jueves, 21 de febrero de 2013

El traje

Llevaba un montón de horas despierto, y por eso le parecía que la vida pasaba muy despacio. La falta de sueño hacía que ahora, recién estrenado el día, él tuviera en el paladar aquel sabor salado del declinar de una tarde de invierno, por mucho que en el reloj marcaran las nueve de la mañana. Acababa de llegar a casa, y su cuerpo, ajeno a la realidad de aquel día, empezaba a reclamar su desayuno. Caminó con pausa hasta la cocina y coló los posos del café de la noche anterior mientras calentaba en una sartén dos pedazos de pan duro. Se sentó a la mesa y masticó muy despacio, como queriendo tomar conciencia del acto de comer, como si el desayuno de por sí no bastara para saciar el estómago y hubiera que hacerle entender que, en efecto, estaba comiendo, y que ya podía parar de protestar. En el silencio de la casa sólo se escuchaba el ruido sordo del motor de la nevera y sus mandíbulas cansadas intentando abrirse paso a través del mendrugo de pan. Tenía la radio delante, como siempre, pero apagada. A nadie le apetece escuchar las noticias cuando a uno le golpea la realidad.
Cuando acabó el desayuno apuró de un sorbo el café aguado y se fue a la habitación. A pesar de la noche en vela, no notaba el cansancio, como si su cuerpo sólo fuera capaz de concentrarse en una tarea a la vez. Ahora tocaba la digestión. Cuando llegó al dormitorio vio el traje pulcramente estirado sobre la cama, y se obligó a no sentarse por miedo a no poderse levantar. Se desnudó y dejó la ropa en el suelo, echa un montón, y se fue directo al baño. Abrió el grifo del agua caliente y mientras dejaba que ésta corriera, se miró en el espejo. Repasó una por una las imperfecciones de ese cuerpo desnudo de setenta y seis años, y sintió que más que la muerte, le pesaba la vida. Dejó que el agua le golpeara en la espalda unos instantes y se duchó todo lo deprisa que pudo. Cuando acabó, se secó cuidadosamente y volvió desnudo a la habitación.
Faltaban diez minutos para las diez cuando empezó a ponerse el traje. Su piel agradeció el tacto frío de la camisa después del calor de la ducha, y él se dejó hacer por el abrazo de la ropa recién planchada. La había abotonado casi por completo cuando se tomó un minuto para deslizar la yema de sus dedos por la fina tela de la camisa, de arriba abajo, como si él mismo se acariciara. Luego estiró el cuello y en medio de la piel que le colgaba abrochó el último botón, el que siempre le molestaba. Odiaba tener que ponerse una corbata. Eligió una de las que había encima del sillón, con el nudo ya hecho, y se la puso. Estaba ajustando la lazada en el cuello cuando se detuvo, ante el espejo, y levantó las dos manos, poniéndolas ante sí, con las palmas apuntándole hacia la cara. Y así, recorriendo con la vista los surcos de la vida en sus arrugas, le dio por pensar en qué momento se había acabado el mundo, pensó que no se había dado cuenta de que ya nada giraba. Y pensó, también, que era un poder macabro aquel de quitarse la vida, un poder que nadie debería tener. Nadie debería tener la oportunidad de matarse.
Terminó de arreglarse y se sentó junto a la ventana, dejando que le cayeran sobre la cara los rayos del sol. Qué soleados suelen ser los días más grises de la vida de uno. Allí, sentado, se enfrentó a lo que más temía, a la espera, a la pausa. Faltaba un rato para que vinieran a por él pero él ya estaba listo, arreglado, acostumbrado a una vida de setenta y seis años a la que nunca quiso llegar tarde. Estaba sentado cuando volvió a escuchar aquellas palabras.
-Papá, nos echan de casa.
Las oyó con tal claridad que casi le pareció estar otra vez como ayer, de pie en la sala de estar, con el teléfono pegado a la oreja escuchando por última vez la voz del hijo al que estaba a punto de perder. Y la vista se le fue a la foto de la mesita, la foto de su hijo con su mujer, sonrientes los dos, junto a aquellas dos princesitas que tenían que aprender a vivir ahora sin su padre. Y casi pudo notar en la punta de los dedos el acabado de la madera del ataúd que había acariciado esa mañana por última vez antes de volver a casa a prepararse para el entierro.
Miró de nuevo a la calle y por un momento, creyó verlo ahí tirado, desparramado en la acera, la vida revuelta en vísceras, teñida de sangre. Así lo encontró la policía, con los brazos abiertos como un cristo escupido de la cruz, como un cristo, de verdad, desahuciado. Tuvo que ir a reconocerlo antes de que se lo dieran. “Ha dejado una nota”, había dicho la policía, pero a él no le importaba, no quería leerla. El olor metálico de la sala en la que lo cubrió con la sábana para siempre fue lo último que se le vino a la mente cuando se descubrió mirando fijamente hacia abajo, hacia la acera, con una pregunta en la punta de la lengua. ¿Quién vendría a reconocerme a mí? Antes de que volviera a hacerse esa pregunta, un coche se detuvo frente a la casa y él se incorporó para salir, apartando de un manotazo la idea de volar ventana abajo como un cristo ajado recién escupido por la cruz. Cogió la chaqueta y se fue.

Porque nadie debería tener el macabro poder de quitarse la vida.

jueves, 7 de febrero de 2013

Mentiras

No nos duele tirar las mañanas porque no somos conscientes de las pocas que nos quedan. Cada vez menos. Por eso estoy dejando que el sol asome poco a poco y vaya cubriendo los agujeros de la persiana a medio bajar mientras ella remolonea encima de la cama, con esa desnudez rotunda de una piel morena que no ha conocido aún años marchitos. Años, los años, todos los que nos separan siguen apilados entre la ropa, amontonados allí donde los dejamos anoche cuando decidimos que más allá de la gente queríamos hablar el mismo idioma aun sabiendo que los verbos de la piel se conjugan en presente, y no en futuro. Sabe que ya he escrito muchos despertares y que ella quizá no sea mi mejor discurso, como yo sé también que nunca seré parte de sus mejores amaneceres, pero durante una noche apartamos la risa en medio del bar, la mirada sostenida durante un par de segundos, para sujetarnos el aliento el uno al otro, para dejar que me llenara la piel con el perfume de su saliva. Y aquí estoy, una mañana más, sin saber cuántas me quedan, sentado en el suelo junto a una pila de ropa, y de años, fumando en silencio mientras espero que la noche no se termine nunca, tratando de ignorar el sol que se filtra ya por la ventana. Dejándola soñar aun sabiendo que no es conmigo. Nervioso, ansioso por que despierte.
Ni siquiera recuerdo cuándo la conocí, cómo nos conocimos. Seguramente fue una noche en la que yo bebía y ella bailaba. O en la que ella reía con sus amigas, y yo bebía. Siempre a unos metros de distancia pero con ese algo rozándome los nervios, diciéndome que ella estaba allí. Encontrándola después de cada trago sin saber siquiera que la buscaba. Los dos solos en medio del ruido de aquel bar lleno de gente en el que yo pedía una canción tras otra, y ella las bailaba con la inocencia fingida de una niña que ya es mujer, con esa sonrisa que disparaba cada vez que la miraba. Un trago, una canción, otra sonrisa. Otro trago, otra sonrisa, otra canción mal disparada. ‘Bailas muy bien’, le dije; me contestó ‘eso es mentira’, y después de darse una vuelta y ocultarme unos instantes tras su pelo, me abrió las puertas de esta noche con una llave de cinco palabras, ‘me encanta que me mientas’. Tuvo suerte, mentir se me da bien. Y ahora estoy sentado en el suelo, junto a la cama, viéndola dormir boca abajo, desnuda, después de hablarle durante horas sin haberle dicho una sola verdad a pesar de haber llenado el silencio que dejó la música con palabras.
Todavía es de noche, quise decirle, cuando abrió los ojos con el pelo cayéndole sobre la cara. Me miró un instante y los volvió a cerrar, con media sonrisa asomándose a los labios. Se removió y me incorporé un poco para ver el contraste de su piel morena en medio de aquel mar de tela blanca. Para buscar esa cuenca de sudor en la parte baja de su espalda, allí donde se concentraban las gotas que bajaban lentamente acariciándole la columna. El pelo empapado de su nuca. La exploraba de nuevo para comprobar que ya me la sabía de memoria cuando abrió un ojo y me miró de lado, dejándose acariciar. Con la yema de mis dedos empecé a dibujarle letras en la espalda. Primero, las de su nombre, subrayando con lentitud cada una de sus vocales. Respondió con un ligero movimiento a la única verdad que le había dicho en todo el día. Todavía boca abajo ladeó un poco la cabeza, la mirada abierta ya de par en par. Y así, entre las sábanas revueltas, me clavó sus pupilas y sonrió por un costado, estirando su mano para tocar la mía mientras saboreaba todavía su sudor en la punta de la lengua. Con sus dedos entre mis dedos, con su sabor en la punta de la boca, borré mentalmente las letras de su nombre y empecé a dibujar otras bien distintas. Ocho imposibles de pronunciar. ‘Te quiero’. Cuando acabé, después de dejarse hacer, se tumbó de lado y volvió a ser la misma niña que ya es mujer. Sonrió de nuevo.
‘Me encanta que me mientas’.