Si el miedo fuera un lugar, sería un
pequeño pasillo en la primera planta de un hospital antiguo con las
paredes pintadas de azul y blanco, con un suelo amarillento que
siempre parece ligeramente descuidado. Si el miedo fuera una
sensación, sería el frío perenne de un espacio en el que convergen
un montón de historias anónimas en su conjunto pero bien
clasificadas en nombres y apellidos, en boxes y camas, en estadillos
coronados por una enfermedad y que detallan en varias hojas
historiales y tratamientos. Si el miedo fuera un olor, sería el del
desinfectante de manos que cuelga por todas partes, el que emana de
esos botes de líquido azul cuya fragancia te acompaña el resto del
día hagas lo que hagas y toques lo que toques, porque parece hecho
para recordarte que hay alguien que falta. Si el miedo fuera un
periodo de tiempo, sería de 32 días, poco más de un mes. Si el
miedo fuera una distancia, sería de 38 baldosas.
En los últimos minutos, en aquel
pequeño universo que construyen todas las pérdidas que se amontonan
en ese pasillo han pasado muchas cosas. Primero, un murmullo rompió
la quietud que adornaba la estancia que da paso a la unidad de
cuidados intensivos; conversaciones engarzadas que con el paso de los
segundos fueron subiendo de intensidad. Las voces destrozaron la
calma en la primera planta del viejo hospital antes de que alguien,
siguiendo la partitura de todos los días, chistara para conseguir un
poco de silencio. Obedientes, los diálogos se apagaron y casi todos
miraron con disimulo el reloj antes de dar un paso hacia delante y
situarse un poco más cerca de las puertas metálicas que siempre se
abrían un poco después de lo debido, y se cerraban sin excepción
siempre antes de lo deseado. En el intervalo que dura el segundo
silencio hasta que las voces vuelven a alzar el vuelo, el ritual
diario establece que toca levantar la vista del suelo para
identificar al extraño en aquel pasillo de 38 baldosas y tratar de
adivinar su historia a través de sus gestos. Hay maridos sin mujeres
e hijos sin padres o madres, pero también hay padres y madres sin
hijos y amigos y amigas sin otro al que abrazar.
Es domingo y todas las caras del
pasillo son conocidas. Allí está el hombretón del pantalón corto
y el sombrero que siempre llega solo, treinta minutos antes de la
hora señalada, y se marcha solo después de ajustarse de nuevo el
sombrero de tela que ha guardado cuidadosamente en la pequeña
mochila que le cuelga de la espalda. Está la mujer que se apoya
sobre dos muletas y que entra a menudo de las primeras, para
apartarse poco después en el pasillo y dejar que el resto gane con
prisa las habitaciones, mientras ella avanza con una calma y una
serenidad a la fuerza impuestas. Hay una familia coja por una pata
que viene a visitar a la madre que falta, nietos que van en busca de
la abuela y hermanos que se resignan a esperar el tiempo que haga
falta para reunirse de nuevo con alguien demasiado joven para estar
allí. Hay gente de todas las edades y de varias nacionalidades, en
una espera compartida difícil de digerir. Y entre todos ellos, un
paso más atrás, hay hoy, apoyado en la pared, un hombre que no ha
levantado la vista del suelo, concentrado como está en lo que viene
a continuación.
No se mueve pero está nervioso, apenas
habla con nadie por miedo a que le tiemble la voz. En un espacio que
hoy no ofrece ninguna cara desconocida, su semblante es la única
novedad para una tropa ávida de esperanza. Hace veinte días que se
unió al grupo en medio de un mar de miradas extrañas que después
le acogieron con una familiaridad nada fingida en un espacio en el
que la compañía de otros es más que necesaria. En esos veinte días
ha ido menguando poquito a poquito, su voz se volvía más grave y su
mirada más baja, y su caminar decidido apenas ha servido para
disimular que la camisa le estaba cada vez más grande, y que cada
noche, tras una cena frugal, cogía las tijeras y usaba la punta para
hacerle un nuevo agujero al cinturón, que casi le daba ya una
segunda vuelta. En esos veinte días ha ofrecido siempre una
fotografía de viajero cansado, con la camisa arrugada de los
kilómetros en coche y la mirada vacía de quien mira sin ver pasar
del todo la carretera. Peregrino cubierto del polvo de una vida que
se resquebrajaba.
Hoy es un día distinto. Todos se han
percatado pero casi nadie se lo ha dicho. Aquel hombre que llegó
derruido había apilado con orgullo los cascotes y lucía distinto
apoyado en la pared: una camisa pulcramente planchada con tonos
azules y blancos, más alegre; pantalones recién estrenados y el
rastro de quien en medio de los nervios se ha derramado encima medio
frasco de colonia. Alejado de aquel lugar, se diría que es un hombre
que aguarda nervioso la llegada de una mujer a la entrada de la
feria, con las ansias de la primera vez. En ese pasillo es un hombre
más, pero distinto, de los que esperan a que la UCI se abra y la
enfermera les haga pasar. Cuando eso ocurre, no avanza como de
costumbre para colocarse en los primeros lugares como hace cada día,
a pesar de que el nombre que espera es siempre uno de los últimos
que se pronuncia. Hoy aguarda recostado sobre la pared, con las manos
en los bolsillos para que nadie vea que tiene los dedos apretados de
puro nervio, y que no puede esperar más. Cuando atraviesa las
puertas metálicas y se detiene ante los pequeños botes con líquido
desinfectante, las manos le tiemblan, pero ya no las puede esconder
más. Avanza hasta el final del pasillo y gira a la derecha en la
última de las estancias. Se detiene un poco ante la cama, desde la
distancia, y avanza con una impostada seguridad.
Se ven casi a un tiempo. Ella ha
abierto los ojos y le ve llegar a la cama al tiempo que él ve cómo
ella despierta. Le tiemblan un poco las piernas y se apoya en la cama
como siempre, pero esta vez es una necesidad. Se sostiene agarrado a
la cama. Ambos sonríen y el pulso de ella se acelera. Rodea la cama
y le pasa la mano suave por la frente antes de hablarle e iniciar
media hora que, por primera vez en las últimas tres semanas, se va a
hacer corta de verdad.
Los primeros treinta minutos de luz
tras una veintena de días en coma.
Media hora después, una enfermera
recorre los boxes pidiendo a la visitas que salgan. Él se acerca a
la cama y la besa en la mejilla, la acaricia una vez más y se
marcha, tras despedirse, forzándose a no mirar atrás. Cuando gana
el pasillo yo, que he asistido a toda la escena en silencio, me sitúo
al otro lado de la cama, junto a ella, y después de besarla le digo
“está guapo, ¿verdad?”. Mi madre reúne todas las fuerzas que
tiene y asiente con la cabeza, y le digo que descanse y duerma.
Cuando llego al pasillo mi padre me
está esperando con las manos en los bolsillos y con una ilusión que
por primera vez en muchos días le ha vuelto a la mirada.
-Hoy se me ha hecho corta la visita-,
me confiesa.
-Dice que estás muy guapo.
Miro de reojo cómo se ruboriza y se
emociona a partes iguales.
-Ella también está muy guapa-, me
dice, y salimos juntos al pasillo de 38 baldosas.