lunes, 13 de diciembre de 2010

La azotea

Repasó con un rápido vistazo su casa mientras escuchaba de fondo cómo caía el agua de la ducha. Papeles desperdigados en la mesa, por el suelo, en casi todos los muebles. Libros apilados en una vieja estantería, calzada con una cuña de madera para evitar que el peso terminara de desplomar su estructura y las miles de páginas que reposaban en sus estantes concluyeran el trabajo que el tiempo había empezado años atrás, cuando se la llevó de aquella casa de empeño enamorado por su olor a polvo y a madera vieja. Más libros en el suelo, en pilas tan altas que a uno le llegaban por la cintura, y torcidas en escorzos imposibles, formando curvas tan pronunciadas que parecía que bastaba con mover uno solo de los libros de la parte alta para echar abajo toda la pila. Si caía una, caerían todas las demás, porque en el ático apenas había espacio para caminar. Libros y más libros, letras, palabras y cuartillas que sólo dejaban visible un pequeño sofá de dos plazas, un sillón con periódicos y una cama lo suficientemente ancha para poder darse la vuelta, tan estrecha que obligaba al abrazo a la hora de dormir en compañía. Sobre una mesa estrecha, una máquina de escribir y más cuartillas a medio manchar por la vieja tinta de aquel cacharro. Páginas escritas a medias, con palabras mordidas por el tiempo y en las que había que imaginar la letra ‘a’, rota tiempo atrás en una máquina que nadie quería arreglar. Así, las palabras salían a medias. La amargura no era tan amarga, y dolía un poco menos la soledad. También era más efímera la alegría, y más llevadera la nostalgia. Sólo el dolor era completo, porque hasta la pasión se veía cercenada por aquel aparato de otro siglo que llenaba con el sonido de sus teclas aquellas tardes de otoño en las que las seis de la tarde eran ya oscuras, en las que el viento silbaba por la puerta de la terraza y el frío madrugador se filtraba por los poros de unas ventanas demasiado altas para recibir el abrigo de la ciudad. Pronto llegaría el invierno y aquella buhardilla volvería a ser el refugio de decenas de noches en las que los sonidos de la vida llegaban siempre amortiguados, y las prisas, los atascos, las calles y las gentes estaban demasiado lejos como para erosionar siquiera aquel rincón de silencio. Oyó cómo se cerraba la ducha y pasó por delante de la puerta del cuarto de baño, la única habitación separada del resto, de camino a la pequeña cocina. Tuvo tiempo de ver cómo el vapor se escurría por debajo de la puerta cerrada sin cerrojo, e imaginó el pequeño aseo lleno de niebla, el espejo empañado y las gotas condensadas en la punta del grifo del lavabo, el calor encima de las toallas. Apartó la cafetera del fuego y sirvió dos tazas verdes, una con dos terrones, la otra con un poco de leche y sacarina. Cogió la primera y se dirigió pesadamente hacia la terraza. Cuando descorrió la puerta de cristal notó cómo el frío le pegaba en la cara, y se subió hasta arriba la cremallera del jersey. Caminó hasta el final de aquella pequeña azotea y notó la ciudad bajo sus pies. Un montón de edificios desafiaban la altura de su mirada, y su aliento cristalizaba en pequeñas nubes de vaho que se formaban bajo sus ojos. Rodeó con las dos manos la taza intentando agarrar un poco de calor, le dio un sorbo al café y la dejó a un lado mientras apoyaba las dos manos sobre la barandilla e inspiraba con fuerza el aire de la noche. Abajo, decenas de metros más allá, las luces de los coches, el ruido de los motores, gritos de niños jugando en alguna plaza cercana, la vida que pasaba sin detenerse a mirar hacia arriba. Escuchó pasos detrás de él y ladeó un poco la cabeza para verla por el rabillo del ojo. Un rápido vistazo antes de erguir la mirada hacia el frente. Lo suficiente para verla llegar con el viejo jersey deshilachado que tantas veces llevó él en la universidad y un pantalón viejo, descalza, la taza de café en la mano, la otra oculta bajo el puño de una prenda demasiado ancha, demasiado larga para aquel cuerpo diminuto y delgado. Con aquel jersey enorme parecía, como siempre, una niña. Lo parecía, pero no lo era. Bastaba con mirarla a aquellos ojos verdes, grandes, para ver la calidez que desprendía su mirada. Una mirada limpia, imposible de olvidar. Dejó la taza de café junto a la suya después de darle un sorbo, le cogió la mano derecha, la levantó de la barandilla y se metió en medio de sus dos brazos antes de dejarle la mano donde estaba. Le miró y le regaló una sonrisa fugaz, sincera, justo antes de dispararle un beso breve, un roce apenas en los labios que permaneció en la punta de su boca aún unos minutos, antes de diluirse con el frío, antes de volverse para mirar con él la ciudad. Puso las manos sobre la barandilla y él dejó sus manos sobre las de ella. Notó cómo se echaba un poquito hacia atrás hasta apoyar la cabeza a un lado de su cuello, y a pesar del gorro blanco que llevaba puesto sintió la humedad del pelo recién lavado. Por debajo del gorro, le caía mojado sobre los hombros, más apagado que de costumbre a causa del agua. No llegaba a ser rubio, aunque lo parecía, y tampoco era pelirrojo, al menos no siempre. Notó el peso de su cuerpo pequeño sobre él y hundió la nariz en su cuello. Otro roce. Luego miró al frente, con ella entre sus brazos, separados del mundo en aquella azotea, y sintió que ya nunca necesitaría nada más…