jueves, 7 de noviembre de 2013

Un retrato en blanco y negro

Llevaba noches soñando con una piel que no conocía. Le sucedía a menudo que la memoria le traicionaba y mezclaba olores con sabores, el sudor de una mujer con el aliento cálido de otra, pero aquello era diferente. No le había pasado nunca. Aquel sueño que primero fue una noche de inquietud se convirtó pronto en una obsesión, en una coartada para adelantar el invierno y provocar una oscuridad ficticia a media tarde para buscarla, para coincidir con ella en cualquier rincón imaginario y recopilar pistas que le llevaran a encontrarla. Sin saber siquiera si existía sentía crecer en su interior la necesidad de conocerla.
¿Quién decía que era real? Quizá la mente hubiera agotado las múltiples combinaciones que ofrecía el cajón de los recuerdos y estuviera sumando detalles escogidos al azar de los actores secundarios que pueblan la película cotidiana de la realidad. El olor de la chica que iba dos filas delante en el autobús, y con la que no cruzó ni una sola palabra; o el pequeño grito que nació de la oscuridad del cine y que le erizó el vello del brazo, sin que pudiera identificar después a la autora con las luces encendidas. Eso lo explicaría todo. Porque cómo si no iba a tener una mujer el destello racial del día y la serena calma de la noche; cómo, si era real, llevaría tatuado sobre la piel al sol y a la luna, discutiendo por el brillo de su cuerpo. Cómo una piel tan cálida podía provocar aquel escalofrío.
Se limitó, pues, a soñarla. Se convenció de que no era real y se esforzó por aprendérsela en sueños.
Seguro de que no existía, se la sabía de memoria. Sin saber de dónde lo había sacado, se acostumbró a un olor que le acompañaba todas las noches. La besó tantas veces que se le venía al paladar ese regusto de mar en calma que dejaba después de irse, al retirarse de la costa de la noche tras un amanecer de marea baja. Podía identificar el ángulo que formaba su cuello cuando se descubría entero para él, medir la profundidad del pequeño hoyo que se formaba bajo su garganta, allí donde las clavículas se enganchan. Sabía que no existía, pero mientras pudiera soñarla aquello no le importaba.
Saciado como estaba por la ferocidad de sus sueños el mundo le sorprendió con la guardia baja. En aquella sala fría caldeada solo en el centro el presente le llegó con las manos heladas. Dispersos en torno a una tarima central, una veintena de alumnos preparaban los utensilios para pintar aquella mañana. La estancia olía a alcohol, pero aquella esencia hasta entonces imaginaria le envolvió desde atrás segundos antes de ver la espalda de una mujer envuelta en un albornoz: el pelo corto, la nuca recién mostrada. Llegó al centro de la sala y antes de que dejara caer la prenda azul supo que era ella, y no le sorprendió descubrir en su desnudez rincones ya visitados: el cuello terso, el hoyo de la garganta, la luna y el sol escritos sobre el vientre, el pequeño aro de plata luciendo en uno de sus pies. Se acomodó sobre la peana y le miró fijamente. Dejándose beber por esos ojos, empezó a dibujarla.
Una hora después, el resto de alumnos ya se había levantado y retirado con sus lienzos. Ella seguía mirándole pintar. No cogió la paleta en ningún momento, y unos minutos después el carboncillo casi se había consumido entre sus dedos. Dejó los restos junto al pequeño atril y observó sus sueños convertidos en realidad, en un retrato en blanco y negro. Inconscientemente, se llevó la mano a la cara y se dejó unas marcas negras a ambos lados de la nariz. Ella, desde el centro de la sala, sonrió.
No estaba muy seguro de si lo que vino después fue real o sólo uno más de aquellos sueños. No sabía si era real la marca del mordisco que sentía en el cuello, ni los surcos que tres uñas habían dibujado en su espalda. Boca arriba, sobre la cama, a la mañana siguiente, intentaba discernir si aquello en realidad había pasado. Cerró los ojos y una imagen acudió a su mente: la de ella recién duchada, con la piel envuelta en gotas de agua aún calientes, deslizándose junto a él bajo las mantas. Estiró la mano y notó las sábanas mojdas, todavía tibias, y supo que no había sido un sueño sino un recuerdo lo que su mente acababa de rescatar.
Miró hacia un lado y vio el retrato junto a la ventana. No era justo que de un sueño en color saliera una realidad en blanco y negro. Agarró un lápiz de cera y rellenó lso labios del dibujo con un color. Sin quererlo, sin pensarlo, con ello puso nombre también a sus futuros recuerdos...
...Rosa.