lunes, 26 de enero de 2009

Tarde de invierno

No recuerdo muy bien cómo acabó, pero sí que empezó de la manera más tonta. Consumía las tardes de enero entre libros, intentando buscar algo que estimulara mi mente y me hiciera sentirme más vivo. Soy así, necesito estímulos externos que me demuestren que existo, porque rara vez tengo capacidad para dejar mi huella en algún lugar. Creo que devoraba en esos momentos el machismo de Bukowski cuando reparé en el sonido que teñía de luz aquella tarde de invierno. Desde que llegué aquí, los inviernos son más fríos, y los veranos más cortos. Es el precio que pago por tu ausencia. La verdad es que hacía días que oía sonar aquellos acordes, pero nunca le había dado la menor importancia. Pero aquella tarde sonaban especialmente tristes, como si cada vez que sus dedos tañían las cuerdas, sus ojos se regalaran una lágrima. Cerré el libro y me dejé llevar por aquella melodía que hacía aún más bucólica una tarde vacía y triste. Y me propuse averiguar quién lloraba a través de esa guitarra. Avancé por el pasillo decidido, pero perdí todo el valor cuando cerré tras de mí la puerta del piso. Subí vacilante las escaleras y agudicé el oído esperando identificar de dónde salía aquella canción. La tercera puerta de la izquierda. Tragué saliva y respiré profundamente antes de tocar con los nudillos, lo suficientemente flojo como para que no me oyera. Esperaba sentirme reconfortado, pensar eso de ‘por lo menos lo has intentado’, pero mi desasosiego fue a más. Allí, junto a la puerta, las notas me llegaban con toda su nitidez, y si antes la melodía evocaba, ahora estaba haciendo estragos. Llamé con todas mis fuerzas y la música cesó. Me preparé para lo peor. La reconocí, y me reconoció. Nos habíamos cruzado alguna vez en el ascensor, y apenas habíamos intercambiado un manido ‘buenos días’. Ahora estábamos frente a frente, mis ojos clavados en sus ojos negros. Se apartó a un lado y me dejó pasar. No hicieron falta palabras. En su rostro leí lo que ella llegó a percibir también en el mío. Nos necesitábamos. Nos besamos con furia pero sin apenas sentimiento, y caímos entrelazados en el sofá. Aquella tarde de invierno, dos tristezas formaron una sola, y solo su aliento se atrevió a contradecir aquel silencio invernal. Ahora que lo pienso, sí que sé como acabó. Cubierta apenas por una sábana, cogió su guitarra y comenzó de nuevo a tocar. Yo me vestí despacio, y me fui como llegué, sin decir una palabra. Ya no la necesitaba, ni ella me necesitaba a mí...