calles para hacer
espacio a los nuevos anhelos de aquellos que, incautos, se dejan embaucar por
esas pequeñas primaveras que desafían a la verdadera rutina de una ciudad que
vive cada anochecer como un invierno. Porque la realidad es que la mayoría de
las veces el duelo por un nuevo día perdido viste con un velo de nubes el luto
del acantilado, y esas noches en las que la luz no llega desde arriba los
gritos de los hombres van a morir al faro. La partitura no cambia, pero la
melodía nunca suena igual: en la enorme bola dorada se encuentran el sonido del
mar embravecido chocando con furia contra una costa yerma, el quejido de las
viejas maderas que soportan el andamiaje débil del embarcadero y el suave mecer
de los pequeños barcos que todavía fondean en sus aguas, el deje dulzón en el
paladar de los restos de la pesca vendida por la mañana calentados durante el día
por el sol que no da tregua, el olor a salitre y cerveza barata que derraman
los infelices en la pequeña cantina del puerto. Esas noches en que no hay luna,
en las que la ciudad vive uno de sus innumerables inviernos, la costa eleva al
cielo una canción recurrente, distinta pero conocida: la balada del puerto
viejo.</div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
La cantina es un espacio pequeño y mal iluminado en el que
todo da la sensación de haberse ido hace tiempo. Quedan seis mesas que cojean y
en las que hay talladas a navaja multitudes de iniciales, cada cicatriz en la
madera cubriendo el rastro de una herida vieja. Hay sillas que crujen incluso
cuando nadie se sienta en ellas y dos apartados junto a la pequeña ventana con
sendos bancos cubiertos de una tela azul que ha conocido mejores días, y que en
lugar de iniciales enseñan aros de dolor producidos en su mayoría por el beso
ardiente de una colilla mal apagada o de un cigarro olvidado. Sobre cada uno de
esos apartados pende una bombilla desnuda cuya luz titila de vez en cuando y
ofrece entre vaso y vaso un pequeño momento para la intimidad. La barra huele a
salitre y está consumida por la sal del puerto, por ese verano de puertas
abiertas al que obliga el sol durante el día y de cerrojo y persiana echada al
que empuja la soledad por las noches, para que no se escapen los lamentos que
pueblan la pequeña taberna. Tras la barra hay una fornida mujer a la que todos
llaman ‘<st1:personname productid="La Vela" w:st="on">La Vela</st1:personname>’,
por las veces que les ha sacado del puerto como llevados por el aire, y acodado
en un rincón hay un viejo marinero al que nadie ve llegar y que nunca se ha
marchado, un hombre varado en el alcohol que recita de memoria una milonga de
desamor por el módico precio de abastecerle el tiempo que dura el relato,
exactamente tres cervezas y media. </div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
Lo sé porque yo llegué a ese puerto en una noche vestida con
la luna y empecé a desear marcharme en el invierno que pronto llegó, que fue la
noche siguiente. Y escuché al viejo marinero ahogarse un poco más en las cuatro
cervezas que pagué de mi bolsillo, dejándole la media que sobraba para tratar
de enjugar su pena. </div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
Era morena como el primer horizonte de un amanecer y sonreía
como le debiera a uno sonreír la vida, a pesar de que su boca tenía un filo
imposible de salvar. Menuda, con el pelo negro cayendo sobre los hombros, era
un metro sesenta de fuego ardiendo de improviso. De día caminaba decidida sobre
unas sandalias bajas a cuyo paso se rendían todas las maderas del puerto, y se
apoyaba en la baranda corroída para ver a los barcos marchar, despidiendo a los
marineros con grandes movimientos de mano. De noche llevaba siempre un vestido
blanco de tirantes y se subía en unos tacones altos que elevaban el cielo unos
centímetros, y bailaba. Llegaba a la cantina y se dejaba embriagar por la vieja
máquina de música que aún hoy la recuerda, callada, detrás del relato del
viejo, que ya está apurando su primera cerveza. Movía la cintura cuando la
gramola escupía rumba y el sudor le perlaba el cuerpo y le caía por las curvas
del cuello hasta el pecho, brotaba de su nuca y recorría toda su espalda. Si la
noche regalaba una sevillana se plantaba con una pierna recta y la otra
extendida y detenía el tiempo con el voltear de la muñeca que subía, desde el
refugio de su cintura hasta la cabeza, trazando un círculo en el aire en el que
atrapaba los sueños de todo el local. Era rock cuando tocaba, y brazos en alto
y ojos cerrados coronando un cuerpo cimbreante en medio del acorde caluroso de
la música de jazz. El marinero detiene entonces su relato y mira hacia el
espacio libre que hay entre las mesas, y en sus ojos se refleja la música de
aquellas noches pasadas, y deja pasar unos instantes como si todavía pudiera
verla bailar. Después de esa pausa rodea con las manos la cerveza recién
puesta, bien fría, y aguarda unos momentos antes de llevarse el cuello castaño
de la botella a la boca y tragar largo, sonoramente, dejando que el latigazo
del alcohol desatasque las palabras que el nudo de la memoria ha arrinconado en
el esófago. Se limpia los labios con la manga y prosigue.</div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
Y recuerda la noche en que bailó para él. El cielo limpio de
estrellas y una luna brillante ponían el telón de una velada en la que se
sucedieron las canciones más allá de la cantina, en el paseo que lleva al espigón.
A ratos, la música la ponía el mar rompiendo contra las rocas y a ratos el
viejo asegura que cantaba, que se dejó llevar por aquellas piernas que aparecían
y desaparecían en medio del vuelo de su falda y se agarró al vuelo de aquella
cintura. Que durante un largo rato detuvo la noche para que la oscuridad no se
marchara y poder enmarcar en su recuerdo aquel vestido blanco antes de
desprenderlo de los hombros de ella y unirse a la danza de sus lunares,
repartidos por toda su espalda como puntos señalados en un mapa que el viajero,
sin nave, se dedicó horas a surcar. Que la luna calló un instante para dejar
hablar a sus ojos negros y que fueron las arrugas de su rostro al sonreír los
peldaños de una escalera por la que llegó más alto que nunca, más lejos de lo
que viajaría en toda la vida. </div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
También trae al presente el viejo, ya con la tercera
cerveza, que el esfuerzo fue en vano y que la noche pasó, que el amanecer dolió
de veras. Que el sol asomó por el hueco de las persianas y dibujó en la piel de
ella un mapa distinto al de la noche, una ruta de huída. Que se vistió en
silencio y se quedó un rato sentado junto a la cama viéndola dormir, tratando
de guardarse el sonido de su respiración, el ruido del roce de su piel con las
sábanas, todo cuanto pudiera servir para componer una melodía que sirviera para
mantener viva aquella fotografía que ofrecía la salida del sol, el fuego que
era siempre convertido en cálidas brasas; el baile transformado en una danza
tranquila y mínima, la de su pecho subiendo y bajando para acompañar su
respirar. A la botella que abraza ahora le quedan tres dedos aún, pero ‘<st1:personname productid="La Vela" w:st="on">La Vela</st1:personname>’ va destapando otra
cerveza porque ya sabe por dónde viene el viento y se despliega para indicar
hacia dónde hay que remar. El viejo la ve llegar con la vista puesta en la
barra, y acaricia con la mano encallecida su superficie irregular, llevándose
clavada alguna astilla. Es el precio que paga por malvender esos recuerdos por
tres tragos de cerveza a aquel que los quiere escuchar. </div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
Inicia con un trago impetuoso la cuarta cerveza del pago que
la memoria ofrece a cerbero y la deja de un golpe encima de la barra, y agacha
la cabeza decidido a no hablar más. Por unos instantes dudo si animarle a
seguir el relato, pero entiendo que no queda mucho que contar, más allá del último
vistazo antes de levantarse y marcharse, del vistazo furtivo a su piel desde la
rendija de la puerta antes de cerrar. Aun así, me decido a interrumpir su
silencio con cuatro palabras puntiagudas.</div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
¿Qué pasó con ella?, le lanzo al viejo sabiendo que el
interrogante es casi un ataque. </div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
Que vino el invierno, me responde, y se bebe hasta la mitad
la última de las cervezas, dando nuestro acuerdo por concluido.</div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
Y aquí interviene ‘<st1:personname productid="La Vela" w:st="on">La Vela</st1:personname>’, que explica. Sonó la balada del puerto
viejo, y a la chica se la llevó el mar.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-58741062711492229812015-05-21T01:52:00.001+02:002015-05-21T01:52:34.267+02:00La música deja de sonar<div class="MsoNormal">
Hemos roto muchas fotografías hasta llegar a la imagen en la
que ahora mismo estamos. Los dos de rodillas sobre la cama, uno frente al otro,
a un metro de distancia, las manos atrapadas entre las piernas. Envueltos en
ese jadeo que no termina de apagarse después de un polvo triste, gris, amargo;
con esa cadencia pegajosa del baile pesado ante un bolero que no concluye en
medio de una pista en la que no hay nadie mirando ya alrededor. Quizá hayamos
sido sólo eso, una canción demasiado larga que no hemos sabido rematar. Quizá
nuestra historia haya sido un concierto en el que hemos agotado todo nuestro
repertorio, y a partir de ahí hemos seguido tocando bises, asumiendo que el
aburrimiento y la monotonía eran un peaje justo con tal de no bajarnos nunca
del escenario. Pero nos hemos cansado de tocar. De tocar y de tocarnos, porque
a pesar de que con la luz de la tarde que se cuela por la ventana tu rostro, a
unos palmos de mí, se me hace de una belleza casi insoportable, mis manos no
encuentran rincones sin explorar en la piel ya aprendida de tu cuerpo. Nos ha
abandonado la furia con la que nos mordíamos nada más apagar la luz como si
fueran los dientes la única forma de abrirnos camino a través de la carne del
otro para guarecernos al calor de sus entrañas, y allí dormir por fin seguros,
lejos de la rutina y de la intemperie. No existe el latido alocado como dos
partituras distintas para percusión que se acababa acompasando en mitad de la
novela, cuando habíamos ensamblado ya tu cuerpo con el mío, las partes de ti
con lo que yo era en aquel entonces. Tu boca y mi boca, tu cuello y el mío, tu
vientre temblando debajo de mi vientre. </div>
<div class="MsoNormal">
De todo aquello apenas queda nada. El tiempo nos ha mecido
como a una barca en un mar en calma y ahora nos resta un deje de amor
soñoliento, con más familiaridad que electricidad y sin más preguntas por
resolver que una, inevitable, que hemos esquivado todo este tiempo: ¿hasta cuándo?
Hoy ha sido el último bis que (nos) tocamos de memoria, hoy ha sido la última
vez que nos arrancamos la tarde del cuerpo. Los dos lo sabemos, y las heridas
que sobrevengan de la batalla serán a causa del fuego amigo, pensamos, tratando
de ignorar que el fuego es fuego y a piel es piel, y que la carne se abrasa de
igual forma sin importar quién haya detrás del mortero. Eres la chica más
hermosa que he visto en toda mi vida. Recuerdo que lo pensé la noche en la que
te descubrí, porque los tesoros no se conocen ni se encuentran, siempre se
descubren, en ese bar de billares y cerveza que escupía música de rock por los
altavoces, y en el que huimos de los gritos del grupo para ganar un rincón en
el que la oscuridad nos permitiera conocernos. Allí pronuncié tu nombre por
primera vez y brindé todas y cada una de las veces por no olvidarlo jamás, ya
ves, y todas las cervezas que bebimos van a significar las noches que me quedan
para desnombrarte. Salimos a la calle después de dos horas y entre la neblina
del alcohol y bajo la luz naranja de las farolas te lo dije, que eras la chica
más bonita que había conocido nunca. Cuando amaneció te querías marchar y yo no
te quise dejar ir, y supiste que no mentía. </div>
<div class="MsoNormal">
Te has endurecido. Yo también. Por eso sabemos que esto ya
no puede durar, pero quedan aún algunas cosas por hacer. Por eso avanzo un poco
y me pongo frente a ti, levanto la mano derecha y llevo los dedos a tus labios,
y tú haces fuerza por matenerlos pegados. Te separo el labio inferior y con el índice
toco tus dientes, para después abrirme paso y poner las puntas de los dedos en
tu lengua, caliente primero, áspera después. Sigo adelante y noto cómo empiezas
a temblar, y tus hombros se sacuden debajo de tu pelo negro, pero no me
detengo, y rozo con la punta de los dedos tu garganta. Continúo hacia abajo e
introduzco mi mano dentro de ti, y tus temblores empiezan a remitir, pero te
queda una agitación nerviosa que te dispara el corazón, lo puedo notar desde
aquí, desde dentro. Retumba como un sonido lanzado una y otra vez contra las
paredes de una cueva, pero no me puedo detener, y mi piel roza ya tu interior
caliente y muevo la mano a un lado y al otro, para no dejarme un rincón sin
explorar. Y lo encuentro: pesado, frío, oculto ahí dentro. Lo agarro sin
vacilación y retiro la mano lentamente, dejando que la vibración que transmite
tu corazón me arañe una vez más. Saco el brazo sin rozar tu garganta y vuelves
a estar ante mí, sudorosa, agitada, con el pecho que sube y baja y los hombros
mecidos por una suave agitación. Los labios pegados. La boca cerrada. </div>
<div class="MsoNormal">
Avanzas. Colocas tus manos en mi vientre y las mueves de un
lado al otro, acariciando la piel antes de romperla. Me clavas las uñas y entre
tus dedos empieza a resbalar la sangre, y me miras, un segundo de vacilación
antes de seguir adelante y meter las manos enteras, hasta las muñecas, en el
fondo de mis entrañas. Noto un líquido amargo que trepa garganta arriba y hago
lo que puedo para contener el vómito mientras tú remueves y buscas, descolocas
y agitas, y por un momento creo que mi corazón se va a parar. La vista se me
pone en blanco y estoy a punto del desmayo cuando noto que tus manos se
retiran, que salen por los agujeros que han hecho en mi piel y abandonan m interior
dejando un rastro de alivio. El corazón empieza a latir más despacio y la
respiración se acompasa, y en unos segundos todo ha vuelto a la normalidad. </div>
<br />
<div class="MsoNormal">
Y la tarde se hace noche y tú y yo nos miramos. Yo
sostengo en mi mano la piedra pesada de tus silencios, y tú acunas en las tuyas
la tela negra que durante tanto tiempo envolvía mi espíritu y le daba color. Y
después de un largo concierto salpicado de bises, la música deja de sonar. </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-4701306228597077042015-03-26T00:31:00.000+01:002015-03-26T00:31:14.882+01:00El faroCada inspiración era como una puñalada. El aire gélido de la noche se introducía en su cuerpo como un gusano de mil cuchillas y arañaba todo a su paso, haciendo que los pulmones estuvieran a punto de cristalizar. Y daba igual si el oxígeno se abriera paso por la boca o por la nariz, todo lo que rozaba lo destrozaba: garganta, tráquea, esófago... El frío le hacía sentir que todo su interior se agrietaba, que las entrañas se habían congelado y estaban a punto de romperse. Pero aun así no podía dejar de respirar, y menos con aquella cadencia atropellada que da la carrera. No, la carrera no, la huida. El que corre y el que huye llevan consigo respiraciones diferentes. La carrera implica un compás que se rompe al rasgar el pentagrama de la calma con el nervio del temor que llega en sacudidas. El que corre llena los pulmones y coge impulso para seguir adelante; el que huye en realidad boquea como un pez y va tirándole, como él, mordiscos a la noche en busca de una forma de dejar algo atrás. Cada inspiración era como una puñalada pero él no podía dejar de correr, tenía que llegar hasta el faro como fuera.<br />
Le faltaban unos doscientos metros pero las piernas empezaban a flaquear. La adrenalina no era suficiente para mantener en pie el pesado cuerpo después de un duro día, pero no era momento para caer. No sabía si estaba detrás, pero volverse para mirar, parar a descansar un instante, cerrar la boca y tragar saliva para restañar la cueva quebrada de la garganta era otorgarle una ventaja que no desaprovecharía. No. No podía parar de correr. No sabía siquiera si el faro sería un escondite suficiente, una atalaya consistente desde la que vigilar el campo abierto y tratar de defender la vida. De eso se trataba, al fin y al cabo, de dejar que la noche se fuera y ver de nuevo amanecer, de ganar siquiera otro día. Estaba a punto de llegar a la pequeña portezuela de madera, vencida por los años y por la humedad por la cercanía con el mar, cuando las piernas se le doblaron y le mandaron al suelo. Rodó sobre la hierba y sus manos, congeladas, amenazaron con quebrarse por alguno de sus huesos, afilada su sensibilidad a causa del frío. Se levantó como pudo y se tiró sobre la puerta para terminar de echarla abajo con su peso y entrar en aquella estructura circular de piedra y silencio. Intentó encajar como pudo lo que quedaba de la puerta, rotos sus goznes, y respiró hondo antes de decidir en qué lugar de aquella torre era mejor esconderse.<br />
Subió unos peldaños a tientas a través de una pequeña y vieja escalera circular de piedra pero se detuvo mucho antes de llegar arriba. Halló un hueco en una de las paredes y se aovilló contra la piedra, sin decidir todavía si aquél iba a ser su escondite o un lugar en el que tomar algo de resuello. Se concentró todo lo que pudo en el silencio que envolvía aquel faro para tratar de escuchar cualquier ruido que delatase su presencia, pero sólo oyó el quejido sordo del mecanismo que hacía girar la luz que guiñaba el enorme ojo postizo a los barcos que se acercaban al cobijo de la costa. Estaba congelado. No recordaba en qué momento había perdido el abrigo, pero se pasó la mano por la frente y se descubrió empapado, y sin saber por qué se detuvo un instante a pensar en que aquello era un contrasentido. Echó la mano hacia atrás y agarró con la pinza del índice y el pulgar la camisa, también empapada para despegarla del cuerpo en busca de un poco de aire que le secara, pero lo que encontró fue, al soltar la tela, que la prensa volvía hacia la piel y se pegaba contra ella, acentuando la sensación de frío. Un temblor le recorrió el cuerpo de arriba a abajo y de abajo arriba, caminando eléctrico por la espina dorsal. Trató de calmarse y aguzó el oído.<br />
No escuchó nada.<br />
Pensó en su hija. En aquella situación quizá debería haber reflexionado en cómo se había metido en aquello, pero la primera imagen que se le vino a la mente fue la sonrisa de su hija. La última vez que la vio, hace apenas diez días, corrió con ella por el parque y los dos cayeron sobre la hierba mojada y rieron, y estuvieron un rato allí tirados con la vista puesta en el cielo tratando de identificar formas conocidas en los dibujos que trazaban las nubes. Pensó en los últimos minutos que pasó con ella, la niña desafiante como siempre que llegaba la despedida y él firme en una pose formidable que escondía en realidad un alma desmadejada y rota, un enorme reloj de arena interior que daba la vuelta para descontar a puñados las dos semanas que pasarían hasta que volviera a estar con la pequeña. La dejó con su madre y trató de no llorar, pero no pudo. Fue a secarse las lágrimas con unos tragos de ginebra al abrigo de la oscuridad del antro de siempre...<br />
Un ruido. ¿Ha sido la puerta? Si la hubieran arrancado de nuevo de su cerrar postizo, lo primero que debía haber entrado en el faro era el aire, pero no notó que hiciera, de pronto, más frío. Aguzó el oído y llamó al corazón a la calma, a no perder la cadencia recién obtenida.<br />
No escuchó nada.<br />
Quizá había sido el alcohol el primer paso hacia el desfiladero. ¿Pero qué salida tiene un hombre que lo ha perdido todo, salvo el precipicio? Quizá no supo dibujar otra alternativa, o no quiso... Sí supo, pero no lo intentó. No se puede castigar a un hombre que fracasa pero es justo que el telón caiga negro sobre aquél que se conforma con rendirse. Nunca había sido muy de pelear, la verdad, pero siempre confió en que cuando llegara el momento en el que la vida lo pusiera entre la espada y la pared encontraría los arrestos suficientes para agarrar con las dos manos la hoja sin temer la sangre que provocaría el filo, intentando liberarse de aquella trampa. Y allí estaba, en cambio, en un viejo faro, en la oscuridad, de cara a la pared.<br />
¿Qué ha sido eso? Otra vez el corazón asomando entre los labios, con ganas de salir. Buscó con los dedos el apoyo del muro sobre el que estaba y trató de detener con ese gesto el tiempo para identificar otros latidos que no fueran los suyos, una respiración cerca. No encontró nada. Una punzada de dolor en el dorso de la mano derecha, sobre la que había caído antes de entrar al faro. Quizá se había roto algún hueso.<br />
En realidad, no había mucho por lo que luchar. O sí. Vamos, sabes que sí. Al principio funcionaba, pero ya no te tragas esa mentira. Sí que tenías algo por lo que luchar, incluso antes de que llegara la enana a romperte el mundo y a sacudir todas tus prioridades. Estaba ella. Antes de que mandaras tu vida a la mierda tenías el tacto de sus pies fríos bajo las sábanas, los besos por la mañana con sabor a café, el follar salvaje de las noches de lluvia o esa pasión lenta que te regalaba las tardes en las que estaba triste y se desnudaba entre lamentos mientras caminaba por el pasillo, y tú la seguías por el sendero de ropa que trazaba hasta que la veías sentada en la cama, con los pies estirados hacia ti para que le quitaras el último de los calcetines. Tenías su mirada limpia en invierno y su salsa boloñesa. Joder, cómo cocinaba la salsa boloñesa. Y luego llegó la enana y las miradas fueron para los dos, y había cuatro pies fríos contra tu piel algunas noches. Hacía diez días que no la veías y quedaban cuatro para volver a verla. Es martes por la noche. Tienes que llegar al miércoles, pensó.<br />
Apartó de un manotazo todas las imágenes de su pensamiento y volvió a concentrarse en el silencio. Escuchó, muy de fondo, cómo rompían las olas contra la costa y se convenció a sí mismo de que nada iba a pasar, de que todo saldría bien. De que no había nadie cerca. Que pronto sería miércoles y habría un día menos por caminar. Se puso en pie y se estiró instintivamente la camisa, y al contacto con la piel le pareció un poco más seca. Se estremeció un poco, pero contuvo el temblor antes de avanzar escalera abajo.<br />
Caminó despacio para no hacer ruido y trató de ganar la puerta, que estaba en el lugar en el que él la había dejado. Se detuvo antes de encarar los últimos peldaños y respiró despacio para marcarle a su corazón el rimo a seguir. Bajó el último escalón y se acercó hacia la puerta.<br />
Lo sintió antes de verlo.<br />
Un reflejo como de plata en medio de aquella oscuridad. Un arañazo brillante captado por el rabillo del ojo.<br />
Trató de agarrar la puerta y arrancarla de nuevo, pero algo le hizo volverse apenas había puesto la mano encima del viejo trozo de madera. Al hacerlo, lo atrajo un poco para sí y abrió con ello una rendija de luz.<br />
Y la vio. Al tiempo que el puñal le atravesaba la garganta. Y llegó a distinguir en el fondo del paladar tres sabores que se mezclaban: el acero, la sangre y la saliva. Quiso tragar y no pudo. Se notó de nuevo la frente empapada de sudor y alzó la mirada para verla un instante.<br />
Y lo último que pensó fue que era la mujer más guapa que había visto en toda su vida.I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-64623182230949338742015-03-17T01:40:00.002+01:002015-03-17T01:40:43.797+01:00ErrorNo hemos utilizado una sola palabra en toda la noche, y ahora que las necesitamos no se encuentran. No las encuentro. No están por ninguna parte. Quizá las hayamos gastado en todo este tiempo y hayamos llegado al momento en el que más necesitamos oírnos sin nada de decirnos. Sentado en uno de los lados de la cama mientras veo por las rendijas de la persiana cómo se filtra la noche te siento a mi espalda, te escucho respirar. Sentada también, desnuda como yo, con ese rastro que queda después de habernos arrancado a besos el aliento. En ese punto en el que el sudor es tan reciente que eres capaz de identificar en algunas partes de tu cuerpo el olor del otro. Tu olor por todas partes. No necesito girarme para adivinarte allí, detrás, con un pie sobre el larguero y la barbilla apoyada en la rodilla, y no me hace falta acercarme más para identificar el rastro de las vértebras de tu espalda, el mapa de lunares que escondes en la piel. Ya ves, después de tantos años conociéndonos te he aprendido en una sola noche, en unas pocas horas. No eres tan dura como dices ser, ni tan frágil como a veces aparentas. Por eso sé que ahora te mueres por hablar pero estás esperando a que sea yo quien lo haga, a que sean mis labios los que digan lo que tú y yo sabemos, pero nos estamos negando a admitir. Quizá sólo estemos retrasando una evidencia que no sabemos cómo gestionar, ni qué consecuencias puede tener, pero está ahí, flotando, y el silencio la hace más densa, no la deshace. Hemos cometido un error. Nos hemos equivocado.<br />
Me gustaría decir que lo tengo claro, pero la realidad es que no. Sé que es un error, pero no encuentro la culpabilidad que sucede a las equivocaciones por ninguna parte. Intento rebobinar y sólo encuentro tu cuerpo dejándose hacer, tus ojos clavados en los míos mientras todo esto sucedía, mientras nos arrancábamos el pasado con la ropa y sólo quedaba ante mí la verdad que es tu piel, morena, brillante, caliente en esta noche que ha adelantado para nosotros el final real del invierno. Si ha sido un error, ha sido el error más bonito del mundo. Quizá no haya llegado aún la culpabilidad porque no nos hemos separado, porque seguimos aquí juntos, desnudos, y el secreto es todavía nuestro. Porque no hemos tenido tiempo para llevarnos a otra parte esta noche y para buscarnos la mirada con la luz del día, entre tanta gente, sin saber cómo vamos a reaccionar ante ellos o el uno con el otro. No hay culpabilidad pero sí angustia, una sensación arenosa que empieza a crecer en la garganta porque llevamos ya unos minutos sentados de espaldas, mirando la pared, cuando me muero por abrazarte y dejar que el amanecer nos duerma, engañándonos mientras pensamos que todo va a salir bien.<br />
Sí, lo sé, nos hemos hecho trampas. Hemos jugado con las cartas marcadas porque la confianza había dibujado de antemano el camino a recorrer. Sé de lo que huías en los últimos meses, el dolor que albergabas, y eso me ha convertido en certero a la hora de lamer tus cicatrices. Sabes de mi miedo a las alturas, del vértigo con el que he moldeado mi cobardía y desde el principio me cogiste las manos, entrelazando mis dedos con tus dedos y empujándolas contra la cama, para hacerme saber que mientras tú estabas encima de mí, debajo sólo existía el suelo. Existía una historia en común que los dos nos sabíamos, y que hoy hemos reescrito por completo. Ya no hay nombres que nos unen, no hay fotografías en las que nos buscamos, no sirven los mismos recuerdos. Esta noche hemos sido tú y yo, mañana tendremos que encontrar la manera de no volver a serlo.<br />
No puedo más con este silencio. Decido romper mi miedo a volar y salto por el precipicio más grande que encuentro. Me vuelvo hacia ti y recorro sobre la cama la distancia que nos separa. Me detengo a un palmo de tu espalda, respiro hondo y apoyo en tu piel mi nariz, y te beso. Recupero tu sabor y me siento más valiente, siento que por una vez puedo derrotar al vértigo. Y te vuelves, y me miras así, como toda la noche, con esa mirada que quiere decir que en este instante, y quizá no por mucho tiempo, parecen restañadas todas tus heridas, y de ellas sólo mana calor para derretir el frío que envolvía tu cuerpo. Apoyas tu frente en mi hombro y te dejas abrazar, y me obligas a estrecharte más fuerte, como para que las pieles no cometan el atrevimiento de olvidarse tan pronto. Respiras hondo, y te oigo reír. Y caemos los dos de lado sobre la cama, juntos, entrelazados, siendo uno. Y nos dejamos dormir para esperar una mañana que sabe como tu aliento. Sin miedo a lo que suceda cuando salgamos de allí porque en el último abrazo hemos comprendido una cosa.<br />
<br />
No es tan grande el error que hemos cometido como hubiera sido no cometerlo.I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-13498349967220270672015-02-25T00:33:00.000+01:002015-02-25T00:33:06.434+01:00Segunda fotografía<div class="MsoNormal">
Es imposible saber cuánta vida esconden unas arrugas, y
cuántas caricias hay detrás de cada cicatriz. El tiempo es una mano que se
cierra intentando retener un puñado de arena que se escurre, que se pierde, que
sólo deja en la palma una parte de aquello que fue. Así, entre los dedos, se
escapan las vivencias y se pierden los momentos, dejando algunos granos de
tierra que nos acompañan para siempre: una marca en el rostro, piel dura sobre
la herida que fue. A veces, incluso, de todo aquello sólo queda una mirada, un
gesto, un pequeño destello de luz que mantiene calientes las brasas de la
hoguera que un día existió, y que se resiste a apagarse del todo a pesar del
viento que ha venido, de la lluvia que ha caído, del frío, siempre inevitable.
Eran dos puntos discordantes en el pentagrama continuo y aséptico del hospital.
Dos rostros diferentes en una sucesión de caras que alimentaban el tedio con
bostezos, con conversaciones banales, con móviles que no paraban de mirar. Eran
una historia de otro tiempo traída al presente por la fragilidad del cuerpo,
llamados al mundo por una consulta rutinaria para la que ambos, juntos, debían
esperar. Daba la impresión de llevar toda la vida uno al lado del otro. Ella en
otro tiempo fuerte, motor al que aferrarse cuando el viento venía de cara; él
siempre sacrificado, el sol castigando la piel con aquella fiereza con la que
la intemperie araña el cuerpo de los que tienen poco. Una historia de hambre
tejida a cuatro manos. Hay, quizá, hijos y nietos repartidos por el mundo, pero
están lejos, y en aquella sala de espera se tienen tan sólo el uno al otro,
como ha sido siempre. Juntos. Ella en la silla de ruedas, el cuerpo enjuto, la
mitad de la mujer que fue por la curva a la que el calendario reduce la firmeza
de los huesos. Él a su lado, en una silla, viendo cómo ella mira hacia la
puerta de la consulta y sin perder de vista un detalle. El jersey cerrado sobre
la camisa, el botón desabrochado descubriendo la camiseta interior. Impoluto.
Ella con una toca negra sobre un jersey rosa, el contrapunto azul de los
calcetines que asoman sobre unas piernas finísimas que parece que nunca más la
vayan a sostener. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Juro que fue un instante, un gesto. A veces no se necesita
más. No se lanzan deseos a las constelaciones que te miran fijamente desde el
cielo sino a aquel destello fugaz que asoma por el rabillo del ojo y desafía a
los indecisos: sólo puede elevar plegaria quien lleva de antemano definidas sus
prioridades. Yo ni siquiera esperaba, no tenía un médico al que visitar pero un
reportaje de rutina me había escupido allí, en aquel lugar silencioso, una
tarde de invierno cualquiera. En medio del frío que derramaban las paredes
preferí dejarme cubrir por su calor, a distancia, sin interrumpir su rutina de
silencios. Pasaron muchos minutos pero no se dijeron una sola palabra. Quizá no
las necesitaran. Llevaban tantos años hablándose que no se habían guardado para
aquellos momentos nada que decir, y preferían mirar: él, a ella; ella, a la
puerta de la consulta. Y luego el instante, el gesto, el relato escrito en un
segundo.<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Sin que se hubiera movido un ápice, la pequeña toca negra se
dejó caer desde los hombros hacia delante, por un lado. Fue él, que la miraba,
el que respondió a la llamada de la circunstancia y cogió con delicadeza la
prenda para colocarla con pausa de nuevo en su lugar, y lo hizo con la presteza
de quien se sabe devolviendo, a base de pequeños favores, una deuda que nunca
pagará. Luego un cruce de miradas casi ensayado, la de ella que le busca a él
para mostrar un agradecimiento que la garganta, rasgada, ya no puede expresar;
la de él que se posa en la puerta de la consulta como si por perderla ambos de
vista no se fuera a abrir más. La realidad es que rehúye un agradecimiento que
no le corresponde. Le debe tanto. Sabe que las arrugas que pueblan el rostro de
ella son por ella y por él, que los huesos se han gastado por la humedad de
aquellos años del hambre, que hubo noches de rodillas rezando para que a él no
se lo tragara la guerra. Que siempre estuvo a su lado, incluso cuando el frente
se libraba a cientos de kilómetros de allí y la verdadera batalla era no
olvidarse, que el barro no distorsionara el recuerdo caliente de lo que
esperaba. Sabe que de todos los años que han vivido juntos, más de la mitad no
han sido buenos. Y que ni siquiera la vejez le ha concedido un respiro y es
ella quien necesita la silla y no él, que se empeña en empujarla porque si lo
hace otra persona sería traicionarla. Un cruce de miradas que dura un instante
y que pronto devuelve al uno con la vista puesta en la otra, a la otra con la
mirada posada en la puerta. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal">
Saqué el cuaderno de la pequeña mochila negra y garabateé
una disculpa que colé por debajo de la puerta de la consulta. Les miré una
última vez antes de marcharme de allí dejando colgado el reportaje. Parecían no
haberse percatado de mi presencia, ni de ninguna otra. Eran el uno para el
otro, juntos. Esperado salir del médico con una tregua que alejara el dolor
durante algún tiempo más. Llegué a la calle con tu nombre atravesado en la
garganta e intenté tragarlo mientras marcaba tu número con la esperanza de que
no descolgaras, para evitarme claudicar ante el sonido de tu voz. Pero
descolgaste, y no dijiste nada. Después de un minuto sin palabras, colgué. Y
gané la calle pensando qué distintos aquellos dos silencios en el que a ellos
no les quedaba nada por decirse, y en el que tú y yo no sabíamos por dónde
empezar.<o:p></o:p></div>
<br />
<div class="MsoNormal">
Y me dejé engullir por la lluvia sin saber cuánta vida
escondían sus arrugas. Y aún hoy no sé cuántas caricias guardamos debajo de
nuestras cicatrices.<o:p></o:p></div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-46908325259646309672015-02-17T02:42:00.001+01:002015-02-17T02:42:43.379+01:00Pietà<!--[if gte mso 9]><xml>
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<![endif]--><span style="font-family: inherit;"><span style="font-family: inherit;">L</span>as noches de
noviembre convertían la ciudad en un refugio de niebla y brea. Hacía mucho que
el calor del verano había quedado atrás y en las calles no había rastro de la
tibieza que regateó al calendario el sol tardío de finales de septiembre, un
sol que apenas asomaba desde hace semanas ni siquiera para saludar. Al final de
aquellos otoños, el invierno era en realidad una salida para todos, una
escapatoria, porque el frío helaba las aguas de la marisma y retiraba del
viento y la brisa aquella pátina de humedad que se pegaba a la piel y a la
ropa, que dejaba una especie de tela densa en el paladar. Pero para eso aún
quedaban unas semanas y sobre los adoquines de las calles se depositaban
aquella noche pequeñas lágrimas desprendidas del agua estancada que rodeaba
aquel lugar. A la tenue luz de las farolas, parecía que aquellos rincones
brillaban cuando en realidad dolían, parecían lugares tranquilos en los que no
se hubiera posado la culpa, esquinas sin trampa ni remordimientos. Cualquier
visitante desprevenido podía sucumbir a la tentación de dejarse abrazar por
aquella niebla y bajar a respirar el aire apelmazado que subía desde los
pantanos y parecía dejarse caer sobre la ciudad, pero prono hubiera caído en la
cuenta de una circunstancia extraña: ninguno de los habitantes de aquella urbe
se dejaba engañar por la postal otoñal de sus noches, y eran muy pocos los que
se atrevían, a partir de ciertas horas, a deambular por esas calles.
</span><br />
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: inherit;">Quedaban por
las aceras aquellos que no habían encontrado un refugio y aquellos que no
habían perdido el tiempo en buscarlo, porque no lo tenían. La caída de la noche
hacía aflorar a hombres y mujeres sin rostro que durante el día se ocultaban de
la luz no por miedo a la claridad, sino por costumbre o por vergüenza, o por
las heridas que en la piel y en los huesos dejaban los años dedicados a los
excesos o a los vicios, o los años de músculos ateridos hechos al duro descanso
de la calle. Caminaban por plazas y los callejones, se reunían en los
soportales y había noches en las que dirimían sus diferencias a navajazos,
dejando una huella de sangre en el asfalto y las baldosas cuando llegaba la luz
del alba y volvían a retirarse a la sombra, a no dejarse ver para interrumpir
el transcurrir del día a día. Sólo ellos parecían desafiar a la humedad en
aquella noche de noviembre en la que las calles parecían, más que nunca,
arañazos grises dibujados en medio de una nube de vaho por la garra de una
bestia sin nombre, un laberinto de heridas viejas y costras azules apenas
iluminadas por farolas que no impedían que en los lugares más escondidos
hubiera demasiado espacio para la soledad. Sólo ellos en las aceras y en las
calles de algunos barrios, por el asfalto, el traqueteo lento y cansado de los
coches de policía.</span></div>
<span style="font-family: inherit;">
</span><br />
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: inherit;">No había buenas
rondas nocturnas en noviembre. Hacía meses que los policías pedían al ayuntamiento
que cambiara los coches del cuerpo de la ciudad porque los motores ya
renqueaban y las entrañas de aquellos vehículos no escupían apenas potencia. Y
luego estaba el frío, y aquella necesidad de bajarse una y otra vez de la tibia
atmósfera del coche para comprobar puertas y candados, ventanas cerradas y
dependencias municipales vacías. No, no había buenas rondas nocturnas en
noviembre, y mucho menos cuando éstas se hacían sumidas en el silencio. No
terminaba de cogerle el punto al nuevo compañero, del que apenas sabía nada.
Jordi era un joven callado, introvertido y casi tímido, unas cualidades que a
la hora de trabajar de noche y en aquella ciudad se convertían en síntomas, y
lo que es peor en síntomas de debilidad. Lucas apenas sabía nada de él y no
había conseguido arrancarle muchas palabras desde que dos horas atrás se habían
sentado juntos en el coche y habían iniciado su primer turno en compañía.
Echaba de menos a Juan, y sentía mucho haber perdido esa complicidad que le
unía con su compañero ahora que éste se había jubilado. Sobre todo, sentía que
no sabría qué decirle al nuevo si éste abriera la guantera y encontrara el
paquete de cartas allí, esperando la partida de mitad de la noche con otra de
las patrullas en la cafetería 24 horas. Apartó ese pensamiento de la cabeza y
se esforzó por entablar una conversación con su nuevo compañero mientras
enfilaba con el coche la zona peatonal que partía en dos una de las plazas de
la ciudad, la más cercana al parque del Mediodía. Miró hacia los soportales y
le pareció distinguir una discusión en la oscuridad, pero aceleró levemente en
lugar de detener el vehículo y echar un vistazo a ver qué pasaba. </span></div>
<span style="font-family: inherit;">
</span><br />
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: inherit;">-Mejor que los
navajazos se los den entre ellos que a alguno de nosotros –le dijo a su
compañero mientras abandonaban la plaza por la otra punta y retomaban las
calles oscuras en dirección a una de las entradas secundarias del parque.</span></div>
<span style="font-family: inherit;">
</span><br />
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: inherit;">En el último de
los soportales, resguardada en la oscuridad, una figura se tensó al ver cómo se
acercaba lentamente el coche de policía. Por un momento casi se detuvo, pero se
lo pensó mejor y consideró que el movimiento le haría invisible. Igual que
sucede en un río, donde es más fácil distinguir al pez que nada contra la
corriente que a aquel que se deja llevar y se confunde con las aguas, pensó que
la oscuridad le serviría de escondite mientras no se detuviera, mientras su
sombra y las de la plaza siguieran el mismo curso. No pudo evitar, eso sí,
meterse las manos dentro de los bolsillos del abrigo y repasar con los pulgares
los contornos de los otros dedos, reconociendo aún en ellos algunos restos de
sangre. Cuando el coche abandonó la plaza en dirección al parque, evitó correr,
porque se había hecho a la idea de que tarde o temprano la encontrarían, y a
pesar de la premura con la que el terror iba a amanecer no podrían avanzar
mucho aquella noche, y deberían esperar a la luz del día para tratar de buscar
algún indicio de su rastro. Mantuvo el paso firme, y sin apresurarse, se
esforzó por recorrer el camino que le llevaba de vuelta a casa.</span></div>
<span style="font-family: inherit;">
</span><br />
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: inherit;">Había algo
extraño en aquella entrada lateral. Lucas lo percibió cuando los faros del
coche de policía alumbraron la reja, pero hasta que él y Jordi no hubieron
bajado del vehículo no supieron identificar qué era. Ahora junto a la puerta
metálica, de pie con las linternas, se dieron cuenta de que la cadena que
aseguraba el cierre no estaba en su lugar, sino en el suelo, y de que la vieja
entrada de reja no estaba cerrada del todo, sino torpemente encajada. Enfocaron
con las linternas al frente y se introdujeron en el parque. Caminaron juntos
unos metros hasta la primera bifurcación de caminos, apuntando siempre al
frente con los pequeños haces de luz amarilla, y al llegar al punto en el que
el sendero se separaba decidieron volver. Fue entonces, cuando retomaban la
calle, cuando Jordi pareció distinguir algo entre los arbustos de su derecha y
llamó con un siseo a su compañero: un pañuelo. Dejaron el camino de tierra y se
metieron entre los matorrales de aquel lateral del parque apartando
cuidadosamente las ramas, y haciendo que la niebla posada sobre las hojas mojara
sus pantalones. Fue Lucas quien la vio primero, y sólo cuando detuvo la
linterna y dejó de avanzar Jordi se dio cuenta de que había encontrado algo. Se
puso junto a su compañero y recorrieron con la luz de ambas linternas un cuerpo
de mujer, el cuerpo de una joven. Tumbada en el suelo, boca arriba, formaba un
escorzo imposible y tenía los brazos levantados a los lados de la cabeza. En
medio de sus ojos abiertos, sus pupilas desafiaban aquel cielo sin estrellas de
la noche de noviembre en que la ciudad parecía un refugio de niebla y brea, y
por un momento alguien hubiera dicho que la chica, en realidad, miraba. Y había
mirado, no hacía mucho, pero para ella un telón negro había caído para siempre.
Con la cabeza un poco echada hacia atrás, el corte que le atravesaba la garganta
de lado a lado asemejaba una boca abierta en un último grito que no llegó a
salir, que brotó en forma de aquella sangre oscura que se encharcaba a ambos
lados de su cuello. Lucas hizo una seña a Jordi y éste salió a la calle, al
coche, y dio el aviso a la central.</span></div>
<span style="font-family: inherit;">
</span><br />
<div class="MsoNormal">
<span style="font-family: inherit;">Cuando la
quietud de aquella noche quedó rota por las sirenas, él ya se había despojado
del abrigo mojado y se había secado el pelo, y no quedaba en sus dedos ni en
sus uñas ningún resto de sangre. Avanzó despacio por el pasillo y abrió una de
las puertas de la casa, y la vio. Durmiendo, tranquila, sin sobresaltos. Sin la
agitación que llegaba con el día, con aquellos ojos demasiado juntos cerrados y
la boca entreabierta, la baba cayendo sobre la almohada. Se acercó, le pasó una
mano suavemente por el pelo y deseó que aquel sueño durara al menos unas horas,
para que le diera tiempo a descansar. </span></div>
<span style="font-family: inherit;">
</span><br />
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-87357777981509139142014-12-02T21:40:00.002+01:002014-12-02T21:40:39.302+01:00Primera fotografía
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Hay una pareja abrazada en silencio
junto a la zona de control de embarque de la estación de Atocha. La
suya es una despedida lenta, suave, distinta en un mar de gente que
intenta encajar todos los besos que pueden en el descontar de los
últimos minutos. Como si a fuerza de repetir pudieran dejarse en los
labios grabado su sabor. Pero esta pareja no, esta pareja se abraza
en silencio. No se miran, ella tiene la cabeza de lado, apoyada
contra el pecho de él; él, la barbilla en su cogote, mirando hacia
el otro lado. El suyo parece un abrazo arenoso que, sin embargo,
ninguno quiere romper. Pasa un minuto, dos, y el calor ya debe haber
desaparecido, pero no se sueltan. A mí, desde el cobijo de un libro
que sólo finjo leer, ese abrazo me suena como a una balada triste,
un adiós que se lleva piel.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El domingo se ha hecho noche y la
estación vive su propio día. Tiene poco que ver con el lugar al que
ella llegó unas horas atrás para dejarse recibir por los brazos
ansiosos de él. El gris del otoño no puede truncar la risa de quien
se escapa para vivir su propia primavera y ella bajó del tren a la
carrera para dejar más rápido atrás la rutina de la que huía, el
matrimonio vacío, el amor que ya no quema. El día a día pesado y
espinoso junto a un hombre sin tacto ni caricias, con malas palabras
y reproches. Tapada con el disfraz de un viaje de trabajo llega a
Madrid para perderse por unas horas en lo que pudiera ser pero no es,
no ha sido. El disfraz de un viaje de trabajo para que haya sol un
par de días.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Se mueven, se miran un instante
fijamente mientras yo fabulo, pero no llegan a romper ese lazo de
quietud y silencio que les une. Nada tiene que ver ese abrazo con el
atropello que le escribe mi mente en el reencuentro de ayer, con ese
palparse para reconocerse, esos besos que el movimiento deposita en
todas partes. Con el viaje en coche llenando de palabras el trayecto
y de planes el fin de semana, poco también con el romper los
horarios previstos disfrutándose un rato más desnudos entre las
sábanas. Con las risas en la comida o con el paseo alborotado por
las calles de Madrid al cobijo de la multitud en la que nadie
observa.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Han vuelto a abrazarse cuando abandono
otra vez el escondite de mi libro. Están en la misma posición pero
casi puedo distinguir que se aprietan aún más fuerte para no
dejarse llevar por la melancolía. Casi puedo imaginarles en una cena
ligera y en el cine, recordando el placer del juego en la oscuridad
de hace más de quince años. En una noche de más sudor que sueño y
en el despertar, que lo trunca todo. Los domingos no necesitan del
otoño para ser días tristes. El primer abrazo de hoy no es de los
que suman, son uno que restar a los que quedan, porque el tiempo pasa
y en la maleta hay un billete de vuelta a la rutina.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El reloj lo ha enrarecido todo. Ahora
las sonrisas no llueven por todas partes, sólo salpican. Y en la
comida lo que se buscan son las manos, para agarrarse al tiempo que
les queda. Al hacer la maleta la fractura es ya insostenible y asoman
tras las cremalleras los reproches de siempre. Que esto podría ser
rutina y no refugio, que podrían ponerse la vida más fácil. Que
habría que romper con todo, pero todo no es mucho cuando está lleno
de nada. Que el matrimonio, que las familias, que no. Que algún día,
pero que ahora no. A la estación ya han llegado en silencio y había
pocas palabras en la hamburguesa de la cena frugal antes del viaje.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
En el abrazo hubo silencio. Y ahora me
gustaría compartir con ella el tren para preguntarle si lo que he
visto en su despedida es verdad, o para verla dejarse llevar por la
pena medio camino para recomponerse en el otro medio, no del todo,
levemente, lo suficiente para que la máscara acompañe al cansancio
fingido por el fin de semana de trabajo y enfatice el ya he cenado,
me voy a acostar, antes de perderse en los cercanos recuerdos. Pero
no. Espera su partida en otra cola, hacia otro andén. No ha mirado
atrás pero tampoco llora. Continúa envuelta en silencio y en esa
quietud no alcanzo a medir si la pérdida es real o si sólo vuelve a
la rutina, una más en medio de un mar de hasta luego.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y subo al tren preguntándome si no
sería, en verdad, una pareja experta que sabe que el adiós no se
mide en palabras, sino en cicatrices; si se esperan de nuevo al final
de la semana y quizá no tuvieran nada que decirse hasta entonces,
porque el adiós se presupone; si sabían en realidad que en su
tiempo juntos por esta vez no cabía más que un beso, y lo habían
dejado para el final. Sin saber si soy yo quien ha contaminado con su
soledad esta primera fotografía. Si la fábula de su adiós no es
más que el deseo propio de llegar a una estación sabiendo que me
aguarda, al menos, una despedida.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-31333330487457564022014-09-24T21:28:00.002+02:002014-09-24T21:28:59.664+02:00El frío, la calle
<div style="margin-bottom: 0cm;">
El primer frío siempre es el peor. No
es el más doloroso ni tampoco el más penetrante, pero sí el más
traicionero. Aguarda escondido en las primeras noches de otoño tras
unas horas de sol que suponen un falso calor que invita a la guardia
baja. Luego la tarde se va y la oscuridad asoma con un aire no
demasiado violento pero sí constante, que encuentra los rincones del
cuerpo que la lluvia mojó sin que nos diéramos cuenta, y esa noche
vienen los temblores, y la tos, esa tos que ya no se irá hasta que
no pase del todo el invierno. El frío es duro, pero no más que la
calle, piensa, ahora que la experiencia de años sobre cartones le ha
enseñado a prevenir. A pesar del sol de hace unas horas, y tras la
lluvia de hace un rato, ha sacado la manta del petate para cubrirse
con ella durante el sueño, teme más al frío que a la soledad.
Lleva noches esperando ese temblor que no llega, pero esta vez casi
lo presiente porque puede notar que viene la tos. Viene también de
nuevo el frío a examinar la supervivencia de un hombre que en
realidad no quiere vivir, y que no piensa en matarse porque algo le
dice, a su vez, que está cerca el final. Quizá sea la tos, que
duele cada vez desde más abajo e incendia su pecho cuando se
retuerce y le falta el aire, quizá sea porque, esta vez sí, se ha
cansado de vagar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Si no me mato es por el perro, piensa
mientras acaricia al pequeño animal, que mordisquea un extremo de la
raída manta mientras hace tiempo hasta la cena. Ese perro canijo es
el único en quien confía, a pesar de la procedencia incierta del
can. Es un perro de la calle, como él, y quizá por eso se sostiene
la frágil amistad que comparten ambos. Marrón, patas cortas,
dientes pequeños pelo corto y unas pulgas tan grandes que a veces
parecen lunares sobre su piel que él arranca de cuando en cuando, a
pesar de las quejas lastimeras del animal. Al principio dejaba al can
en la calle, fuera de aquel cajero, pro temor a que el perro mordiera
a alguien que fuera en busca de dinero en mitad de la madrugada. La
policía hacía la vista gorda sobre su deseo de no pasar las noches
a la intemperie, pero jamás pasaría por alto un ataque del animal.
Sin embargo, la confianza no era el único puente tendido entre ambos
tras meses compartiendo la dureza de la calle, y el perro había
asumido también gran parte de su miedo. Cuando alguien entra en el
vestíbulo que acoge el cajero, el animal se aprieta contra él como
tratando de pasar desapercibido. No ladra, gimotea bajito. Como
ahora, que ha olvidado el hambre en la esquina de la manta y hunde la
cabeza contra el pecho de él, mientras tres chicas esperan a una
cuarta que saca dinero. No le miran fijamente, pero se siente
vigilado y confirma su sospecha cuando ve las miradas de las cuatro
fijas en él a través del pequeño espejo que hay en un rincón de
la estancia. No tienen nada que temer. Si tuviera que apostar, lo
haría por que él tiene más miedo. El miedo tiene poco que ver con
lo que uno tiene que perder. El miedo se alimenta de vacío, y no hay
nada más vacío que la vida de quien ya no es nadie, de quien perdió
su nombre en las aceras y se dejó el rostro tras una barba tupida y
un pelo gris y desaliñado, tras una voz que ya no es. El miedo es,
en realidad, despertar al siguiente día; es pensar por un momento
que la muerte no va a llegar nunca.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Ya solos, es la hora de cenar. Saca dos
magdalenas duras y pone una en el suelo, derramando sobre ella un
poco de leche de un cartón abierto demasiados días atrás. Aquí
tienes, amigo, le dice al animal mientras él rompe como puede
pedazos de la otra pieza y los intenta tragar ayudado por pequeños
tragos de una leche agria como el despertar. Y se los traga. Y los
nota bajar. Y el nudo en el estómago le recuerda a aquella vez que
partió un cristal y agarró un trozo y lo clavó en alguien que,
como él, no tenía a nadie a quien llamar. Y al brotar la sangre le
vino el nudo y sintió que no podía respirar. Recuerda aquel día,
aquella algarada en el comedor social en el que el miedo le quitó la
razón y jugó a ser rey en una manada de lomos famélicos a los que
el hambre no acababa de matar. Y trata de recordar por qué lo hizo,
y busca y no encuentra un motivo con el que explicar por qué
encontró el valor para intentar quitarle a otro lo que ahora, él
que no la quiere, no se atreve a quitar. Y el perro vuelve a
rescatarle, como cada noche, lamiendo sus manos, sus dedos fríos, en
busca de restos de la magdalena que se acaba de cenar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y cuando en la ciudad empieza a reinar
el silencio, se acuestan. Se tumba él y a su lado el perro, que no
tarda en dormitar. Le pone la mano sobre el estómago pequeño que no
para de subir y bajar, tratando de darle algo de calor al diminuto
animal. Y así le sorprende el sueño, o al menos esa suerte de
duermevela que le sirve para descansar. Pasado un rato viene el frío,
el primer frío, y con él el temblor. Y llega la tos, que le hace
retorcerse como un adiós en una tarde cualquiera de domingo, y que
lleva a la sangre caliente a trepar garganta arriba mientras él, con
los ojos cerrados y sin abrir la boca, se esfuerza por tragar. Cada
vez duele desde más abajo, piensa, y se toca con los dedos por
debajo del esternón, casi en el estómago, y siente su pecho
crepitar.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y se duerme, satisfecho, convencido de
que, esta vez sí, el final está a punto de llegar.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-76258989826036671782014-09-04T00:42:00.000+02:002014-09-04T00:42:10.123+02:00Tormenta de verano<div class="MsoNormal">
La primera vez que me habló de verdad de ella fue en una de
las últimas noches de verano, una noche de alcohol y guardia baja. Tenía la
despedida con la gallega atravesada en la garganta y de camino a casa paré en
todos los antros abiertos buscando un vaso de ginebra que me ayudara a tragar,
y al salir de la última cueva de borrachos se había desatado una tormenta de
esas que en sus albores sólo remueven el calor, y que había sido convocada por
un bochorno inusual para una noche de septiembre. Desde el primer trueno que me
envolvió en la calle hasta las primeras gotas pasaron cuatro esquinas, y en las
tres que quedaban hasta mi casa la lluvia me fue calando la ropa y pegándoseme
en la piel, dejándose confundir con el sudor. Gané el portal empapado y abrí la
puerta sin cuidado alguno, algo de lo que me arrepentí enseguida porque podía
arrancar al viejo del sueño. Nunca había dormido muy bien, pero en el último
año y medio las más de las noches habían sorprendido a mi padre sentado a
oscuras en el salón, acaso la televisión encendida, en una duermevela enfermiza
que apenas se podía quitar de encima. Ganar la cama era para él un logro, y si
esa noche lo había conseguido mi torpe irrupción podría haberlo arruinado. Me
quité la camisa empapada y fui a la cocina en busca de un trapo seco, ya que el
baño estaba cerca de su habitación, y cuando encendí la luz vi al viejo
sentado, clavado ante la mesa, con la mano rodeando un pequeño vaso en el que
bailaba un líquido ambarino.</div>
<div class="MsoNormal">
MI padre, que apenas bebía, había elegido esa noche para
brindar. Le encontré más viejo que nunca, más encogido, consumido en esa camisa
interior blanca, impoluta, con apenas algo de carne bajo sus pantalones bien
arreglados. Tenía la frente arrugada y los ojos enrojecidos, y estaba empapado
en sudor. Abrí la ventana de la cocina y la lluvia, hasta ese momento un rumor,
un murmullo, gritó con toda la fuerza con la que se rompe el silencio de la
noche, y vino acompañada de un relámpago que dejó insignificante la luz. Tomé
un trapo seco y apenas me enjugué la frente lo puse sobre los hombros del
viejo, para que el nuevo aire que entraba no le hiciera empeorar, y me serví
con calma un vaso de ginebra mientras contaba mentalmente los segundos que
pasaban desde el fogonazo del relámpago hasta la venida del trueno, para saber
si la tormenta nos acompañaba o estaba aún por llegar. Con el vaso en las manos
y el primer trago abrasándome el pecho, me senté ante el viejo, saqué un
cigarrillo y coloqué el paquete y el encendedor entre ambos, y fumé con calma y
caladas profundas esperando a que mi padre empezara a hablar. </div>
<div class="MsoNormal">
Estaba encendiendo el segundo cigarrillo cuando el viejo se
cansó de la lluvia y se decidió a decir algo. Lo hizo con un tono pausado,
doliente, casi lastimero. “Tú tenías las palabras”, fue lo primero que dijo, y
yo no respondí. Y empezó a hablar de ella, de mi madre, que se fue cuando era
apenas un crío por un borracho malnacido que agarró un coche en lugar de una
pistola y que puso rumbo a la mañana en lugar de ponérsela en la sien. “Le
encantaban las tormentas en verano, ese olor que venía después de la lluvia,
como a tierra o hierba recién cortada”. Me dijo que no pasaba un solo día en
que no se acordara de ella, y que desde que se marchó jamás hubo para él otra
mujer. Que el motivo para seguir adelante, yo, era ahora un motivo para dejarse
vencer, porque yo ya no le necesitaba: ya había alcohol para cicatrizar mis
propios errores. “Pero lo peor son todas las cosas que no le pude decir”, dijo,
y habló entonces como nunca. Habló de un poema aprendido de memoria, de un
vientre que era música de jazz, de un precipicio en la garganta. Hablé de un
mapa de lunares, del sendero de la columna vertebral. De su espalda. De su
cuello. Sobre todo de su espalda. De ese amanecer tan limpio que tenía, de un
bostezo que convertía cualquier tarde en un domingo por la mañana. Agarró en el
aire palabras que no conocía y dibujó con ellas matices y sensaciones, mientras
yo callaba y sonreía, sabedor de la trampa que tras aquello se ocultaba. Apuró
el vaso de bourbon y se levantó. Volvió a los dos minutos con un puñado de
papeles entre las manos. Antes de que los dejara sobre la mesa yo ya las había
identificado: eran mis textos, mis relatos, mis fiebres nocturnas. Nunca las
había escondido mucho, bastaba con abrir un cajón, pero nunca llegué a pensar
que el viejo pudiera leerlas.</div>
<div class="MsoNormal">
“Todo lo que siempre quise decirle a tu madre está aquí,
todo lo que significaba. Pero nunca tuve las palabras, no las encontré. Se fue
sin escucharlo”.</div>
<div class="MsoNormal">
Encendí otro cigarrillo.</div>
<div class="MsoNormal">
“Y ahora resulta que las palabras las tienes tú”.</div>
<div class="MsoNormal">
Di un trago de ginebra. </div>
<div class="MsoNormal">
“Espero que no sólo las hayas escrito, que también las hayas
llegado a pronunciar”.</div>
<div class="MsoNormal">
Me besó en la frente y se marchó a dormir. La tormenta había
pasado y la noche cerrada se empezaba a escurrir en medio del aire limpio que
la lluvia nos había procurado. Me fumé con calma el cigarrillo y apuré de un
trago la ginebra, a pesar de que la despedida de horas atrás había logrado
salir del estómago y trepar tráquea arriba hasta atravesarse de nuevo en la
garganta, donde volvía a impedirme respirar. Saqué el teléfono y busqué su
nombre entre los primeros lugares de la agenda, y marqué.</div>
<div class="MsoNormal">
Pasaron cinco tonos hasta que descolgó y me llegó del otro
lado su voz casi de niña, su acento, ese deje somnoliento que acompañaba todo
lo que hacía.</div>
<div class="MsoNormal">
“¿Nacho?”, dijo, y sólo hubo silencio.</div>
<div class="MsoNormal">
“Nacho, ¿qué te pasa?”, intentó una segunda vez.</div>
<div class="MsoNormal">
Me arranqué el velo amargo del paladar y recogí todo el aire
que había en mis pulmones para conseguir hablar.</div>
<br />
<div class="MsoNormal">
“Tú… Lo que me pasa eres tú”.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-9081946402807577792014-06-03T22:07:00.002+02:002014-06-03T22:07:27.253+02:00Como una canción de Johnny Cash
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Entre todos los folios en blanco que
tenías para enamorar, viniste a acurrucarte aquí, entre las
palabras que me sobran. Sí, lo sé, fui yo quien te llamó, pero la
debilidad que entraña cualquier despedida abre siempre un resquicio
para las licencias de expiar tus pecados en el otro, y como mi adiós
es para siempre me concedo el lujo de pensar que tú, personaje,
fuiste la que viniste aquí y que no fui yo, escritor, quien te trajo
palabra por palabra. Escritor. Pronuncio en alto esa palabra y la
noto tan lejana como los ecos del gentío que se cuelan desde la
calle amortiguados por el amargor de la ginebra. Escritor, yo, que
nunca escribí de verdad. Que la mejor mentira que conté fue la de
la curva de tu espalda desnuda, expuesta, robándole a la mañana sus
primeros rayos de sol. Y así fue como viniste, con el ansia de un
amanecer en el que la resaca por una vez no lo fue todo y en el que
necesité un principio que me trajera latido a latido a este final.
Lo único que lamento de mi muerte es que será también la tuya,
porque no pienso dejar que nadie te escriba de nuevo jamás.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
No recuerdo si fuiste así desde el
principio o si te compuse a partir de todas las mujeres que fueron y
que nunca llegaron a ser. Ahora que te miro, en los últimos folios
de ti, encuentro los ojos claros de aquel primer amor que arañó y
en realidad no dolía, pero sí que abrió un surco nuevo para el
futuro dolor. Y la piel morena de la chica que encendió la caldera
de las pasiones sin darse cuenta de que mi vida acumulaba ya por
entonces un rastro indeleble de humo que convenía no alimentar. Y
así una tras otra, hasta la sonrisa limpia y la mirada traviesa de
aquella gallega que salía del baño envuelta en el vaho de la ducha
y con el pelo suelto a medio secar. Veo rasgos de todas ellas en ti
porque fui yo quien te los puso, pero a la vez cada uno de tus
detalles me dice que en realidad eres única.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Por qué tiene que ser éste el final,
me preguntas, y podría inventarme cualquier respuesta. Bastaría con
poner luego entre comillas “y ella le creyó” para zanjar el
asunto, pero no te he traído hasta aquí para mentirte. Hoy no.
Tiene que ser el final porque nunca he sido capaz de enlazar una
historia completa, y dejar correr la mía hasta el final sería
traicionarme. Es el final porque nadie de los que vinieron está ya a
mi lado, y si no me mato tarde o temprano tú también te irás, como
se fueron todas aquellas de las que estás hecha. Porque aquí y
ahora no hay nadie para decirme adiós, como debe ser. Porque mañana
no habrá nadie que llore mi ausencia, que sienta mi vacío como una
pérdida de verdad. Porque no voy a dejar que saltes a otros
cuadernos y elijas otras historias cuando yo, que te cree, no tengo
elección que me sirva para dejar de soportar la mía. Y la razón
más importante de todas: es el final porque ya está vacío el
frasco de pastillas que he dejado correr garganta abajo y que empujo
con tragos de ginebra que se me derraman por ambos lados de la boca y
empapan el suelo, y se mezclan con este sudor profuso que acompaña
al dolor de estómago que me dice que sí, que éste es el final; que
ésta es la última noche en que me da fiebre el frío solitario de
esta habitación desierta en medio de esta pequeña ciudad.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Pude haberte dado una vida más plena,
lo sé, pero tuvimos nuestros ratos. Convendrás conmigo que lo hemos
pasado bien, ya fuera en los amaneceres en los que te quise ángel
pausado, bruma y jadeo, piel de marfil en una mañana de luz; o en
aquellas noches en las que el aliento te sabía a alcohol y la lengua
a tabaco, noches en las que eras electricidad y sudor, un cuerpo
combado de placer por el volumen de un polvo sonoro en mitad de la
madrugada. Puedo dejarte llegar hasta el final, hacer de tu vida una
historia completa. Bastaría con dejar pasar dos líneas antes de
escribir sobre las arrugas de tus manos, que se forman al tiempo que
yo escribo sobre ellas. O las de tu rostro, las que crecen en torno a
tus ojos, y escribir que son de felicidad, el rastro de las veces que
te has reído en esta vida. Y podría dejar pasar dos líneas más
para acumular apenas cincuenta palabras que significaran para ti
muchos años de felicidad completa, y dejar que mi final te alcanzara
con la paz de quien languidece en una cama rodeada de seres queridos.
Pero no. Ése no será mi final y tampoco será el tuyo.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Te escribo, en cambio, joven, de pie,
desnuda. Con la piel tan expuesta como siempre que la he necesitado.
Y los dos sabemos que se acerca el final. El sudor se me acumula y el
estómago ya no duele, palpita, e intento acallar su zumbido con un
cigarrillo. Total, el tabaco ya no me va a matar. Y sostengo en alto
el folio en el que estás, en una mano, y en la otra la cerilla con
la que acabo de prender el pitillo que me humea entre los labios, y
acerco la llama al papel y me siento en el suelo, con él en la mano,
a ver cómo te consumes. Por primera vez no te dejas hacer, y tomas
el mando de mis letras. Te quería desesperada por el mordisco del
fuego y en cambio me obligas a escribirte serena, mirándome
fijamente mientras las llamas te consumen, con lágrimas corriendo
por tus mejillas en un llanto que no sé por qué es, quizá por lo
que pudo haber sido. No puedo soportar esa mirada y te escupo el humo
del cigarrillo, pero no cierras los ojos. Me desafías, sigues
mirándome mientras el calor devora tu rostro y sólo queda en mis
manos el borde del papel, que lanzo lejos para que se consuma por
completo.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y apuro la última calada mientras me
adormezco, y una punzada blanca de luz y dolor empieza a impedirme
ver. Y siento la cercanía de la muerte, que llega certera e
inclemente...</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Como una canción de Johnny Cash.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-65026050224481345062014-04-16T17:44:00.000+02:002014-04-17T00:37:05.101+02:00El banco<div style="margin-bottom: 0cm;">
Llega un momento en la vida en el que
el único tiempo que eres capaz de medir es el intervalo que duran
los silencios. Al menos, eso piensa él mientras ve la tarde
consumirse tras el espejo de ese cielo anaranjado que son los
primeros días del verano. Y mide esas tardes que se escapan por el
tiempo que duran los silencios, mientras espera en el banco de
siempre, con la esperanza de siempre a que ella, sentada a su lado,
asocie la rutina con el recuerdo y llene los vacíos que le van
quedando, algo que no ocurre nunca. Los recuerdos deberían ser para
siempre, se dice mientras repasa las fases del desnudo al que a ella
ha sometido la enfermedad que agujerea el saco de la memoria para que
la vida se derrame, de a poquito, para que pronto ya no quede nada.
Así ha vivido él el alzheimer de ella, como un desnudo de
vivencias, como si los sabores del pasado se le fueran cayendo poco a
poco del cuerpo y quedaran apilados en el suelo, al alcance de nadie.
Primero esa tímida desorientación, ese dulce bailar de las cosas
que nunca estaban donde las dejó. La receta que se olvida, el nombre
del primo que se pierde en la oscuridad de una boca abierta. Luego el
zarpazo fiero que supone la mirada que cada mañana anuncia el
desconcierto de no saber quién es el viejo con el que despierta,
aunque detrás haya sesenta años de amanecer a la vez. Y el arañazo
que supone para él la lucidez de ver día a día cómo se apaga,
ella que todo lo fue.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
La rutina puede ayudar, le dijeron, y
por eso la trae al parque cada tarde y se sienta junto a ella a ver
la tarde caer, mientras la vida sucede al margen de esos dos viejitos
sentados en el banco que esperan su tiempo para recordarse por una
última vez. Pero a cada amanecer de interrogantes le sucede una
tarde en decenas de parques que en realidad son siempre el mismo,
pero que para ella son siempre una primera vez. Pero él no cesa en
el hábito y vuelve cada tarde al mismo banco en el que hoy, a unos
centímetros de distancia, comparten otro ocaso de silencios. Ella,
al sol, siempre friolera; él a la sombra, que ya aprieta el calor; y
la línea de luz que les separa es cada tarde una macabra paradoja,
porque sólo en el lado de la sombra queda algo de luz, mientras que
en el otro lado el sol, más que iluminar, ciega.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Pasados unos minutos, él la mira
mientras ella no deja, vista al frente, de recorrer ese extraño
lugar. Está seguro de que ella no sabe dónde está ni qué hacen
allí, sentados sin más, pero ya no protesta. Al parque, como al
olvido, parece haberse acostumbrado. Y mientras deja pasar la tarde
él la recorre poco a poco, como si se la estudiara pero con el paso
firme de quien repasa una lección muy bien aprendida. Reconoce el
camino de sus sienes ya grises, esa corona plateada. Reconoce también
todas sus arrugas porque una a una las ha visto crecer, brotar como
los surcos del tiempo que se acumula, la marca de haber vivido ya.
Mira sus manos, huesos y piel cruzadas ahora en el regazo y mientras
ella olvida sin querer, él juega a que recuerda por los dos. Y la ve
joven, piel morena, el pañuelo gris recogiendo la melena y dejando
caer un pequeño mechón sobre la frente junto a uno de esos dos ojos
castaños. Recuerda los primeros besos inocentes robados a las tardes
de verbena, las primeras caricias piel con piel. Recuerda la torpe y
dolorosa primera vez a la que siguieron días de vergüenza mutua, y
el lento perfeccionar que supusieron las demás veces hasta que la
cama fue un lugar donde dejarse mecer en compañía. Recuerda incluso
lo que no ha vivido pero sí ha vivido ella, o las cosas que se
alegra de que ella haya olvidado aun a costa de aquella enfermedad.
El parto del único hijo muerto, la llegada de aquella guerra que lo
mandó a él a combatir por algo en lo que no creía y que trajo
soldados extraños a las afueras, y con ellos a aquel capitán con
aliento de aguardiente y barba sucia que en un amanecer le partió el
labio a bofetadas mientras, encima de ella, le rompía el vientre y
le arrancaba la capacidad de concebir, y se limpiaba después en las
ropas de ella antes de escupir en la puerta mientras juraba que la
mataría, para luego cerrar y marcharse. Aquella guerra, recuerda...
combatir. Él sólo creía en ella, y la guerra les alejó. Recuerda
también el frío compartido bajo una manta raída, los años de
pobreza, el hambre compartido a cucharadas y tragado con la áspera
compañía del pan duro. Y ella que no flaqueaba, que no flaqueó
nunca. Ella que tiraba de él. Ella y siempre ella.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y ahora, vacía, sin un recuerdo que
recoger. Sin poder acabar sus días diciéndole que todavía cuando
se tocan, cuando hay algo que parece una caricia, él siente ese
primer escalofrío volver. Sin poder decirle que se dejaría morir en
todas y cada una de las arrugas que el tiempo le ha dibujado en el
rostro. Pudiendo cantarle ese viejo bolero que aprendieron juntos sin
que a ella ahora le dijera nada. Sin poderle decirle que está aquí
porque está ella, que piensa irse cuando ella se vaya y que la
quiere como el primer día. Diciéndoselo, quizá, pero sabiendo que
antes de que acabe de decírselo ella lo va a olvidar. Debió
decírselo más veces, porque quizá así ella no lo hubiera olvidado
nunca.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Eso piensa cada tarde mientras la
observa, y siempre nota el brotar de una lágrima que le recorre
mejilla abajo, y que nunca llega a caer del todo. Cada tarde. Pero
esta tarde ella le mira, y le ve llorar. Y estira su mano pidiendo
la de él, que llega solícita al encuentro, para que ella la
apriete. Y vuelve aquel escalofrío que le recorre y le hace pegarse
a ella buscando un poco del sol en el que está.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y cuando se junta, le dice su nombre al
oído. Y ella sonríe y mira al frente, seguramente pensando “esa
quién será”.</div>
<br />
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Y así los dos, cogidos de la mano,
empiezan a medir la vida por el tiempo que dura este silencio que
acaba de empezar.</div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-77773039194293815332014-04-01T12:01:00.001+02:002014-04-01T12:20:49.922+02:00¿Bailamos?<div style="margin-bottom: 0cm;">
He conseguido componer un credo a
partir de los versos sueltos de mis inseguridades. No es que me
sienta orgulloso de ello, pero lo cierto es que es complicado agarrar
todas tus dudas y alimentar con ellas el motor de tu existir,
sabiendo que las preguntas que salen envueltas en humo son las peores
de resolver. Lejos de enfrentarme a lo que debería darme miedo, me
he acostumbrado a vivir con ello sin abrir siquiera la boca. Cuantas
menos preguntas haga con menos respuestas me voy a chocar. Lejos de
inquietarme mis inseguridades, además, lo que me aterra son las
certezas, y no hablo de la muerte detrás de cualquier esquina,
porque ella no es una certeza sino más bien un lugar. Las certezas
que me sacuden son otras, como la de saber que hay cientos de
kilómetros entre ella y yo, tantos como razones para hacer todo lo
posible por olvidarla. La certeza de que su nombre será siempre una
estrofa que me estremece, o la certeza de irme a dormir sin saber si
mañana querré despertar.
</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
Bebo siempre con mis heridas. No trato
de curarlas, porque ellas están ahí para siempre, trato más bien
de subrayarlas. El alcohol es en realidad alimento para lo que te
atormenta, porque riega recuerdos secos para convertirlos en un
pasado verde y lustroso que no deja de regresar. Y esa noche, en
aquel bar, bajo esa música que siempre está demasiado alta, yo
bebía como siempre, con mis heridas a los costados. Mientras el
último tequila abrasaba aún garganta abajo descarté la cerveza y
la cambié por ginebra, que deja menos poso en el alma porque se bebe
y se llora con el mismo color. Mientras el camarero me servía barrí
con la mirada la oscuridad del local y me sentí viejo, y no era sólo
una cuestión de edad. Chicos y chicas brindaban y cantaban canciones
que no conocía, y aprovechaban los ratos más sombríos para
rozarse, para unir unos palmos de piel durante unos instantes
tratando de despertar la noche a golpe de cadera. Y entonces las vi.
A las dos, vestidas con dos sonrisas de pura luz en aquella tiniebla.
Dos certezas de esas que tanto me aterran.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
En ese instante, la música cambió. No
sé si fue justo en el momento o la fiebre del relato idealiza mi
recuerdo, pero el ritmo sostenido giró hacia la cadencia pegajosa de
algo parecido a una bachata. Y ellas, a un paso de distancia y
riendo, no dejaron de bailar. Eran dos partes diferentes de una misma
fotografía, dos frases arrancadas antes de un estribillo. Tacones,
falda y medias negras, arañazos de negro sobre blanco por debajo de
la blusa negra una; la otra el moreno de la piel bajo el rosa de la
tela. Una con el pelo corto y la sonrisa, la otra con la risa
enmarcada en una melena negra. El baile divertido y yo embelesado,
lanzándole besos cortos a la ginebra. A su alrededor, un grupo de
chavales que las mira, alguno quizá las desea. Pero nadie más
existe esa noche.</div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
No tuve que acabar la copa para saber
que sus nombres serían dos versos importantes en el credo de
inseguridades de mi vida, jamás me sacudió tan clara una certeza.
Porque aquella noche las vi bailando solas, sin sus heridas, que
esperaban acodadas en la barra su turno en medio de la música. Las
llamé y las puse a mi lado, junto a mis heridas, y bebí también por
ellas. Para que las dos amigas continuaran con esa risa sin ataduras.
Una de ellas me miró de reojo y levanté mi copa para hacerle saber
que sus cicatrices quedaban a buen recaudo, que la noche era para su
futuro y no para su pasado. Que todas las noches deberían ser de
ellas. Ya me bebo yo todas sus heridas, que son ya como mías. Yo me
encargo de sacar a bailar a todos sus pesares. </div>
<div style="margin-bottom: 0cm;">
<br /></div>
<div style="margin-bottom: 0cm; text-align: right;">
<i><b>Para Merce y Susana.</b></i></div>
<div style="margin-bottom: 0cm; text-align: right;">
<b><i>Por muchos bailes sin heridas.</i> </b> </div>
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-7138165476826926065.post-80726661467669449592014-03-26T18:38:00.000+01:002014-03-26T18:38:02.537+01:00Café soloLlevo dos horas despierto y me estoy bebiendo un café. Para mucha
gente este dato puede ser habitual, cotidiano, pero para mí no. Lo
normal es que ahora mismo me estuviera bebiendo una cerveza. Un momento,
¿hoy qué es? ¿Jueves? Sí, pues eso, una cerveza. De lunes a jueves,
cerveza; viernes y domingo, ginebra; el sábado cualquier cosa que me
pongan con un poco de hielo. Ese calendario es el único resquicio de
orden que ahora mismo le permito a mi vida, que mantengo desde que ella
se fue. Ella. Ahora hablaré de ella. Hay un cierto orden en el caos,
como digo, una rendija de luz. Como bebo por las noches y vomito algunas
madrugadas, siempre duermo por el día. Me levanto a media tarde y ahí
empieza el control: nada de alcohol hasta que llevo dos horas despierto.
Anoche bebí y no vomité, he dormido durante el día y desperté justo
hace dos horas, y aquí estoy, echando el segundo azucarillo en una
enorme taza de café. Hay días en los que la rutina es imposible de
sostener, incluso cuando se trata de una tan difusa como la mía.<br />
Tenía
que haberme afeitado. Sé que ahora hay tipos que se pasan horas delante
del espejo para salir de casa fingiendo un perfecto desaliño, pero lo
mío es distinto. Se me nota a la legua que estoy jodido de verdad.
Normalmente paso desapercibido en el Infierno, el bar al que acudo todos
los días a ver si por fin me mato, pero eso, más que mérito mío, es
demérito del entorno. En primer lugar, aquel garito es un antro, así que
la oscuridad beneficia a todos los que lo frecuentamos, que podemos
beber sin que nadie nos mire fijamente ni nos moleste. En segundo lugar,
es un local de alterne, y ni siquiera es de los buenos, así que yo, que
acudo allí sin vicios y con el único castigo de la bebida y en busca de
un rincón de oscuridad, formo parte de la clientela más selecta de
aquel antro de alterne. Además, he trabado cierta amistad con la dueña,
Mariela, que atiende la barra vestida siempre con un corsé que evidencia
tiempos mejores, y que se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en
mi confesora y casi consejera. Además de por la paliza que le pegó un
día a un desgraciado que se pasó de la raya en el Infierno, allí donde
no hay muchos límites, Mariela también es famosa porque rara vez se
equivoca. Para desgracia mía. Cuando le hablé de ella no se lo pensó dos
veces. “Esa chica te va a costar la vida, Nacho”, me dijo, y ese día
empecé a fumar a ver si el tabaco le quitaba la razón a la camarera,
pero ni por esas. Joder, tenía que haberme afeitado. Debo tener un
aspecto lamentable a pesar de haberme puesto mi mejor camisa, es decir,
la única decente. La llevo arremangada a pesar de que empieza a
refrescar para que no se note que los puños están manchados. Quizá si no
parezco tan jodido ella se crea de una vez eso que le he dicho en
demasiadas ocasiones, que puedo cambiar.<br />
Fue ella la que me llamó.
“Quiero saber de ti, cómo estás”, me dijo, y propuso que quedáramos
para devolverme las llaves de mi casa. Hace tiempo que lo dejamos, pero
aún las tenía, y ese simple hecho me hacía albergar la esperanza de que
abriera la puerta un día y todo empezara de nuevo, y volviéramos a
llenar los días de un montón de primeras veces, porque son esos pequeños
despertares los que todavía me queman por dentro. La primera vez que la
vi, la primera vez que sonrió, la primera vez que me habló. La primera
vez que la vi salir de la ducha con el pelo mojado cayéndole a los lados
de la cabeza y una cortina de vaho tras de sí. La primera vez que la vi
dormir, la primera vez que se despertó para besarme y para volverse a
echar la almohada encima de la cara. La primera vez que se enfadó de
veras, la primera vez que lloró junto a mí. La primera vez, también, que
me dejó. Y ahora, para la que será la última vez que me deje, me dio
una hora y una dirección, y me sacó de la oscuridad de mis tardes a la
luminosidad de una cafetería tan pulcra que cuando llevaba tres minutos
dentro he sentido la imperiosa necesidad de salir a respirar, y aquí
estoy, en la terraza, empalmando un pitillo con otro para tratar de
poner algo de humo a la despedida, para que el recuerdo, a fuerza de ser
algo borroso, duela un poco menos. La gente que me rodea empieza a
preguntarse quién es ese tipo que fuma y que, llevando dos horas
despierto, va a pedir otra taza de café.<br />
Cuando el camarero se va
enciendo otro cigarrillo y aguanto la primera calada dentro tanto
tiempo como puedo antes de toser. El tabaco mata, dicen, pero no lo
suficientemente deprisa. Vamos Nacho, suéltalo hombre, que estás dando
la nota. Buen chico. A las ocho, me dijo ella, y como sé que siempre
llega puntual preferí adelantarme e inspeccionar el sitio. Ni siquiera
el día me acompaña. Desde que fijamos la cita del adiós he rezado todos
los días para que lloviera, porque en todas las despedidas románticas
hay algo de lluvia, ¿no? Al de arriba debió entrarle la plegaria al
buzón del correo no deseado, porque el cielo está limpio y el sol brilla
en mitad de la tarde, a pesar del fresco. No le culpo. Dudo que
conociera siquiera la dirección del remitente.<br />
Ocho menos tres
minutos, no va a tardar mucho en llegar. El final se acerca y me resisto
a repetir su nombre, y he dicho bien, su nombre, porque es suyo y de
nadie más. Hasta que la conocí, no lo había escuchado en mi vida, y dudo
mucho que en el futuro me lo vuelva a cruzar y se me vuelva a atravesar
de esta manera. Ni siquiera en eso tengo algo de fortuna, porque podría
llamarse Ana y sería fácil de borrar: bastaría con encontrar otras
‘Anas’ con las que mitigar su recuerdo. O María, hay muchas marías,
alguna incluso en el Infierno. Pero no. Tiene un nombre que para mí ha
sido compuesto sólo para ella, un acento que nunca podré borrar.<br />
No
voy a pedir más café. Quiero una cerveza. Llevo dos horas y diez
minutos despierto y quizá no sea del todo malo agarrar del cuello a la
rutina y sentarla aquí a mi lado mientras esperamos. Es más, quizá los
recuerdos que me queman hayan sido prendidos por la llama de su ausencia
y los haya hinchado mi cerebro, atrofiado de tanto trasnochar. Quizá en
realidad no hay un bosque atlántico calado de rocío detrás de sus ojos
castaños, ni sea adorable su gesto, siempre sereno y como a medio
despertar. Quizá su sonrisa no sea tan brillante como la recuerdo,
cuando me miraba, tumbada, mientras se apartaba con la mano el pelo
negro que le caía sobre la cara. Quizá no haya un camino en su piel ni
un credo escrito en sus tatuajes. Quizá no venga. Ella nunca llega tarde
y son las ocho. Quizá no quiera darme las llaves porque no quiere
cerrar la puerta del todo. Quizá no sea tan malo pedir una cerveza. Voy a
hacerle un gesto al camarero porque son las ocho y uno y ella no va a
venir, porque ella nunca llega tarde. Porque en realidad todo esto ha
sido…<br />
Mierda. Está cruzando la calle y me ha visto. Sonríe mientras se acerca. Y está radiante, ilumina. Preciosa.<br />
Y el camarero viene hacia mí con otra taza de café.
I. Ballesterohttp://www.blogger.com/profile/05188085750217863261noreply@blogger.com1