miércoles, 31 de marzo de 2010

El agujero

Despertó sobresaltado y dolorido, en medio de una oscuridad desesperante. Intentó moverse, pero tenía el cuerpo aterido por el frío, y le supuso un esfuerzo considerable conseguir llevarse las manos a los ojos para eliminar los restos del sueño. O de la pesadilla, porque tenía la sensación de no saber dónde se encontraba. Todo a su lado era negrura, y notó en los oídos un silencio sibilante que cada vez se hacía más y más agudo. Tenía un terrible dolor de cabeza. Se pasó las manos por el pelo y notó la sangre seca pegada a su cabello. Esa sensación le hizo dar un respingo e incorporarse. Esperó pacientemente a que la vista se acostumbrara a esa cruel soledad, a esa oscuridad espesa que casi se podía tragar. Esperó en vano. Apenas era capaz de distinguir su mano a unos centímetros de la cara. Poco a poco, y con mucho cuidado para no tropezar con nada (o con nadie) se puso de pie, y se obligó a pensar de una forma pausada y razonada, a pesar de que su mente le exigía gritar lo más fuerte que pudiera. Ninguna de las dos opciones hubiera dado mucho resultado. Caminó con los brazos en alto hasta que topó con la pared. Había dado tres pasos. Intentó volver a la situación inicial, repitiendo lo mejor que pudo sus movimientos. Dio media vuelta y caminó hacia el otro lado. Otros tres pasos. Topó con la pared. Repitió la operación dos veces más, hasta que hubo ubicado los confines de su oscuro mundo. Luego apoyó una mano en la pared, y con mucho cuidado anduvo sin despegar los dedos del tacto firme y rugoso que ofrecía. Caminó en círculos, por lo que pronto se hizo a la idea de que se hallaba en el fondo de un pozo. Instintivamente miró hacia arriba, pero todo era oscuridad. Quizá fuera de noche, se dijo a sí mismo, esperanzado, pero en su mente sabía que no, que el pozo estaba tapado. Lo sabía porque el ruido que todo aquello que sucedía más allá de su nueva existencia le llegada con el amortiguado sonido del eco que producen las cuatro paredes de una habitación cerrada. De una cárcel. Sí, eso era, parecía encontrarse en una cárcel. Cuando su cerebro vomitó esa palabra sintió que una sensación de angustia le recorría todo el cuerpo, de arriba abajo, aunque no había llegado siquiera a articularla. Vomitó, fruto de la desesperanza. No sabía cómo había llegado al fondo del pozo, suponiendo que el lugar en el que se encontrara fuera realmente un pozo. De súbito, sintió la terrible necesidad de escapar. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí, pero si alguna vez lo supo la sangre seca de su cabeza se encargó de borrar esa imagen. Comenzó a palpar la pared en busca de oquedades que le permitieran intentar escalar hasta la superficie. Pero, ¿cuánto? Abajo tenía el suelo, conocía su existencia porque lo estaba pisando, lo sentía, inexorable, bajo sus pies, pero ¿dónde estaba el cielo? ¿qué altura tendría el pozo? Miró de nuevo hacia arriba y la terrible oscuridad le devolvió un vistazo cargado de indiferencia. Nada. Se afanó en recorrer con las manos el suelo, para buscar algún instrumento útil, algo que pudiera ayudarle a recordar o a salir, que tan importante era lo uno como lo otro. Sólo encontró un rastro de sangre que reconoció como propio. Siguió palpando las paredes. Nada por abajo, cuando recorrió el perímetro de rodillas. Nada cuando lo hizo agachado. Repitió la operación de pie, con las manos a la altura de la cabeza. Lo que descubrió le heló la sangre. Uñas, restos de piel. Alguien había estado ahí antes que él, y se había dejado parte del alma intentando salir del agujero. De aquella cárcel. Esta vez no pudo reprimir un grito de desesperación que casi le rasgó las cuerdas vocales. Tosió, con el aliento empapado de sangre. Entonces oyó un ruido, y una rendija de luz fue abriéndose en el techo. “Unos tres metros”, calculó cuando la noche se hizo sobre él, pudo ver por un resquicio el lejano fulgor de una estrella. Pronto quedó tapada por una boquilla metálica. Parece una manguera. Casi no le dio tiempo a reconocerlo cuando un chorro potente de agua le cayó con violencia en la cara. Tragó lo que pudo, pero la fuerza con la que le embistió el torrente artificial hizo que una parte de sus pulmones también se llenara de agua, y tosió con más violencia aún. Cuando el chorro cesó, se hallaba de rodillas, empapado y exhausto, y apenas pudo mirar hacia arriba para ver el trozo de pan caer. Qué aproveche, oyó en la lejanía, antes de que la oscuridad ganara de nuevo la batalla al tenue resplandor del cielo y la noche. Entonces comprendió que aquello no era una cárcel, y que no estaba encerrado. Estaba enterrado. Aquello era su tumba. No tocó el trozo de pan, y lloró hasta quedarse dormido. Esa noche, en sueños, decidió que lo primero que haría al despertarse sería morderse la lengua…

lunes, 1 de marzo de 2010

Atocha

Madrid. Otra vez Madrid. Siempre Madrid. A estas alturas a nadie le sorprenderá que hable de ella como mi ciudad, como ese lugar al que acuden todos mis recuerdos sin pedirme siquiera permiso, como ese rincón del mundo en el que respirar hondo un montón de esencias acaso prohibidas. Otra vez el paseo por sus rincones, caminar con las manos en los bolsillos y los ojos bien abiertos, empapándome de todo lo que me rodea. Incluso del frío, porque para mí Madrid siempre está rodeada de un halo de invierno que, paradójicamente, vuelve la ciudad un espacio acogedor. Desde hace dos años, cuando la circunstancia rompió ese romance descarnado entre nosotros y nos condenó a encuentros intensos y esporádicos, para mí Madrid empieza, y sobre todo termina en Atocha. La estación resume entre sus paredes todo lo que significa la ciudad. La estación fue el epicentro, también, de un torrente de emociones como nunca habíamos conocido cuando el estruendo de unas bombas segaron de cuajo cientos de vidas, y a todos se nos erizó la piel cuando vimos, varados en los andenes, los vagones retorcidos que se llevaron a la gente camino de ninguna parte. Todo eso es Atocha. Como todos los que llegamos a Madrid desde una pequeña parte del mundo, yo recibí el consejo de mantenerme bien alerta ante las grandes aglomeraciones. Al principio seguía ese concepto al pie de la letra por precaución, pero ahora lo hago por placer. Sigo fijándome en cada mínimo detalle, veo a la gente que me rodea y me imagino la historia que les ha llevado hasta allí, a dar vueltas con un billete en la mano, a despedirse de su pareja en el control de acceso al tren, a leer un libro despreocupadamente mientras llega la hora de la partida. Esta noche lo he vuelto a hacer. Me gusta llegar con tiempo a la estación, pero no sólo para no perder el tren. Creo que caminar sin rumbo y mirar al resto de la gente es una especie de enfermedad de la que no puedo disfrutar muy a menudo. A medida que estoy escribiendo esta entrada me doy cuenta que, además, es la primera vez que en este blog hablo abiertamente de mí, sin usar ambages ni terceras personas en historias soñadas delante de un papel. Y la razón es que esta noche, en Atocha, me he sentido extraño, alejado de todo el mundo. Terriblemente solo. Allí, rodeado de gente que iba y venía, arrastrando la maleta por las baldosas de la estación, me he dado cuenta de que me marchaba de Madrid como siempre: sin la sensación de dejar nada atrás. Ese mismo desarraigo lo siento cada vez que me voy de Ciudad Real, o que dejo atrás las últimas casas de Socuéllamos después de haber disfrutado allí unos días. Hacia delante, siempre hacia delante. Sin volver la vista atrás. Toda mi vida cabe en una maleta. Me marcho de un lugar y no me dejo nada. Algún que otro recuerdo que me llevo conmigo, pero nada que saborear, nadie a quien echar de menos, ningún abrazo furtivo en el andén, nada de manos a través del cristal. Quizá este conato de nostalgia quede atrás esta noche, y desaparezca mañana cuando la rutina del trabajo engulla de nuevo todo el tiempo del que dispongo para pensar. Quizá, pero no será lo mismo. Esa sensación de soledad, por el momento, ha venido para quedarse. No sobre la piel, seguro, pero estará latente en algún rincón de mi cuerpo esperando una coartada para volver a la superficie, para no dejarme respirar. Quizá tenga que esperar a que un nuevo viaje a Madrid me descubra más cosas sobre mí mismo. Por el momento, los primeros atisbos de mi vida hablan en singular. Yo, y el resto del mundo alrededor. Lo suficientemente cerca para oírlo. Lo suficientemente lejos para sentirlo. Por cierto, esta tarde, las calles de la capital estaban bañadas de sol. La noche me recibió en Ciudad Real con lluvia. Un resumen muy sintomático de lo que es un viaje de vuelta.

'Y ahí afuera, esta noche, en esta apestosa ciudad, hay alguien, de eso estoy seguro, dispuesto a amarme'
Intimidad. Hanif Kureishi.