lunes, 26 de septiembre de 2011

Versos para una boda



La vida es una batalla en la que uno necesita aliados
Encontrar en otras manos unas manos amigas
Descubrir en otros labios unos besos olvidados
En otros brazos, un abrazo; una vida en otra vida

Nadie puede tragarse solo todo el polvo del camino
Masticar toda la tierra que el mundo escupe con saña
Aguantar las cuchilladas que tienes guardadas el destino
Sin sangrar sobre otra piel las heridas del mañana

Once años os contemplan, el futuro ya os aguarda
Las miradas serán siempre más ardientes que los votos,
Y hoy vosotros os miráis, desde dentro, desde el alma,
Hoy dejáis de ser un yo para convertiros en nosotros

Escribís la nueva historia los dos cogidos de la mano
Respiráis juntos, a la vez, las horas, los días, las semanas,
Hoy Pedro eres ya, más que un amigo, un hermano
Porque sostienes lo más grande, que es la vida de mi hermana

En sus miedos van mis miedos, en sus lágrimas mi llanto
En sus labios va dibujada la sombra de mi sonrisa
En sus ojos van mis sueños, en sus manos lleva tanto
Que tendrás que descubrirla muy despacio, sin prisa

Vendrán vientos traicioneros que agitarán vuestras verdades
Pero ahora sois más fuertes, juntos no hay quien os derrita
Y aunque llegue el frío del tiempo a romperos las edades
Las desgracias se dividen, las alegrías se multiplican

No hagáis caso de las voces que gritan por los pasillos
Ni de los ruidos que pelean por interrumpir vuestra canción
Las notas de vuestro amor resuenan más que los chillidos
Porque no hay acordes más grandes que los latidos del corazón

Brindo por el pasado, que es el que os ha unido
Brindo por todos los besos que tenéis que compartir
Levanto mi copa por ti, por él, por lo que habéis vivido
Y por todas esas caricias que aún están por venir

Por que no se atreva el mundo a dejaros en el olvido
Por que no empañen las lágrimas vuestras nuevas noches de abril

lunes, 5 de septiembre de 2011

Pesadilla

Hacía frío, así que se cerró la gabardina y cruzó los brazos por delante del pecho, como si ese simple gesto sirviera para calentarse en mitad de aquella noche helada. La cola no avanzaba. Hacía veinte minutos que se había colocado en la fila delante de la taquilla, y apenas había caminado unos pasos. Si no se daban prisa por ahí delante, no llegaría a ver el inicio de la película. Lo cierto es que ni siquiera recordaba el título de la película que había ido a ver, así que levantó la cabeza y recorrió con la vista las imágenes que, en la marquesina del cine, mostraban la oferta para aquella noche. Recordó el nombre justo un segundo antes de localizar la imagen del cartel, el cuarto desde la derecha. Bien pensado, aquella no era su gabardina. O eso creía él. No recordaba haberla comprado nunca, así que se palpó instintivamente los bolsillo hasta que encontró lo que buscaba: un pequeño botón negro que siempre llevaba encima, a pesar de que nunca sabía de dónde lo había sacado. Lo acarició con los dedos, sin sacarlo del bolsillo, y se tranquilizó un poco. Justo en ese momento, la fila avanzó otro poco, y se situó unos pasos más cerca de la ventanilla.
Tenía el botón entre los dedos, así que no podía pasarle nada. No podía explicar por qué esa sensación, la del pequeño trozo de plástico redondo resbalando entre sus yemas, le servía para calmarse y le daba tranquilidad. No había una explicación razonable para ello. Y sin embargo. En los momentos más importantes de su vida, había estado con él, entre sus manos. Lo estaba apretando con el índice y el pulgar cuando el profesor dictaba las preguntas del último examen que le quedaba para acabar la carrera. Con los ojos cerrados, escuchó cómo una a una iban saliendo aquellas que mejor se había preparado, y supo que su sueño estaba a punto de cumplirse. También lo llevaba en la mano, apretado en el puño, cuando se acercó por primera vez a ella, la que luego fue su mujer, para decirle que le gustaba. Y estaba bien guardado en el bolsillo, debajo del pañuelo, el día de su boda. Ese botón le había acompañado en todos los momentos importantes. Y ahora estaba ahí, en el bolsillo, resguardado del frío, esperando a que le llegara el turno para entrar junto a él a la película.
Cuando llegó su turno, la cara de la taquillera le resultó familiar. Era muy parecida a la de una compañera de clase, en la facultad, a la que no veía desde hace unos años. Con una salvedad: aquella chica se llamaba Elena y la que ahora estaba frente a él, preguntándole qué película era la que había venido a ver, tenía una chapita en la solapa en la que ponía, con letras mayúsculas, Gema. Además, Elena se marchó después de acabar la carrera a otro país, y al menos que él supiera, no había vuelto. Compró la entrada y se encaminó hacia la puerta del cine, deseando ya que se abriera para recibirle con el calor de la sala.
El cambio de temperatura no hizo, sin embargo, que se quitara la gabardina. Era extraño. Como si su cuerpo se hubiera adaptado al calor que ahora le envolvía sin necesidad de despojarse de ropa. Como si la gabardina, y todo lo que llevaba puesto, formara parte de su piel. Localizó la sala en la que proyectaban la película y miró el reloj para preguntarse si le daba tiempo a comprar un refresco antes de entrar. Quedaban cinco minutos, y la cola en el puesto de las palomitas era aún mayor que la que había en la taquilla. Decidió entrar y sentarse a esperar el comienzo del filme.
Llevaba diez minutos sentado en su asiento, con la gabardina puesta, cuando una figura femenina cruzó delante de él, una fila más allá, y se sentó justo a su derecha. Estaba viendo los tráilers, pero no pudo evitar desviar la mirada hacia el perfil menudo que acababa de cruzarse ante él. Era ella. No la había visto desde que le había dejado, desde que decidió que los caminos que un día unieron ya no iban hacia el mismo lugar. Pensó en decirle algo, pero desistió, porque no quería que le llamaran la atención en el cine. Siempre le había dado vergüenza. A pesar de que intentó tranquilizarse, notó cómo el nerviosismo que había provocado su llegada iba creciendo poco a poco, hasta el punto de que, unos minutos después de que ella apareciera, no era su corazón el que latía en su pecho, sino una ira sorda que no le dejaba respirar.
Metió la mano en el bolsillo de la gabardina para buscar el botón, sabiendo que estaría allí. Pero el botón no estaba. En su lugar había un objeto frío, pequeño, que rodeó con la palma de la mano antes de sacarlo para ver qué era. Cuando la pantalla cambió de anuncio, pudo ver que sostenía la empuñadura de una navaja, de esas que llevan la cuchilla hundida en medio. Sin saber por qué, la desplegó, y la observó un segundo antes de agachar la mano y ponerla junto a su pierna, para evitar que el reflejo de la luz en el filo atrajera algunas miradas. No quería que le llamaran la atención en el cine. Se pasó la navaja, cuidadosamente, de la mano derecha, en la que la sostenía, a la mano izquierda, su mano natural. Ser zurdo era, según se mire, una ventaja.
Fue su cuerpo quien respondió por él. Cuando la película empezó, y la oscuridad de un bosque en el que la protagonista corría al inicio del filme llenó la pantalla, se inclinó hacia delante hasta que estuvo justo detrás de ella. Luego todo sucedió muy deprisa. Como si de unas manos expertas se tratasen, rodeó con la derecha la cabeza de la chica y puso la palma en su frente, empujándola hacia atrás, al tiempo que apoyaba la punta de la navaja en el lado derecho de su cuello, y la deslizaba con celeridad, hundiéndola cada vez más, hacia el otro lado. Una sábana de sangre cubrió la garganta de la chica, de la que salió un grito ahogado que nadie pudo escuchar.
En ese momento despertó. Se incorporó de un salto y quedó sentado en la cama, jadeando. Un sudor frío le recorría la espalda. La habitación estaba vacía, y la ventana, abierta. Trató de tranquilizarse y respiró hondo un par de veces, antes de volver la cabeza y ver, en la mesita, el pequeño botón. Lo cogió y lo apretó un par de veces, hasta sentir cómo su corazón recuperaba poco a poco su ritmo normal, y su pecho ya no palpitaba. Dejó el botón otra vez en la mesita, a mano, bien cerca, por si lo necesitaba otra vez, y miró el reloj. Eran las 3.42 de la mañana. Se levantó y se encaminó al baño, para beber un poco de agua. Encendió la luz y se miró en el espejo, y descubrió una frente perlada de sudor, un rostro pálido como la luna. Tenía mala cara. Abrió el grifo y ahuecó las manos al ponerlas debajo, para beber.

Entonces, el lavabo se llenó de sangre.