martes, 23 de junio de 2009

Muerte (inevitable capítulo 8...)

Nos tragamos los últimos sorbos de la noche pateando unas calles que nos devolvían nuestros pasos con ecos lejanos y fríos. Fue el camino más largo de todos cuantos hemos recorrido, hacia una eternidad que nos devoraba. No tenía fuerzas para tenerme en pie, y cada metro que avanzaba, cada portal que engullía en busca de un abismo que ya venía a por mí, me desgarraba en lo más hondo. Tú me sujetabas, y tratabas de arrastrar los pedazos de mi vida hacia la casa que más tarde sería mi condena. Ahí empezó tu penitencia. Nunca lloraron más las calles de Madrid, porque de ellas manaban las lágrimas de los dos: las que yo no podía llorar, exhausto, las que tú no podías llorar porque ya habías empezado a pagar peaje. Un par de veces paramos en seco, en mitad de lo que quedaba de noche, para recuperar el aliento. El tuyo, que era el que nos llevaba a los dos. En esos momentos yo miraba al cielo, y veía en las fachadas de los edificios, imponentes, la figura de un ángel negro que se cernía sobre mí, dispuesto a horadar mi alma y arrancar de ella hasta el último pliegue de vida.
“No te vayas”, me decías, y yo no quería marcharme. Latía cada vez más despacio, y notaba poco a poco cómo mi sangre se volvía densa, y empezaba a enviar zumbidos desde mis órganos vitales. La garganta se me llenó de arena, quizá porque la muerte, en verdad, es un trago rugoso. Tenía la boca seca y apenas brotaba de ella un hilo de voz. Jamás había tenido tanto miedo. Temblaba, y un manto blanco me nublaba la vista, dejándome a tu merced. Ciego, como hasta entonces, de la mano de un corazón que trataba de bombear una sangre que no era suya, una sangre que ya subía por mi garganta y que a punto estuve de vomitar. Tosí, y mi aliento tiñó de rojo el empedrado de la calle justo cuando el sol se derramaba en el cielo y empujaba hacia el sur la oscuridad. Paramos frente al portal, tú buscabas las llaves. Levanté la vista y allí estaba, en la ventana, esperando pacientemente con su cara sin piel y sus alas sin plumas, un espectro negro, alado y descomunal. Sentado en la ventana, brotaban de sus pies cientos de alacranes negros que corrían por la fachada; en el cielo volaba un cuervo. El miedo apretó mis sienes y caí de rodillas al suelo, llorando como un niño. Te encogiste sobre mí, y fue tu aliento el que me insufló un rato más de vida.
Subimos al piso y encontramos lo que no buscamos. Olía a humedad, y todo se había teñido de un tono gris que no había vuelto desde que tú llegaste. Reconocí mi casa al instante, la náusea en la punta del armario, toda la nostalgia apilada en un rincón, la melancolía desagüe abajo. Me tumbé en la cama y cerré los ojos, creyendo que nunca más los iba a abrir. Perdí el control de mi cuerpo, y una parte de mí comenzó a subir y a alejarse de la piel, la carne, los huesos, para convertirse en humo y desaparecer después con un solo soplido. El ángel no se movía, sólo miraba, y yo le miraba a él, con los ojos cerrados. Mi cabeza lanzó un estertor que sacudió todo mi cuerpo, y apreté los puños y me mordí la lengua. La boca se me llenó de sangre.
Entonces te tumbaste a mi lado y abrí por fin los ojos. Ahora sí, la última vez. Llorabas, yo lo intentaba, pero lo más parecido que lograba era un sudor frío que evaporaba cada gota de mi vida, el último hálito de mi espíritu. Me miraste, te miré, y me sentí hundido en tu mirada, como la primera vez. Fue una sensación cálida que contrastó con todo el frío que me había arropado aquella noche, y que trizaba mis nervios uno a uno hasta que mi cuerpo se moría por su cuenta, mientras mi mente intentaba resistir. Un hilo de sangre brotó de la comisura de mis labios, aquella que no había acertado a tragar. Viste por primera vez en mi cara la verdadera expresión del miedo, el horror reventó mis pupilas y me puse a llorar de pánico. Y me besaste, y ese beso fue el sello lacrado en sangre de una vida que se marchaba, que se cerraba para siempre, mientras tú te quedabas aquí. Cerré los ojos, aún con tus labios en los míos, y noté por encima de la sangre el sabor de tus lágrimas y las mías, mezcladas. La muerte tendrá para mí siempre un sabor salado.
Mi alma comenzó a flotar. Liberó amarras de mi piel y subió poco a poco, mientras mi corazón dejaba de latir. Poco a poco, muy despacio. Se desgarraba mi carne. Yo ascendía y te miraba, apretarme las manos, separar los labios de los míos. No llegué a verme la cara, porque me la tapaba tu pelo. Otra vez tu pelo. Siempre tu pelo. Quería tocarte pero no podía, el aire tiraba hacia arriba de mí, y tú, en la cama, abrazada a mi cuerpo sin vida, llorabas en silencio, con un llanto hondo que te nacía desde las entrañas. Llorabas en mi pecho, que para siempre quedó empapado por tu esencia, por tus lágrimas. Las mismas que besé aquella noche. Llorando llegaste a mí. Llorando me fui a la deriva de las almas, al cielo de los cobardes.
Entonces, una mano huesuda se posó sobre mi hombro. Había llegado la hora. Levanté las manos y las puse ante mi rostro, para ver en qué me había convertido, pero tan pronto lo hice estallaron en un puñado de alacranes negros que corretearon por el techo y se perdieron por la ventana. De la mano de aquel oscuro custodio, empecé mi camino hacia ninguna parte.

Sonaba, para siempre, la melodía de tu llanto en los recovecos de mi alma.

jueves, 18 de junio de 2009

Preludio (único capítulo 7...)

El mundo se llena de nuevos matices cuando a uno se le acaba. Empiezas a pensar que cada paso que das puede ser el último, que cada camino que tomas puede llevarte a ninguna parte. En días como esos me gustaba salir a la ciudad, cuando Laura no estaba, y saborear los nuevos aromas que Madrid tenía para ofrecerme. Sus calles eran, más que nunca, un crisol de almas atrapadas en una colmena que no dejaba salir el aliento de sus habitantes. Almas rotas, espíritus inacabados que construían una enorme Torre de Babel de cóleras y certezas encima de la cual se balanceaba esa urbe que todos amábamos, y que a todos nos había roto el corazón. Llegaba a la plaza Mayor y me paraba en mitad, tratando de captar todos los sonidos, todos los sabores, cualquiera de sus aromas. Churros, aceite, calamares, algodón dulce, chocolate, turistas, caricaturas, corazones errantes intentando gastarse la vida encima de las piedras que habían pisado nuestros antepasados, que habían filtrado la sangre de todos aquellos que tiñeron de rojo sus cimientos.
También me gustaba coger su mano al atardecer y dejar que muriera el día sin hacer otra cosa que dormitar. Sentados en el sofá se nos escapaba la tarde, y el rojo intenso del sol se perdía por algún lugar del horizonte mientras la calma y la quietud ganaban pasito a pasito unas calles que sólo conocían alaridos y reyertas, brumas y velocidad. Ella me miraba y yo cerraba los ojos, queriendo evitar el contagio de las pupilas almendradas a las que había cosido mi vida, y que jugaban con el último hálito de un alma que se me escapaba. Discutimos más veces, seguro, pero yo no las recuerdo. Cuando la fiebre me consumía ella solía acogerme en su regazo, y pasaba pacientemente la mano por mi frente, por mi pelo, secándome el sudor que era tan suyo, mientras me moría poco a poco entre sus piernas. Cada día más débil, más agarrotado. Le supliqué que se fuera, pero ahora tenía miedo a que me abandonara. Su fortaleza fue más grande que mi enfermedad, y fueron sus caricias las que apaciguaron mi miedo. A ella le debo la muerte que estoy a punto de sufrir, un tránsito informe sin congoja ni duelo.
Supe que se acercaba el final una mañana de octubre en que me levanté con energías renovadas. Curiosa la forma que tiene dios de decirnos que el final se acerca. Me entregó mi aliento, mis ganas, un puñado de esperanza. Dios no acepta botines pequeños, y mi espíritu viajaba hacia el infierno sin pertenencias, así que arrugó en mi petate los últimos momentos de mi vida, y me dejó que yo los fuera desenrollando a mi antojo, con mis propias manos, para descubrir que al final del pergamino, con letras de sangre, estaba escrito el final. Desperté y ella no estaba, se acercaba el final y ella no lo sabía. Pasé toda la mañana dando vueltas por el piso, de una habitación a otra, envuelto en una cólera que me nacía de dentro y se proyectaba a mi alrededor. Casi pude notar que los colores se sombreaban, y mi entorno se volvía gris. Me mareé y decidí sentarme en el sofá. Leí para ahuyentar los malos presagios. ¿Y si no volvía?
La angustia me duró hasta bien entrada la tarde, cuando la puerta se abrió y apareció su pelo moreno, su cuerpo menudo, sus cálidos ojos. Me miró, y esa fue la primera vez que mis pupilas la engulleron. Percibió lo mismo que yo percibía. Los labios le temblaban y quiso empezar a llorar. No le dejé abrir la boca. Puse mi dedo en sus labios, la agarré fuerte de la muñeca y la arrastré escaleras abajo hasta la calle. No había tiempo que perder. Dejamos atrás el portal y agarró con fuerza mi mano. Intentaba transmitirme unas fuerzas que se me caían a cada paso que daba, y a medida que me apagaba yo, ella también se apagaba. En silencio, como la primera vez, pero cogidos de la mano, volvimos a la barandilla que puso por aquella noche Madrid a nuestros pies, y creo que los dos soñamos con estrellar nuestros cuerpos en el vacío, y dejar que nuestras almas volaran libres hacia el cielo de una ciudad que por fin lucía para nosotros. La besé, y sus labios sabían como la primera vez, y dejó en mi boca un rastro de playa, mezcla de mar y miel, de salitre y lágrimas.
Anochecía cuando llegamos al bar, penúltima parada de nuestro trayecto, de mi viaje, porque ante ella se abriría pronto un nuevo horizonte. Abrimos la puerta y todo estaba como lo soñamos. La barra, a la derecha, sujetaba a un grupo de jóvenes que bebían cerveza y movían la cabeza al ritmo de la música, sin hablar entre ellos, utilizando ese lenguaje silencioso que se filtra a través de las melodías. Delante, el futbolín, al fondo el billar. Todo cubierto por una nube de humo que desmayaba cuando llevabas cinco minutos respirando la atmósfera de los bajos fondos, esos que los jóvenes conocemos y que de mayores sólo añoramos porque nunca más podremos aspirar a ellos. El camarero nos hizo una seña con la cabeza, y yo negué lentamente para hacerle entender que algo no iba bien. Pedimos dos cervezas y nos apoyamos en el billar.
Las horas siguientes las recuerdo con mucha nitidez. Poco a poco el bar se quedó sin gente, y el dueño me tiró la llave cuando sólo quedábamos los tres. Apagamos las luces y dejamos sólo las lámparas que alumbraban el billar y trataban de dar lustre a un tapete verde que hacía demasiadas veces la función de cenicero, y a quien los años le hacían parecer, más que viejo, más sabio. Sonaron, una tras otra, todas las canciones posibles, las que conocíamos, las que compartimos. Aquellas que siempre significan algo. Yo, apoyado en el billar, tú, a unos metros de mí, moviéndote lentamente al ritmo de la música. Despacio, muy despacio. A mí ya me embargaba la fiebre, y asomaban a mis sienes los acordes del último dolor de cabeza.
Me sacudí el sopor del tabaco, y decidí que era hora de terminar con todo. Puse la que desde entonces, y para siempre, será nuestra canción. Sonaban los primeros acordes y, mientras la noche se aclaraba la voz, te agarré de la cintura y te tumbé sobre la mesa de billar. Cerraste los ojos mientras acariciaba con mis labios tu piel, palmo a palmo. La sentí distinta, como la primera vez. ‘…no hubiera sido la noche en tu espalda…’. Pero iba a ser la última. Tus manos en mis manos. Tu estómago en el mío. Tu pelo otra vez sobre mi cara. Tu sudor en mi boca. ‘…me sobran motivos, pero me faltas tú sobre la cama…’. Tu ropa y la mía tiradas en el suelo. Calló la música y sólo quedó tu saliva, tu aliento, tu respiración entre cortada.

Tu vida y la mía anudadas por última vez.

martes, 9 de junio de 2009

Vigilia (en parte, capítulo 6...)

Quizá en otro tiempo, en otra vida, lo nuestro tendría sentido. Quizá tu soledad y mi soledad no fueran sólo dos soledades que luchan por encontrarse, y fueran tejiendo algo más que esta red que nos atrapa, y que no nos deja respirar. Me caigo al abismo y te arrastro, y por más que intento soltarte siempre sigues mi estela. Noto tu mano alrededor de mi muñeca, tus uñas clavándose en mi piel, y yo sólo miro hacia delante, hacia el agujero que nos engulle, sin preocuparme de que vienes detrás de mí. No sé por qué sigues aquí. Dices que me quieres, pero yo no me lo creo, o no me lo quiero creer. Demasiado a menudo confundimos el amor con la compasión, la pasión con la piedad. Estás a mi lado porque me muero, o quizá a pesar de eso. No tengo fuerzas para discernir.
Ahora me levanto por las noches y me apoyo con las dos manos en el lavabo antes de abrir el grifo, para dejar que el agua fría resbale por mi espalda, y me dedico a verte dormir. Respiras en calma, con una paz que disimulas cuando el día nos descubre y nos obliga a soportar la tarea de soportarnos. Apenas te mueves en la cama, ni siquiera cuando juego a acariciarte la espalda por encima de la camiseta, o te soplo en la cara y tú arrugas la nariz y te das la vuelta. Me encantaría hacerte feliz, poder regalarte aunque fuera un segundo la vida que te mereces, pero yo no te elegí; fuiste tú la que decidiste amanecer a mi lado. La puerta sigue abierta, pero te resistes a abandonar. A veces lloro pensando lo que te espera.
Hace semanas que no duermo. Se acercan los últimos días, y no tengo fuerzas para cerrar los ojos y pensar en otra cosa. Mi cuerpo se consume, mi alma se evapora. Vivo anclado en un dolor de cabeza, un zumbido, que mancha toda mi realidad. Sólo dejo de oírlo cuando me acuesto a tu lado, y tú me acaricias el pelo y me susurras al oído un puñado de mentiras que se clavan bajo mi piel, y que sangran corazón adentro. Lo haces hasta que piensas que me he quedado dormido, y entonces descansas tú, en medio de mi lucidez, en medio de estas noches que me atormentan. Cuando el piso se queda a oscuras suelo ver en la ventana un ángel negro que me espera, paciente, y que descuenta las últimas horas. Una, tres, cien, mil… da igual, llevo muerto tanto tiempo que no sé si notaré la diferencia. Una y otra vez, una noche tras otra, el ángel silba muy bajito una canción que creía perdida en mi recuerdo, y no me deja dormir. Quiere que sea consciente de todo aquello que se me escapa, y me hace pagar con vigilia el dolor al que estoy a punto de condenarte.
Estas noches, abandonado al lento batir de las alas de esa figura oscura que domina mi mente, pienso en ti. Pienso en tu cara, en tus ojos, en tus manos. Pienso en tu cuerpo, pequeño, y en todo lo que me has dado. Recuerdo la noche en que nos conocimos, lo despacito que susurraste tu nombre, la primera vez que me dijiste te quiero. Me atormento con tu figura empapada de lluvia esperando en el umbral de la puerta a que yo saliera a buscarte. Me estremezco una y otra vez con ese abrazo húmedo, frío, con ese susurro en mi oído… “Vida mía”, dijiste, y te equivocabas por completo. Yo no soy tu vida, nunca lo he sido. He sido para ti una muerte lenta, agónica, externa, porque es mi corazón el que se ha ido apagando, el que pronto dejará de latir. No te he regalado nada, y lo he esperado todo a cambio. No he tenido el valor suficiente para pedirte perdón, y no lo tendré jamás, a pesar de que duermas, porque a veces siento que, en tus sueños, escuchas mis pensamientos.
Estas noches, tiemblo como un niño, muerto de miedo. Cuando estamos juntos escondo esa cobardía en una indiferencia que nunca te ha hecho desfallecer. Pensaba que si a mí me daba igual la muerte, a ti dejaría de importarte tarde o temprano, y acabarías por marcharte. Noto cómo te disgusta cuando dejo de lado todo el dolor y hablo del final del sufrimiento, de liberación, de alivio. Si supieras cuánto miedo tengo por marcharme de tu lado. Si supieras que, despierto, trato de evocar el calor de tu abrazo, el roce de tus dedos, el sabor de tus besos. Si supieras las ganas que tengo de quedarme quizá decidirías marcharte junto a mí. Y eso no lo puedo permitir.
Se esfuma la noche. Toca arrojar al fuego de la mañana la careta de la verdad y esconderme en el valor que aparento por el día, cuando estoy a tu lado. Toca volver a pensar en la muerte como el final de todo, como el principio de tu vida. Toca buscar de nuevo tu debilidad, meter el dedo en la llaga. Cuando amanezca despertarás con una sonrisa, y yo volveré a despreciar tus primeras caricias, ésas que siguen ardiendo dentro de mí incluso horas después, y a elegir las malas palabras para reprender tus buenos augurios. Tengo que convertirme en algo que con el tiempo detestarás.

Pero, antes, cerraré los ojos bien fuerte, me olvidaré del ángel negro y volveré a decir en voz alta que te quiero. “Te quiero”. Más que a nada en mi vida, más que a nada en mi mundo, más que a la piel que me soporta. En la ventana, una figura oscura esboza una sonrisa dantesca y descuenta una hora más en su pensamiento. Queda una noche menos.