domingo, 19 de febrero de 2012

Noche de Carnaval

Apagó la ducha, abrió la cortina y puso los pies descalzos sobre las baldosas. Las gotas caían una a una de su cuerpo y empezaban a formar un pequeño charco a su alrededor mientras ella, absorta, contemplaba su rostro deformado por el vaho que cubría el espejo. Tardó unos segundos en reaccionar, en despertar de la cálida ensoñación que envolvía el cuarto de baño y alcanzar una toalla blanca, suave, con la que envolverse el cuerpo. Se secó minuciosamente y cogió una toalla más pequeña, también blanca, y se la enrolló en el pelo. Le gustaba cómo olía su pelo recién lavado, a esa mezcla de camomila y limón que se anunciaba en la pegatina del champú.
Dejó la toalla más grande atrás y caminó desnuda por el pasillo en penumbra, hasta llegar a su habitación. Se sentó frente a un pequeño tocador antiguo, con dos bombillas coronando un espejo redondo de otra época, de otro tiempo. Quizá de un tiempo que nunca fue. Sentada, expuesta al frío de la habitación vacía, veía cómo sus pezones, rosas, se iban endureciendo, coronando sus pechos, demasiado pequeños, puntiagudos. Se sacudió un poco para sacarse el frío de encima, pero los finos vellos de los hombros ya se estaban erizando. Abrió uno de los cajones que quedaba a su derecha y sacó tres tarros iguales, blancos y redondos, con tapas negras.
Abrió uno de ellos y miró su interior, antes de introducir dos dedos, el índice y el corazón de la mano derecha, y extraer un pegote de pintura blanca que se fue extendiendo poco a poco sobre la cara. Rugosa al tacto, la pintura, fría, penetraba en sus poros, abiertos por el calor del baño reciente, y calaba en ellos una melancolía que no se podía quitar de encima. Restregaba con cuidado el mejunje por las mejillas, alrededor de los ojos, por la frente. Cogió un poco más de pintura y se la puso en la barbilla, cubriendo por completo la redondez de su mandíbula, apretando por debajo hasta notarse la lengua, rozando con los dedos los lóbulos de sus orejas. Así, incluso con la pintura, era hermosa. Terriblemente hermosa. De una belleza heladora. Un mimo sin gestos ni movimientos, una palabra muda, petrificada.
Se limpió los dedos en la toalla que llevaba enrollada en el pelo y se miró en el espejo. Aún no. El disfraz no estaba completo. Abrió otro tarro y repitió la operación, esta vez con pintura negra, y esta vez con un solo dedo, el índice, para llevarse a la cara una cantidad menor. La extendió por encima del os párpados, rozando las pestañas, por debajo de los ojos. Dos ojos verdes que debían ser hermosos de no ser porque eran estanques de aguas vacías, lagunas sin vida, tristeza pura. Cuando acabó, las dos pupilas turquesa, como el mar en el horizonte una tarde de verano, estaban coronadas por dos círculos negros, desiguales, uno más grande que el otro. El mimo sin gestos era ahora un arlequín sin gracia, una figura de tez blanca y mirada negra. Una sonrisa a medio camino entre el bien y el mal.
Enrolló el dedo en la toalla y dejó un rastro negro en mitad del blanco inmaculado. Se miró en el espejo. Todavía no. Aún no tenía el disfraz. Abrió el tarro que le quedaba: estaba vacío. No pareció sorprenderse. Repasó con la vista el tocador y encontró un pequeño cortaúñas puntiagudo. Lo agarró y se lo clavó en el dedo índice que al principio fue blanco, que luego fue negro, que esperaba ahora otro color. Del pinchazo empezó a manar pronto un hilo de sangre, que ella comenzó a restregarse por la nariz. Hacía círculos con cuidado alrededor de la punta, de esa pequeña curva perfecta que daba a su rostro una geometría impecable. Una belleza inalcanzable. Mientras lo hacía, le llegaba el olor de la sangre, ese olor que llega primero al paladar y devuelve el sabor contundente de ese líquido rojo en el que nos va la vida. Le dolía el dedo, y del dolor y el olor de la sangre brotaba un recuerdo cercano, uno cualquiera, sin rostro ni nombre, un recuerdo conocido, doloroso, sangrante. De los que no se olvidan. El mimo que fue primero, sin gestos, el arlequín sin gracia después, era ahora un payaso sin motivos para reír, sin alma para bromas.
Se quitó la toalla y dejó que el pelo rubio, brillante, mojado aún, le cayera sobre los hombros. Envolvió en la toalla en dedo índice y apretó hasta que la sangre fue sólo un rastro en la tela. Se miró en el espejo. Un lágrima asomó a sus ojos y le recorrió la cara, hasta la barbilla, dejando a su paso un rastro de pintura negra, un surco macabro en medio del blanco de su tez. Aún no había conseguido el disfraz. Se levantó y se puso una túnica negra hasta los pies. La introdujo con cuidado por la cabeza, para no estropear la pintura, y la dejó caer hasta que le rozó los tobillos. Se puso la enorme capucha, que le hundía la cabeza tan adentro que era imposible verle la cara. Ni siquiera se distinguía la pintura.
Agarró una guadaña enorme y salió descalza a la calle.

Aquella noche, la muerte murió en la acera, boca arriba, cubierta y ahogada por el vómito agrio del alcohol. Aquella noche. La noche de Carnaval.