miércoles, 17 de noviembre de 2010

Alta voluntaria

Sabía que se acercaba el final. No sabía cómo, pero podía sentirlo. La habitación del hospital hacía tiempo que se había quedado pequeña, y el sueño de cada noche se veía interrumpido por esos fantasmas del pasado que siempre vuelven al final de la vida, a ajustar cuentas antes del encuentro en el más allá. Y él tenía muchas cuentas que ajustar. Las mismas manos pálidas y venosas que se apoyaban livianamente sobre las blancas sábanas de la cama habían estado mucho tiempo manchadas de sangre, y siempre de la sangre de otros. Por eso, ahora que se acercaba el final, todos habían acudido a la llamada de su último aliento para tratar de cobrar facturas pendientes, de esas que no pueden esperar a la otra vida.
Esa misma mañana, tomó la determinación de pedir el alta voluntaria. Quería marcharse a casa, sentarse en el sillón de siempre, con la manta de siempre tapándole las piernas, y esperar a que todo acabara, a que las luces se fueran apagando poco a poco y él se quedara solo, a oscuras, en compañía de sus demonios. Hacía días que estaban ahí. De noche sentía en la piel el calor abrasante de unas llamas que seguían ardiendo desde el pasado, y que se llevaron por delante una vida y media en un incendio que nació de una de sus manos. Fue su primera vez, pero no sería la última. Poco a poco fue perfeccionando su técnica, porque ¿quién ha dicho que la muerte no es un arte? Un arte, además, que se puede disfrutar. Con el paso del tiempo dejó atrás los cadáveres fríos y lejanos y se adentró paulatinamente en la cercanía del cuerpo a cuerpo. Casi al final había conseguido obrar la perfección matando con un pequeño cuchillo que escondía hábilmente en la manga, y que sólo veía la luz cuando se disponía a cercenar el cuello de algún desconocido. Le gustaba el olor de la sangre, el último estertor del cuerpo que se hacía cadáver, el esputo de la vida que se va.
Llamó a la enfermera y le pidió que preparara toda la documentación. Se marchaba. Ya estaba bien de caminar por los pasillos del hospital con los pies helados y ese ridículo pijama que le dejaba el culo al aire. Ya estaba bien de tener que sonreír mientras el resto de la gente que le rodeaba hacía un tremendo esfuerzo por mantenerle vivo cuando él lo que deseaba era estar muerto. Quería dejar atrás el hospital, y ni siquiera el médico que entraba en esos momentos en la habitación, acompañado de la enfermera, podría persuadirle de lo contrario.
Y lo intentó. Vaya si lo intentó. Durante casi cuarenta minutos le explicó muy despacio y muy clarito los riesgos que corría marchándose a casa. “Si me quedo, corro el riesgo de seguir viviendo”, fue todo lo que esgrimió como respuesta. Y se preparó para su marcha. Una vez se hubo vestido y rellenado los papeles, se despidió efusivamente de su compañero de habitación, un vejete enfermo que se pudría por dentro y que todavía se sorprendía cuando despertaba cada mañana con la certeza de que alcanzaría a ver un telediario más. “Nos veremos pronto”, le dijo su compañero. “Lo dudo”, afirmó él, convencido de que el viejo rodeado de nietos que venían a verle todos los fines de semana tendría un hueco en el cielo. Él, en cambio, debería ir acostumbrándose al calor de las llamas del infierno.
Recogió sus pocas pertenencias en una bolsa, y tan pronto hubo alcanzado la calle las arrojó en una papelera. Nada necesitaba para el viaje que estaba a punto de emprender. Al flanquear la puerta del hospital se detuvo un instante y dejó que el sol inundara cada poro de su piel, con los ojos cerrados, mientras los enfermos que iban y venían, los médicos y enfermeras que iban y venían, y los familiares que iban y venían le miraban con una mezcla de extrañeza y fascinación. En otro tiempo, hubiera memorizado algunas caras para divertirse luego un rato. Ahora, demasiado enfermo y cansado, o no tan cansado como enfermo y viceversa, sólo pudo sonreír.
El camino a casa se convirtió en una sucesión de lugares comunes que encendió su ánimo, pero no hasta el punto de hacerle dudar. Si se quedaba en el hospital, la muerte vendría en cuestión de meses; en cambio, si se marchaba a casa, corría el riesgo de encontrársela en el portal, apoyada en el marco de la puerta y con los brazos cruzados, con esa extraña expresión de se puede saber de dónde vienes, que te he estado esperando que ponía su madre cuando, de niño, se perdía por los callejones en los que aprendió el oficio de matar. Ahora, mientras caminaba despacio hacia su casa, se empapaba también del oficio de morir.
Abrió la puerta de casa, después de subir penosamente las escaleras, y ahí estaban todos sus demonios. Fantasmas del pasado que dejaron de existir, que derramaron su sangre entre sus manos, cuerpos que se convirtieron en almas que se evaporan a su paso. Estaba su padre, enfadado aún. Y aquel montón de desconocidos que habían encontrado en los callejones el acerado filo de la realidad que se termina. Putas, proxenetas, chulos y drogadictos, gente sin familia y sin más patria que las calles que no esperaban ser reclamados, y cuyos conocidos ni siquiera dejaron brotar una lágrima por su pérdida, en el caso de haberse enterado de su muerte. Todos estaban allí, con el mismo olor a podredumbre que arrastraban la noche en que se fueron de este mundo, los mismos jirones de vidas amargas colgando de las comisuras de los labios, la misma certeza de despojos que pesa sobre los mismos hombros.
Y entre todos ellos, ella. O ellos, o uno sólo. Sentada en una silla, una mujer abrasada, un cuerpo sin piel, consumido por el fuego, que acuna entre sus brazos a un niño muerto. Y le canta, para que se vayan todos los demonios que le rodean, y el bebé, sin ojos en las cuencas, arrasadas por las llamas, pueda también conciliar el sueño. Está a punto de conseguirlo, porque ya no quedan fantasmas en la habitación, ya no hay nadie. Sólo aquella madre de ceniza y su bebé, y el hombre, aún real, que llevó a ambos a la muerte. Sentados frente a frente, ella en una silla, él en el sillón de siempre, con la manta de siempre tapándole las piernas y a punto de cerrar los ojos, dejando que entre sus dedos se escurra lo poco de vida que le queda…

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Detrás de unos ojos azules VI (fin)

Nunca fue el mundo tan ancho, ni el tiempo latió tan despacio como aquella noche en la que en un bar desierto de una ciudad desierta, en medio de la lluvia que gritaba hacia la nada, una mano sobre la otra se iban diciendo adiós. Por debajo de la mesa se arañaban los segundos de una luna extensa y fiera que se llevaba entre ellos el último vestigio de llanto, oculta entre las nubes y tiritando como una criatura pequeña. El dolor, que había cesado, volvió a pronunciar su discurso desde lo más hondo de la garganta, y vistió con cuchillas las cuerdas vocales, la lengua con cristales rotos, para que no hubiera una sola palabra de despedida. Sólo la melodía que silbaba bajito el hilo musical de aquella cafetería desierta, con aquel camarero despistado que volvía a hojear por undécima vez las páginas grasientas de esa vieja revista, fue capaz de acudir al desquite de las horas que nunca fueron, de las risas que se apagaban. En apenas unas décimas de segundo, las manos se separaron, pero pareció un minuto eterno el tiempo que estuvieron juntas, y aún podía notar entre sus dedos el calor de los dedos de ella, aún distinguía en la muñeca una huella febril que ya no le abandonaría. Había llegado el momento de marcharse, los dos juntos, hacia una habitación vacía a la que llegarían uno junto al otro, cada uno por su lado.

Mientras ella se ponía la chaqueta, su chaqueta, él acudió a la barra a pagar el peaje por la desidia. Ajustó la cuenta con el mozo que aún les miraba con un punto de cordura en medio de una noche de locos y se volvió un momento para verla, de pie, mirándole de frente con esos ojos azules que alguna vez parecieron verdes, pero que fueron verdes siempre a pesar de que en muchas ocasiones seguían pareciendo azules. El recuerdo escupió la primera noche al verla vestida con su ropa, encima de la primavera que aún abrigaba su cuerpo, antes de salir a la lluvia del enésimo otoño de sus vidas. El cielo les concedió una tregua en la puerta de la cafetería, y se miraron el uno al otro queriendo decirse todo, pero sin llegar a decirse nada. No hubo lágrimas aquella noche, más allá de las que lloró el cielo, pero las habría muchas noches después, cuando evocando la misma luna uno y otro decidieran, en puntos distintos y distantes del enjambre de su misma ciudad, que hicieron lo correcto y también lo más doloroso.

Caminaron como siempre, como la noche primigenia de los abriles de después. Uno junto al otro, en medio de la lluvia que calaba las esquinas melancólicas de aquella ciudad tardía que nunca llegaba a tiempo, de aquellos sueños arrastrados a la alcantarilla por la tempestad impía de un único aguacero. Ella sobre la acera, resguardada de la lluvia por el empuje altanero de los balcones de las casas, que no se conforman con verse alineados los unos junto a los otros, y quieren llegar al centro de la calle, quieren besar a sus vecinos de enfrente por encima del calor que mana el asfalto. Él por la calle, sobre los charcos y ríos ficticios que forma la lluvia en la ciudad, con los pies interrumpiendo el curso del agua que corre en busca del vacío por lechos de alquitrán. Empapado, sí, pero avivado en su fuero interno por el calor que le atenazaba el alma, por ese trago arenoso que le llenaba la boca y que casi le impedía respirar. Ahora no estaba nervioso porque no sabía qué decir. Ahora lo que le preocupaba es no haber hablado lo suficiente, que lo suyo se perdiera por la parquedad en palabras de una escena de libro que se antojaba real. Tan real que mordía en el paladar.

Anduvieron un rato y pronto enfilaron la última calle de sus vidas. Lo hicieron de la mano, un gesto involuntario que ninguno se atrevió a torcer. Quizá en lo más hondo de ambos, ese ligero contacto que mantenían sus dedos se antojaba el preludio de un abrazo eterno, bajo el portal, en medio de la lluvia, para sellar con piel una relación que nació justo ahí, en la piel de ambos, pero que fue calando cada vez más hondo hasta hacerse un hueco en el alma. Allí aguardaba la memoria de lo suyo, acurrucada en un rincón de esa punción perversa que es el recuerdo. Allí descansaba, latente, para nunca más volver.

Pero no hubo abrazo. Tampoco palabras de despedida. Ni siquiera una mirada furtiva, un contacto con esos ojos que eran capaces de trizarte el corazón. Subieron en silencio, ella primero, él detrás, las escaleras que presentaron un rellano sombrío, con una puerta cerrada que ya no se abriría más. Ella entró primero, después lo hizo él. No cerraron la puerta. El piso, pequeño y mal amueblado, se había quedado pequeño para los dos, y la claustrofobia caminó por las paredes en cuanto notó dos pares de pasos andando por la estancia. Pequeño para los dos, pero terriblemente grande para uno solo. Ella se fue derecha a la silla y se sentó frente a la máquina de escribir. Abrió el primer cajón de la derecha y sacó un paquete de tabaco. Se encendió un cigarrillo y ahí, con el humo en la punta de los labios, agarró el primer folio de una nueva historia y lo metió en el carrete.

Él, mientras, llenaba con parte de sus cosas una vieja maleta que había estado siempre guardada bajo la cama. Un poco de ropa, tres libros mal leídos, algunos periódicos guardados, un puñado de recuerdos, los besos que nunca le dio y las dosis justa de olvido para llegar al ascensor sin ponerse a llorar como un niño detrás de la puerta cerrada, en este trozo de pasillo que le había visto salir una y otra vez, y que ahora le despedía para siempre. Se volvió un momento y la vio allí, de espaldas, con la vista clavada en el folio en blanco, en la máquina de escribir. La había visto así muchas noches, y sabía que quizá fuera la última vez que la vería de esta manera. Había aprendido a besarle los hombros, podía pasarse la noche entera rozando los lunares de su espalda. Muchas noches la encontraba desnuda, escribiendo febrilmente páginas y páginas que desechaba al amanecer. Últimamente no escribía. Sólo se sentaba allí y fumaba, y dejaba que el humo se llevara los momentos que nunca encontraban cobijo en el papel.

Cerró la maleta y cogió la chaqueta que ella había dejado sobre la cama. Estaba seca, y se la puso sobre la ropa empapada. Caminó unos pasos y se situó detrás de ella, de pie, con ganas de estrecharla y no soltarla jamás. Ella no levantó la vista, seguía absorta en el papel que la devoraba. Le pasó la mano por el pelo, le tocó la nuca. Acercó su boca a su oído, rozándole el lóbulo de la oreja con la punta de los labios, y se lo dijo. Eso que le quemaba en lo más hondo, que nunca había acertado a decir, que no se atrevió a pronunciar. Lento, pausado, salió por fin de su boca.

-No sabes cuánto te he querido…

Agarró la maleta y se fue. Cerró la puerta tras de sí y se sentó en la escalera. Cerró los ojos y recordó por penúltima vez aquellos ojos verdes que tanto le gustaban. De fondo, comenzó a oír las teclas de la máquina de escribir. Iban y venían, una y otra vez, con rabia. Se puso de nuevo en pie y bajó poco a poco las escaleras, sintiéndose derrotado. Al otro lado de la puerta, ella seguía escribiendo con una pasión rayana en la locura. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras sus dedos, veloces, derramaban sobre el papel aquello que había escondido detrás de esos ojos azules…