jueves, 16 de septiembre de 2010

Detrás de unos ojos azules (IV)

Fueron apenas diez pasos, pero fueron los más largos de su vida. Mientras caminaba hacia la mesa se concentró para que el café no se derramara, a pesar de que el líquido negro asomaba de cuando en cuando por el borde de la taza. Nunca había tenido buen pulso, desde luego, y siempre había sido un poco torpe, pero la simple tarea de trasladar una taza llena de café de la barra a la mesa de un bar se convierte en una auténtica prueba de obstáculos si se acomete con el corazón latiendo a mil. En esos momentos en los que sólo la tenue melodía del hilo musical taladraba el desasosegante silencio de la cafetería, casi podía oír cómo su pecho resonaba como un tambor, tam tam, tam tam, sin pausa, cada vez más fuerte. Resistió la tentación de pararse a coger aire, porque quizá ya era tarde para mostrar signos de debilidad. Llegó a la mesa, dejó el café y se sentó frente a ella, aparentando toda la normalidad que pudo.

Allí estaban, de una vez por todas, frente a frente, apenas a un metro de distancia. En un rápido vistazo recorrió todo su cuerpo, memorizando sin querer cada detalle. Sus manos, cruzadas sobre la mesa, una encima de la otra al lado del libro que, según supuso, había intentado, sin éxito, leer esa misma noche. Sus dedos entrelazados. Sus brazos, sus hombros, ahora tapados, durante el verano siempre descubiertos. Y su cara, dos labios finos y bien perfilados que escondían una sonrisa detrás de aquellos ojos azules. ¿O eran verdes? Ni siquiera ahora, a un metro de distancia, sabría decirlo con toda certeza. El pelo color miel.

-Hola- dijo ella, sin extrañarle que él no hiciera siquiera el amago de darle un beso. ¿Hacía falta guardar las apariencias?
-Hola- contestó él, con un hilo de voz, -¿cómo estás?
-Bien, aunque hoy no he logrado escribir ni una sola línea.

Hacía tiempo que ella tenía una historia atravesada en la mente, pero no lograba escribirla. Ella no lo decía, pero debajo de aquella rutina maliciosa que había teñido los últimos días, las últimas semanas, prácticamente el último mes, él sabía que tenía parte de culpa de su silencio. Debe ser poco alentador intentar escribir al lado de alguien como yo, pensaba algunas veces, y se recordó una y otra vez tumbado en la cama, con la única luz de la lámpara de noche, leyendo las páginas viejas de un libro usado, cualquiera, uno distinto cada noche que siempre se quedaba a medias, mientras ella, desde el otro lado del piso, apoyaba los codos sobre la mesa y miraba fijamente el extraño reflejo que sobre la máquina de escribir le devolvía, impoluta en el carrete, la página en blanco.

-Tranquila- mintió como siempre, -seguro que al final consigues sacártela de encima.
-Eso espero. ¿Qué tal tu día?
-Bien- volvió a mentir, sabiendo que entrar en detalles no facilitaría las cosas, -otro día más para olvidar.
-Has vuelto a beber. Te huele el aliento a bourbon.
-Sólo un trago en la redacción, antes de salir. Estoy bien.

Y ambos decidieron entonces firmar una tregua velada amparados en el suave chapoteo de las gotas sobre la acera, de la lluvia en el cristal. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos volvieron la vista hacia la calle y decidieron respetar ese instante de silencio, ese minuto de calma que antecede a la tempestad.

Por un momento, estuvo tentado de recordar la noche en que se conocieron. También llovía, pero aquella era una lluvia cálida, de primavera, y la de hoy era simplemente el último telón de agua que precede al frío del invierno. En aquella ocasión, la calle había servido de refugio para dos jóvenes que, sin pretenderlo, acabaron deseándose hasta el amanecer, y anudaron sus vidas con una cuerda que estaba a punto de romperse, de deshilachada que estaba. Hacía ya, ¿cuántos años? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? Qué importaba. Él sabía que aquel era el momento a partir del cual iba a medir su vida, y para ella aquella noche también supuso el principio de un cuento que estaba a punto de acabar.

Aquella noche de primavera de hacía cuatro años, ella salió de una fiesta en la que se empezaba a aburrir, y sobre la acera, en mitad de la lluvia, encontró a chico que se había sentado en la calle porque dentro no conocía a nadie. La primera sensación que surgió entre ambos fue curiosidad, la de ella por saber por qué aguantaba empapado bajo la lluvia. La de él por descubrir si aquellos ojos que le miraban desde la puerta del local eran azules, verdes o dorados, de tanto como brillaban. Se cruzaron sus miradas y ella caminó hacia donde él se encontraba. Te vas a manchar el vestido, fue lo primero que se le ocurrió decir, y lo segundo fue una sonrisa cuando ella sugirió que podrían compartir la factura de la tintorería cuando él fuera a llevar su chaqueta. Se miraron un instante y, sin saber por qué, los dos se levantaron a un tiempo, y empezaron a caminar.

Ella lo hacía bajo los balcones y los tejados, subida a la acera. Él, en medio de la lluvia, por la calzada, expuesto a que algún coche a toda velocidad empapara cualquier rincón de su cuerpo por el que el agua no se hubiera filtrado todavía. Fue un paseo largo, sin un rumbo fijo pero sí con una meta marcada: el amanecer entre sus hombros, la salida del sol en medio de un mar de abrazos. Caminaron y hablaron de todo, de esto y de lo otro, de las ganas de escribir de ella y del periodismo que él se imaginaba, de las anécdotas en la Facultad de Literatura y de las tardes muertas jugando al mus en la cafetería del edificio de Ciencias de la Información. Del futuro que tenían por delante uno y otro y, por qué no, los dos juntos.

Llegó un momento, sin que él supiera cómo, que ella se detuvo y le dijo: éste es mi portal, ¿quieres subir? Y él se moría de ganas. Llamaron en silencio al ascensor, y las palabras se acabaron cuando las puertas de metal se cerraron y el cable metálico empezó a tirar de ellos hacia arriba. El ascensor fue un volcán. Uno contra el otro, los dos contra el espejo, dos bocas que se juntan, dos lenguas que se encuentran. Las caricias atropelladas por debajo de la ropa mojada. La respiración de uno y de otro, cada vez más intensas, convirtiéndose en una sola. El tacto frío de la sábana en contraste con la calidez de la piel, el sabor a sudor y a noche mojada. Sus ojos, azules, verdes o dorados, clavados en su rostro como lo hacían sus uñas en su espalda. El amanecer perezoso de las diez de la mañana en medio de un día soleado que para nada recordaba la lluvia de la noche anterior.

Quizá mañana no llueva, le disparó su cerebro, a quemarropa, tratando de sacarle de ese lejano recuerdo. Igual que aquella noche, puede que el día siguiente sea un día soleado, pensó. Apartó la vista del ventanal y alejó su mente de la lluvia para concentrarse de nuevo en ella, y en aquellos ojos azules (sí, seguro que eran azules) que le miraban fijamente apenas a un metro de distancia, al otro lado de la mesa. Esos mismos ojos verdes (estaba casi seguro) de los que ahora brotaba una lágrima que resbalaba por su mejilla igual que las gotas que lloraba el cielo lo hacían por el cristal. Si aquello iba a ser una guerra, mejor empezar cuanto antes con las heridas.