viernes, 14 de diciembre de 2012

En el río

Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos. Son lugares sombríos, zonas en las que la frondosidad de los árboles impide que pase la luz, lugares oscuros. En verano, cuando el sol cae a plomo sobre la ciudad y hace que uno sienta que las suelas de los zapatos se dejan la piel en el calor abrasador del asfalto, esos lugares conservan un frío que siempre eriza la piel. En invierno, cuando la noche limpia de enero ofrece en toda la ciudad una multitud de rincones donde intercambiar, en medio del temblor, besos en los portales, de lo más profundo del río emerge en esos lugares una niebla amenazante que enturbia la paz de un cauce que alberga vida en su vientre, por más que esa vida esquive siempre que puede aquellos lugares de sombra, las zonas en las que no entra la luz. Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos
El tiempo ha tratado con fiereza aquellos lugares de sombra. Se ha encargado de construir pequeñas barreras naturales que, una detrás de otra, parecen infranqueables; suficientes para que las marcas de vida sean mínimas en un lugar dibujado con señales de lo cerca que está la muerte. Los juncos que se levantan en la orilla son un metro más altos que los que flanquean el río en otros lugares, y duros, tanto que apenas hay diferencia alguna entre acariciar el canto de sus hojas y deslizar los dedos, presionando, por el filo de un cuchillo. En la orilla hay plantas con el tallo rojo porque crecieron allá donde alguna vez hubo un charco de sangre, y se bebieron la vida allí derramada para crecer desafiantes, coloradas, en medio de un lugar donde sólo habita negrura. Los árboles cerraron sus ramas para que éstas crecieran muy cerquita del tronco, como si fueran personas enormes que quieren abrazarse a sí mismas para evitar que el frío penetre la piel y cale todos los huesos. A pesar de las ramas, los árboles están helados, y sus hojas brotan con un color enfermizo, un verde pálido casi amarillo, un tono opaco, unas junto a las otras, para que no penetre la luz. Entre las plantas rojas y los árboles, maleza. Hierbajos grandes y pequeños que esconden pinchos en sus hojas y que crecen junto a las agujas que dejan ahí los únicos que se atreven a pisar, los desheredados de la tierra, los que van al lugar donde todo te lo juegas porque ya no tienes nada que perder. Hierbajos punzantes entre los que se esconden algunos grillos como hilo musical para coronar con un sonido estridente una estampa desoladora. Tampoco los grillos son corrientes. No producen el sonido acompasado que alguien, sentado al borde del río, puede confundir con música de verano en una noche llena de estrellas. Los grillos de la oscuridad son grillos cansados, que estiran el cri de su canto con dos, tres, diez o cien vocales, como las uñas de una garra rasgando una pared.
La vida que ocupa el soto inundable del río es una vida muy parecida a la muerte. Muy parecida a los peces que flotan de costado y que ni van ni vienen por las aguas negras, estancadas, porque en esos lugares de sombra apenas queda corriente. Son cuerpos en descomposición que bailan en el agua con las escamas brillantes de su vientre apuntando directamente a la luna, como lágrimas de plata en aquel llanto de podredumbre. Mecidos por el vaivén de las aguas, son comas de un gris reluciente en medio de un mar de puntos suspensivos. Entre ellos, y por debajo, se mueven pequeños peces negros que parecen reptar como serpientes más que nadar. Son cuerpos afilados con pequeñas aletas que mueven frenéticamente de oscuridad en oscuridad, tratando de salir de la sombra que les envuelve. Sin conseguirlo. En la ciudad cuentan que son peces con un solo ojo, un ojo a un lado de la cabeza y una cuenca vacía en el otro, incapaces de ver la totalidad del camino y condenados por siempre a nadar en círculos, en una sola dirección. Nadie que haya franqueado las hierbas punzantes, las plantas del tallo rojo como la sangre y los troncos de los árboles ateridos de frío ha vuelto para contarlo. Nadie que haya respirado lo suficiente el aire pesado con el canto crónico de los grillos y que se haya aventurado a meterse en las aguas oscuras para nadar con los peces muertos, para sentir entre sus piernas y por la planta de sus pies la ligereza de los cuerpos negros de aletas pequeñas ha vuelto para contarlo. Para decirle al resto de la gente que no es verdad, que los peces nadan en círculo por el frío, o por la suciedad, o por lo que sea, pero que son peces con dos ojos. Nadie ha vuelto para desmentir al resto porque quien atraviesa los lugares oscuros lo hacen para no volver. Son gentes que no tienen nada que perder..
No siempre fue así. Años atrás el soto inundable era agua, y cuando el agua se retiró hasta formar el cauce actual, más o menos estabilizado desde hace una década, el soto era un lugar para enterrar los sueños prohibidos, para escribir, para leer. Para disfrutar de los amores furtivos que uno oculta al resto de la gente por temor a que se manchen, a que se ensucien y ya no sepan igual. Un lugar donde acudir para robar el primer beso de una chica, para rozar por primera vez la espalda desnuda de una joven, para perderse un rato entre los pechos desnudos de una mujer. Antes de los charcos de sangre que alumbraron las plantas de tallo rojo hubo jóvenes disfrutando de su primera vez. Antes de que los grillos cantaran quejumbrosos hubo parejas robándole un polvo furioso a una madrugada de feria. Antes de que los peces flotaran, muertos, en la superficie hubo te quieros disparados con los pies mojados por el río..
En una buena parte del cauce que discurre por la ciudad, esos lugares continúan intactos. El tiempo no ha podido con ellos a pesar de que la ciudad empezó abrazada al río y ahora es el río el que trata de sobrevivir en medio de la ciudad. En una buena parte de sus aguas todavía se reflejan los rayos del sol, todavía hay peces que boquean hacia la superficie para recoger insectos muertos o migas de pan, todavía hay lugares para la vida. .
En otros no. Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos. Y esta noche de febrero, entre la niebla que enturbia el soto en uno de esos lugares hay dos pares de ojos abiertos de par en mar, dos cuerpos encogidos mirando al frente. Junto a los tallos rojos de las plantas de sangre hay unos ojos cerrados que no paran de llorar mientras el cuerpo se balancea hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Y en el agua, en aquel frío que congela y en medio de las lágrimas de plata que flotan, muertas, en la superficie, hay un cadáver boca abajo, con las piernas muy abiertas y los brazos en cruz. Y baila, como bailan los vientres escamados que lo rodean.
Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos.