jueves, 20 de octubre de 2016

El pinchazo del hambre

Es ahora, en el ocaso de su vida, cuando ha descubierto que no hay mayor fiereza que la del hambre. Que la carencia es un territorio hostil. Que no hay aliados en la necesidad. Por eso, subida en unas zapatillas raídas, negras como la noche y como las prendas que la tapan, se ha desviado hacia calles más concurridas de gente pero más alejadas de los supermercados y tiendas de comestibles por las que peregrina cada noche con un carro de la compra que vuelve siempre lleno de nada. Las primeras veces merodeó por los cubos repletos junto a las grandes superficies, y aunque tuvo que conformarse con aquello que los demás desechaban, que no era mucho, siempre le pareció bastante. No hay gota de agua que en el desierto no colme el vaso de la sed. Las últimas veces, los cubos ya no bastaban, y entre los gatos callejeros de cada noche volvieron a aparecer las uñas. Magullada por haber sido arrojada al suelo entre el tumulto, con un rastro de sangre seca en la rodilla y nada más que tela sobre las ruedas que arrastraba, volvió a casa una noche decidida a cambiar de lugar para no volver a enfrentarse a esos colmillos que, aun compartiendo su necesidad, le doblaban en fuerza. Se alejó de supermercados y envuelta en el luto perenne de una ausencia nunca asumida, se echó a las calles del centro con la esperanza de encontrar en esos cubos lo que la vida le negaba.
Septiembre fue benévolo todavía, pero octubre empezaba a golpear cada vez más fuerte. La temperatura suave dejó paso sin previo aviso al agua y allí, en medio de la lluvia, aprendió a negociar las miradas que notaba clavadas en su espalda mientras ella, como podía, se inclinaba hacia el interior de aquellos pequeños contenedores verdes y de puntillas, con una mano en el borde y la otra entre las bolsas, buscaba. El centro le obligaba a salir más tarde, a retrasar la batida. Arrastraba sobre sus pies sus setenta años de arrugas y tiraba hacia delante del dolor que le devolvían sus huesos para recorrer las estrechas calles peatonales entre la plaza Mayor y el tañido de la campana de la catedral en busca de aquellos cubos que los porteros sacaban a última hora de la tarde y las familias llenaban con sus bolsas tiempo después, acabada la cena. El corazón de la fruta sin apurar, las esquinas de un filete que no había sido comido por completo, yogures con demasiado líquido, cosas pasadas de fecha. Todo lo que encontraba lo echaba en aquel carro de cuadros escoceses que parecía llevar con ella toda la vida. Después, en casa, revisaba lo recogido.
No era por ella, era por él. Sabe dios, y cada vez que pensaba en ello se santiguaba, que no le guardaba rencor a su hija, pero no podría perdonarle el que se hubiera marchado dejando allí al muchacho. Podían haberse ido los dos, deseaba a menudo, pero lo cierto es que una mañana ella ya se había ido y allí estaba su nieto, recién levantado, con cara de no saber. Dejarlo en aquella casa fue como dejarlo a la intemperie, no sólo por el frío que hacía siempre entre las paredes de aquel enorme caserón, sino por la falta de todo menos de miseria que se respiraba en sus alfombras. Al principio vendió todo lo que pudo y empeñó lo que no le hacía falta, pero no llegaban. Ya era difícil sostenerse sola con la pequeña pensión de viudedad. '¿No ha trabajado usted nunca?', le había preguntado el joven que tecleaba detrás de la mesa a la que ella, con el bolso en las rodillas y bien agarrado con las dos manos, se había acercado para preguntar. 'Toda mi vida, como una mula', le dijo, 'en mi casa'. El chico le dijo que lo sentía. Pero la compasión, verá usted, no se come.
Aquella noche abrió uno de los yogures rescatados de la basura uno de los dias anteriores y agitó con la cuchara el caldo para que se perdiera entre el contenido. Se metió una cucharada a la boca y notó el sabor un poco agrio que se le pegaba al paladar. Se obligó a tragar y aceleró el ritmo de las cucharadas para tratar de retener el menor tiempo posible el yogur en la boca, y tragó lo más deprisa que supo. Se puso sobre la camisa negra una rebeca del mismo color y salió, renqueante, a la calle, arrastrando el carro de la compra. Media hora después, bajo la luz verde intermitente de una farmacia, se encontraba ya encorvada, de puntillas, hurgando en el cubo.
Oculta como estaba, con la mitad del cuerpo casi dentro del contenedor, no se le veía la cara, pero a él no le hizo falta. Desde lejos, y a pesar de las conversaciones de sus amigos, distinguió la silueta que casi se tragaba el cubo. Conoció a su abuela por las zapatillas, por la figura y por el carro que siempre aguardaba detrás de la puerta de la entrada. Mientras el resto empezaba a concentrar su atención en la señora que buscaba en la basura y a susurrar entre ellos, él aceleró el paso, callado, y se marchó sin despedirse, sin alzar la cabeza. Sin dar un último vistazo. Si ella salió en ese momento y lo vio, no lo sabe. Poco le importaba. Sólo pensaba en llegar a casa y meterse bajo la manta.
Le recibió el eterno frío de la casa vieja. Le dio un escalofrío al entrar que apartó como pudo, pero no pudo reprimir el temblor cuando encontró sobre la mesa un batido y una manzana. Buscó en el pequeño envase de cartón y vio que estaba pasado de fecha, pero lo agitó con ganas, clavó la pajita y se lo bebió. Después buscó un cuchillo en la cocina y retiró las partes podridas de la manzana antes de devorarla casi hasta el corazón. No dejó nada salvo las pepitas. Cuando volvió a la cocina a tirar las cosas vio en el fregadero la solitaria cuchara, y en la bolsa de basura encontró el yogur. Se fue a la cama.
No había pasado una hora cuando la puerta se abrió de nuevo y la abuela entró arrastrando los pies, mitad por el cansancio mitad por no hacer ruido, tirando de aquel carro de cuadros. Él se hizo el dormido. Ella se afanó un rato en la cocina guardando esto y lo otro, y dejó entrever una leve sonrisa cuando encontró el cuchillo junto a la cuchara. Los fregó sin ganas y antes de ir hacia su habitación apagando luces llenó un vaso de agua del grifo que le acompañó en el recorrido por pasillos y habitaciones hasta el borde de la cama. Lo dejó en la mesita y se desvistió despacio, a pesar de que el frío empezaba a calar en los huesos. Se puso el camisón y abrió la colcha, dispuesta a meterse. Antes de apagar la luz se bebió el vaso de un trago y se tumbó deprisa. Se arropó, y cerró los ojos y dejó que el agua apagara el pinchazo sordo del hambre que le retumbaba por todo el vientre. Y durmió, agotada como estaba.