lunes, 31 de enero de 2011

Un mal sabor de boca

Para Efe, por sus ganas de escribir.
Y para A, por sus ganas de que yo escriba.


Apuraba de nuevo la copa cuando volvió a sentirlo. Otra vez esa sensación. Ese frío que le recorría la espalda desde abajo hasta arriba, justo hasta la base del cuello, y que le dejaba helado de manera inmediata. Un ligero zumbido en los oídos y ese pellizco en el corazón que hace que el pecho parezca una cueva vacía, y la sangre resuena como lo haría un chorro de agua. Duró apenas un instante, y no le dio más importancia. Hacía tiempo que había perdido la confianza en sus sentidos, y nunca había sido partidario de creer en los malos presentimientos. Decidió pedir otro bourbon, pero antes incluso de hacerle la seña al camarero, éste ya había llenado su copa. Además, dejó la botella, media, junto a él, y se marchó distraídamente hacia el otro lado de la barra. Todos pensaban que bebía demasiado, pero ese hombretón que ahora se limpiaba las manos en un trapo húmedo era el único que no lo exteriorizaba. A pesar de que no cristalizara en palabras, notaba cada vez que cruzaba el umbral de la puerta y se sentaba en el taburete de siempre esa mirada de desprecio, a caballo entre la punzante amargura y el reproche, que le brindaba el dueño del bar. “Mi miseria te está llevando a la fortuna, jodido gordo grasiento”, pensaba de vez en cuando, mientras veía cómo el líquido ambarino acariciaba los hielos recién echados en el vaso. Una vez que empezaba, no podía parar. Le costaba recordar cómo había llegado a aquel abismo de alcohol y nada. No hace mucho tenía un trabajo, una vida y una familia. Lo último lo conservaba, más por puro azar que por los esfuerzos que hacía por mantenerlo, pero del trabajo no quedaba ni rastro y su vida se ahogaba poco a poco en vasos y vasos de alcohol. Esta noche era bourbon, como casi siempre, pero podía ser cualquier cosa. Tenía una botella de vodka dentro de la caja de herramientas, en el garaje. Otra bajo el asiento del coche, y una petaca en la mesita, entre la ropa interior, que iba llenando con lo que podía. Esta noche era bourbon, y el camarero había dejado la botella a su lado. Si no la apuraba, se la llevaría a casa. Y lo hizo. Ya era tarde cuando agarró la botella por el cuello, pagó la cuenta y salió a la oscuridad de la noche. El atardecer se había convertido ya en noche cerrada. Ni una sola estrella en el cielo, tan cargado como estaba de nubes. Amanecería con tormenta, una razón más para quedarse todo el día en la cama. Se abrochó el abrigo, se subió el cuello y le dio un trago más a la botella antes de emprender el camino a casa. A lo lejos resonaban, como un eco lejano, sirenas de policía. Era el único sonido que desafiaba la oscuridad de una noche silenciosa y fría. El aire era tan denso que casi se podía saborear y dejaba en el paladar una película agria, un mal sabor de boca. Se la enjuagó con otro trago de bourbon. Como no tenía muchas ganas de caminar y empezaba a sentir cómo su cuerpo tiraba de él hacia el sórdido calor del bar que acababa de abandonar, atajó por el pequeño parque que quedaba a una manzana de casa. A pesar del frío, las putas caminaban entre los árboles esperando a alguien dispuesto a comprar un poco de compañía, por muy postiza que esta fuera. Dos jóvenes se besaban sentados en un banco, a pesar del frío. Apretados, muy fuertes, el uno contra la otra, miraron de reojo al caminante que silbaba mientras sujetaba la botella en la mano.
Aceleró el paso para recorrer los últimos metros del parque y salió a la tenue luz de las farolas apenas a dos calles de casa. Los sonidos de las sirenas se habían multiplicado, e incluso vio un coche patrulla atravesar como un puñal de luz las sombras de la esquina. El aire olía a quemado y la noche se empezaba a empañar por culpa de una columna de humo que le quitaba todo ápice de serenidad a un invierno pausado y tranquilo. Volvió la calle. En un primer momento, se quedó parado. El rostro se le iluminó y notó cómo el calor de las llamas sofocaba en un instante cualquier indicio de borrachera. El crepitar de la descomunal hoguera había afilado sus sentidos mientras veía el continuo ir y venir de los bomberos que se empleaban por apagar la pira bajo la cual se encontraba su casa. Corrió. Se acercó todo lo que pudo mientras, instintivamente, apretaba aún más fuerte la botella. Luego llegó el bloqueo, la parálisis total, ese vacío en la cabeza, en el pecho y en el alma que no sabía cómo llenar. No encontró lugar para la pena. Tampoco alumbró un ápice de rabia. Sólo una callada resignación cuando llegó a la altura de su casa y se paró en seco, en medio de aquel trajín de bomberos y policías, para ver cómo su vida se reducía a cenizas. Y también su familia. Debajo de aquellas llamas, esparcidos por algún lugar, estarían los restos calcinados de su mujer y su hija.
Volvió a sentirlo. Otra vez esa sensación. . Ese frío que le recorría la espalda desde abajo hasta arriba, justo hasta la base del cuello… Se sentó en la acera de enfrente, absorto, a respirar el aire cálido de aquella noche de invierno, y dejó que el paladar, la lengua y los dientes se le llenasen de ese regusto agrio tan familiar. Apretó los dedos en torno al cuello de la botella y se la llevó a los labios, dejando que el bourbon se llevara aquel mal sabor de boca.