lunes, 13 de diciembre de 2010

La azotea

Repasó con un rápido vistazo su casa mientras escuchaba de fondo cómo caía el agua de la ducha. Papeles desperdigados en la mesa, por el suelo, en casi todos los muebles. Libros apilados en una vieja estantería, calzada con una cuña de madera para evitar que el peso terminara de desplomar su estructura y las miles de páginas que reposaban en sus estantes concluyeran el trabajo que el tiempo había empezado años atrás, cuando se la llevó de aquella casa de empeño enamorado por su olor a polvo y a madera vieja. Más libros en el suelo, en pilas tan altas que a uno le llegaban por la cintura, y torcidas en escorzos imposibles, formando curvas tan pronunciadas que parecía que bastaba con mover uno solo de los libros de la parte alta para echar abajo toda la pila. Si caía una, caerían todas las demás, porque en el ático apenas había espacio para caminar. Libros y más libros, letras, palabras y cuartillas que sólo dejaban visible un pequeño sofá de dos plazas, un sillón con periódicos y una cama lo suficientemente ancha para poder darse la vuelta, tan estrecha que obligaba al abrazo a la hora de dormir en compañía. Sobre una mesa estrecha, una máquina de escribir y más cuartillas a medio manchar por la vieja tinta de aquel cacharro. Páginas escritas a medias, con palabras mordidas por el tiempo y en las que había que imaginar la letra ‘a’, rota tiempo atrás en una máquina que nadie quería arreglar. Así, las palabras salían a medias. La amargura no era tan amarga, y dolía un poco menos la soledad. También era más efímera la alegría, y más llevadera la nostalgia. Sólo el dolor era completo, porque hasta la pasión se veía cercenada por aquel aparato de otro siglo que llenaba con el sonido de sus teclas aquellas tardes de otoño en las que las seis de la tarde eran ya oscuras, en las que el viento silbaba por la puerta de la terraza y el frío madrugador se filtraba por los poros de unas ventanas demasiado altas para recibir el abrigo de la ciudad. Pronto llegaría el invierno y aquella buhardilla volvería a ser el refugio de decenas de noches en las que los sonidos de la vida llegaban siempre amortiguados, y las prisas, los atascos, las calles y las gentes estaban demasiado lejos como para erosionar siquiera aquel rincón de silencio. Oyó cómo se cerraba la ducha y pasó por delante de la puerta del cuarto de baño, la única habitación separada del resto, de camino a la pequeña cocina. Tuvo tiempo de ver cómo el vapor se escurría por debajo de la puerta cerrada sin cerrojo, e imaginó el pequeño aseo lleno de niebla, el espejo empañado y las gotas condensadas en la punta del grifo del lavabo, el calor encima de las toallas. Apartó la cafetera del fuego y sirvió dos tazas verdes, una con dos terrones, la otra con un poco de leche y sacarina. Cogió la primera y se dirigió pesadamente hacia la terraza. Cuando descorrió la puerta de cristal notó cómo el frío le pegaba en la cara, y se subió hasta arriba la cremallera del jersey. Caminó hasta el final de aquella pequeña azotea y notó la ciudad bajo sus pies. Un montón de edificios desafiaban la altura de su mirada, y su aliento cristalizaba en pequeñas nubes de vaho que se formaban bajo sus ojos. Rodeó con las dos manos la taza intentando agarrar un poco de calor, le dio un sorbo al café y la dejó a un lado mientras apoyaba las dos manos sobre la barandilla e inspiraba con fuerza el aire de la noche. Abajo, decenas de metros más allá, las luces de los coches, el ruido de los motores, gritos de niños jugando en alguna plaza cercana, la vida que pasaba sin detenerse a mirar hacia arriba. Escuchó pasos detrás de él y ladeó un poco la cabeza para verla por el rabillo del ojo. Un rápido vistazo antes de erguir la mirada hacia el frente. Lo suficiente para verla llegar con el viejo jersey deshilachado que tantas veces llevó él en la universidad y un pantalón viejo, descalza, la taza de café en la mano, la otra oculta bajo el puño de una prenda demasiado ancha, demasiado larga para aquel cuerpo diminuto y delgado. Con aquel jersey enorme parecía, como siempre, una niña. Lo parecía, pero no lo era. Bastaba con mirarla a aquellos ojos verdes, grandes, para ver la calidez que desprendía su mirada. Una mirada limpia, imposible de olvidar. Dejó la taza de café junto a la suya después de darle un sorbo, le cogió la mano derecha, la levantó de la barandilla y se metió en medio de sus dos brazos antes de dejarle la mano donde estaba. Le miró y le regaló una sonrisa fugaz, sincera, justo antes de dispararle un beso breve, un roce apenas en los labios que permaneció en la punta de su boca aún unos minutos, antes de diluirse con el frío, antes de volverse para mirar con él la ciudad. Puso las manos sobre la barandilla y él dejó sus manos sobre las de ella. Notó cómo se echaba un poquito hacia atrás hasta apoyar la cabeza a un lado de su cuello, y a pesar del gorro blanco que llevaba puesto sintió la humedad del pelo recién lavado. Por debajo del gorro, le caía mojado sobre los hombros, más apagado que de costumbre a causa del agua. No llegaba a ser rubio, aunque lo parecía, y tampoco era pelirrojo, al menos no siempre. Notó el peso de su cuerpo pequeño sobre él y hundió la nariz en su cuello. Otro roce. Luego miró al frente, con ella entre sus brazos, separados del mundo en aquella azotea, y sintió que ya nunca necesitaría nada más…

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Alta voluntaria

Sabía que se acercaba el final. No sabía cómo, pero podía sentirlo. La habitación del hospital hacía tiempo que se había quedado pequeña, y el sueño de cada noche se veía interrumpido por esos fantasmas del pasado que siempre vuelven al final de la vida, a ajustar cuentas antes del encuentro en el más allá. Y él tenía muchas cuentas que ajustar. Las mismas manos pálidas y venosas que se apoyaban livianamente sobre las blancas sábanas de la cama habían estado mucho tiempo manchadas de sangre, y siempre de la sangre de otros. Por eso, ahora que se acercaba el final, todos habían acudido a la llamada de su último aliento para tratar de cobrar facturas pendientes, de esas que no pueden esperar a la otra vida.
Esa misma mañana, tomó la determinación de pedir el alta voluntaria. Quería marcharse a casa, sentarse en el sillón de siempre, con la manta de siempre tapándole las piernas, y esperar a que todo acabara, a que las luces se fueran apagando poco a poco y él se quedara solo, a oscuras, en compañía de sus demonios. Hacía días que estaban ahí. De noche sentía en la piel el calor abrasante de unas llamas que seguían ardiendo desde el pasado, y que se llevaron por delante una vida y media en un incendio que nació de una de sus manos. Fue su primera vez, pero no sería la última. Poco a poco fue perfeccionando su técnica, porque ¿quién ha dicho que la muerte no es un arte? Un arte, además, que se puede disfrutar. Con el paso del tiempo dejó atrás los cadáveres fríos y lejanos y se adentró paulatinamente en la cercanía del cuerpo a cuerpo. Casi al final había conseguido obrar la perfección matando con un pequeño cuchillo que escondía hábilmente en la manga, y que sólo veía la luz cuando se disponía a cercenar el cuello de algún desconocido. Le gustaba el olor de la sangre, el último estertor del cuerpo que se hacía cadáver, el esputo de la vida que se va.
Llamó a la enfermera y le pidió que preparara toda la documentación. Se marchaba. Ya estaba bien de caminar por los pasillos del hospital con los pies helados y ese ridículo pijama que le dejaba el culo al aire. Ya estaba bien de tener que sonreír mientras el resto de la gente que le rodeaba hacía un tremendo esfuerzo por mantenerle vivo cuando él lo que deseaba era estar muerto. Quería dejar atrás el hospital, y ni siquiera el médico que entraba en esos momentos en la habitación, acompañado de la enfermera, podría persuadirle de lo contrario.
Y lo intentó. Vaya si lo intentó. Durante casi cuarenta minutos le explicó muy despacio y muy clarito los riesgos que corría marchándose a casa. “Si me quedo, corro el riesgo de seguir viviendo”, fue todo lo que esgrimió como respuesta. Y se preparó para su marcha. Una vez se hubo vestido y rellenado los papeles, se despidió efusivamente de su compañero de habitación, un vejete enfermo que se pudría por dentro y que todavía se sorprendía cuando despertaba cada mañana con la certeza de que alcanzaría a ver un telediario más. “Nos veremos pronto”, le dijo su compañero. “Lo dudo”, afirmó él, convencido de que el viejo rodeado de nietos que venían a verle todos los fines de semana tendría un hueco en el cielo. Él, en cambio, debería ir acostumbrándose al calor de las llamas del infierno.
Recogió sus pocas pertenencias en una bolsa, y tan pronto hubo alcanzado la calle las arrojó en una papelera. Nada necesitaba para el viaje que estaba a punto de emprender. Al flanquear la puerta del hospital se detuvo un instante y dejó que el sol inundara cada poro de su piel, con los ojos cerrados, mientras los enfermos que iban y venían, los médicos y enfermeras que iban y venían, y los familiares que iban y venían le miraban con una mezcla de extrañeza y fascinación. En otro tiempo, hubiera memorizado algunas caras para divertirse luego un rato. Ahora, demasiado enfermo y cansado, o no tan cansado como enfermo y viceversa, sólo pudo sonreír.
El camino a casa se convirtió en una sucesión de lugares comunes que encendió su ánimo, pero no hasta el punto de hacerle dudar. Si se quedaba en el hospital, la muerte vendría en cuestión de meses; en cambio, si se marchaba a casa, corría el riesgo de encontrársela en el portal, apoyada en el marco de la puerta y con los brazos cruzados, con esa extraña expresión de se puede saber de dónde vienes, que te he estado esperando que ponía su madre cuando, de niño, se perdía por los callejones en los que aprendió el oficio de matar. Ahora, mientras caminaba despacio hacia su casa, se empapaba también del oficio de morir.
Abrió la puerta de casa, después de subir penosamente las escaleras, y ahí estaban todos sus demonios. Fantasmas del pasado que dejaron de existir, que derramaron su sangre entre sus manos, cuerpos que se convirtieron en almas que se evaporan a su paso. Estaba su padre, enfadado aún. Y aquel montón de desconocidos que habían encontrado en los callejones el acerado filo de la realidad que se termina. Putas, proxenetas, chulos y drogadictos, gente sin familia y sin más patria que las calles que no esperaban ser reclamados, y cuyos conocidos ni siquiera dejaron brotar una lágrima por su pérdida, en el caso de haberse enterado de su muerte. Todos estaban allí, con el mismo olor a podredumbre que arrastraban la noche en que se fueron de este mundo, los mismos jirones de vidas amargas colgando de las comisuras de los labios, la misma certeza de despojos que pesa sobre los mismos hombros.
Y entre todos ellos, ella. O ellos, o uno sólo. Sentada en una silla, una mujer abrasada, un cuerpo sin piel, consumido por el fuego, que acuna entre sus brazos a un niño muerto. Y le canta, para que se vayan todos los demonios que le rodean, y el bebé, sin ojos en las cuencas, arrasadas por las llamas, pueda también conciliar el sueño. Está a punto de conseguirlo, porque ya no quedan fantasmas en la habitación, ya no hay nadie. Sólo aquella madre de ceniza y su bebé, y el hombre, aún real, que llevó a ambos a la muerte. Sentados frente a frente, ella en una silla, él en el sillón de siempre, con la manta de siempre tapándole las piernas y a punto de cerrar los ojos, dejando que entre sus dedos se escurra lo poco de vida que le queda…

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Detrás de unos ojos azules VI (fin)

Nunca fue el mundo tan ancho, ni el tiempo latió tan despacio como aquella noche en la que en un bar desierto de una ciudad desierta, en medio de la lluvia que gritaba hacia la nada, una mano sobre la otra se iban diciendo adiós. Por debajo de la mesa se arañaban los segundos de una luna extensa y fiera que se llevaba entre ellos el último vestigio de llanto, oculta entre las nubes y tiritando como una criatura pequeña. El dolor, que había cesado, volvió a pronunciar su discurso desde lo más hondo de la garganta, y vistió con cuchillas las cuerdas vocales, la lengua con cristales rotos, para que no hubiera una sola palabra de despedida. Sólo la melodía que silbaba bajito el hilo musical de aquella cafetería desierta, con aquel camarero despistado que volvía a hojear por undécima vez las páginas grasientas de esa vieja revista, fue capaz de acudir al desquite de las horas que nunca fueron, de las risas que se apagaban. En apenas unas décimas de segundo, las manos se separaron, pero pareció un minuto eterno el tiempo que estuvieron juntas, y aún podía notar entre sus dedos el calor de los dedos de ella, aún distinguía en la muñeca una huella febril que ya no le abandonaría. Había llegado el momento de marcharse, los dos juntos, hacia una habitación vacía a la que llegarían uno junto al otro, cada uno por su lado.

Mientras ella se ponía la chaqueta, su chaqueta, él acudió a la barra a pagar el peaje por la desidia. Ajustó la cuenta con el mozo que aún les miraba con un punto de cordura en medio de una noche de locos y se volvió un momento para verla, de pie, mirándole de frente con esos ojos azules que alguna vez parecieron verdes, pero que fueron verdes siempre a pesar de que en muchas ocasiones seguían pareciendo azules. El recuerdo escupió la primera noche al verla vestida con su ropa, encima de la primavera que aún abrigaba su cuerpo, antes de salir a la lluvia del enésimo otoño de sus vidas. El cielo les concedió una tregua en la puerta de la cafetería, y se miraron el uno al otro queriendo decirse todo, pero sin llegar a decirse nada. No hubo lágrimas aquella noche, más allá de las que lloró el cielo, pero las habría muchas noches después, cuando evocando la misma luna uno y otro decidieran, en puntos distintos y distantes del enjambre de su misma ciudad, que hicieron lo correcto y también lo más doloroso.

Caminaron como siempre, como la noche primigenia de los abriles de después. Uno junto al otro, en medio de la lluvia que calaba las esquinas melancólicas de aquella ciudad tardía que nunca llegaba a tiempo, de aquellos sueños arrastrados a la alcantarilla por la tempestad impía de un único aguacero. Ella sobre la acera, resguardada de la lluvia por el empuje altanero de los balcones de las casas, que no se conforman con verse alineados los unos junto a los otros, y quieren llegar al centro de la calle, quieren besar a sus vecinos de enfrente por encima del calor que mana el asfalto. Él por la calle, sobre los charcos y ríos ficticios que forma la lluvia en la ciudad, con los pies interrumpiendo el curso del agua que corre en busca del vacío por lechos de alquitrán. Empapado, sí, pero avivado en su fuero interno por el calor que le atenazaba el alma, por ese trago arenoso que le llenaba la boca y que casi le impedía respirar. Ahora no estaba nervioso porque no sabía qué decir. Ahora lo que le preocupaba es no haber hablado lo suficiente, que lo suyo se perdiera por la parquedad en palabras de una escena de libro que se antojaba real. Tan real que mordía en el paladar.

Anduvieron un rato y pronto enfilaron la última calle de sus vidas. Lo hicieron de la mano, un gesto involuntario que ninguno se atrevió a torcer. Quizá en lo más hondo de ambos, ese ligero contacto que mantenían sus dedos se antojaba el preludio de un abrazo eterno, bajo el portal, en medio de la lluvia, para sellar con piel una relación que nació justo ahí, en la piel de ambos, pero que fue calando cada vez más hondo hasta hacerse un hueco en el alma. Allí aguardaba la memoria de lo suyo, acurrucada en un rincón de esa punción perversa que es el recuerdo. Allí descansaba, latente, para nunca más volver.

Pero no hubo abrazo. Tampoco palabras de despedida. Ni siquiera una mirada furtiva, un contacto con esos ojos que eran capaces de trizarte el corazón. Subieron en silencio, ella primero, él detrás, las escaleras que presentaron un rellano sombrío, con una puerta cerrada que ya no se abriría más. Ella entró primero, después lo hizo él. No cerraron la puerta. El piso, pequeño y mal amueblado, se había quedado pequeño para los dos, y la claustrofobia caminó por las paredes en cuanto notó dos pares de pasos andando por la estancia. Pequeño para los dos, pero terriblemente grande para uno solo. Ella se fue derecha a la silla y se sentó frente a la máquina de escribir. Abrió el primer cajón de la derecha y sacó un paquete de tabaco. Se encendió un cigarrillo y ahí, con el humo en la punta de los labios, agarró el primer folio de una nueva historia y lo metió en el carrete.

Él, mientras, llenaba con parte de sus cosas una vieja maleta que había estado siempre guardada bajo la cama. Un poco de ropa, tres libros mal leídos, algunos periódicos guardados, un puñado de recuerdos, los besos que nunca le dio y las dosis justa de olvido para llegar al ascensor sin ponerse a llorar como un niño detrás de la puerta cerrada, en este trozo de pasillo que le había visto salir una y otra vez, y que ahora le despedía para siempre. Se volvió un momento y la vio allí, de espaldas, con la vista clavada en el folio en blanco, en la máquina de escribir. La había visto así muchas noches, y sabía que quizá fuera la última vez que la vería de esta manera. Había aprendido a besarle los hombros, podía pasarse la noche entera rozando los lunares de su espalda. Muchas noches la encontraba desnuda, escribiendo febrilmente páginas y páginas que desechaba al amanecer. Últimamente no escribía. Sólo se sentaba allí y fumaba, y dejaba que el humo se llevara los momentos que nunca encontraban cobijo en el papel.

Cerró la maleta y cogió la chaqueta que ella había dejado sobre la cama. Estaba seca, y se la puso sobre la ropa empapada. Caminó unos pasos y se situó detrás de ella, de pie, con ganas de estrecharla y no soltarla jamás. Ella no levantó la vista, seguía absorta en el papel que la devoraba. Le pasó la mano por el pelo, le tocó la nuca. Acercó su boca a su oído, rozándole el lóbulo de la oreja con la punta de los labios, y se lo dijo. Eso que le quemaba en lo más hondo, que nunca había acertado a decir, que no se atrevió a pronunciar. Lento, pausado, salió por fin de su boca.

-No sabes cuánto te he querido…

Agarró la maleta y se fue. Cerró la puerta tras de sí y se sentó en la escalera. Cerró los ojos y recordó por penúltima vez aquellos ojos verdes que tanto le gustaban. De fondo, comenzó a oír las teclas de la máquina de escribir. Iban y venían, una y otra vez, con rabia. Se puso de nuevo en pie y bajó poco a poco las escaleras, sintiéndose derrotado. Al otro lado de la puerta, ella seguía escribiendo con una pasión rayana en la locura. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras sus dedos, veloces, derramaban sobre el papel aquello que había escondido detrás de esos ojos azules…

sábado, 2 de octubre de 2010

Detrás de unos ojos azules (V)

Eso fue, sin duda, lo más difícil. Sobreponerse a ese abrazo de hiel con el que te envolvía una mirada como la suya, fría hasta una calidez extrema, lejana y terriblemente penetrante. Estaba realmente enamorado de sus ojos. Aquella mañana luminosa que sucedió a la incesante lluvia de la noche, se pasó un buen rato viéndola dormir. Boca abajo, sobre la cama, la sábana tapando apenas sus piernas, dedicó todo el tiempo del mundo a memorizar cada rincón de su cuerpo, iluminado ahora por el sol. Acercó un dedo hasta sus caderas, sin llegar a tocarla, y rozó cada centímetro de su piel desde la parte baja de la espalda hasta la nuca, tocándole levemente el pelo. Después se fijó en su rostro sereno, brillante, con los ojos apretados, como si intentara que no se le escapara nunca el sueño que tenía entre las manos, y con aquellos labios finos dibujando una sonrisa. Aun con el velo caído de los párpados, podía sentir cómo lo abrazaba su mirada, cómo esos ojos verdes, aunque la noche anterior le habían parecido azules, hacían que se le erizara toda la piel. Más allá de sus ojos cerrados, podía sentir perfectamente la intensidad de una mirada que acababa de atraparle, ambos creían que para siempre.

La misma mirada que, en esos momentos, tenía frente a él. Tomó un sorbo del café e hizo lo posible para disimular el calor que le abrasó la punta de la lengua, al darse cuenta de la profundidad con la que esa noche le abrazaban esos ojos azules que por la mañana parecían verdes.

-Hace mucho tiempo que no tenemos una noche así, para hablar-, se atrevió a decir.
-Parece que lo estuviéramos evitando-, respondió ella, y el primer pulso entre los dos se resolvió con un dardo acerado manchado de veneno que se clavó en la pared, sin alcanzarles.
-Parece no, yo creo que lo estábamos evitando-. Todavía hoy no se explica de dónde sacó el valor para decir aquello, para destapar un cofre que llevaba mucho tiempo cerrado y que ninguno de los dos quería abrir, porque en el fondo del mismo estaba escrita la palabra fin.-No sé qué nos está pasando, pero sé que no es nada bueno.

No podía serlo. Le hubiera gustado que le hubiera dicho, directamente, que se había cansado de él. Que no quería verle más. Que había llegado el momento de que recogiera sus cosas y se marchara de casa, y que los dos empezaran a andar por caminos separados. Le hubiera gustado que existiera una explicación lógica a aquella bruma que les rodeaba, aquella nube que había dejado atrás las noches en las que habían visto amanecer abrazados, ella encima de él, desnudos sobre una silla; o las mañanas en las que disfrutaban del primer frío invernal paseando por los parques de una ciudad que atardecía para ellos dos; o las noches en las que no hacía falta decirse nada, y todo acababa con ella durmiendo sobre él, en el sofá, con la tele encendida. Aquello no podía esfumarse sin más.

Lo siguiente fue el silencio, otra vez el silencio. El suave susurro del hilo musical sobrevolando sus cabezas y el sonido metálico de la cucharilla golpeando la taza de café. Seguro que había muchas cosas que decir, pero ninguno de los dos encontraba las palabras.

-No, no es nada bueno. Y no entiendo por qué. Esto no se puede acabar así, sin más…
-Hay veces que las cosas se acaban, se agotan, y no hay ninguna explicación-, acababa de asumir el papel de duro, más le valía ser capaz de mantenerlo hasta el final, -y sólo se puede, en fin…
-¿Mirar hacia otro lado?
-No me refiero a eso, quiero decir que por mucho que luches por mantener una llama encendida, a veces llega un momento en el que se apaga, y por mucho que intentes prenderla de nuevo no puedes recuperar el fuego que ya se ha ido-, valiente gilipollas, pensó, menudas metáforas que te buscas.
-Vaya, yo pensaba que la escritora era yo.
-Soy periodista, ya sabes que también estoy acostumbrado a inventar historias.

Y ella sonrió. Una sonrisa, leve, pero una sonrisa al fin y al cabo. La segunda en una noche destinada al llanto, en la que hasta el cielo oscuro sobre la ciudad había encontrado el momento para llorar. Pasado el momento de tregua, llegaba el segundo asalto.
-No puedo cree que hayamos dejado que esto se acabe así. Siempre nos prometimos que veríamos venir el final, que lo dejaríamos justo a tiempo para evitarnos una despedida, para no tener…

Para no tener que lamentar más heridas en el corazón. La frase resonó en su mente al mismo tiempo que ella la pronunciaba, de la misma forma que los dos la pronunciaron a la vez, una lejana mañana, un par de años atrás, cuando se sentían tan fuertemente ligados el uno al otro que lo único que podía pasar es que ambos se hicieran daño. Mucho daño.

-Quizá después de todo, nosotros somos como los demás…
-No somos como los demás
-…y esta ha sido otra relación como tantas…
-No, ha sido única. Irrepetible.
-Lo sé.

Vaya si lo sabía. Aún no había acabado y ya podía sentir el enorme vacío que ella dejaba tras de sí. Casi podía sentir cómo por dentro se iba agrietando su alma, y sintió que le faltaba el aire. Se esforzó por respirar, tratando de llenar los pulmones de aire, pero el aliento, simplemente, se le escapaba. El pecho le iba a estallar. Era como si un puño caliente le envolviera el corazón, y se lo apretara más y más hasta exprimir la sangre que contenía. Una puntada de dolor le nació de las entrañas, como una puñalada, y se extendió hasta el pecho y el cuello, haciéndose cada vez más grande, palpitante, insoportable…

Entonces, puso su mano sobre la de ella, y el dolor cesó. Le acarició levemente el dorso de la mano, y notó cómo ella entrelazaba los dedos con los suyos, y le acariciaba dulcemente la muñeca. Y el aire volvió a los pulmones. El dolor había desaparecido, pero él sabía que volvería. Volvería pronto, muy pronto, y lo haría multiplicado hasta el infinito.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Detrás de unos ojos azules (IV)

Fueron apenas diez pasos, pero fueron los más largos de su vida. Mientras caminaba hacia la mesa se concentró para que el café no se derramara, a pesar de que el líquido negro asomaba de cuando en cuando por el borde de la taza. Nunca había tenido buen pulso, desde luego, y siempre había sido un poco torpe, pero la simple tarea de trasladar una taza llena de café de la barra a la mesa de un bar se convierte en una auténtica prueba de obstáculos si se acomete con el corazón latiendo a mil. En esos momentos en los que sólo la tenue melodía del hilo musical taladraba el desasosegante silencio de la cafetería, casi podía oír cómo su pecho resonaba como un tambor, tam tam, tam tam, sin pausa, cada vez más fuerte. Resistió la tentación de pararse a coger aire, porque quizá ya era tarde para mostrar signos de debilidad. Llegó a la mesa, dejó el café y se sentó frente a ella, aparentando toda la normalidad que pudo.

Allí estaban, de una vez por todas, frente a frente, apenas a un metro de distancia. En un rápido vistazo recorrió todo su cuerpo, memorizando sin querer cada detalle. Sus manos, cruzadas sobre la mesa, una encima de la otra al lado del libro que, según supuso, había intentado, sin éxito, leer esa misma noche. Sus dedos entrelazados. Sus brazos, sus hombros, ahora tapados, durante el verano siempre descubiertos. Y su cara, dos labios finos y bien perfilados que escondían una sonrisa detrás de aquellos ojos azules. ¿O eran verdes? Ni siquiera ahora, a un metro de distancia, sabría decirlo con toda certeza. El pelo color miel.

-Hola- dijo ella, sin extrañarle que él no hiciera siquiera el amago de darle un beso. ¿Hacía falta guardar las apariencias?
-Hola- contestó él, con un hilo de voz, -¿cómo estás?
-Bien, aunque hoy no he logrado escribir ni una sola línea.

Hacía tiempo que ella tenía una historia atravesada en la mente, pero no lograba escribirla. Ella no lo decía, pero debajo de aquella rutina maliciosa que había teñido los últimos días, las últimas semanas, prácticamente el último mes, él sabía que tenía parte de culpa de su silencio. Debe ser poco alentador intentar escribir al lado de alguien como yo, pensaba algunas veces, y se recordó una y otra vez tumbado en la cama, con la única luz de la lámpara de noche, leyendo las páginas viejas de un libro usado, cualquiera, uno distinto cada noche que siempre se quedaba a medias, mientras ella, desde el otro lado del piso, apoyaba los codos sobre la mesa y miraba fijamente el extraño reflejo que sobre la máquina de escribir le devolvía, impoluta en el carrete, la página en blanco.

-Tranquila- mintió como siempre, -seguro que al final consigues sacártela de encima.
-Eso espero. ¿Qué tal tu día?
-Bien- volvió a mentir, sabiendo que entrar en detalles no facilitaría las cosas, -otro día más para olvidar.
-Has vuelto a beber. Te huele el aliento a bourbon.
-Sólo un trago en la redacción, antes de salir. Estoy bien.

Y ambos decidieron entonces firmar una tregua velada amparados en el suave chapoteo de las gotas sobre la acera, de la lluvia en el cristal. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos volvieron la vista hacia la calle y decidieron respetar ese instante de silencio, ese minuto de calma que antecede a la tempestad.

Por un momento, estuvo tentado de recordar la noche en que se conocieron. También llovía, pero aquella era una lluvia cálida, de primavera, y la de hoy era simplemente el último telón de agua que precede al frío del invierno. En aquella ocasión, la calle había servido de refugio para dos jóvenes que, sin pretenderlo, acabaron deseándose hasta el amanecer, y anudaron sus vidas con una cuerda que estaba a punto de romperse, de deshilachada que estaba. Hacía ya, ¿cuántos años? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? Qué importaba. Él sabía que aquel era el momento a partir del cual iba a medir su vida, y para ella aquella noche también supuso el principio de un cuento que estaba a punto de acabar.

Aquella noche de primavera de hacía cuatro años, ella salió de una fiesta en la que se empezaba a aburrir, y sobre la acera, en mitad de la lluvia, encontró a chico que se había sentado en la calle porque dentro no conocía a nadie. La primera sensación que surgió entre ambos fue curiosidad, la de ella por saber por qué aguantaba empapado bajo la lluvia. La de él por descubrir si aquellos ojos que le miraban desde la puerta del local eran azules, verdes o dorados, de tanto como brillaban. Se cruzaron sus miradas y ella caminó hacia donde él se encontraba. Te vas a manchar el vestido, fue lo primero que se le ocurrió decir, y lo segundo fue una sonrisa cuando ella sugirió que podrían compartir la factura de la tintorería cuando él fuera a llevar su chaqueta. Se miraron un instante y, sin saber por qué, los dos se levantaron a un tiempo, y empezaron a caminar.

Ella lo hacía bajo los balcones y los tejados, subida a la acera. Él, en medio de la lluvia, por la calzada, expuesto a que algún coche a toda velocidad empapara cualquier rincón de su cuerpo por el que el agua no se hubiera filtrado todavía. Fue un paseo largo, sin un rumbo fijo pero sí con una meta marcada: el amanecer entre sus hombros, la salida del sol en medio de un mar de abrazos. Caminaron y hablaron de todo, de esto y de lo otro, de las ganas de escribir de ella y del periodismo que él se imaginaba, de las anécdotas en la Facultad de Literatura y de las tardes muertas jugando al mus en la cafetería del edificio de Ciencias de la Información. Del futuro que tenían por delante uno y otro y, por qué no, los dos juntos.

Llegó un momento, sin que él supiera cómo, que ella se detuvo y le dijo: éste es mi portal, ¿quieres subir? Y él se moría de ganas. Llamaron en silencio al ascensor, y las palabras se acabaron cuando las puertas de metal se cerraron y el cable metálico empezó a tirar de ellos hacia arriba. El ascensor fue un volcán. Uno contra el otro, los dos contra el espejo, dos bocas que se juntan, dos lenguas que se encuentran. Las caricias atropelladas por debajo de la ropa mojada. La respiración de uno y de otro, cada vez más intensas, convirtiéndose en una sola. El tacto frío de la sábana en contraste con la calidez de la piel, el sabor a sudor y a noche mojada. Sus ojos, azules, verdes o dorados, clavados en su rostro como lo hacían sus uñas en su espalda. El amanecer perezoso de las diez de la mañana en medio de un día soleado que para nada recordaba la lluvia de la noche anterior.

Quizá mañana no llueva, le disparó su cerebro, a quemarropa, tratando de sacarle de ese lejano recuerdo. Igual que aquella noche, puede que el día siguiente sea un día soleado, pensó. Apartó la vista del ventanal y alejó su mente de la lluvia para concentrarse de nuevo en ella, y en aquellos ojos azules (sí, seguro que eran azules) que le miraban fijamente apenas a un metro de distancia, al otro lado de la mesa. Esos mismos ojos verdes (estaba casi seguro) de los que ahora brotaba una lágrima que resbalaba por su mejilla igual que las gotas que lloraba el cielo lo hacían por el cristal. Si aquello iba a ser una guerra, mejor empezar cuanto antes con las heridas.

domingo, 29 de agosto de 2010

Detrás de unos ojos azules (III)

Siempre es difícil cerrar una puerta, porque demasiadas veces ese gesto supone abrir una herida. Y esa herida no cicatriza con facilidad. Te atormenta las noches de invierno y los amaneceres del verano, te pica en las mañanas de otoño, en los atardeceres de la primavera. Las heridas de la vida van derechas al alma porque su arañazo deja en las uñas jirones del corazón, y uno nunca se recupera del todo de los mordiscos que la realidad propina. Sus dientes son afilados. Las cicatrices, mucho tiempo después, saben a la sal que sedimenta en los posos de la vida, y a medida que uno envejece se vuelven aún más molestas, porque son muchos más los momentos en los que te detienes a hacer memoria. De nada vale lamerse las heridas una vez que se han producido, porque si han encontrado su sitio en el alma, se quedan ahí para siempre.

Ese miedo súbito que había sentido ahí, de pie en medio de la plaza en una madrugada lluviosa, le recorrió todo el cuerpo apenas puso un pie en el local. La cafetería estaba en silencio, y el camarero hojeaba distraídamente una revista mientras escuchaba de fondo las melodías nocturnas que despachaba el hilo musical. No ponía gran interés ni en una cosa ni en la otra, porque apenas se detenía unos segundos en una página antes de pasar a la siguiente, y cuando se acercó lo suficiente para escucharle descubrió que tarareaba canciones muy distintas a las que se filtraban por las paredes de la estancia. Pidió un café y se quitó la chaqueta, la dobló y se la dejó colgando del brazo a la espera de que el camarero, que se dirigía pesadamente hacia la cafetera, le trajera lo que había pedido.

Casi por un descuido, se giró un momento para verla. Recorrió con un vistazo rápido su silueta, firme, recta, en aquella solitaria cafetería. Caminó por su pelo y sintió que sus dedos se empapaban del tacto sedoso de aquella cabellera castaña clara que desprendía un olor singular, como a mañana fresca, da igual qué hora fuera del día. Era extraño. El agitado día había dejado en la cafetería restos de suficientes olores como para confundir a cualquiera, pero su nariz, a unos metros de distancia, detectaba nítidamente el inconfundible olor de su pelo. Sin que se diera cuenta, su mente empezó a bombardearle con un montón de preguntas incómodas que se resumían en una sola: ¿de verdad quieres que todo acabe aquí, esta noche? Ya no estaba tan seguro.

Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando ella se dio la vuelta. Fue un momento, un chispazo, pero sus miradas se cruzaron y quedó atrapado en sus ojos. En sus increíbles ojos azules. ¿O eran verdes? Nunca había estado seguro. Daba la impresión de que ella tuviera la cualidad de confundirle a cada instante, porque sus ojos parecían de un color o de otro según el momento del día en que la mirara, según el estado de ánimo en el que se encontrara cuando lo hacía. Eso sí, había algo que no cambiaba. Lo hiciera por la mañana o por la noche, feliz o a punto de gritar de desesperación, su mirada era capaz de dejarle sin palabras. De abrazarle con un manto cálido que invitaba a la tranquilidad, al sosiego. Al sueño más profundo.

Durante ese breve instante en el que sus ojos se tocaron, para él se paralizó el mundo. La Tierra dejó de girar, y casi le pareció escuchar cómo los engranajes secretos que hacen girar el universo chirriaban en lo más profundo del planeta como hace una máquina pesada cuando se detiene de golpe. Hubiera jurado que las gotas que caían del cielo y mojaban la oscuridad de la calle se habían quedado suspendidas en el aire, esperando a que ella se moviera, a que decidiera dar la señal para que todo volviera a su cauce normal, y las gotas cayeran, el universo girase y su relación estuviera a punto de acabar.

No se percató de que, a su espalda, el camarero ya le había servido el café, y esperaba a que se apartara de la barra para volver a su tarea nocturna: pasar muy rápido las hojas de la revista y tararear canciones que nada tienen que ver con las que suenan a través del hilo musical. En ese momento, ella sonrió y bajó la vista, justo antes de volverse y quedar de espaldas a él, en una invitación velada pero directa de que se sentara frente a ella, en aquel reservado que dejaba a un lado la barra y al otro los servicios del bar, mientras que a la izquierda, a través del ventanal, permitía observar cómo arreciaba la lluvia.

Había sonreído. Un gesto fugaz, sí, pero una sonrisa al fin y al cabo. Una sonrisa que, como de costumbre, no sabía cómo interpretar. Lo más normal es creer que la risa denota felicidad, la cercanía de un momento esperado. Pero también había visto a gente para la cual la risa fue simplemente el último peldaño antes de la desesperación. Secado el cubo de lágrimas derramadas, recurrían a la risa histérica como último recurso en un desesperado afán por aferrarse a la cordura, que se escapaba de ellos para nunca más volver, como lo hacía el aliento que salía de su boca. Además, creyó adivinar en su sonrisa un deje de tristeza, de melancolía, quizá de resignación hacia lo inevitable. Ambos eran responsables de haber pospuesto ese momento muchas veces, y ambos serían responsables de lo que sucedería a partir de ahora.

Las mujeres dicen más con sus gestos que con sus palabras. Estaba harto de recibir ese consejo de un compañero de trabajo que se creía un donjuán. Quizá tuviera razón, pero él nunca había sabido interpretar esas señales que para otros son tan evidentes, que para ellas son tan recurrentes. Ése era uno de los errores que había cometido con mayor frecuencia, pero tampoco era el más grave. El resto, a buen seguro, cobrarían protagonismo a lo largo de la noche. No tendría que esperar mucho para conocer en todo lo que se había equivocado. Sonrió para sus adentros. “Nunca es tarde para aprender”, se dijo, justo antes de coger la taza de café y dirigirse hacia la mesa.

martes, 3 de agosto de 2010

Detrás de unos ojos azules (II)

A esas horas, en la redacción todo era silencio. Hacía tiempo que el bullicio diario del cierre se había apagado lentamente, y apenas quedaban en toda la planta algunos rezagados que estaban adelantando trabajo pendiente o, simplemente, dejaban pasar los minutos de una noche, otra más, en la que no tenían adonde ir. Él se encontraba a caballo entre una opción y otra, y en esos momentos curioseaba por Internet en busca de algún dato que alumbrara la posibilidad de un nuevo reportaje. Casi instintivamente, abrió el primer cajón de su mesa y cogió el paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y lo encendió, desafiando con nocturnidad la prohibición de fumar en el edificio. No importaba. Esa regla se aplicaba durante el día, y la cumplía como toda la gente normal. Entre noctámbulos no existía reglamento alguno de cómo arañarle el vientre a una noche de otoño.

Se levantó de su mesa con el cigarrillo entre los dedos, y se acercó a la mesa de uno de sus compañeros. Allí, en el tercer cajón, estaba la botella de bourbon. Aún existían en la redacción algunos colegas que nunca pierden las viejas costumbres, y que hace que uno se sienta siempre un poco mejor. El periodismo, pensó, es eso. Quedarse hasta tarde frente a una máquina de escribir con la única compañía de la luz de una lámpara y todos tus vicios a mano para que nada te inquietara. Ahora, en los periódicos, todo es mucho más aséptico. Los ordenadores han matado la magia. En las redacciones sólo hay prisas y un condenado reglamento que convierte un trabajo estupendo en una cadena de montaje. Por la mañana, a la calle; por la tarde, a escribir; la noche para descansar. Así no era el oficio con el que había soñado siempre.

Volvió a su mesa y se sirvió un vaso de bourbon. Se había acostumbrado a beberlo sin hielo desde el momento en que comenzó a paladear su abrasador legado en las noches solitarias de una redacción vacía. La única condición era que cuando la botella estuviera vacía, había que reponerla. Todos lo sabían, al menos los que recurrían a ella con frecuencia. Era un mandamiento no escrito: su áspero sabor estaba ahí para aliviar un mal día, para entonar una buena noche, para seguir empujando a uno hacia el abismo. Da igual qué opción escoger, a nadie hay que privarle de su oportunidad de caminar directo al infierno.

Se recostó sobre la silla, apoyó los pies en la mesa y subió el volumen del pequeño aparato de radio que le hacía compañía. Cambió las noticias y buscó una emisora que escupiera un poco de música a horas intempestivas. Encontró los primeros acordes de una melodía conocida. Enjoy the silence, de Depeche Mode comenzó a llenar el espacio a su alrededor, mientras cerraba los ojos y se dejaba llevar por las volutas de humo que flotaban buscando el techo, y por el cálido surco que el bourbon dibujaba en su garganta. En ese momento, con los ojos cerrados, se sintió bien. Tremendamente bien. Olvidó de pronto las exigencias de un día agotador, infructuoso después de horas de mucho esfuerzo. Había pasado la mañana llamando a un montón de puertas que permanecieron cerradas, en busca que algo que sirviera para publicar el próximo fin de semana.

Pero el trabajo no era lo realmente agotador. Ojalá lo fuera. Lo peor era que había caminado todo el día con una losa encima de él: la terrible realidad de que, esa noche, todo se acababa. No sabía si sentir cierto alivio o una pena profunda. Siempre había pensado que el final era lo mejor para él, y se había aferrado a la visión egoísta que su mente prefería darle a todo ese asunto. Incluso había pasado horas enteras imaginando cómo sería volver a la vida sin ella, lejos de sus reproches, de sus miradas inquisitivas, lejos de todo lo que significaba la vida que en esos momentos iban a dejar atrás.

Aun así, no podía negar que sentía por dentro una sensación extraña. Un nudo en la garganta que se había apretado conforme se fueron quemando los minutos del día, y se acercó la noche. Dejó el vaso sobre la mesa y, casi por instinto, se pasó la mano por el cuello. Casi pudo notar la marca de la soga con la que se estaba quitando el aire, y por un momento le pareció sentir en la boca el suave sabor de uno de sus besos, por encima incluso del amargo regusto del tabaco. Se pasó la lengua por los labios, intentando acentuar ese poso salado, como de agua de mar estancada, que deja ella siempre que besa. O siempre que besaba. Se mojó los labios con el bourbon para desterrar esa sensación de su memoria.


Terminó la canción y sonaron las señales horarias. Eran las dos de la madrugada. Abrió los ojos de una forma pausada y apagó el pequeño aparato. Le pareció oír cómo la noche se derramaba sobre una ciudad vacía, en penumbra, sumergida en una inquietante calma. Apagó el ordenador y chupó con fuerza el cigarro, antes de dejar que se consumiera lentamente en el cenicero, donde amanecería la mañana siguiente antes de que pasaran por allí las señoras de la limpieza. Algunas veces, le dejaban una nota escondida debajo del teclado del ordenador. ‘Aquí no se puede fumar’, le escribían, y él contestaba con otra nota a mano: ‘piedad, en casa tampoco me dejan’.

Apuró el bourbon y se abotonó los puños de la camisa. Por descuido, o a propósito, se dejó el móvil en el cajón donde lo había guardado por la tarde, cuando no quería que nadie interrumpiera sus pensamientos. Cogió la chaqueta y las llaves del piso, y se dirigió pesadamente a la salida. No cogió el ascensor, y bajó los cinco pisos hasta la calle por las escaleras, sin prisa, escalón por escalón. Cuando llegó a la puerta la lluvia se había hecho más persistente, y por un momento dudó en si coger uno de los paraguas que la gente había abandonado en el paragüero de la entrada, y que se turnaban cuando alguno salía a fumar o para ir al bar cuando iban a comprar algo para cenar. Descartó la idea. Siempre le había gustado la lluvia y apenas tardaría cinco minutos en llegar a la cafetería donde ella le esperaba. Después de todo, uno no puede protegerse de su destino.

Saludó al vigilante de seguridad justo antes de salir a la calle y meterse de lleno en las gotas que caían del cielo. Miró hacia arriba y sólo percibió oscuridad. A pesar de que podía encontrar un tenue refugio en la acera, bajo los balcones y tejados de los edificios que flanqueaban la calle, caminó por mitad de la misma dejándose empapar. Cinco minutos después volvía la esquina y se encontraba de frente con la plaza vacía, desierta. Sólo las lágrimas que lloraba el otoño rompían el silencio de la noche. Al fondo estaba la cafetería, y a través del ventanal distinguió su silueta.

Fue en ese momento cuando notó un chispazo que le hizo pararse en seco. De repente, ya no encontraba alivio en lo que iba a suceder, y todos los pensamientos positivos que había acumulado durante los últimos días se perdieron por el sumidero de la razón con la misma facilidad con la que el agua se filtraba a través de las alcantarillas hacia el centro de la tierra. El nudo alrededor de su cuello se hizo más fuerte. Intentó tragar saliva, pero encontró la boca seca. Acababa de descubrir qué era ese pequeño latir que le fustigaba el alma en las últimas semanas. Tenía miedo.

Intentó componerse y siguió avanzando, pero le temblaban las piernas. Caminó torpemente por mitad de la plaza, deseando que no le hubiera visto pararse en seco en mitad de la lluvia. Era inútil. Algo le decía que, en esos momentos, ella le miraba. Notaba el lacerante brillo de sus pupilas clavado en su frente. Respiró hondo y abrió la boca, dejando que las gotas de lluvia resbalaran por sus labios y mojaran su lengua. Cuando llegó a la puerta de la cafetería, todo su cuerpo estaba empapado por un sudor frío que le trizaba los nervios. Menos mal que estaba lloviendo, y caminar por mitad de la calle le ofrecía la coartada ideal para esconder los estigmas que el miedo le iba dejando en la piel. Abrió la puerta y la vio, de espaldas, a tan sólo unas mesas de distancia. Más lejos que nunca.

jueves, 15 de julio de 2010

Detrás de unos ojos azules (I)

Cerró el libro, apuró de un sorbo la taza de café y casi por instinto, miró el reloj. La 1:56. Las últimas líneas que había leído hace tan sólo unos momentos seguían resonando en su mente, y las apartó de un manotazo. Era el momento de volver a la realidad, y la realidad se concentraba en ese pequeño café, abierto las veinticuatro horas, en el que su soledad le hacía compañía. Ocupaba una de las mesas junto a la ventana, y tenía detrás suya la barra, donde un camarero limpiaba distraídamente el polvo acumulado en las botellas. Se dio la vuelta y le hizo una seña para pedir otro café.

No estaba sola en el bar, pero era la única que estaba sentada en uno de los apartados. Tenía sobre la mesa el libro que estaba leyendo, el pañuelo que se acababa de quitar y el bolso, con el teléfono asomando por la cremallera abierta. Junto a la barra, de pie, tres hombres discutían acerca de un montón de vanidades mientras vigilaban sus taxis, aparcados junto a la acera. Habían hecho un pequeño alto en la noche para tomar algo, pero los tres miraban nerviosos hacia la puerta, como esperando que algún cliente distraído se acercara a alguno de los coches buscando una forma rápida de volver a casa. De cuando en cuando, alguno de ellos le dirigía una mirada de soslayo, y a pesar de que estaba de espaldas a los taxistas podía sentir sus ojos clavándose en la nuca. No era de extrañar, estaba sola en el bar, de madrugada, y parecía no tener prisa por irse. A cualquiera le hubiera extrañado.

Cuando se acercó el camarero con el café, miró por la ventana. Empezaba a llover. Eran las primeras gotas de un otoño tardío, quizá el anuncio de un invierno madrugador. Se arrepintió al instante de haber salido de casa sin coger la chaqueta, y aunque llevaba una camiseta de manga larga, le preocupaba volver a casa empapada. Quizá no llueva para entonces, se dijo a sí misma, y por un momento se descubrió embelesada con una gota de agua que se deslizaba, poco a poco, por todo el ventanal. La acompañó hasta que se perdió por la parte baja del cristal, y después siguió mirando cómo caía la lluvia.

Las calles de la ciudad estaban desiertas. El corazón urbano que durante el día envolvía todo de un ritmo frenético latía ahora con una pausada melancolía. La plaza en la que estaba el café recibía las gotas de agua con una extraña letanía que sonaba desacompasada, olvidando que hacía sólo unos días sus rincones agradecían el suave trasnochar de las noches de verano. Ya no había niños que jugaban a esconderse detrás de los bancos, ni en las arboledas. Ya no había familias que se juntaban para hablar del tiempo mientras la tenue brisa de la noche envolvía sus cuerpos y alejaba el calor. Ya no había nadie en la plaza. Tan sólo un café abierto veinticuatro horas y tres taxis en la puerta, que pronto partirían para seguir recorriendo la ciudad.

De repente, sintió unas ganas acuciantes de fumar, de encender un cigarrillo y perderse de nuevo en ese sabor amargo que devolvía el color a las cosas, a la vez que tiñe de negro los pulmones. Dejó de fumar hace tres meses, pero por un momento se sintió tentada de levantarse y pedir a alguno de los tres hombres, que en estos momentos hablaban de fútbol, que le dieran un pitillo. Le había costado mucho trabajo dejar el hábito, y se prometió que nunca más volvería, pero sentía una necesidad enorme de dejar volar su mente detrás de las volutas de humo, hasta que ambos, pensamientos y alquitrán, se perdieran en el techo. Sin saber por qué, miró hacia arriba, consiguiendo, de paso, que ese gesto, aparentemente liviano, delatara a los ojos del resto su impaciencia.

Echó el azúcar en el café y se puso a darle vueltas, sin saber siquiera si iba a probar un sorbo de él. Por primera vez en todo el día, dejó la mente en blanco y se dejó llevar, pretendiendo que las imágenes acudieran solas a la memoria, sin necesidad de llamarlas. Es curioso cómo el cerebro selecciona sólo los buenos momentos cuando uno se acerca al abismo, quizá buscando un último aliento que invite a retroceder, a dar la vuelta y volver por donde hemos venido. Todas las estampas que escupió su mente fueron buenos recuerdos, algunos inconexos, otros que nada tenían que ver, como si trataran de engañarla colando imágenes de otra película con el fin de hacer más interesante la que ahora se estaba rodando. Detrás de ella, los tres taxistas pidieron la cuenta y se marcharon, no sin antes despedirse efusivamente junto a la puerta. Cada uno se metió en su coche y los tres partieron, uno detrás de otro, como en una procesión de vehículos con destino a ninguna parte. El bar, por fin, quedó en silencio.

Fue entonces cuando acertó a distinguir las letras que salían del hilo musical. Era un susurro leve, pero la noche y el silencio amplificaban los acordes y los hacían perfectamente audibles. Reconoció muy pronto las letras de Peter Townshend, aunque la voz estaba muy lejos de The Who. Era una versión nueva de Behind Blue Eyes, y aunque no lo sabía estaba escuchando los acordes de Limp Bizkit. Se dejó acariciar por la melodía y cerró los ojos, y al hacerlo consiguió ampliar la intensidad de las imágenes que su mente disparaba. Incluso le pareció distinguir con claridad que algunas de ellas no pertenecían siquiera a su vida. Podían ser de películas que había visto, de sueños que había tenido o parte de las historias que le habían contado, pero no las había vivido, eso seguro. Aun así, se dejó engañar por su cerebro y siguió contemplando sus recuerdos con los ojos cerrados unos segundos más, el tiempo que tardó el primer trueno en romper en dos el cielo de la ciudad y dejar su eco por todos los rincones.

Miró de nuevo por la ventana y vio cómo la lluvia caía con más intensidad. El otoño, definitivamente, había llegado. Adiós a las eternas tardes de verano, a las noches que empezaban en la calle y terminaban en la colina, en un abrazo al amanecer. Adiós al último verano juntos. Era el momento de cambiar de estación. Se llevó la taza de café a la boca y se mojó los labios, pero apenas tragó nada. Miró de nuevo el reloj. Eran las 2:00. Una silueta apareció al fondo de la plaza, por mitad de la calle, dejándose envolver por la lluvia. No sabía qué iba a pasar, pero ya no había vuelta atrás. Desconectó su cerebro y pronto dejó de recibir imágenes. Se quedó sola con la música, con las letras que salían de detrás de los ojos azules. Pasara lo que pasase, estaba a punto de suceder.

viernes, 11 de junio de 2010

El hombre de pausado caminar

Caminaba tan decidido que seguro que no sabía hacia dónde se dirigía

En medio de la tenue luz de una ciudad desierta, se distingue el ruido de las pisadas del hombre de pausado caminar. Es hijo de ninguna parte, y se siente en esta tierra, como en cualquier otra, un extraño. De tragos amargos tiene la garganta llena, y el paladar rugoso sólo le devuelve arena desde las entrañas cuando se esfuerza por tragar una saliva que duele, de tanto veneno como lleva. Su vida, como su alma, reposa en un hatillo al que se le ven las costuras, mal zurcidas y mal cuidadas por un tiempo que pasa y no ayuda. Todo lo que tiene lo lleva puesto, o sobre el hombro, y tiene por casa el rincón más grande del mundo: la calle. En su inhóspita habitación, nunca elige la compañía, y se conforma con la que el azar le regala, ya sea una corta conversación o los latigazos acerados de la más cruel indiferencia.

Esta noche, como muchas otras, se ha cansado de la ciudad, y ha roto su andar tranquilo para llenarse de una decisión como las que ya no quedan, y salir hacia la negrura en busca de otro lugar habitable, otra calle en la que dormir, otra acera en la que llorar. Ni siquiera sabe por qué llora, porque bien pensado, ni siquiera recuerda su nombre. ¿Para qué? ¿Quién lo necesita cuando nadie le va a llamar? Para casi todo el mundo no existe, a pesar de pasarse las horas sentado junto a la puerta del centro comercial. Quien le habla es para recriminarle que beba y no se lave, que no se ponga a trabajar. Como si eso fuera tan fácil. Como si no fuera el alcohol el único abrazo caliente que recibe día tras día. Como si la ginebra no fuera la única capaz de intentar contestar las preguntas que nunca formula porque no encuentra las palabras. Hay gente que le habla, sí, y también gente que le insulta. No le duelen las patadas de esos malnacidos que castigan a aquel que no tiene la suerte que ellos tuvieron. No le duelen los insultos de la gente. El frío de la calle le ha trizado el corazón, y ya no le duele nada.

Por eso, esta noche, camina decidido, pero con suavidad, casi con ternura, hacia una nueva isla desierta. Lleva por centinela las luces apagadas de un presente asesino, de un futuro al que nunca llegará. En la soledad de la avenida, sus pasos repiquetean en las baldosas de la acera, mientras se aleja de unas casas en las que nunca ha vivido, de unas calles en las que nada ha dejado. Para él sólo queda un poso de melancolía en la ajada taza del alma. Camina, sin mirar atrás, hacia una autovía oscura, y ante él se yergue una rotonda que indica el final de la luz. Detrás, desafiante, una carretera negra como boca de lobo, como una gran cueva que no tiene final, y si lo hay, está a decenas de kilómetros de distancia. No le importa, no le da miedo la oscuridad. Algunos coches parten en dos la avenida con sus luces, pero ni siquiera les mira porque sabe que nunca le llevarán. Si quiere inventar un nuevo destino, tendrá que hacerlo solo. Él y la oscuridad.

Casi ha llegado al borde del precipicio cuando lee por el rabillo del ojo las letras que coronan la rotonda. ‘Hasta pronto’, rezan, ‘hasta nunca’, dice él, justo antes de perderse en la oscuridad. La noche escupe una brisa invernal que congela los últimos resquicios de la primavera, y llena el suelo de charcos. El aire huele a lluvia, y la humedad se pega en los bolsillos de un abrigo raído, que guarda en la solapa los besos olvidados de una hija a la que no ve, de una mujer que ya no le quiere; de una vida que ya no le soporta. El negro de la carretera se traga su silueta mientras la ciudad sigue dormida, y el suave vaivén de la noche acompasa todos sus sueños. De fondo, a lo lejos, en lo más hondo de la carretera, se oye el chapoteo en los charcos de los rotos zapatos del hombre de pausado caminar…

martes, 8 de junio de 2010

Capítulo Segundo

Otro retal mal cosido que he encontrado por el baúl de los párrafos olvidados. A partir de aquí, tocará improvisar de nuevo...


Afuera todo era niebla y oscuridad. Limpié el vaho de la ventanilla con la manga de la camiseta, pero no pude ver nada más allá de la negrura de una noche que hasta hace poco era tarde, y que se convertía minuto a minuto en el final de un día que ya no sería el mismo nunca más. Es curioso cómo la mente selecciona aquellos recuerdos que quiere guardar y los imprime en la memoria como si fueran fotografías, para que el paso del tiempo no erosione ninguno de sus detalles. Ni siquiera recuerdo cuándo tomé la decisión de marcharme, pero sé que me fui un sábado, en un tren que partió la llanura envuelto en la niebla con destino a las entrañas de una gran ciudad.

Languidecía el otoño más cálido que se recuerda, y aparecieron, de repente, los primeros retazos de un invierno madrugador. En el tren, todo era silencio. Si te concentrabas lo suficiente podías oír el silbido que producía al deslizarse, veloz, sobre los helados raíles, y el sonido de la niebla abriéndose a su paso. Había pasado gran parte del trayecto durmiendo, porque a través de la ventanilla no había mucho que ver. Me desperté unos minutos antes de que la bruma dejara paso a las primeras luces de Madrid, y por primera vez en muchas horas empecé a sentir miedo, porque quizá por primera vez fui consciente de que no sabía lo que me esperaba. Un escalofrío me recorrió la espalda y me hizo estremecer. Reconozco que incluso estuve tentado de volver atrás y empezar a deshacer el nudo que estaba dispuesto a apretar. La indecisión duró un minuto, quizá dos, pero logré acorralarla reuniendo algo del escaso valor que me quedaba, y empecé a planear mi siguiente movimiento.

A decir verdad, Madrid no era para mí una ciudad extraña. Años atrás, con la ilusión intacta en la maleta, me adentré en sus entrañas siendo sólo un crío con la esperanza de que la urbe, descarnada como pocas, vomitara, años después, al joven imberbe e indeciso convertido en un hombre capaz de asumir responsabilidades. La ciudad había fracasado, y quizá por eso decidimos darnos el uno al otro una segunda oportunidad. Por eso, cuando el tren se adentró por completo en la capital y partió en dos sus calles con una lengua de luz, me sentí reconfortado. Recuerdo la primera vez que llegué a Madrid, y el miedo que sentí cuando me lancé en solitario a explorar sus rincones. Es fácil hablar de esa ciudad desde la distancia, pero sólo el que se ha dejado envolver por ella sabe todo lo que puede llegar a despertar en una mente como la mía, dispuesta a empaparse de todos los nuevos retos. El temor se fue diluyendo poco a poco a medida que hacía mías sus esquinas, con la misma velocidad con la que la ciudad iba haciéndome suyo. Madrid es una ciudad que no te da respiro, y que se construye con las almas de la gente que intentan conquistarla. Sus calles se alimentan de los sueños de todos aquellos que por ellas transitan, y es fácil llegar a pensar que dominas la ciudad.

Pronto te das cuenta de la mentira que supone, porque Madrid es indomable.
No pude evitar esbozar una sonrisa mientras mi memoria seguía escupiendo recuerdos, y casi ni me di cuenta de que el tren estaba aminorando la marcha porque estábamos llegando a Atocha. Poco a poco, como si de una organizada procesión se tratase, todos los pasajeros se fueron levantando y comenzaron a bajar las maletas de los estantes, y desfilaron, uno detrás de otro, hacia la puerta de salida. Se acababa el calor del tren, y al otro lado de las puertas aguardaban el frío y la ciudad, los primeros minutos de un futuro que ya no podía controlar, a pesar de que fui yo, y sólo yo, el encargado de elegirlo. Me puse el abrigo y la bufanda, y agarré la mochila en la que llevaba, sobre el hombro, lo que me quedaba de vida. Antes de bajar del tren me detuve en la escalera y respiré hondo. Ese gesto, casi espontáneo, supuso el punto y final a todo lo que hasta ahora había conocido, en principio de una nueva vida marcada para siempre por las sombras. Allí, en el andén de la estación, terminaba mi pasado, y se escribían las primeras líneas de un futuro que jamás podría dominar.

martes, 11 de mayo de 2010

Capítulo Primero

He decidido buscar en el baúl y recuperar historias inconexas para tratar de construir algo que no sé siquiera si terminaré. Lo intentaré. Se lo debo a Indo, porque cuando uno trabaja con palabras, a veces hace falta un empujón para invitarte a escribir, y ella me lo da continuamente. Gracias

Hay algo hipnótico en la oscuridad, un gran poder de seducción en las sombras. Las noches retiran la piel a jirones y nos muestran tal y como somos, desnudos en medio de la negrura, a merced de unas ciudades que resuenan durante el día, excitadas por los rayos del sol, pero que de noche susurran secretos ocultos que nadie quiere escuchar. Todas las noches son oscuras, y la gente le tiene miedo a la oscuridad. Yo no. A mí lo que me aterra es la luz del sol, los días, las apariencias. Cada mañana nos ponemos un disfraz con el que representar nuestra pequeña historia. Somos maridos ejemplares, estudiantes aplicados, mujeres decididas. Somos un puñado de mentiras que se cruzan intentando tejer una realidad creíble, un mundo en equilibrio.

Pero, de pronto, llega la noche, y con ella aparece nuestro verdadero rostro. Dejamos de ser perfectos, de comportarnos como todos esperan que lo hagamos. Y mentimos, mentimos porque mentir es nuestra realidad, mentimos porque somos mentirosos, huraños, violentos, lascivos. La negra espesura del cielo se mece lentamente como un mar en penumbra hasta que alarga su brazo y remueve nuestras entrañas en busca de nuestra esencia, y la muestra tal y como es. La noche no engaña, la oscuridad es un cristal transparente que no distorsiona, un cristal que filtra las apariencias y las convierte en polvo, y en medio de ese polvo surgen de verdad nuestras podridas almas.

A mí me mató la noche. Fue una forma cruel de desenmascararme porque sentí cómo una lengua de fuego me abrasaba la piel y la despegaba lentamente de la carne, y me abrasaba vivo, sin perder la consciencia, en medio de un infierno gélido de llamas azules. Se paró de golpe el mundo en el que vivía mientras ella agonizaba sobre la acera, regando con su sangre una calle difusa de un barrio tardío, mientras su vida se filtraba por los poros de una ciudad que maldije hasta quedarme sin voz. De rodillas, con su cabeza en el regazo, se trizaron mis venas mientras ella boqueaba en busca de un sorbo más de aire que nunca iba a llegar, con la mirada perdida en un cielo de nubes que ocultaban la luna con un tapiz oscuro e impenetrable. Cuando se paró su corazón lo hizo también el mío, y no quedó de mí más que lo que soy ahora.

Hace tiempo que vivo oculto en la noche, y que me alimento de los secretos que ésta susurra. Hace tiempo que mi alma se perdió en alguno de los recovecos de esta ciudad maldita para siempre, y sólo espero no volver a cruzarme con ella. Sé que mi corazón está seco, y al latir emite un extraño crujido, como de madera seca, que acompaña todos mis pasos y apaga los gritos de todo el que me rodea. Se podría pensar que soy un vampiro, pero no es cierto. Los vampiros, si existen, sólo buscan en la noche el alimento que la mañana les niega, cegados por la necesidad de alimentar el espíritu que un día perdieron. Yo, mato. Ni siquiera busco aplacar una sed de venganza extinguida hace ya tiempo, ni apagar el odio que todavía reside en mí, porque es el odio el que me conduce, y es el odio hacia todo y hacia todos el que me mantiene vivo. Simplemente mato por el placer de matar. Yo me alimento de la oscuridad, y todas las noches son oscuras. Incluso ésta.

Cuando la ciudad duerme, me gusta subir al tejado con una taza de café y escuchar los sonidos de la noche. Hay todo un mundo que la gente se pierde por huir de las tinieblas. Madrid es una metrópoli que atrapa una vida nocturna singular, y que con la caída del sol comienza a latir muy despacio, acompasadamente, de tal forma que es muy difícil llegar a escuchar su verdadero corazón. A lo lejos, el ruido de las sirenas ahoga el estrépito casi seco del cauce del río Manzanares, y de vez en cuando hay un coche que parte en dos con sus luces las arterias de la capital, como un relámpago que recorre la superficie terrestre sin encontrarse con nada, sin alcanzar a nadie. Es ahora cuando se puede respirar hondo, y llenarse los pulmones del espíritu de una ciudad que huele a muerte y a vida, a miseria y a riqueza, a comidas de lujo y ropas harapientas. Si mantienes el aire dentro de ti el tiempo suficiente, puedes paladear el poso amargo que desprenden sus calles, y sentir cómo desgarra tu garganta el cuchillo acerado de la realidad. El aire de la noche yace cargado de recuerdos que levantan ampollas en el alma, a menos que hayas conseguido para la tuya una coraza en forma de herida que no deje pasar el suspiro nocturno de las aves muertas. La mía hace tiempo que se partió en dos, y se convirtió en un cuervo negro que vuela en círculos en una cárcel invisible, en el cielo negro de una ciudad que me alimenta con la sangre que derramo en aquellas horas en las que la piel se eriza intentando sentir la llegada del alba.

Han sido muchas las vidas que he arrebatado, pero casi no las recuerdo. Sí que tengo grabada en la mente, en cambio, mi evolución a través de todas ellas, mi comunión de sangre. Ni siquiera sabía adónde me dirigía hace ya casi cuatro años cuando decidí recorrer las calles de Madrid con la única compañía de una daga. No tenía intención de usarla, pero aquella noche el contacto frío de su hoja me hizo sentirme bien, formaba parte de mí. Buscaba una cara entre una multitud, pero sabía que la distinguiría cuando me encontrara con ella. Mi mente seguía congelada en aquella noche en la que ella se fue para siempre, sola, en la acera, mientras yo miraba paralizado el rostro de aquél que se llevaba su vida y no dejaba tras de sí más que el eco de unos pasos atropellados en una calle desierta. Había olvidado cómo era, pero sé que su imagen seguía latente dentro de mí, arrullada en un rincón de mi corazón, yermo para siempre, a la espera de un destello que le devolviera la luz, que le hiciera salir de su letargo. Cuando éste se produjera, estaría preparado.

Así descuento las noches, abrazado a tu recuerdo, contemplando desde las alturas esta ciudad que me gobierna. Allí abajo, en algún lugar, una familia ha perdido a alguien querido, una niña se ha quedado sin padre, una mujer sin marido, otra mujer sin amante. Será un nombre más que ocupará un pequeño espacio en los periódicos, apenas unas iniciales junto a tres líneas que describan un asesinato cualquiera en cualquier otro punto de la ciudad. Otro muerto más que despachar con indiferencia mientras el aire acaricia mi rostro y muevo los dedos, aún manchados de sangre, mientras pienso en ti. Siempre sucede, y no siempre lo espero. Cada una de las vidas que siego hace más nítido tu recuerdo, al principio tenue, ahora casi palpable. Mis manos tiemblan, temerosas, cuando apenas hace unos minutos aferraban con fuerza el cuchillo que se hundía en la garganta de aquel que yace ahora en la acera. Sus ojos bien abiertos, su aliento sobre mi cara, el primer sangrado sobre mi piel. Es mi rostro el último que ven en esta vida, es el tuyo el primero que yo veo cuando se van. Después, subo a la azotea y me dejo llevar por el aire viciado de la noche mientras miro fijamente a la luna, echándole en cara que cargue, desde ahora, con un muerto más.

No estoy orgulloso de lo que hago. Hubo un tiempo en el que me aterrorizaba ver en la tele las imágenes de una muerte real. No podía contener ese escalofrío que nacía en el cuello y me sacudía la columna vertebral mientras pensaba que aquello que estaba viendo era una muerte cotidiana, algo perteneciente al día a día, una violencia que no era exclusiva de las películas. Sentía pavor por el mundo real. Ahora sé que si no te enfrentas a él, eres hombre muerto. Es la realidad o yo, y de momento cuento con muchos cadáveres a mi favor. Es una carrera contra la muerte, y yo le llevo ventaja. Primero fue una vida feliz, luego unos sueños por cumplir, después… la nada. Llegó Madrid y se llevó por delante la rutina. Llegó la ciudad, y con ella su oscuridad, y el miedo, y la sangre. Y estas noches malditas en las que yo vivo, y la gente muere. En algún rincón, en algún lugar, Madrid tiene mi alma encerrada junto a la tuya. También se llevó tu vida. En el camino hacia mi perdición, me cobro una deuda que quizá nunca será saldada. Así es Madrid. Así soy yo. Ésta es mi historia…

jueves, 29 de abril de 2010

Otra vez la playa... quizá no la misma...

Aquí estoy otra vez, sentado en la arena en medio de una oscuridad casi completa, oyendo el mar romper ante mí, acertando apenas a intuir su insolente retirada maquillada de espuma. Son muchas las noches como ésta en las que, agarrado a una botella, he escapado de ese calor insoportable que destilaba mi habitación para refugiarme en el sereno susurrar de la playa. Me siento como en casa. Estoy lo suficientemente borracho para no compadecerme de mí, pero aún no lo bastante como para perder el sentido, como casi todas las noches, y he decidido escapar del infierno de mi presencia para esconderme en mitad de una noche que nunca pasa. Cada trago que tomo enciende mi garganta y envía una bola de fuego hacia mi interior que, extrañamente, me reconforta. El alcohol apacigua mi llanto, apaga las ganas que tengo de quitarme la vida. Por ese mismo sumidero se escaparon, hace tiempo, mis ganas de vivir, y ahora me debato entre el limbo de la cobardía o la muerte por fallo hepático, y lo cierto es que no me importa. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Yo una vez tuve una vida, pero la verdad es que casi no la recuerdo. Duraron tan poco los momentos en que fui feliz que a menudo me parecieron recuerdos de otro, vivencias a través de confidencias de labios de otra persona. Si algún día fui apasionado, lo cierto es que esa pasión apenas dejó poso en la taza de mi alma, que sigue vacía y yerma, resignada a terminar así. Me miro las manos y veo cómo se me fue la vida entre los dedos. Supongo que lo piensa la pareja que camina en estos momentos ante mí, y que se aparta ante la visión de un borracho harapiento, maloliente, vomitando sobre la arena de la playa los restos amargos de una borrachera que nunca termina. Sigo bebiendo. Lo hago, en parte, para apagar los gemidos quedos de las parejas que se refugian detrás de mí, junto a las hamacas, y follan al amparo de la noche. Amores baldíos de este final de verano. Un polvo para recordar unas vacaciones que terminan. Un tiempo que ya no vuelve.
Hace días que no me cambio, y semanas que no me ducho. El espejo proyecta una imagen desconocida de mí. Mejor. Quizá sea una forma de arrancarme de una vida que ya no tengo. ¿Te hice feliz alguna vez? ¿Lo he sido yo en algún momento? No hay respuestas correctas para preguntas que nunca formulamos. Y los días siguen pasando, el sol sale y la gente empieza de nuevo. Ya bebía cuando te conocí, pero por aquel entonces yo dominaba al alcohol, y no al contrario. La noche en que nos conocimos acabé tan borracho que no recordaba de quién era el número que encontré en mi bolsillo, escrito atropelladamente con carmín en una servilleta. Te llamé y quedamos, y juro que recé para que mereciera la pena correr el riesgo de recordarte por primera vez. Esa primera tarde sí que la recuerdo, tus ojos marrones miraban a través de tus gafas de sol. Y sonreías. No recuerdo si volviste a hacerlo. Las siguientes semanas son para mí un rastro borroso, distorsionado por los efluvios de mi inseparable compañero. Cada vez bebía más, cada vez te quería menos. Quizá nunca te quise, quizá nunca sentiste nada por mí. Quizá sólo estoy recordando una historia que me contaron una vez y ni siquiera existes. Necesito aferrarme a la realidad, y la realidad tiene el tacto frío de una botella. Llegó el día en que hiciste la pregunta que ninguno queríamos oír, quizá porque los dos conocíamos la respuesta. ‘El alcohol, o yo’, me dijiste, ‘responde con franqueza’. Y aquí estoy, sentado otra vez en la playa bebiendo sin parar, e imaginando que eres tú una de las que folla a mi espalda, en la negrura de un bosque de hamacas, buscando quizá en el consuelo de una noche todo lo que no te di. No te culpo, pero tampoco me culpes a mí. Hice mi elección hace mucho tiempo. Quizá no supiste enseñarme nada por lo que la vida mereciera la pena, quizá lo hiciste y no lo comprendí. Por el momento, lo único que sé es que mi alma sigue haciéndome preguntas y, hasta ahora, el alcohol es la única respuesta…

miércoles, 31 de marzo de 2010

El agujero

Despertó sobresaltado y dolorido, en medio de una oscuridad desesperante. Intentó moverse, pero tenía el cuerpo aterido por el frío, y le supuso un esfuerzo considerable conseguir llevarse las manos a los ojos para eliminar los restos del sueño. O de la pesadilla, porque tenía la sensación de no saber dónde se encontraba. Todo a su lado era negrura, y notó en los oídos un silencio sibilante que cada vez se hacía más y más agudo. Tenía un terrible dolor de cabeza. Se pasó las manos por el pelo y notó la sangre seca pegada a su cabello. Esa sensación le hizo dar un respingo e incorporarse. Esperó pacientemente a que la vista se acostumbrara a esa cruel soledad, a esa oscuridad espesa que casi se podía tragar. Esperó en vano. Apenas era capaz de distinguir su mano a unos centímetros de la cara. Poco a poco, y con mucho cuidado para no tropezar con nada (o con nadie) se puso de pie, y se obligó a pensar de una forma pausada y razonada, a pesar de que su mente le exigía gritar lo más fuerte que pudiera. Ninguna de las dos opciones hubiera dado mucho resultado. Caminó con los brazos en alto hasta que topó con la pared. Había dado tres pasos. Intentó volver a la situación inicial, repitiendo lo mejor que pudo sus movimientos. Dio media vuelta y caminó hacia el otro lado. Otros tres pasos. Topó con la pared. Repitió la operación dos veces más, hasta que hubo ubicado los confines de su oscuro mundo. Luego apoyó una mano en la pared, y con mucho cuidado anduvo sin despegar los dedos del tacto firme y rugoso que ofrecía. Caminó en círculos, por lo que pronto se hizo a la idea de que se hallaba en el fondo de un pozo. Instintivamente miró hacia arriba, pero todo era oscuridad. Quizá fuera de noche, se dijo a sí mismo, esperanzado, pero en su mente sabía que no, que el pozo estaba tapado. Lo sabía porque el ruido que todo aquello que sucedía más allá de su nueva existencia le llegada con el amortiguado sonido del eco que producen las cuatro paredes de una habitación cerrada. De una cárcel. Sí, eso era, parecía encontrarse en una cárcel. Cuando su cerebro vomitó esa palabra sintió que una sensación de angustia le recorría todo el cuerpo, de arriba abajo, aunque no había llegado siquiera a articularla. Vomitó, fruto de la desesperanza. No sabía cómo había llegado al fondo del pozo, suponiendo que el lugar en el que se encontrara fuera realmente un pozo. De súbito, sintió la terrible necesidad de escapar. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí, pero si alguna vez lo supo la sangre seca de su cabeza se encargó de borrar esa imagen. Comenzó a palpar la pared en busca de oquedades que le permitieran intentar escalar hasta la superficie. Pero, ¿cuánto? Abajo tenía el suelo, conocía su existencia porque lo estaba pisando, lo sentía, inexorable, bajo sus pies, pero ¿dónde estaba el cielo? ¿qué altura tendría el pozo? Miró de nuevo hacia arriba y la terrible oscuridad le devolvió un vistazo cargado de indiferencia. Nada. Se afanó en recorrer con las manos el suelo, para buscar algún instrumento útil, algo que pudiera ayudarle a recordar o a salir, que tan importante era lo uno como lo otro. Sólo encontró un rastro de sangre que reconoció como propio. Siguió palpando las paredes. Nada por abajo, cuando recorrió el perímetro de rodillas. Nada cuando lo hizo agachado. Repitió la operación de pie, con las manos a la altura de la cabeza. Lo que descubrió le heló la sangre. Uñas, restos de piel. Alguien había estado ahí antes que él, y se había dejado parte del alma intentando salir del agujero. De aquella cárcel. Esta vez no pudo reprimir un grito de desesperación que casi le rasgó las cuerdas vocales. Tosió, con el aliento empapado de sangre. Entonces oyó un ruido, y una rendija de luz fue abriéndose en el techo. “Unos tres metros”, calculó cuando la noche se hizo sobre él, pudo ver por un resquicio el lejano fulgor de una estrella. Pronto quedó tapada por una boquilla metálica. Parece una manguera. Casi no le dio tiempo a reconocerlo cuando un chorro potente de agua le cayó con violencia en la cara. Tragó lo que pudo, pero la fuerza con la que le embistió el torrente artificial hizo que una parte de sus pulmones también se llenara de agua, y tosió con más violencia aún. Cuando el chorro cesó, se hallaba de rodillas, empapado y exhausto, y apenas pudo mirar hacia arriba para ver el trozo de pan caer. Qué aproveche, oyó en la lejanía, antes de que la oscuridad ganara de nuevo la batalla al tenue resplandor del cielo y la noche. Entonces comprendió que aquello no era una cárcel, y que no estaba encerrado. Estaba enterrado. Aquello era su tumba. No tocó el trozo de pan, y lloró hasta quedarse dormido. Esa noche, en sueños, decidió que lo primero que haría al despertarse sería morderse la lengua…

lunes, 1 de marzo de 2010

Atocha

Madrid. Otra vez Madrid. Siempre Madrid. A estas alturas a nadie le sorprenderá que hable de ella como mi ciudad, como ese lugar al que acuden todos mis recuerdos sin pedirme siquiera permiso, como ese rincón del mundo en el que respirar hondo un montón de esencias acaso prohibidas. Otra vez el paseo por sus rincones, caminar con las manos en los bolsillos y los ojos bien abiertos, empapándome de todo lo que me rodea. Incluso del frío, porque para mí Madrid siempre está rodeada de un halo de invierno que, paradójicamente, vuelve la ciudad un espacio acogedor. Desde hace dos años, cuando la circunstancia rompió ese romance descarnado entre nosotros y nos condenó a encuentros intensos y esporádicos, para mí Madrid empieza, y sobre todo termina en Atocha. La estación resume entre sus paredes todo lo que significa la ciudad. La estación fue el epicentro, también, de un torrente de emociones como nunca habíamos conocido cuando el estruendo de unas bombas segaron de cuajo cientos de vidas, y a todos se nos erizó la piel cuando vimos, varados en los andenes, los vagones retorcidos que se llevaron a la gente camino de ninguna parte. Todo eso es Atocha. Como todos los que llegamos a Madrid desde una pequeña parte del mundo, yo recibí el consejo de mantenerme bien alerta ante las grandes aglomeraciones. Al principio seguía ese concepto al pie de la letra por precaución, pero ahora lo hago por placer. Sigo fijándome en cada mínimo detalle, veo a la gente que me rodea y me imagino la historia que les ha llevado hasta allí, a dar vueltas con un billete en la mano, a despedirse de su pareja en el control de acceso al tren, a leer un libro despreocupadamente mientras llega la hora de la partida. Esta noche lo he vuelto a hacer. Me gusta llegar con tiempo a la estación, pero no sólo para no perder el tren. Creo que caminar sin rumbo y mirar al resto de la gente es una especie de enfermedad de la que no puedo disfrutar muy a menudo. A medida que estoy escribiendo esta entrada me doy cuenta que, además, es la primera vez que en este blog hablo abiertamente de mí, sin usar ambages ni terceras personas en historias soñadas delante de un papel. Y la razón es que esta noche, en Atocha, me he sentido extraño, alejado de todo el mundo. Terriblemente solo. Allí, rodeado de gente que iba y venía, arrastrando la maleta por las baldosas de la estación, me he dado cuenta de que me marchaba de Madrid como siempre: sin la sensación de dejar nada atrás. Ese mismo desarraigo lo siento cada vez que me voy de Ciudad Real, o que dejo atrás las últimas casas de Socuéllamos después de haber disfrutado allí unos días. Hacia delante, siempre hacia delante. Sin volver la vista atrás. Toda mi vida cabe en una maleta. Me marcho de un lugar y no me dejo nada. Algún que otro recuerdo que me llevo conmigo, pero nada que saborear, nadie a quien echar de menos, ningún abrazo furtivo en el andén, nada de manos a través del cristal. Quizá este conato de nostalgia quede atrás esta noche, y desaparezca mañana cuando la rutina del trabajo engulla de nuevo todo el tiempo del que dispongo para pensar. Quizá, pero no será lo mismo. Esa sensación de soledad, por el momento, ha venido para quedarse. No sobre la piel, seguro, pero estará latente en algún rincón de mi cuerpo esperando una coartada para volver a la superficie, para no dejarme respirar. Quizá tenga que esperar a que un nuevo viaje a Madrid me descubra más cosas sobre mí mismo. Por el momento, los primeros atisbos de mi vida hablan en singular. Yo, y el resto del mundo alrededor. Lo suficientemente cerca para oírlo. Lo suficientemente lejos para sentirlo. Por cierto, esta tarde, las calles de la capital estaban bañadas de sol. La noche me recibió en Ciudad Real con lluvia. Un resumen muy sintomático de lo que es un viaje de vuelta.

'Y ahí afuera, esta noche, en esta apestosa ciudad, hay alguien, de eso estoy seguro, dispuesto a amarme'
Intimidad. Hanif Kureishi.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Despedida

Esta noche, todo se termina. Los dos lo sabemos, y quizá por eso llenamos de silencio los rincones de esta habitación, sentados uno en cada extremo. Afuera espera el invierno, pero incluso aquí dentro podemos sentir el frío que gotea por las paredes, y a pesar de la penumbra puedo ver el vaho que adorna tu pausada respiración. Yo te miro, y tú miras al suelo, y sentimos nacer entre los dos un latido de honda negrura que empaña los cristales. Tú me miras, yo miro al suelo, y un dolor lacerante nace de tus pupilas y se clava en mi frente, un estampido silencioso que deja un eco sordo en mis oídos y hace latir más despacio mi corazón. No sabemos cómo, pero sí cuando, y sentimos en silencio que esto ha terminado. Para siempre. No hay vuelta atrás. No queda nada de mí en tus brazos y a nada me saben tus besos, esos besos que antes dejaban en mis labios un rastro de salitre y mar. Entre nosotros se yergue una cama que siempre fue un campo de batalla, la arena en la que luchar. En ella dejaba que te descubriera poco a poco el amanecer, mientras repasaba con un dedo las formas de tu espalda. En ella me dejaba enredar por tu pelo, cerraba los ojos y me bastaba con oírte respirar para sentir que todo estaba de mi lado, que nada me faltaba. Ahora aguarda en silencio, como tú y como yo, y nada queda de aquel sudor que nos empapaba por las mañanas. Aún no me he marchado y ya empiezo a echarte de menos. Quizá tú también lo hagas, por más que hayas elegido para esta noche la coraza de la indiferencia. Sé que escuchas mis pensamientos, porque yo mismo los oigo retumbar en esta habitación que no suena a nada, y en la que el brillo de una lágrima que resbala por tu mejilla desafía el valiente envite de una noche oscura. Muy oscura. Junto a la puerta están mis cosas, que aguardan calladas mi partida. Es como si antes de marcharse quisieran despedirse de una casa que durante un tiempo, efímero, también fue la suya. No sé cuánto ha durado lo nuestro, y si significará algo para ambos cuando el tiempo empiece a erosionar los recuerdos que ahora guardamos y sólo queden en la memoria momentos envenenados que tirarnos a la cara. Recuerdo una calurosa tarde de primavera, o el atardecer tibio de un verano madrugador, que nos sorprendió a los dos en medio de un mundo que nada tenía que ver con nosotros. Una mirada, apenas un gesto, prendió una mecha que creímos mojada, y nos trajo poco a poco hasta aquí. Los dos sabíamos, desde el principio, que esto no duraría, pero no por ello dejamos de ponerlo todo en el intento. En el camino tú te dejaste el alma, yo me dejé el corazón. Late en algún punto entre mi duelo y tu olvido, a medio camino de la nada. No hace mucho, latía junto al tuyo, casi como uno solo, apenas separados por dos centímetros de una piel que ardía. Sé que te echaré de menos. Tengo la certeza de que durante muchas noches cerraré los ojos intentando recordar tu tacto, sentir tu aliento en la nuca, notar cómo tus manos recorren, de nuevo, mi piel. Sé que me echarás de menos. Que me recordarás las noches de lluvia mientras rodeas con tus manos el calor de una taza de café y buscas mi sombra en la ventana, el ruido de mis pasos en tu calle, el humo de un cigarro que espera escondido en la acera. Sabíamos que iba a doler, pero no tanto. Quizá por eso nos hemos facilitado la labor, porque siempre tuvimos miedo a las despedidas. Casi a la vez, nos levantamos de la silla como para poner por fin el punto y final, y mientras me dirijo hacia la puerta me atrevo a volver la cabeza un segundo para verte, por última vez, tumbada sobre la cama. Intento memorizar cada centímetro de tu espalda. Prometimos ponérnoslo fácil, dejar que el adiós llegara sin avisar y no hacer de todo esto un drama. Quizá por eso, entre mis libros, hay una nota escrita de tu puño y letra que dice ‘nunca te he querido’. Quizá por eso, en tu ventana, amanecerá, incrustado en el cristal empañado, un único verso escrito con mi dedo, ‘ya te he olvidado’.

viernes, 15 de enero de 2010

Haití

Caminas por unas calles estrechas en medio de casas hechas de adobe y barro, por un barrio plagado de cielos. Las precarias paredes rezuman el tacto sabroso de la vida en medio de un paraíso inventado para nadie, despojado de hojas y ramas e inyectado de sueños que nunca se cumplirán. Te has abierto paso hacia el futuro con la sangre de tus antepasados, de aquellos que aprendieron que nada puede la palabra ante la justicia nada poética del machete, y que el honor no corresponde a quien lo imparte sino a quien nunca presume de él. Nadie te ha guiñado el ojo ni te ha sonreído de frente, y en cambio, sigues buscando esa mirada de soslayo que te convierta en el centro del mundo. Naciste oprimido y levantaste los brazos al cielo cuando alguien habló de liberación, cuando ya no mandaban los franceses y parecía que la libertad estaba por llegar, pero sólo llegó la tiranía del fuego, de las armas, de las ansias de poder. Confiaste en un futuro que nunca te correspondió y anduviste afanosamente el camino, trabajando muy duro por poder avanzar unos pasos. En las calles sin agua ni luz se criaron tus pequeños, corrieron para huir y para jugar, y no siempre a partes iguales. Nada sabes de opulencia, pero tienes el torso amoratado y la piel endurecida de encajar un golpe tras otro, propinados con la fiereza de la historia. El dinero te es ajeno, y la muerte supone para ti una inevitable compañera. Un buen día, en otro amanecer anodino que supura la fiebre del sol, la tierra se sacude con violencia y te golpea con una fuerza sobrenatural. Te agarras a tus pequeñas raíces, pero nada soporta el envite de una embestida colosal, trágica, de otro mundo, que tira poco a poco todo lo que tanto tiempo te ha costado levantar. Abajo edificios y casas, abajo sueños y tormentos, abajo familias enteras. Vidas que se van en unos segundos al centro de la tierra, que desaparecen en medio de una nube de polvo que mezcla airadamente la sangre y los cascotes, la carne y la piedra, la vida y la muerte. Luego se hace el silencio y el mundo se detiene. Después de los temblores llega un minuto de calma, de una paz ficticia que invita a despegar los pies del suelo y dejarse llevar al infinito. Más tarde, las letanías, los llantos, los gemidos. Las lágrimas derramadas sobre cimientos ya caídos de edificios que no protegen, que matan en su caída, que sepultan parte de tu vida y de tu gente. Los niños que antes corrían yacen cubiertos de polvo. Las madres que cocinaban, cubiertas de polvo, y muertas. Los padres que trabajaban, esparcidos entre las piedras, muertos también. Y tú, país desdichado, decides abrir los ojos, y ves en lo que te has convertido. Una sacudida inclemente te ha partido en dos, y ahora sólo entiendes el idioma del abismo. La palabra catástrofe suena tan habitual que no cabe su definición para abarcar lo que ahora escondes. Muerta tu alma, reposa en medio de una tierra que tembló con la furia natural que medio mundo ignora, y que el otro medio padece entre tinieblas. La tierra, rencorosa, devuelve el daño que recibe, pero lo hace en el lugar equivocado. La pobreza, las guerras, la muerte… todo confluye y te aprisiona, todo asfixia tus pulmones, llenos ahora de polvo y escombros. Y levantas la mirada, abres los brazos al cielo esperando que llegue la ayuda. Si la muerte vino del suelo, la salvación estará en las alturas. Y rezas, sin saber siquiera si Dios te escucha. Bien pensado, Dios seguro que está ocupado. Lo parece, al menos, recluida su imagen en la tierra entre paredes de mármol de un templo que sólo levanta la voz en busca del poder perdido, que escupe gilipolleces vestidas con sotanas acerca del infierno en la otra vida, cuando el infierno mismo está en esta, en la que todos vivimos. En la que tú mueres. El hábito frunce el ceño y susurra ‘qué pena’, pero no traiciona su descanso y compensa su mala conciencia con oraciones. También lo hacemos nosotros, que presenciamos tu tragedia desde el otro lado del mundo, pensando que siempre pagan los mismos los errores de los demás, que cambiaremos de canal cuando nos cansemos de llevar tres días viendo niños muertos, que no comprendemos que bajos los cascotes no se van sólo vidas, se muere una parte del mundo. Perdónanos por tapar con dinero nuestras miserias, por ayudarte a ponerte en pie pero luego evitar que te sostengas. Perdónanos por pensar que tus brazos abiertos al cielo preguntan siempre por qué, cuando en realidad tu voz en grito no deja de decir hasta cuándo…

martes, 5 de enero de 2010

El escritor

Hacía frío. Mucho frío. Las noches como esa parecía que el mundo se fuera a acabar, y quizá por eso el cielo lloraba. En realidad, hacía días que llovía sin parar, pero nunca como aquella noche, en la que el viento silbaba a través de las rendijas de la vida y desordenaba los pensamientos y los sentidos, alborotando unos y otros hasta convertirlos en una buena razón para seguir adelante. El frío, en realidad, era lo de menos. La soledad era lo que más dolía. La soledad se pegaba a los muros del caserón como la humedad a las paredes viejas, y casi podía olerse en todos los rincones de la casa. Hacía siglo y medio que aquellos muros se mantenían de pie, y hacía siglo y medio que detrás de aquella verja sólo habitaban secretos, contados a media voz en noches como aquella, en las que la muerte supuraba desde la tierra y se convertía en una niebla densa, casi fantasmal, aterradora. La oscuridad dentro de la casa era total, y casi desafiaba a la negrura de una noche que se había olvidado de las estrellas. Las estrellas sólo salen cuando alguien las quiere mirar, y sólo la locura que late a flor de piel empuja lo suficiente para dejar que las gotas te empapen el alma en busca de un latido fugaz. Las noches de lluvia, los cuerdos ven las gotas caer; los locos se mojan los ojos buscando las estrellas.
Él hacía tiempo que no buscaba las estrellas, quizá porque había dejado de creer en ellas. Es complicado buscar algo a lo que aferrarse cuando en el alma sólo se portan cicatrices, y todas son el recuerdo de las cuchilladas de unos labios que besan como el fuego. Caminaba casi encorvado, sintiendo sobre los hombros el peso de una vida abandonada, de una existencia lastrada y sin aliento. No necesitaba luz, porque desde su corazón latía la penumbra que empapaba los rincones de una casa que alguna vez fue un hogar, pero que ahora crujía como un infierno de miserables. Entró en la habitación y se sentó delante de la mesa, a la luz de una vela que iluminaba de forma tenue una pila de papeles en blanco, de historias por escribir, de mundos por explorar. Sacó la cuchilla y afiló la pluma antes de hundir la punta, despacio, en un tintero de marfil situado a un lado de la mesa. Se tomó su tiempo hasta que la pluma dejó de gotear, y la levantó para mirarla con cuidado a la luz de la vela. Estuvo tentado, como siempre, de hundirla en la cera caliente y clavársela en el pecho, para arrancar de él el dolor que le laceraba las entrañas y que le oprimía el corazón. Aún no. Sólo unas líneas más. Se armó de valor, respiró hondo y empezó a dibujar sobre el papel los retazos de una melancolía profunda y duradera, escupiendo cada palabra con furia y desesperanza. Le vino la fiebre y comenzó a sudar, pero no dejó que nada le detuviera. Afuera, el viento arreció y envió con más fuerza la lluvia contra los cristales, amenazando con hacer saltar el ventanal en mil pedazos. De las sombras del suelo comenzaron a brotar figuras que se fueron haciendo más y más grandes, y hablaban con el silbido lacerante del viento. Salieron, una detrás de otra, y empezaron a moverse de una pared a otra, del techo al suelo, hasta convertir la habitación sombría en una danza macabra. Decenas de alacranes negros aparecieron por debajo de la puerta y empezaron a trepar por las maderas, por las patas de la silla, por las de la mesa. Casi ajeno al luctuoso convite, él seguía escribiendo, sin perder el compás, pero cada vez más deprisa. La fiebre subía, le dolían los ojos y tenía el gesto contraído, abrazado por una soledad tormentosa que no le dejaba respirar. Las sombras, a su alrededor, se movían cada vez más rápido, hasta confundirse unas con otras, mientras el viento y la lluvia arreciaban. Miles de escorpiones trepaban por sus piernas, se clavaban en su pecho, le arañaban la ropa, hecha jirones, y hacían brotar de su espalda finos hilos de sangre roja. Casi negra. En unos minutos estaba cubierto de un manto negro, rodeado por las sombras, y había dejado de escribir.
Horas después, la lluvia cesó y el sol se atrevió a asomar tímidamente por el horizonte. El ventanal estaba abierto, los cristales rotos. En la habitación, todo era silencio. La vela se había consumido, igual que se apaga la vida. El escritor yacía sobre el papel, relajado, con la pluma aún sujeta entre los dedos. No había ni rastro de las sombras, tampoco de los insectos. Todo era quietud. Un fino hilo de sangre goteaba desde su cuello, y había formado un pequeño charco junto a la silla. El escritor dejó caer la pluma y por fin se liberó de su cárcel de piel y huesos. Ya no había tormento, sólo calma. Ni rastro del dolor, sólo tranquilidad. Estaba sereno, relajado. Muerto. En el papel, como una amarga letanía, se repetía una y otra vez una palabra, como un conjuro. Una palabra, a cambio de una vida. Sólo una palabra. Un nombre. El tuyo…