martes, 17 de febrero de 2015

Pietà

Las noches de noviembre convertían la ciudad en un refugio de niebla y brea. Hacía mucho que el calor del verano había quedado atrás y en las calles no había rastro de la tibieza que regateó al calendario el sol tardío de finales de septiembre, un sol que apenas asomaba desde hace semanas ni siquiera para saludar. Al final de aquellos otoños, el invierno era en realidad una salida para todos, una escapatoria, porque el frío helaba las aguas de la marisma y retiraba del viento y la brisa aquella pátina de humedad que se pegaba a la piel y a la ropa, que dejaba una especie de tela densa en el paladar. Pero para eso aún quedaban unas semanas y sobre los adoquines de las calles se depositaban aquella noche pequeñas lágrimas desprendidas del agua estancada que rodeaba aquel lugar. A la tenue luz de las farolas, parecía que aquellos rincones brillaban cuando en realidad dolían, parecían lugares tranquilos en los que no se hubiera posado la culpa, esquinas sin trampa ni remordimientos. Cualquier visitante desprevenido podía sucumbir a la tentación de dejarse abrazar por aquella niebla y bajar a respirar el aire apelmazado que subía desde los pantanos y parecía dejarse caer sobre la ciudad, pero prono hubiera caído en la cuenta de una circunstancia extraña: ninguno de los habitantes de aquella urbe se dejaba engañar por la postal otoñal de sus noches, y eran muy pocos los que se atrevían, a partir de ciertas horas, a deambular por esas calles.
Quedaban por las aceras aquellos que no habían encontrado un refugio y aquellos que no habían perdido el tiempo en buscarlo, porque no lo tenían. La caída de la noche hacía aflorar a hombres y mujeres sin rostro que durante el día se ocultaban de la luz no por miedo a la claridad, sino por costumbre o por vergüenza, o por las heridas que en la piel y en los huesos dejaban los años dedicados a los excesos o a los vicios, o los años de músculos ateridos hechos al duro descanso de la calle. Caminaban por plazas y los callejones, se reunían en los soportales y había noches en las que dirimían sus diferencias a navajazos, dejando una huella de sangre en el asfalto y las baldosas cuando llegaba la luz del alba y volvían a retirarse a la sombra, a no dejarse ver para interrumpir el transcurrir del día a día. Sólo ellos parecían desafiar a la humedad en aquella noche de noviembre en la que las calles parecían, más que nunca, arañazos grises dibujados en medio de una nube de vaho por la garra de una bestia sin nombre, un laberinto de heridas viejas y costras azules apenas iluminadas por farolas que no impedían que en los lugares más escondidos hubiera demasiado espacio para la soledad. Sólo ellos en las aceras y en las calles de algunos barrios, por el asfalto, el traqueteo lento y cansado de los coches de policía.

No había buenas rondas nocturnas en noviembre. Hacía meses que los policías pedían al ayuntamiento que cambiara los coches del cuerpo de la ciudad porque los motores ya renqueaban y las entrañas de aquellos vehículos no escupían apenas potencia. Y luego estaba el frío, y aquella necesidad de bajarse una y otra vez de la tibia atmósfera del coche para comprobar puertas y candados, ventanas cerradas y dependencias municipales vacías. No, no había buenas rondas nocturnas en noviembre, y mucho menos cuando éstas se hacían sumidas en el silencio. No terminaba de cogerle el punto al nuevo compañero, del que apenas sabía nada. Jordi era un joven callado, introvertido y casi tímido, unas cualidades que a la hora de trabajar de noche y en aquella ciudad se convertían en síntomas, y lo que es peor en síntomas de debilidad. Lucas apenas sabía nada de él y no había conseguido arrancarle muchas palabras desde que dos horas atrás se habían sentado juntos en el coche y habían iniciado su primer turno en compañía. Echaba de menos a Juan, y sentía mucho haber perdido esa complicidad que le unía con su compañero ahora que éste se había jubilado. Sobre todo, sentía que no sabría qué decirle al nuevo si éste abriera la guantera y encontrara el paquete de cartas allí, esperando la partida de mitad de la noche con otra de las patrullas en la cafetería 24 horas. Apartó ese pensamiento de la cabeza y se esforzó por entablar una conversación con su nuevo compañero mientras enfilaba con el coche la zona peatonal que partía en dos una de las plazas de la ciudad, la más cercana al parque del Mediodía. Miró hacia los soportales y le pareció distinguir una discusión en la oscuridad, pero aceleró levemente en lugar de detener el vehículo y echar un vistazo a ver qué pasaba.

-Mejor que los navajazos se los den entre ellos que a alguno de nosotros –le dijo a su compañero mientras abandonaban la plaza por la otra punta y retomaban las calles oscuras en dirección a una de las entradas secundarias del parque.

En el último de los soportales, resguardada en la oscuridad, una figura se tensó al ver cómo se acercaba lentamente el coche de policía. Por un momento casi se detuvo, pero se lo pensó mejor y consideró que el movimiento le haría invisible. Igual que sucede en un río, donde es más fácil distinguir al pez que nada contra la corriente que a aquel que se deja llevar y se confunde con las aguas, pensó que la oscuridad le serviría de escondite mientras no se detuviera, mientras su sombra y las de la plaza siguieran el mismo curso. No pudo evitar, eso sí, meterse las manos dentro de los bolsillos del abrigo y repasar con los pulgares los contornos de los otros dedos, reconociendo aún en ellos algunos restos de sangre. Cuando el coche abandonó la plaza en dirección al parque, evitó correr, porque se había hecho a la idea de que tarde o temprano la encontrarían, y a pesar de la premura con la que el terror iba a amanecer no podrían avanzar mucho aquella noche, y deberían esperar a la luz del día para tratar de buscar algún indicio de su rastro. Mantuvo el paso firme, y sin apresurarse, se esforzó por recorrer el camino que le llevaba de vuelta a casa.

Había algo extraño en aquella entrada lateral. Lucas lo percibió cuando los faros del coche de policía alumbraron la reja, pero hasta que él y Jordi no hubieron bajado del vehículo no supieron identificar qué era. Ahora junto a la puerta metálica, de pie con las linternas, se dieron cuenta de que la cadena que aseguraba el cierre no estaba en su lugar, sino en el suelo, y de que la vieja entrada de reja no estaba cerrada del todo, sino torpemente encajada. Enfocaron con las linternas al frente y se introdujeron en el parque. Caminaron juntos unos metros hasta la primera bifurcación de caminos, apuntando siempre al frente con los pequeños haces de luz amarilla, y al llegar al punto en el que el sendero se separaba decidieron volver. Fue entonces, cuando retomaban la calle, cuando Jordi pareció distinguir algo entre los arbustos de su derecha y llamó con un siseo a su compañero: un pañuelo. Dejaron el camino de tierra y se metieron entre los matorrales de aquel lateral del parque apartando cuidadosamente las ramas, y haciendo que la niebla posada sobre las hojas mojara sus pantalones. Fue Lucas quien la vio primero, y sólo cuando detuvo la linterna y dejó de avanzar Jordi se dio cuenta de que había encontrado algo. Se puso junto a su compañero y recorrieron con la luz de ambas linternas un cuerpo de mujer, el cuerpo de una joven. Tumbada en el suelo, boca arriba, formaba un escorzo imposible y tenía los brazos levantados a los lados de la cabeza. En medio de sus ojos abiertos, sus pupilas desafiaban aquel cielo sin estrellas de la noche de noviembre en que la ciudad parecía un refugio de niebla y brea, y por un momento alguien hubiera dicho que la chica, en realidad, miraba. Y había mirado, no hacía mucho, pero para ella un telón negro había caído para siempre. Con la cabeza un poco echada hacia atrás, el corte que le atravesaba la garganta de lado a lado asemejaba una boca abierta en un último grito que no llegó a salir, que brotó en forma de aquella sangre oscura que se encharcaba a ambos lados de su cuello. Lucas hizo una seña a Jordi y éste salió a la calle, al coche, y dio el aviso a la central.

Cuando la quietud de aquella noche quedó rota por las sirenas, él ya se había despojado del abrigo mojado y se había secado el pelo, y no quedaba en sus dedos ni en sus uñas ningún resto de sangre. Avanzó despacio por el pasillo y abrió una de las puertas de la casa, y la vio. Durmiendo, tranquila, sin sobresaltos. Sin la agitación que llegaba con el día, con aquellos ojos demasiado juntos cerrados y la boca entreabierta, la baba cayendo sobre la almohada. Se acercó, le pasó una mano suavemente por el pelo y deseó que aquel sueño durara al menos unas horas, para que le diera tiempo a descansar.


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