viernes, 21 de noviembre de 2008

Un extraño con recuerdos

Las notas del piano hacían temblar las volutas de humo que inundadan el local, y conferían a aquel lugar un aire plácido de madrugada. Fuera llovía, pero dentro sólo se escuchaba el tenue murmullo de la gente, y, por encima de él, la voz despiadada de una cantante que vomitaba himnos de esperanza y que, de vez en vez, dirigía una mirada furtiva, entre la curiosidad y la lujuria, a las mesas que ocupaban la platea.
Reconoció vagamente la melodía, pero no acertó a identificarla. Sentado, solo, en un rincón del bar, recorría con su dedo el borde de la copa, antes de apurar el whisky y hacer una seña al camarero para que volviera a llenarla. Había soñado muchas veces con un lugar como aquel, pero nunca en aquellas circunstancias, jamás rodeado de aquella soledad que empezaba a consumirle.
Se había imaginado en la misma mesa que ahora ocupaba, tarareando la melodía al oído de una mujer que se estremecía con cada jirón que sus dedos dibujaban en su espalda, acompañando con besos los silencios de la cantante, la misma que ahora aprovechaba una pausa para tomar un sorbo de agua.
Esa mujer no había existido, ni ahora ni nunca. No encontró jamás, en sus efímeras compañeras, nada que le invitara a quedarse más allá de una noche, una semana, un mes; y terminaba desapareciendo, sin decir nada, caminando despacio en mitad de la noche, mientras el eco de sus pasos inundaba los rincones de alguna calle vacía.
Miró por la ventana y dejó que sus recuerdos se empaparan de aquella lluvia que caía a la vez en todos los lugares. No vio más que vacío. Nada que rescatar en medio de la niebla, nadie a quien llamar entre tanta oscuridad, ningún lugar al que ir para esperar a que escampe.
'Nunca he formado parte de nada, de nadie, ni de ningún lugar', pensó, y no le faltaba razón. Sus años no dejarían ningún poso sobre el tapiz de la vida, ninguna sensación, ni una sola sonrisa. De su ausencia tampoco afloraría lágrima alguna. Podría desaparecer sin evocar siquiera una fría despedida, porque no tenía nadie a quien echar de menos.
Reparó en el coche aparcado en la acera justo en el momento en que un hombre alto, trajeado y con la mirada oscura abría la puerta del local, y dejaba que una lengua de frío partiera en dos la calidez del ambiente antes de dejar tras de sí la calle e introducirse en los rostros enfermos de angustia y las miradas ajadas de aquel ambiente.
Después de vacilar un momento, el intruso -porque eso era, un intruso con recuerdos, algo que el resto no tenía- se dirigió a su mesa, y esperó de pie a que le invitara a sentarse con él. Sin mirar hacia arriba, apartó con el pie la silla vacía y le invitó a sentarse. Cuando encontró su rostro a la misma altura, percibió un ansia nerviosa en su acompañante, aderezada quizá por un punto de locura.
-He venido a matarte -murmuró el hombre del traje.
-Lo sé -respondió, sereno, mientras hacía una seña al camarero-. Deja que te invite a un trago...