miércoles, 16 de abril de 2014

El banco

Llega un momento en la vida en el que el único tiempo que eres capaz de medir es el intervalo que duran los silencios. Al menos, eso piensa él mientras ve la tarde consumirse tras el espejo de ese cielo anaranjado que son los primeros días del verano. Y mide esas tardes que se escapan por el tiempo que duran los silencios, mientras espera en el banco de siempre, con la esperanza de siempre a que ella, sentada a su lado, asocie la rutina con el recuerdo y llene los vacíos que le van quedando, algo que no ocurre nunca. Los recuerdos deberían ser para siempre, se dice mientras repasa las fases del desnudo al que a ella ha sometido la enfermedad que agujerea el saco de la memoria para que la vida se derrame, de a poquito, para que pronto ya no quede nada. Así ha vivido él el alzheimer de ella, como un desnudo de vivencias, como si los sabores del pasado se le fueran cayendo poco a poco del cuerpo y quedaran apilados en el suelo, al alcance de nadie. Primero esa tímida desorientación, ese dulce bailar de las cosas que nunca estaban donde las dejó. La receta que se olvida, el nombre del primo que se pierde en la oscuridad de una boca abierta. Luego el zarpazo fiero que supone la mirada que cada mañana anuncia el desconcierto de no saber quién es el viejo con el que despierta, aunque detrás haya sesenta años de amanecer a la vez. Y el arañazo que supone para él la lucidez de ver día a día cómo se apaga, ella que todo lo fue.
La rutina puede ayudar, le dijeron, y por eso la trae al parque cada tarde y se sienta junto a ella a ver la tarde caer, mientras la vida sucede al margen de esos dos viejitos sentados en el banco que esperan su tiempo para recordarse por una última vez. Pero a cada amanecer de interrogantes le sucede una tarde en decenas de parques que en realidad son siempre el mismo, pero que para ella son siempre una primera vez. Pero él no cesa en el hábito y vuelve cada tarde al mismo banco en el que hoy, a unos centímetros de distancia, comparten otro ocaso de silencios. Ella, al sol, siempre friolera; él a la sombra, que ya aprieta el calor; y la línea de luz que les separa es cada tarde una macabra paradoja, porque sólo en el lado de la sombra queda algo de luz, mientras que en el otro lado el sol, más que iluminar, ciega.
Pasados unos minutos, él la mira mientras ella no deja, vista al frente, de recorrer ese extraño lugar. Está seguro de que ella no sabe dónde está ni qué hacen allí, sentados sin más, pero ya no protesta. Al parque, como al olvido, parece haberse acostumbrado. Y mientras deja pasar la tarde él la recorre poco a poco, como si se la estudiara pero con el paso firme de quien repasa una lección muy bien aprendida. Reconoce el camino de sus sienes ya grises, esa corona plateada. Reconoce también todas sus arrugas porque una a una las ha visto crecer, brotar como los surcos del tiempo que se acumula, la marca de haber vivido ya. Mira sus manos, huesos y piel cruzadas ahora en el regazo y mientras ella olvida sin querer, él juega a que recuerda por los dos. Y la ve joven, piel morena, el pañuelo gris recogiendo la melena y dejando caer un pequeño mechón sobre la frente junto a uno de esos dos ojos castaños. Recuerda los primeros besos inocentes robados a las tardes de verbena, las primeras caricias piel con piel. Recuerda la torpe y dolorosa primera vez a la que siguieron días de vergüenza mutua, y el lento perfeccionar que supusieron las demás veces hasta que la cama fue un lugar donde dejarse mecer en compañía. Recuerda incluso lo que no ha vivido pero sí ha vivido ella, o las cosas que se alegra de que ella haya olvidado aun a costa de aquella enfermedad. El parto del único hijo muerto, la llegada de aquella guerra que lo mandó a él a combatir por algo en lo que no creía y que trajo soldados extraños a las afueras, y con ellos a aquel capitán con aliento de aguardiente y barba sucia que en un amanecer le partió el labio a bofetadas mientras, encima de ella, le rompía el vientre y le arrancaba la capacidad de concebir, y se limpiaba después en las ropas de ella antes de escupir en la puerta mientras juraba que la mataría, para luego cerrar y marcharse. Aquella guerra, recuerda... combatir. Él sólo creía en ella, y la guerra les alejó. Recuerda también el frío compartido bajo una manta raída, los años de pobreza, el hambre compartido a cucharadas y tragado con la áspera compañía del pan duro. Y ella que no flaqueaba, que no flaqueó nunca. Ella que tiraba de él. Ella y siempre ella.
Y ahora, vacía, sin un recuerdo que recoger. Sin poder acabar sus días diciéndole que todavía cuando se tocan, cuando hay algo que parece una caricia, él siente ese primer escalofrío volver. Sin poder decirle que se dejaría morir en todas y cada una de las arrugas que el tiempo le ha dibujado en el rostro. Pudiendo cantarle ese viejo bolero que aprendieron juntos sin que a ella ahora le dijera nada. Sin poderle decirle que está aquí porque está ella, que piensa irse cuando ella se vaya y que la quiere como el primer día. Diciéndoselo, quizá, pero sabiendo que antes de que acabe de decírselo ella lo va a olvidar. Debió decírselo más veces, porque quizá así ella no lo hubiera olvidado nunca.
Eso piensa cada tarde mientras la observa, y siempre nota el brotar de una lágrima que le recorre mejilla abajo, y que nunca llega a caer del todo. Cada tarde. Pero esta tarde ella le mira, y le ve llorar. Y estira su mano pidiendo la de él, que llega solícita al encuentro, para que ella la apriete. Y vuelve aquel escalofrío que le recorre y le hace pegarse a ella buscando un poco del sol en el que está.
Y cuando se junta, le dice su nombre al oído. Y ella sonríe y mira al frente, seguramente pensando “esa quién será”.

Y así los dos, cogidos de la mano, empiezan a medir la vida por el tiempo que dura este silencio que acaba de empezar.

martes, 1 de abril de 2014

¿Bailamos?

He conseguido componer un credo a partir de los versos sueltos de mis inseguridades. No es que me sienta orgulloso de ello, pero lo cierto es que es complicado agarrar todas tus dudas y alimentar con ellas el motor de tu existir, sabiendo que las preguntas que salen envueltas en humo son las peores de resolver. Lejos de enfrentarme a lo que debería darme miedo, me he acostumbrado a vivir con ello sin abrir siquiera la boca. Cuantas menos preguntas haga con menos respuestas me voy a chocar. Lejos de inquietarme mis inseguridades, además, lo que me aterra son las certezas, y no hablo de la muerte detrás de cualquier esquina, porque ella no es una certeza sino más bien un lugar. Las certezas que me sacuden son otras, como la de saber que hay cientos de kilómetros entre ella y yo, tantos como razones para hacer todo lo posible por olvidarla. La certeza de que su nombre será siempre una estrofa que me estremece, o la certeza de irme a dormir sin saber si mañana querré despertar.
Bebo siempre con mis heridas. No trato de curarlas, porque ellas están ahí para siempre, trato más bien de subrayarlas. El alcohol es en realidad alimento para lo que te atormenta, porque riega recuerdos secos para convertirlos en un pasado verde y lustroso que no deja de regresar. Y esa noche, en aquel bar, bajo esa música que siempre está demasiado alta, yo bebía como siempre, con mis heridas a los costados. Mientras el último tequila abrasaba aún garganta abajo descarté la cerveza y la cambié por ginebra, que deja menos poso en el alma porque se bebe y se llora con el mismo color. Mientras el camarero me servía barrí con la mirada la oscuridad del local y me sentí viejo, y no era sólo una cuestión de edad. Chicos y chicas brindaban y cantaban canciones que no conocía, y aprovechaban los ratos más sombríos para rozarse, para unir unos palmos de piel durante unos instantes tratando de despertar la noche a golpe de cadera. Y entonces las vi. A las dos, vestidas con dos sonrisas de pura luz en aquella tiniebla. Dos certezas de esas que tanto me aterran.
En ese instante, la música cambió. No sé si fue justo en el momento o la fiebre del relato idealiza mi recuerdo, pero el ritmo sostenido giró hacia la cadencia pegajosa de algo parecido a una bachata. Y ellas, a un paso de distancia y riendo, no dejaron de bailar. Eran dos partes diferentes de una misma fotografía, dos frases arrancadas antes de un estribillo. Tacones, falda y medias negras, arañazos de negro sobre blanco por debajo de la blusa negra una; la otra el moreno de la piel bajo el rosa de la tela. Una con el pelo corto y la sonrisa, la otra con la risa enmarcada en una melena negra. El baile divertido y yo embelesado, lanzándole besos cortos a la ginebra. A su alrededor, un grupo de chavales que las mira, alguno quizá las desea. Pero nadie más existe esa noche.
No tuve que acabar la copa para saber que sus nombres serían dos versos importantes en el credo de inseguridades de mi vida, jamás me sacudió tan clara una certeza. Porque aquella noche las vi bailando solas, sin sus heridas, que esperaban acodadas en la barra su turno en medio de la música. Las llamé y las puse a mi lado, junto a mis heridas, y bebí también por ellas. Para que las dos amigas continuaran con esa risa sin ataduras. Una de ellas me miró de reojo y levanté mi copa para hacerle saber que sus cicatrices quedaban a buen recaudo, que la noche era para su futuro y no para su pasado. Que todas las noches deberían ser de ellas. Ya me bebo yo todas sus heridas, que son ya como mías. Yo me encargo de sacar a bailar a todos sus pesares. 

Para Merce y Susana.
Por muchos bailes sin heridas.