jueves, 25 de agosto de 2016

38 baldosas

Si el miedo fuera un lugar, sería un pequeño pasillo en la primera planta de un hospital antiguo con las paredes pintadas de azul y blanco, con un suelo amarillento que siempre parece ligeramente descuidado. Si el miedo fuera una sensación, sería el frío perenne de un espacio en el que convergen un montón de historias anónimas en su conjunto pero bien clasificadas en nombres y apellidos, en boxes y camas, en estadillos coronados por una enfermedad y que detallan en varias hojas historiales y tratamientos. Si el miedo fuera un olor, sería el del desinfectante de manos que cuelga por todas partes, el que emana de esos botes de líquido azul cuya fragancia te acompaña el resto del día hagas lo que hagas y toques lo que toques, porque parece hecho para recordarte que hay alguien que falta. Si el miedo fuera un periodo de tiempo, sería de 32 días, poco más de un mes. Si el miedo fuera una distancia, sería de 38 baldosas.
En los últimos minutos, en aquel pequeño universo que construyen todas las pérdidas que se amontonan en ese pasillo han pasado muchas cosas. Primero, un murmullo rompió la quietud que adornaba la estancia que da paso a la unidad de cuidados intensivos; conversaciones engarzadas que con el paso de los segundos fueron subiendo de intensidad. Las voces destrozaron la calma en la primera planta del viejo hospital antes de que alguien, siguiendo la partitura de todos los días, chistara para conseguir un poco de silencio. Obedientes, los diálogos se apagaron y casi todos miraron con disimulo el reloj antes de dar un paso hacia delante y situarse un poco más cerca de las puertas metálicas que siempre se abrían un poco después de lo debido, y se cerraban sin excepción siempre antes de lo deseado. En el intervalo que dura el segundo silencio hasta que las voces vuelven a alzar el vuelo, el ritual diario establece que toca levantar la vista del suelo para identificar al extraño en aquel pasillo de 38 baldosas y tratar de adivinar su historia a través de sus gestos. Hay maridos sin mujeres e hijos sin padres o madres, pero también hay padres y madres sin hijos y amigos y amigas sin otro al que abrazar.
Es domingo y todas las caras del pasillo son conocidas. Allí está el hombretón del pantalón corto y el sombrero que siempre llega solo, treinta minutos antes de la hora señalada, y se marcha solo después de ajustarse de nuevo el sombrero de tela que ha guardado cuidadosamente en la pequeña mochila que le cuelga de la espalda. Está la mujer que se apoya sobre dos muletas y que entra a menudo de las primeras, para apartarse poco después en el pasillo y dejar que el resto gane con prisa las habitaciones, mientras ella avanza con una calma y una serenidad a la fuerza impuestas. Hay una familia coja por una pata que viene a visitar a la madre que falta, nietos que van en busca de la abuela y hermanos que se resignan a esperar el tiempo que haga falta para reunirse de nuevo con alguien demasiado joven para estar allí. Hay gente de todas las edades y de varias nacionalidades, en una espera compartida difícil de digerir. Y entre todos ellos, un paso más atrás, hay hoy, apoyado en la pared, un hombre que no ha levantado la vista del suelo, concentrado como está en lo que viene a continuación.
No se mueve pero está nervioso, apenas habla con nadie por miedo a que le tiemble la voz. En un espacio que hoy no ofrece ninguna cara desconocida, su semblante es la única novedad para una tropa ávida de esperanza. Hace veinte días que se unió al grupo en medio de un mar de miradas extrañas que después le acogieron con una familiaridad nada fingida en un espacio en el que la compañía de otros es más que necesaria. En esos veinte días ha ido menguando poquito a poquito, su voz se volvía más grave y su mirada más baja, y su caminar decidido apenas ha servido para disimular que la camisa le estaba cada vez más grande, y que cada noche, tras una cena frugal, cogía las tijeras y usaba la punta para hacerle un nuevo agujero al cinturón, que casi le daba ya una segunda vuelta. En esos veinte días ha ofrecido siempre una fotografía de viajero cansado, con la camisa arrugada de los kilómetros en coche y la mirada vacía de quien mira sin ver pasar del todo la carretera. Peregrino cubierto del polvo de una vida que se resquebrajaba.
Hoy es un día distinto. Todos se han percatado pero casi nadie se lo ha dicho. Aquel hombre que llegó derruido había apilado con orgullo los cascotes y lucía distinto apoyado en la pared: una camisa pulcramente planchada con tonos azules y blancos, más alegre; pantalones recién estrenados y el rastro de quien en medio de los nervios se ha derramado encima medio frasco de colonia. Alejado de aquel lugar, se diría que es un hombre que aguarda nervioso la llegada de una mujer a la entrada de la feria, con las ansias de la primera vez. En ese pasillo es un hombre más, pero distinto, de los que esperan a que la UCI se abra y la enfermera les haga pasar. Cuando eso ocurre, no avanza como de costumbre para colocarse en los primeros lugares como hace cada día, a pesar de que el nombre que espera es siempre uno de los últimos que se pronuncia. Hoy aguarda recostado sobre la pared, con las manos en los bolsillos para que nadie vea que tiene los dedos apretados de puro nervio, y que no puede esperar más. Cuando atraviesa las puertas metálicas y se detiene ante los pequeños botes con líquido desinfectante, las manos le tiemblan, pero ya no las puede esconder más. Avanza hasta el final del pasillo y gira a la derecha en la última de las estancias. Se detiene un poco ante la cama, desde la distancia, y avanza con una impostada seguridad.
Se ven casi a un tiempo. Ella ha abierto los ojos y le ve llegar a la cama al tiempo que él ve cómo ella despierta. Le tiemblan un poco las piernas y se apoya en la cama como siempre, pero esta vez es una necesidad. Se sostiene agarrado a la cama. Ambos sonríen y el pulso de ella se acelera. Rodea la cama y le pasa la mano suave por la frente antes de hablarle e iniciar media hora que, por primera vez en las últimas tres semanas, se va a hacer corta de verdad.
Los primeros treinta minutos de luz tras una veintena de días en coma.
Media hora después, una enfermera recorre los boxes pidiendo a la visitas que salgan. Él se acerca a la cama y la besa en la mejilla, la acaricia una vez más y se marcha, tras despedirse, forzándose a no mirar atrás. Cuando gana el pasillo yo, que he asistido a toda la escena en silencio, me sitúo al otro lado de la cama, junto a ella, y después de besarla le digo “está guapo, ¿verdad?”. Mi madre reúne todas las fuerzas que tiene y asiente con la cabeza, y le digo que descanse y duerma.
Cuando llego al pasillo mi padre me está esperando con las manos en los bolsillos y con una ilusión que por primera vez en muchos días le ha vuelto a la mirada.
-Hoy se me ha hecho corta la visita-, me confiesa.
-Dice que estás muy guapo.
Miro de reojo cómo se ruboriza y se emociona a partes iguales.
-Ella también está muy guapa-, me dice, y salimos juntos al pasillo de 38 baldosas.