viernes, 15 de enero de 2010

Haití

Caminas por unas calles estrechas en medio de casas hechas de adobe y barro, por un barrio plagado de cielos. Las precarias paredes rezuman el tacto sabroso de la vida en medio de un paraíso inventado para nadie, despojado de hojas y ramas e inyectado de sueños que nunca se cumplirán. Te has abierto paso hacia el futuro con la sangre de tus antepasados, de aquellos que aprendieron que nada puede la palabra ante la justicia nada poética del machete, y que el honor no corresponde a quien lo imparte sino a quien nunca presume de él. Nadie te ha guiñado el ojo ni te ha sonreído de frente, y en cambio, sigues buscando esa mirada de soslayo que te convierta en el centro del mundo. Naciste oprimido y levantaste los brazos al cielo cuando alguien habló de liberación, cuando ya no mandaban los franceses y parecía que la libertad estaba por llegar, pero sólo llegó la tiranía del fuego, de las armas, de las ansias de poder. Confiaste en un futuro que nunca te correspondió y anduviste afanosamente el camino, trabajando muy duro por poder avanzar unos pasos. En las calles sin agua ni luz se criaron tus pequeños, corrieron para huir y para jugar, y no siempre a partes iguales. Nada sabes de opulencia, pero tienes el torso amoratado y la piel endurecida de encajar un golpe tras otro, propinados con la fiereza de la historia. El dinero te es ajeno, y la muerte supone para ti una inevitable compañera. Un buen día, en otro amanecer anodino que supura la fiebre del sol, la tierra se sacude con violencia y te golpea con una fuerza sobrenatural. Te agarras a tus pequeñas raíces, pero nada soporta el envite de una embestida colosal, trágica, de otro mundo, que tira poco a poco todo lo que tanto tiempo te ha costado levantar. Abajo edificios y casas, abajo sueños y tormentos, abajo familias enteras. Vidas que se van en unos segundos al centro de la tierra, que desaparecen en medio de una nube de polvo que mezcla airadamente la sangre y los cascotes, la carne y la piedra, la vida y la muerte. Luego se hace el silencio y el mundo se detiene. Después de los temblores llega un minuto de calma, de una paz ficticia que invita a despegar los pies del suelo y dejarse llevar al infinito. Más tarde, las letanías, los llantos, los gemidos. Las lágrimas derramadas sobre cimientos ya caídos de edificios que no protegen, que matan en su caída, que sepultan parte de tu vida y de tu gente. Los niños que antes corrían yacen cubiertos de polvo. Las madres que cocinaban, cubiertas de polvo, y muertas. Los padres que trabajaban, esparcidos entre las piedras, muertos también. Y tú, país desdichado, decides abrir los ojos, y ves en lo que te has convertido. Una sacudida inclemente te ha partido en dos, y ahora sólo entiendes el idioma del abismo. La palabra catástrofe suena tan habitual que no cabe su definición para abarcar lo que ahora escondes. Muerta tu alma, reposa en medio de una tierra que tembló con la furia natural que medio mundo ignora, y que el otro medio padece entre tinieblas. La tierra, rencorosa, devuelve el daño que recibe, pero lo hace en el lugar equivocado. La pobreza, las guerras, la muerte… todo confluye y te aprisiona, todo asfixia tus pulmones, llenos ahora de polvo y escombros. Y levantas la mirada, abres los brazos al cielo esperando que llegue la ayuda. Si la muerte vino del suelo, la salvación estará en las alturas. Y rezas, sin saber siquiera si Dios te escucha. Bien pensado, Dios seguro que está ocupado. Lo parece, al menos, recluida su imagen en la tierra entre paredes de mármol de un templo que sólo levanta la voz en busca del poder perdido, que escupe gilipolleces vestidas con sotanas acerca del infierno en la otra vida, cuando el infierno mismo está en esta, en la que todos vivimos. En la que tú mueres. El hábito frunce el ceño y susurra ‘qué pena’, pero no traiciona su descanso y compensa su mala conciencia con oraciones. También lo hacemos nosotros, que presenciamos tu tragedia desde el otro lado del mundo, pensando que siempre pagan los mismos los errores de los demás, que cambiaremos de canal cuando nos cansemos de llevar tres días viendo niños muertos, que no comprendemos que bajos los cascotes no se van sólo vidas, se muere una parte del mundo. Perdónanos por tapar con dinero nuestras miserias, por ayudarte a ponerte en pie pero luego evitar que te sostengas. Perdónanos por pensar que tus brazos abiertos al cielo preguntan siempre por qué, cuando en realidad tu voz en grito no deja de decir hasta cuándo…

1 comentario:

Montse dijo...

Ignacio te lo dije anoche y te lo repito ahora, me encanta ver lo bien que has madurado. Ya me sorprendías en aquellas aulas que compartimos y ahora más que sorprenderme lo que haces es que me sienta orgullosa de ti.

¿Te acuerdas que a veces os decía que me encantaría volver a compartir clases con vosotros/as cuando tuviérais 30? Ahora entenderás que disfrutaríamos todos más de las clases vosotros y yo. Así que ¿cómo movilizamos a la promoción de 2002?

Un abrazo, Montse.