miércoles, 25 de febrero de 2015

Segunda fotografía

Es imposible saber cuánta vida esconden unas arrugas, y cuántas caricias hay detrás de cada cicatriz. El tiempo es una mano que se cierra intentando retener un puñado de arena que se escurre, que se pierde, que sólo deja en la palma una parte de aquello que fue. Así, entre los dedos, se escapan las vivencias y se pierden los momentos, dejando algunos granos de tierra que nos acompañan para siempre: una marca en el rostro, piel dura sobre la herida que fue. A veces, incluso, de todo aquello sólo queda una mirada, un gesto, un pequeño destello de luz que mantiene calientes las brasas de la hoguera que un día existió, y que se resiste a apagarse del todo a pesar del viento que ha venido, de la lluvia que ha caído, del frío, siempre inevitable. Eran dos puntos discordantes en el pentagrama continuo y aséptico del hospital. Dos rostros diferentes en una sucesión de caras que alimentaban el tedio con bostezos, con conversaciones banales, con móviles que no paraban de mirar. Eran una historia de otro tiempo traída al presente por la fragilidad del cuerpo, llamados al mundo por una consulta rutinaria para la que ambos, juntos, debían esperar. Daba la impresión de llevar toda la vida uno al lado del otro. Ella en otro tiempo fuerte, motor al que aferrarse cuando el viento venía de cara; él siempre sacrificado, el sol castigando la piel con aquella fiereza con la que la intemperie araña el cuerpo de los que tienen poco. Una historia de hambre tejida a cuatro manos. Hay, quizá, hijos y nietos repartidos por el mundo, pero están lejos, y en aquella sala de espera se tienen tan sólo el uno al otro, como ha sido siempre. Juntos. Ella en la silla de ruedas, el cuerpo enjuto, la mitad de la mujer que fue por la curva a la que el calendario reduce la firmeza de los huesos. Él a su lado, en una silla, viendo cómo ella mira hacia la puerta de la consulta y sin perder de vista un detalle. El jersey cerrado sobre la camisa, el botón desabrochado descubriendo la camiseta interior. Impoluto. Ella con una toca negra sobre un jersey rosa, el contrapunto azul de los calcetines que asoman sobre unas piernas finísimas que parece que nunca más la vayan a sostener.
Juro que fue un instante, un gesto. A veces no se necesita más. No se lanzan deseos a las constelaciones que te miran fijamente desde el cielo sino a aquel destello fugaz que asoma por el rabillo del ojo y desafía a los indecisos: sólo puede elevar plegaria quien lleva de antemano definidas sus prioridades. Yo ni siquiera esperaba, no tenía un médico al que visitar pero un reportaje de rutina me había escupido allí, en aquel lugar silencioso, una tarde de invierno cualquiera. En medio del frío que derramaban las paredes preferí dejarme cubrir por su calor, a distancia, sin interrumpir su rutina de silencios. Pasaron muchos minutos pero no se dijeron una sola palabra. Quizá no las necesitaran. Llevaban tantos años hablándose que no se habían guardado para aquellos momentos nada que decir, y preferían mirar: él, a ella; ella, a la puerta de la consulta. Y luego el instante, el gesto, el relato escrito en un segundo.
Sin que se hubiera movido un ápice, la pequeña toca negra se dejó caer desde los hombros hacia delante, por un lado. Fue él, que la miraba, el que respondió a la llamada de la circunstancia y cogió con delicadeza la prenda para colocarla con pausa de nuevo en su lugar, y lo hizo con la presteza de quien se sabe devolviendo, a base de pequeños favores, una deuda que nunca pagará. Luego un cruce de miradas casi ensayado, la de ella que le busca a él para mostrar un agradecimiento que la garganta, rasgada, ya no puede expresar; la de él que se posa en la puerta de la consulta como si por perderla ambos de vista no se fuera a abrir más. La realidad es que rehúye un agradecimiento que no le corresponde. Le debe tanto. Sabe que las arrugas que pueblan el rostro de ella son por ella y por él, que los huesos se han gastado por la humedad de aquellos años del hambre, que hubo noches de rodillas rezando para que a él no se lo tragara la guerra. Que siempre estuvo a su lado, incluso cuando el frente se libraba a cientos de kilómetros de allí y la verdadera batalla era no olvidarse, que el barro no distorsionara el recuerdo caliente de lo que esperaba. Sabe que de todos los años que han vivido juntos, más de la mitad no han sido buenos. Y que ni siquiera la vejez le ha concedido un respiro y es ella quien necesita la silla y no él, que se empeña en empujarla porque si lo hace otra persona sería traicionarla. Un cruce de miradas que dura un instante y que pronto devuelve al uno con la vista puesta en la otra, a la otra con la mirada posada en la puerta.
Saqué el cuaderno de la pequeña mochila negra y garabateé una disculpa que colé por debajo de la puerta de la consulta. Les miré una última vez antes de marcharme de allí dejando colgado el reportaje. Parecían no haberse percatado de mi presencia, ni de ninguna otra. Eran el uno para el otro, juntos. Esperado salir del médico con una tregua que alejara el dolor durante algún tiempo más. Llegué a la calle con tu nombre atravesado en la garganta e intenté tragarlo mientras marcaba tu número con la esperanza de que no descolgaras, para evitarme claudicar ante el sonido de tu voz. Pero descolgaste, y no dijiste nada. Después de un minuto sin palabras, colgué. Y gané la calle pensando qué distintos aquellos dos silencios en el que a ellos no les quedaba nada por decirse, y en el que tú y yo no sabíamos por dónde empezar.

Y me dejé engullir por la lluvia sin saber cuánta vida escondían sus arrugas. Y aún hoy no sé cuántas caricias guardamos debajo de nuestras cicatrices.

martes, 17 de febrero de 2015

Pietà

Las noches de noviembre convertían la ciudad en un refugio de niebla y brea. Hacía mucho que el calor del verano había quedado atrás y en las calles no había rastro de la tibieza que regateó al calendario el sol tardío de finales de septiembre, un sol que apenas asomaba desde hace semanas ni siquiera para saludar. Al final de aquellos otoños, el invierno era en realidad una salida para todos, una escapatoria, porque el frío helaba las aguas de la marisma y retiraba del viento y la brisa aquella pátina de humedad que se pegaba a la piel y a la ropa, que dejaba una especie de tela densa en el paladar. Pero para eso aún quedaban unas semanas y sobre los adoquines de las calles se depositaban aquella noche pequeñas lágrimas desprendidas del agua estancada que rodeaba aquel lugar. A la tenue luz de las farolas, parecía que aquellos rincones brillaban cuando en realidad dolían, parecían lugares tranquilos en los que no se hubiera posado la culpa, esquinas sin trampa ni remordimientos. Cualquier visitante desprevenido podía sucumbir a la tentación de dejarse abrazar por aquella niebla y bajar a respirar el aire apelmazado que subía desde los pantanos y parecía dejarse caer sobre la ciudad, pero prono hubiera caído en la cuenta de una circunstancia extraña: ninguno de los habitantes de aquella urbe se dejaba engañar por la postal otoñal de sus noches, y eran muy pocos los que se atrevían, a partir de ciertas horas, a deambular por esas calles.
Quedaban por las aceras aquellos que no habían encontrado un refugio y aquellos que no habían perdido el tiempo en buscarlo, porque no lo tenían. La caída de la noche hacía aflorar a hombres y mujeres sin rostro que durante el día se ocultaban de la luz no por miedo a la claridad, sino por costumbre o por vergüenza, o por las heridas que en la piel y en los huesos dejaban los años dedicados a los excesos o a los vicios, o los años de músculos ateridos hechos al duro descanso de la calle. Caminaban por plazas y los callejones, se reunían en los soportales y había noches en las que dirimían sus diferencias a navajazos, dejando una huella de sangre en el asfalto y las baldosas cuando llegaba la luz del alba y volvían a retirarse a la sombra, a no dejarse ver para interrumpir el transcurrir del día a día. Sólo ellos parecían desafiar a la humedad en aquella noche de noviembre en la que las calles parecían, más que nunca, arañazos grises dibujados en medio de una nube de vaho por la garra de una bestia sin nombre, un laberinto de heridas viejas y costras azules apenas iluminadas por farolas que no impedían que en los lugares más escondidos hubiera demasiado espacio para la soledad. Sólo ellos en las aceras y en las calles de algunos barrios, por el asfalto, el traqueteo lento y cansado de los coches de policía.

No había buenas rondas nocturnas en noviembre. Hacía meses que los policías pedían al ayuntamiento que cambiara los coches del cuerpo de la ciudad porque los motores ya renqueaban y las entrañas de aquellos vehículos no escupían apenas potencia. Y luego estaba el frío, y aquella necesidad de bajarse una y otra vez de la tibia atmósfera del coche para comprobar puertas y candados, ventanas cerradas y dependencias municipales vacías. No, no había buenas rondas nocturnas en noviembre, y mucho menos cuando éstas se hacían sumidas en el silencio. No terminaba de cogerle el punto al nuevo compañero, del que apenas sabía nada. Jordi era un joven callado, introvertido y casi tímido, unas cualidades que a la hora de trabajar de noche y en aquella ciudad se convertían en síntomas, y lo que es peor en síntomas de debilidad. Lucas apenas sabía nada de él y no había conseguido arrancarle muchas palabras desde que dos horas atrás se habían sentado juntos en el coche y habían iniciado su primer turno en compañía. Echaba de menos a Juan, y sentía mucho haber perdido esa complicidad que le unía con su compañero ahora que éste se había jubilado. Sobre todo, sentía que no sabría qué decirle al nuevo si éste abriera la guantera y encontrara el paquete de cartas allí, esperando la partida de mitad de la noche con otra de las patrullas en la cafetería 24 horas. Apartó ese pensamiento de la cabeza y se esforzó por entablar una conversación con su nuevo compañero mientras enfilaba con el coche la zona peatonal que partía en dos una de las plazas de la ciudad, la más cercana al parque del Mediodía. Miró hacia los soportales y le pareció distinguir una discusión en la oscuridad, pero aceleró levemente en lugar de detener el vehículo y echar un vistazo a ver qué pasaba.

-Mejor que los navajazos se los den entre ellos que a alguno de nosotros –le dijo a su compañero mientras abandonaban la plaza por la otra punta y retomaban las calles oscuras en dirección a una de las entradas secundarias del parque.

En el último de los soportales, resguardada en la oscuridad, una figura se tensó al ver cómo se acercaba lentamente el coche de policía. Por un momento casi se detuvo, pero se lo pensó mejor y consideró que el movimiento le haría invisible. Igual que sucede en un río, donde es más fácil distinguir al pez que nada contra la corriente que a aquel que se deja llevar y se confunde con las aguas, pensó que la oscuridad le serviría de escondite mientras no se detuviera, mientras su sombra y las de la plaza siguieran el mismo curso. No pudo evitar, eso sí, meterse las manos dentro de los bolsillos del abrigo y repasar con los pulgares los contornos de los otros dedos, reconociendo aún en ellos algunos restos de sangre. Cuando el coche abandonó la plaza en dirección al parque, evitó correr, porque se había hecho a la idea de que tarde o temprano la encontrarían, y a pesar de la premura con la que el terror iba a amanecer no podrían avanzar mucho aquella noche, y deberían esperar a la luz del día para tratar de buscar algún indicio de su rastro. Mantuvo el paso firme, y sin apresurarse, se esforzó por recorrer el camino que le llevaba de vuelta a casa.

Había algo extraño en aquella entrada lateral. Lucas lo percibió cuando los faros del coche de policía alumbraron la reja, pero hasta que él y Jordi no hubieron bajado del vehículo no supieron identificar qué era. Ahora junto a la puerta metálica, de pie con las linternas, se dieron cuenta de que la cadena que aseguraba el cierre no estaba en su lugar, sino en el suelo, y de que la vieja entrada de reja no estaba cerrada del todo, sino torpemente encajada. Enfocaron con las linternas al frente y se introdujeron en el parque. Caminaron juntos unos metros hasta la primera bifurcación de caminos, apuntando siempre al frente con los pequeños haces de luz amarilla, y al llegar al punto en el que el sendero se separaba decidieron volver. Fue entonces, cuando retomaban la calle, cuando Jordi pareció distinguir algo entre los arbustos de su derecha y llamó con un siseo a su compañero: un pañuelo. Dejaron el camino de tierra y se metieron entre los matorrales de aquel lateral del parque apartando cuidadosamente las ramas, y haciendo que la niebla posada sobre las hojas mojara sus pantalones. Fue Lucas quien la vio primero, y sólo cuando detuvo la linterna y dejó de avanzar Jordi se dio cuenta de que había encontrado algo. Se puso junto a su compañero y recorrieron con la luz de ambas linternas un cuerpo de mujer, el cuerpo de una joven. Tumbada en el suelo, boca arriba, formaba un escorzo imposible y tenía los brazos levantados a los lados de la cabeza. En medio de sus ojos abiertos, sus pupilas desafiaban aquel cielo sin estrellas de la noche de noviembre en que la ciudad parecía un refugio de niebla y brea, y por un momento alguien hubiera dicho que la chica, en realidad, miraba. Y había mirado, no hacía mucho, pero para ella un telón negro había caído para siempre. Con la cabeza un poco echada hacia atrás, el corte que le atravesaba la garganta de lado a lado asemejaba una boca abierta en un último grito que no llegó a salir, que brotó en forma de aquella sangre oscura que se encharcaba a ambos lados de su cuello. Lucas hizo una seña a Jordi y éste salió a la calle, al coche, y dio el aviso a la central.

Cuando la quietud de aquella noche quedó rota por las sirenas, él ya se había despojado del abrigo mojado y se había secado el pelo, y no quedaba en sus dedos ni en sus uñas ningún resto de sangre. Avanzó despacio por el pasillo y abrió una de las puertas de la casa, y la vio. Durmiendo, tranquila, sin sobresaltos. Sin la agitación que llegaba con el día, con aquellos ojos demasiado juntos cerrados y la boca entreabierta, la baba cayendo sobre la almohada. Se acercó, le pasó una mano suavemente por el pelo y deseó que aquel sueño durara al menos unas horas, para que le diera tiempo a descansar.