miércoles, 23 de marzo de 2011

El miedo detrás de la puerta

Todavía no sé cómo explicarlo. No encuentro las palabras. Sólo sé que un sudor frío me baña en estos momentos, y que estoy agachado, hecho un ovillo, tras la puerta de una habitación en la que el calor se escapa por las rendijas de la puerta en la que estoy apoyado. Me falla el pulso. La linterna con la que alumbro la habitación a oscuras se me cae de las manos, se me escurre, como si se tratara de un pez mojado que intento atrapar sin éxito. Cuando quiero cerrar el puño ya no está, y oigo el sonido metálico que hace al caer al suelo e impactar contra las baldosas frías. Espero que no se haya roto, porque entonces alrededor no habrá luz, sólo tinieblas, y no creo que eso sea bueno para mí.
Tengo miedo. Hasta ahora no sabía cómo definir esta sensación, pero ahora ya lo sé. Lo estoy aprendiendo sobre la marcha. A partir de ahora, cuando alguien me pregunte qué es el miedo, sabré responder: es un latido opresivo en el pecho, un zumbido constante en los oídos, el sudor frío que te quema en la espalda y este temblor de manos, a medio camino entre el nerviosismo y el tiritar, que convierte los objetos en agua. Al menos, la linterna funciona. ¿Dónde estoy? No quiero moverme del sitio en el que me encuentro, apoyado contra la puerta me siento seguro. Todo lo seguro, al menos, que se puede estar en un sitio desconocido, sin más luz que un pequeño haz redondo que no alcanza a definir la pared que tengo enfrente.
Aquí sólo hay polvo. Veo algunos muebles cubiertos con mantas blancas llenas de polvo, como si me encontrara en el trastero de una gran mansión, en una de las habitaciones de una casa enorme que ya nadie utiliza. Antes de olvidar estas cosas, las han tapado con mantas, pero el polvo ya ha convertido en inútiles tantas precauciones y se filtra por debajo de la tela que cubre la madera. Suponiendo que eso sean muebles. Llevo un rato aquí y ya me pica la garganta.
No veo nada más. Tampoco oigo nada. Bueno, sí, una gota que no para de caer en un rincón de esta habitación, no sé cuál, y que al principio sonaba hueca, como si cayera encima de un trozo de madera. Pero no puede ser, porque ahora, unos minutos después, empieza a sonar como si las gotas, al caer, no hicieran sino reunirse con otras muchas que ya cayeron antes, y que han formado un charco en el suelo. Tac. Tac. Tac. Tac… Voy a volverme loco. ¿Es de día o es de noche? ¿Qué querrán de mí? ¿Quiénes son? No sé si hacerme preguntas servirá de algo en mi situación porque, bien pensado, tampoco sé cuál es mi situación. Anoche, porque el día de ayer sí que tuvo noche, estaba en mi cama leyendo antes de dormir. Cuando el sueño me venció, apagué la luz y todo quedó a oscuras. Desde entonces sigue así. He despertado en esta habitación, en medio de este polvo que quizá fueron otras vidas, descalzo, con la única compañía de una linterna.
El corazón se me está acelerando poco a poco. Antes era un latido que me comprimía el pecho, pero ahora empieza a ser un dolor sordo que no sé cómo parar. Pum. Pum. Pum. Pum… Tengo que dejar de hacerme preguntas. No saber las respuestas no va a tranquilizarme, sólo conseguirá que mi corazón lata más deprisa, y que se me seque la boca. Tengo sed. No voy a hacerme más preguntas. Quizá esto sólo sea parte de un juego, de algo parecido a un enigma. O allá afuera, tras esta puerta que no puedo abrir, atrancada por fuera, en realidad lo que me espera es una fiesta sorpresa. Pero, entonces, ¿por qué estoy descalzo?
¡¡Pom!! ¿Qué ha sido eso? Dios mío, ¿qué ha sido eso? Tengo que tranquilizarme. La puerta se ha movido. Algo la ha golpeado con una violencia tremenda desde el otro lado. Se me va a salir el corazón por la boca. Por dios, no sé qué ha sido eso, pero no pued… ¡¡Pom!! ¡Otra vez! ¿Quién está ahí? ¿Qué hay al otro lado? Dios, no puedo, no, no, no puedo… un momento, algo se ha movido dentro de la habitación. Si lograra enfocarlo con la linterna. ¡Sí! Esa sábana se ha movido. Aún hay polvo flotando en el aire, una nubecilla, el rastro de ese movimiento. No sé qué está pasando aquí, no quiero saberlo, sólo quiero… ¡¡Pom!! ¡¡Pom!! ¡¡Pom!! ¿Qué quieren de mí? Se me ha caído la linterna… dónde está… no la encuentro… aquí… ¡Mierda! ¡Se ha roto! Ahora estoy ciego ante lo que me espera, pero sigo sin saber por qué la puerta tiembla, qué hay al otro lado que la empuja… joder, estoy llorando… ¡estoy llorando de miedo! Tengo que tranquilizarme, tengo que incorporarme y respirar hondo para tratar de mantener la compostu… ¡¡Pom!! ¡Joder! ¡Quiénes sois! ¡Qué queréis de mí! ¡Dejadme tranquilo! Sólo quiero volver a mi casa… sólo quiero vivir en paz… ¡¡Sólo quiero morir en paz!!
Si no salgo pronto de aquí voy a quitarme la vida, voy a morderme la lengua, voy a… ¡¡Pom!! ¡Mierda! Mierda… mierda… mierda… Tengo que secarme las lágrimas, voy a levantarme, voy a… voy a… no puedo ir a ninguna parte…

miércoles, 9 de marzo de 2011

Fragmentos (II)

párrafos al azar de una historia que busca su suerte

...pero la historia, como los dolores de cabeza, me estaba esperando aún. Una noche en la que las paredes de mi pequeña casa se hacían cada vez más estrechas y el aire más pesado, tanto que hasta se podía masticar, decidí buscar el refugio de la calle. Nada más llegar a aquel pequeño antro sopesé la posibilidad de que la locura adelantase a la lucidez, y perdiera el norte antes de encontrar el hilo del que tirar para desenredar esa historia que estaba persiguiendo. Cogí el abrigo y me metí en el bolsillo un ejemplar antiguo de Buenos días, tristeza de Francoise Sagan en francés, con el que llevaba tiempo peleándome para tratar de desentrañar una historia conocida en un idioma nuevo; y me aventuré a la noche. Quizá para hacerme un guiño, o para intentar avisarme del destino que me aguardaba a la vuelta de la esquina, aquella fue la primera noche primaveral que disfruté en mi nueva ciudad. Pronto lamenté llevar el abrigo puesto, aunque sin él no hubiera podido entrar en el bar con el libro en la mano y sentarme en una de las mesas, apartado de todo el mundo, para beberme una cerveza y brindar a la noche con mi soledad.
Cuando el camarero vino a mi mesa me limité a señalar una de las cervezas que había en la carta que había junto al cenicero, y le pedí también un chupito de bourbon para acompañarla. El local era una taberna irlandesa hecha casi toda en madera con una de esas barras que aparentan una antigua cama con dosel, recorrida por arriba por una vitrina, también de madera, que dejaba a la vista del cliente el inventario de bebidas que tenía a su alcance si quería recordar mientras bebía en una noche que pronto se borraría de su mente. No se debería alimentar la gula de esa forma, sobre todo si de la ansiedad de aquel romance dependía la salud de uno. El mismo camarero que me había tomado nota dejó ante mí una pinta de cerveza y un vaso, un poco más alto que un chupito, lleno a rebosar de un líquido ambarino que, como sabía por experiencia propia, pronto estaría ardiendo, garganta abajo, buscando apagar la hoguera que ya se había formado en mi estómago. Pagué la consumición antes de que el joven abandonara mi mesa y volviera al refugio de la barra, y abrí el libro con la intención de pelearme con el francés más puro que conocía, el lenguaje de Sagan, para tratar de olvidar todo lo que me rodeaba.
Tres páginas después, las cuales leí con mucho sufrimiento, me cansé de desentrañar el extraño lenguaje en el que el libro me hablaba, pero lo mantuve abierto, frente a mí, como excusa para radiografiar con la mirada todo el bar. Para tratarse de un día de diario, se podía decir que el local tenía su ambiente. Un ruidoso grupo de jóvenes bebía cerveza a toda velocidad en la barra, y había dos o tres mesas ocupadas, aparte de la mía. En una, una pareja hablaba en voz baja, mientras que en otra dos chicas jóvenes lo hacían con la voz lo suficientemente alta como para que pudiera darme cuenta, dos frases después, de que eran tan extrañas como yo, pero con algunas diferencias: ellas se reían en inglés mientras yo sudaba lo indecible para leer unas líneas en francés, parapetado como estaba en mi castellano más voraz. Enfrente de mí, junto a la pared, había otra mesa ocupada. En ella, una chica joven leía una edición antigua de un libro. Delataban su edad esos cortes de arriba abajo que se hacían en el lomo del mismo, provocados por el uso incontrolado. Yo tenía un par de volúmenes así, que leía compulsivamente siempre que podía. Algunos de ellos me habían acompañado hasta París, y me estarían esperando en su lecho de polvo a mi vuelta a casa.
Tenía el pelo corto, tan moreno como la noche, tan negro como sus ojos. El flequillo le caía por un lado de la cara y le tapaba uno de los ojos, pero dejaba al descubierto una gran parte de su boca. Tenía los labios finos, bien dibujados, y dejaban entrever una sonrisa etérea, de esas que no se olvidan. Llevaba un jersey oscuro de cuello vuelto, y mordía un lápiz mientras leía. De cuando en cuando, subrayaba algunos pasajes del libro, pero pronto se llevaba otra vez el lápiz a la boca, y seguía mordiendo la punta. Tenía las manos finas, y se mordía las uñas. El cuello asomaba apenas por encima de la tela del jersey, al igual que por debajo de su boca asomaba, en un lado, un lunar. Era preciosa. Sobre la mesa, junto al café que estaba tomando, había una bufanda azul. Me pasé un rato mirándola por encima del libro, concentrada como estaba ella en su lectura, casi absorta. Bebí un sorbo de cerveza y apuré de un trago el vaso de bourbon, y mientras me quemaba la garganta con su abrazo cerré el libro y lo dejé encima de la mesa. Absorta como estaba en las palabras que devoraba con aquellos ojos negros, casi tristes, decidí contemplarla sin disimulo. Un rato después, cerró el libro con el lápiz entre las páginas, apuró el café y levantó la vista, y sus ojos y los míos se encontraron. No sé de dónde saqué las fuerzas suficientes para sostenerle la mirada, pero cuando llevaba unos minutos naufragando en el oscuro mar de sus pupilas, sonrió.
Dejó la taza vacía sobre la mesa, recogió el bolso del suelo y metió allí el libro y la bufanda, y se marchó. Cuando se puso en pie pude ver que era un poco más baja que yo, y la fragilidad que delataban sus ojos estaba muy acorde con su cuerpo: pequeño, moreno, delgado. Caminó hacia la puerta y, cuando pasó junto a mi mesa, deslizó un dedo por el dorso de mi mano, en una caricia que me heló la sangre. Pude sentir cómo se trizaban uno a uno todos mis nervios, y un latigazo frío me golpeó en la base del cuello, junto a la nuca. No paró siquiera. Abrió la puerta del bar a mis espaldas y se perdió en la noche. Cuando quise reaccionar, ya era demasiado tarde. Salí atropelladamente del bar y no había rastro de ella. Corrí hasta una de las esquinas y tampoco encontré rastro alguno de su presencia en medio de la gente que, en esos momentos, caminaba quién sabe hacia donde...