miércoles, 10 de febrero de 2010

Despedida

Esta noche, todo se termina. Los dos lo sabemos, y quizá por eso llenamos de silencio los rincones de esta habitación, sentados uno en cada extremo. Afuera espera el invierno, pero incluso aquí dentro podemos sentir el frío que gotea por las paredes, y a pesar de la penumbra puedo ver el vaho que adorna tu pausada respiración. Yo te miro, y tú miras al suelo, y sentimos nacer entre los dos un latido de honda negrura que empaña los cristales. Tú me miras, yo miro al suelo, y un dolor lacerante nace de tus pupilas y se clava en mi frente, un estampido silencioso que deja un eco sordo en mis oídos y hace latir más despacio mi corazón. No sabemos cómo, pero sí cuando, y sentimos en silencio que esto ha terminado. Para siempre. No hay vuelta atrás. No queda nada de mí en tus brazos y a nada me saben tus besos, esos besos que antes dejaban en mis labios un rastro de salitre y mar. Entre nosotros se yergue una cama que siempre fue un campo de batalla, la arena en la que luchar. En ella dejaba que te descubriera poco a poco el amanecer, mientras repasaba con un dedo las formas de tu espalda. En ella me dejaba enredar por tu pelo, cerraba los ojos y me bastaba con oírte respirar para sentir que todo estaba de mi lado, que nada me faltaba. Ahora aguarda en silencio, como tú y como yo, y nada queda de aquel sudor que nos empapaba por las mañanas. Aún no me he marchado y ya empiezo a echarte de menos. Quizá tú también lo hagas, por más que hayas elegido para esta noche la coraza de la indiferencia. Sé que escuchas mis pensamientos, porque yo mismo los oigo retumbar en esta habitación que no suena a nada, y en la que el brillo de una lágrima que resbala por tu mejilla desafía el valiente envite de una noche oscura. Muy oscura. Junto a la puerta están mis cosas, que aguardan calladas mi partida. Es como si antes de marcharse quisieran despedirse de una casa que durante un tiempo, efímero, también fue la suya. No sé cuánto ha durado lo nuestro, y si significará algo para ambos cuando el tiempo empiece a erosionar los recuerdos que ahora guardamos y sólo queden en la memoria momentos envenenados que tirarnos a la cara. Recuerdo una calurosa tarde de primavera, o el atardecer tibio de un verano madrugador, que nos sorprendió a los dos en medio de un mundo que nada tenía que ver con nosotros. Una mirada, apenas un gesto, prendió una mecha que creímos mojada, y nos trajo poco a poco hasta aquí. Los dos sabíamos, desde el principio, que esto no duraría, pero no por ello dejamos de ponerlo todo en el intento. En el camino tú te dejaste el alma, yo me dejé el corazón. Late en algún punto entre mi duelo y tu olvido, a medio camino de la nada. No hace mucho, latía junto al tuyo, casi como uno solo, apenas separados por dos centímetros de una piel que ardía. Sé que te echaré de menos. Tengo la certeza de que durante muchas noches cerraré los ojos intentando recordar tu tacto, sentir tu aliento en la nuca, notar cómo tus manos recorren, de nuevo, mi piel. Sé que me echarás de menos. Que me recordarás las noches de lluvia mientras rodeas con tus manos el calor de una taza de café y buscas mi sombra en la ventana, el ruido de mis pasos en tu calle, el humo de un cigarro que espera escondido en la acera. Sabíamos que iba a doler, pero no tanto. Quizá por eso nos hemos facilitado la labor, porque siempre tuvimos miedo a las despedidas. Casi a la vez, nos levantamos de la silla como para poner por fin el punto y final, y mientras me dirijo hacia la puerta me atrevo a volver la cabeza un segundo para verte, por última vez, tumbada sobre la cama. Intento memorizar cada centímetro de tu espalda. Prometimos ponérnoslo fácil, dejar que el adiós llegara sin avisar y no hacer de todo esto un drama. Quizá por eso, entre mis libros, hay una nota escrita de tu puño y letra que dice ‘nunca te he querido’. Quizá por eso, en tu ventana, amanecerá, incrustado en el cristal empañado, un único verso escrito con mi dedo, ‘ya te he olvidado’.