miércoles, 8 de julio de 2015

La balada del puerto viejo

Hay noches en que la costa se deja envolver por el vestido de luz que le ofrece la luna y recupera un poco de su antiguo esplendor, y por unos momentos ofrece a los visitantes la fotografía irreal de un lugar que estuviera a punto de florecer, de abrir las piedras de sus calles para hacer espacio a los nuevos anhelos de aquellos que, incautos, se dejan embaucar por esas pequeñas primaveras que desafían a la verdadera rutina de una ciudad que vive cada anochecer como un invierno. Porque la realidad es que la mayoría de las veces el duelo por un nuevo día perdido viste con un velo de nubes el luto del acantilado, y esas noches en las que la luz no llega desde arriba los gritos de los hombres van a morir al faro. La partitura no cambia, pero la melodía nunca suena igual: en la enorme bola dorada se encuentran el sonido del mar embravecido chocando con furia contra una costa yerma, el quejido de las viejas maderas que soportan el andamiaje débil del embarcadero y el suave mecer de los pequeños barcos que todavía fondean en sus aguas, el deje dulzón en el paladar de los restos de la pesca vendida por la mañana calentados durante el día por el sol que no da tregua, el olor a salitre y cerveza barata que derraman los infelices en la pequeña cantina del puerto. Esas noches en que no hay luna, en las que la ciudad vive uno de sus innumerables inviernos, la costa eleva al cielo una canción recurrente, distinta pero conocida: la balada del puerto viejo.

La cantina es un espacio pequeño y mal iluminado en el que todo da la sensación de haberse ido hace tiempo. Quedan seis mesas que cojean y en las que hay talladas a navaja multitudes de iniciales, cada cicatriz en la madera cubriendo el rastro de una herida vieja. Hay sillas que crujen incluso cuando nadie se sienta en ellas y dos apartados junto a la pequeña ventana con sendos bancos cubiertos de una tela azul que ha conocido mejores días, y que en lugar de iniciales enseñan aros de dolor producidos en su mayoría por el beso ardiente de una colilla mal apagada o de un cigarro olvidado. Sobre cada uno de esos apartados pende una bombilla desnuda cuya luz titila de vez en cuando y ofrece entre vaso y vaso un pequeño momento para la intimidad. La barra huele a salitre y está consumida por la sal del puerto, por ese verano de puertas abiertas al que obliga el sol durante el día y de cerrojo y persiana echada al que empuja la soledad por las noches, para que no se escapen los lamentos que pueblan la pequeña taberna. Tras la barra hay una fornida mujer a la que todos llaman ‘La Vela’, por las veces que les ha sacado del puerto como llevados por el aire, y acodado en un rincón hay un viejo marinero al que nadie ve llegar y que nunca se ha marchado, un hombre varado en el alcohol que recita de memoria una milonga de desamor por el módico precio de abastecerle el tiempo que dura el relato, exactamente tres cervezas y media.

Lo sé porque yo llegué a ese puerto en una noche vestida con la luna y empecé a desear marcharme en el invierno que pronto llegó, que fue la noche siguiente. Y escuché al viejo marinero ahogarse un poco más en las cuatro cervezas que pagué de mi bolsillo, dejándole la media que sobraba para tratar de enjugar su pena.

Era morena como el primer horizonte de un amanecer y sonreía como le debiera a uno sonreír la vida, a pesar de que su boca tenía un filo imposible de salvar. Menuda, con el pelo negro cayendo sobre los hombros, era un metro sesenta de fuego ardiendo de improviso. De día caminaba decidida sobre unas sandalias bajas a cuyo paso se rendían todas las maderas del puerto, y se apoyaba en la baranda corroída para ver a los barcos marchar, despidiendo a los marineros con grandes movimientos de mano. De noche llevaba siempre un vestido blanco de tirantes y se subía en unos tacones altos que elevaban el cielo unos centímetros, y bailaba. Llegaba a la cantina y se dejaba embriagar por la vieja máquina de música que aún hoy la recuerda, callada, detrás del relato del viejo, que ya está apurando su primera cerveza. Movía la cintura cuando la gramola escupía rumba y el sudor le perlaba el cuerpo y le caía por las curvas del cuello hasta el pecho, brotaba de su nuca y recorría toda su espalda. Si la noche regalaba una sevillana se plantaba con una pierna recta y la otra extendida y detenía el tiempo con el voltear de la muñeca que subía, desde el refugio de su cintura hasta la cabeza, trazando un círculo en el aire en el que atrapaba los sueños de todo el local. Era rock cuando tocaba, y brazos en alto y ojos cerrados coronando un cuerpo cimbreante en medio del acorde caluroso de la música de jazz. El marinero detiene entonces su relato y mira hacia el espacio libre que hay entre las mesas, y en sus ojos se refleja la música de aquellas noches pasadas, y deja pasar unos instantes como si todavía pudiera verla bailar. Después de esa pausa rodea con las manos la cerveza recién puesta, bien fría, y aguarda unos momentos antes de llevarse el cuello castaño de la botella a la boca y tragar largo, sonoramente, dejando que el latigazo del alcohol desatasque las palabras que el nudo de la memoria ha arrinconado en el esófago. Se limpia los labios con la manga y prosigue.

Y recuerda la noche en que bailó para él. El cielo limpio de estrellas y una luna brillante ponían el telón de una velada en la que se sucedieron las canciones más allá de la cantina, en el paseo que lleva al espigón. A ratos, la música la ponía el mar rompiendo contra las rocas y a ratos el viejo asegura que cantaba, que se dejó llevar por aquellas piernas que aparecían y desaparecían en medio del vuelo de su falda y se agarró al vuelo de aquella cintura. Que durante un largo rato detuvo la noche para que la oscuridad no se marchara y poder enmarcar en su recuerdo aquel vestido blanco antes de desprenderlo de los hombros de ella y unirse a la danza de sus lunares, repartidos por toda su espalda como puntos señalados en un mapa que el viajero, sin nave, se dedicó horas a surcar. Que la luna calló un instante para dejar hablar a sus ojos negros y que fueron las arrugas de su rostro al sonreír los peldaños de una escalera por la que llegó más alto que nunca, más lejos de lo que viajaría en toda la vida.

También trae al presente el viejo, ya con la tercera cerveza, que el esfuerzo fue en vano y que la noche pasó, que el amanecer dolió de veras. Que el sol asomó por el hueco de las persianas y dibujó en la piel de ella un mapa distinto al de la noche, una ruta de huída. Que se vistió en silencio y se quedó un rato sentado junto a la cama viéndola dormir, tratando de guardarse el sonido de su respiración, el ruido del roce de su piel con las sábanas, todo cuanto pudiera servir para componer una melodía que sirviera para mantener viva aquella fotografía que ofrecía la salida del sol, el fuego que era siempre convertido en cálidas brasas; el baile transformado en una danza tranquila y mínima, la de su pecho subiendo y bajando para acompañar su respirar. A la botella que abraza ahora le quedan tres dedos aún, pero ‘La Vela’ va destapando otra cerveza porque ya sabe por dónde viene el viento y se despliega para indicar hacia dónde hay que remar. El viejo la ve llegar con la vista puesta en la barra, y acaricia con la mano encallecida su superficie irregular, llevándose clavada alguna astilla. Es el precio que paga por malvender esos recuerdos por tres tragos de cerveza a aquel que los quiere escuchar.

Inicia con un trago impetuoso la cuarta cerveza del pago que la memoria ofrece a cerbero y la deja de un golpe encima de la barra, y agacha la cabeza decidido a no hablar más. Por unos instantes dudo si animarle a seguir el relato, pero entiendo que no queda mucho que contar, más allá del último vistazo antes de levantarse y marcharse, del vistazo furtivo a su piel desde la rendija de la puerta antes de cerrar. Aun así, me decido a interrumpir su silencio con cuatro palabras puntiagudas.

¿Qué pasó con ella?, le lanzo al viejo sabiendo que el interrogante es casi un ataque.

Que vino el invierno, me responde, y se bebe hasta la mitad la última de las cervezas, dando nuestro acuerdo por concluido.

Y aquí interviene ‘La Vela’, que explica. Sonó la balada del puerto viejo, y a la chica se la llevó el mar.