lunes, 4 de marzo de 2013

Madrid

Cada visita a Madrid es un relato. Cada relato, además, es diferente, aunque siempre tienen algunos rasgos comunes. El que acaba esta tarde empezó un par de días atrás en una desierta estación de tren. Los andenes, vacíos; las escaleras mecánicas quietas. La pantalla parpadeando el último tren con destino a la capital, y unas letras devoradas en el silencio de un vagón en el que las risas se apagan por miedo a molestar, como si hubiera alguna situación en la que una risa molestara. Un viaje moderno, sin el traqueteo del que hablaban las antiguas vías, sólo un callado deslizar veloz hacia las luces siempre encendidas de una ciudad que no descansa. Más quietud en el taxi, pocas palabras en medio de un camino de grandes avenidas con pocos coches, muchos carriles y poco movimiento. Madrid recién levantada después del día, despertándose para la noche.
Y la noche son un montón de sonrisas en un bar estrecho. Caras conocidas, viejas historias y otras nuevas por escribir, conversaciones para formar nuevos lazos o tensar los ya existentes. Decía Humphrey Bogart que la patria reside en el lugar en el que uno más ha bebido. Por eso sé que yo soy de Madrid. Por eso y por esa capacidad de hacerme sentir un extraño recién llegado a casa. Alcohol y música de fondo, recuerdos encima de la mesa. Un puñado enorme de amigos para siempre brindando por aquello de envejecer, porque siempre viene bien echarse un año más a la espalda. Una noche con los de siempre y con gente nueva que ya camina hacia allí, hacia ese lugar del que no se sale nunca. Un sábado que empieza de noche y acaba en domingo por la mañana, y un domingo que empieza y termina en el sofá.
A cada visita, Madrid tiene un nuevo relato. Pero siempre guarda elementos comunes, como los hijos tan distintos de una familia bien, uno rubio y la otra morena pero con los ojos azules de la madre. Este relato tiene los mismos ojos de su padre. Y por eso, encuentra placer en algunas rutinas. Rutinas como salir de casa con las gafas de sol para provocar que llueva, como encerrarte en una librería que huele a café y salir con una bolsa cargada de nuevas historias, y comer sólo en un lugar de comida rápida en la que hay muchos como tú: comiendo solos, masticando en silencio y sin hablar. Y salir a la calle y ver que la osadía ha dado resultado, que toca volver a casa en metro porque el cielo se está viniendo abajo. Y arrancar de la bolsa algunas de esas historias y leerlas a mano alzada, mientras de fondo pasa una estación tras otra.
Y enamorarse tres o cuatro veces en el trayecto. La última, de una chica que sube delante de mí las escaleras mecánicas, tan profundamente que cuando llegamos a la punta y la veo marchar por otro camino, que no es el mío, me he puesto a llorar. Y ella, que ni lo sospecha, ni siquiera vuelve la vista atrás mientras se cubre con el paraguas y se marcha para siempre.
Por eso, por los elementos comunes que comparten los hijos de un mismo padre que se escriben en cada visita a Madrid, sé cómo acaba esta historia. Acaba con la pesadez de empujar una maleta calle abajo hasta el metro, sintiendo cómo el ruido de las ruedecitas al surcar las baldosas desiguales te señala, por mucho que a nadie le importe ese ruido o que nadie repare en ti. Si en Madrid empujas una maleta, te sientes señalado. Sobre todo cuando te vas. Y llegar a Atocha sin nadie que te despida, sin un abrazo ni un 'nos volveremos a ver'. Y caminar con la maleta en una mano y con el billete en la otra. Y llegar a la señorita que te sonríe en el control de acceso, tan pulcramente vestida con su pañuelo verde anudado al cuello, y arrancarle el billete de las manos, darle un abrazo tibio y dos besos, y decirle muy serio 'gracias por venir a despedirme'. Y dejarla allí, con las manos abiertas esperando los billetes que cuelgan de otras manos mientras le da las buenas tardes a otra gente y se pregunta, por dentro, qué hubiera pasado si me hubiera quedado un poco más, si Madrid no me escupiera de vuelta tan pronto. Y al último de la cola le pregunta si es cierto que pienso volver, como le he prometido.

Sí, es cierto, pienso volver. Porque cuando uno camina con los bolsillos vacíos no sabe decir que no a la posibilidad de escribir otra historia.