miércoles, 6 de abril de 2011

Fragmentos (III)

(..)Sonó el teléfono:
-Dígame
-Santi, soy yo… Papá ha muerto.
-…
-Santi… ¿estás ahí? Di algo, por dios.
-¿Cuándo ha sido?
-Hace cosa de una hora. Los últimos días había empeorado bastante, y anteayer los médicos nos dijeron que no tenía solución. He intentado llamarte –y era verdad- pero no me has cogido el teléfono. Ha sido imposible localizarte.
-¿Cómo está mamá?
-Ahora mismo, consternada. No reacciona. No sabe si llorar o gritar. Está muy afectada. Sigue sentada al lado de la cama vacía que ocupaba papá, con la mirada perdida… -Cuando volviera a casa, repetiría esa misma escena en su cama, en la colcha de siempre, en la habitación de siempre… mirando como siempre la misma ventana…- ¿Quieres hablar con ella?
-No
-Santi, a papá lo enterrarán mañana por la tarde, ¿vas a venir?
Tardé unos minutos en contestar. En medio de la borrachera, intentaba poner en orden mis ideas, tratar de ordenar mis pensamientos. Sin llamarlos, habían acudido todos al encuentro con el alcohol, y en ese momento se encontraban encima de la mesa, desparramados como las cartas de un castillo de naipes que se acaba de caer; y yo los miraba sin saber cuál coger para volver a empezar a construir todo aquello.
-¡Santi!
-No
Y colgué el teléfono. Aquél ‘no’ tuvo que ser un flechazo que impactó en lo más hondo de mi hermano, porque ya no volvió a llamar.

Pagué la cuenta y me marché a casa. De camino, notaba cómo se iban acentuando los efluvios de la borrachera. Cada vez estaba más mareado, me sentía peor. Tuve que parar para vomitar. Allí, apoyado en una farola, dejé que todo el alcohol que había bebido se derramara, garganta arriba, para acabar en las entrañas de París. Cuando me recompuse, seguí la marcha, ignorando los cuatro pares de ojos que me miraban ocultos en un portal. La noche caía sobre la ciudad de la luz.

Cuando llegué a casa, H. estaba allí, sentada sobre la mesa, leyendo. No dije nada. Cerré la puerta de un golpe y me fui hacia ella al tiempo que me iba desnudando. Me miró fijamente mientras me acercaba y dejó el libro cuidadosamente sobre la mesa, junto a su pierna. Fue lo último que sucedió cuidadosamente. La cogí en brazos y la tiré sobre la cama, antes de quitarme el pantalón. Ella sólo llevaba puesta una camiseta interior y las bragas, y desprenderse de ambas cosas le llevó el mismo tiempo que a mí sacar el pie del pantalón vaquero antes de caer sobre ella. La besé con furia y le mordí el labio inferior, primero un poco, luego haciendo más fuerza, hasta que noté cómo se abría, como una manzana madura, y el sabor de su sangre me rozaba la lengua. Me rodeó con las piernas y clavó las uñas en mi espalda, muy fuerte, muy dentro, mientras me miraba fijamente a los ojos. Un hilillo de sangre brotó por la comisura de sus labios, y lo lamí mientras la penetraba. Con la noche recién llegada sobre el cielo de París, follamos como si fuera lo último que nos quedaba, hasta que su piel y mi piel dolían como una sola. Sin decirnos una sola palabra.

Al terminar, mientras ella se encendía un cigarro, yo me tumbé boca arriba, invitándola a descansar sobre mi pecho. Fumó en silencio, echándome el humo en la cara, mientras yo miraba al techo. Casi cuando se hubo terminado el pitillo, cuando nuestras respiraciones habían recuperado su ritmo normal, se incorporó para hablar.

-¿Qué ha pasado?
-Me ha llamado mi hermano, desde España. Mi padre ha muerto.

No dijo nada más, no hizo ninguna pregunta. Dejó que lo que quedaba del cigarro se consumiera en el cenicero, sobre la mesita, y se tumbó de lado. La rodeé con los brazos y la apreté fuerte contra mí, hundiendo mi nariz en su pelo negro. Poco a poco, bajé la cabeza, hasta que mis labios encontraron el nacimiento de su cuello, y allí, sobre su espalda desnuda, morena, por primera y última vez, lloré por la muerte de mi padre.